domingo, 4 de diciembre de 2016

EL OJO DE BAUDELAIRE EN PIGALLE

Por Eduardo García Aguilar
El Museo de la vida romántica de París está situado en pleno barrio Pigalle, a unas cuadras del turístico Moulin Rouge, cuyas aspas luminosas giran lentamente en la oscuridad de la noche otoñal anticipada a las cinco de la tarde, cuando los vecinos acuden a las escuelas por sus hijos, a las panaderías por sus baguettes o al gimnasio donde tratarán de relajarse después de la jornada laboral y los ajetreos del metro.
En un rincón de la calle Chaptal los visitantes salen y entran por la calzada empedrada que da a la casa de la prolífica escritora George Sand (1804-1876), donde según cuenta la leyenda vivió sus amores con Chopin, y lugar donde los curiosos pueden sentirse a mediados del siglo XIX, palpar el piano, tocar los muebles, correr las cortinas y acariciar jarras, platos y las paredes empapeladas de la iluminada casona salida de un cuento de Poe traducido por Baudelaire.
La calle Jean Baptiste Pigalle baja desde el Moulin Rouge como el eje central de este barrio decimonónico emergente surgido en tiempos de Charles Baudelaire (1821-1867), donde los nuevos colonizaban las calles empinadas de la montaña de Montmartre, lejos de Saint Germain des Prés y otros lugares del lado izquierdo de la ciudad.
En pocos años todas las flores del mal de la época, artistas, modelos, músicos, pintores, prostitutas, proxenetas, escritores, borrachines, libertinos, aprendices de fotógrafos, periodistas, caricaturistas y todo tipo de avechuchos nocturnos de lupanar, alcohólicos, tuberculosos y sifilíticos, se adueñaron de esta zona tan bien descrita en los carteles de Toulouse Lautrec (1864-1901) o en los cuadros de Utrillo y Suzanne Valandon, entre otros muchos dibujantes y creadores de imágenes de la época.
Por aquí venia el joven Baudelaire, el emblema de esas generaciones que aun creían en el arte como un destino por el que ofrecían sus vidas de héroes y por el cual morían miserables, locos e ignorados en el intento. Esgrimiendo su escuálida apariencia de lector joven en un retrato pintado por Courbet (1819-1877), vestido con su redingota o su abrigo negro, anudado el moño de su corbatín de seda, mostrando el bastón o los guantes que captaban las cámaras de sus amigos fotógrafos, el genio de Las flores del mal deambulaba con su mujer mulata mientras el padrastro Aupick y su madre sufrían hasta lo indecible por las calaveradas del rebelde muchacho, obligados a pagar siempre sus múltiples facturas.
Ahora él ha vuelto al barrio, esta vez a través de una exposición El ojo de Baudelaire dedicada a su relación con el periodismo, las artes plásticas, la fotografía y la caricatura. A las seis de la tarde de este día otoñal de 2016, Baudelaire ha regresado entre el crepúsculo y se esconde detrás de los árboles y las rejas que llevan a la casa de George Sand, camina por las calles o espera a la entrada de los cabarets mirado esta vida extraña, luminosa del siglo XXI.
La noche era larga en Pigalle, zona de tolerancia que hoy ya no es la sombra de lo que fue y ha sido destruida poco a poco por la privatización en linea de los encuentros tarifados y el éxodo hacia otros lugares de las últimas profesionales de la noche. Baudelaire se mostraría extrañado y exclamaría furioso contra este desastre alzando su bastón de puño de marfil.
Por estas calles del sonoro Pigalle todas las glorias de la farándula literaria y artística del siglo XIX y la mitad del XX ---desde Baudelaire hasta André Breton, que vivio por aquí--- agotaron su juventud en cabarets, teatros y bares musicales donde cantaba Aristide Bruant (1851-1925) y amanecían borrachos de absenta, opio, cocaína, morfina y hachís.
Uno tras otro han desaparecido en las últimas décadas sórdidos sitios de bailarinas, sex shops, hoteles de mala muerte, bares tenebrosos como el Noctambules, donde cantaba hasta hace un lustro la leyenda Pierre Carré, para ser restaurados o reemplazados directamente por Mc Donalds, Starbucks, cafés con wifi, boutiques, expendios de jugos naturistas, restaurantes y comercios de ropa y comida, al mismo tiempo que una nueva generación de habitantes adquieren o alquilan apartamentos y convierten el lugar en una zona pulcra que solo vive de sus glorias pasadas y en la mente ingenua de ciertos turistas despistados.
En el Museo de la vida romántica la exposición dedicada a Baudelaire está apeñuscada a la entrada de la casona de Georges Sand en tres salas oscuras y estrechas de paredes tapizadas de tela verde y rojo estampadas de flores de lis como en el siglo XIX y comunicadas por peligrosas escaleras de donde se despeñan con cierta frecuencia cegatonas y cegatones académicos jubilados, cascarrabias amantes de la literatura que tosen y moquean bajo el imperio de la gripe otoñal.
En la primera sala vemos todas las fotografías y los daguerrotipos que le tomaron sus amigos Etienne Carjat (1828-1906) y Félix Nadar (1820-1910), así como los retratos, esculturas o caricaturas con su imagen. En una pequeña sala porno custodiada por dos robustas funcionarias con aires de gigantescos perros bulldog se muestran imágenes eróticas prohibidas, entre ellas la preferida de Baudelaire, una ninfa solitaria y orgásmica, o escenas de coitos en casas de citas.
En otra sala subterránea vemos las cartas escritas a su madre y apoderados desde Bruselas, a donde huyó por las deudas, escritas con una caligrafía impecable e inteligente y en la tercera, luego de subir unas estrechas escaleras de caracol, palpamos casi los manuscritos de sus más famosos poemas y las primeras ediciones de sus libros, muchos de las cuales fueron publicados con carácter póstumo. Y al final vemos cuadros de su admirado Delacroix (1798-1863) y otras obras amadas que le dieron renombre como crítico de arte y visitante asiduo de galerías y salones anuales pictóricos.
Ha terminado la visita y salimos a la calles animadas del viejo Pigalle como si estuviéramos en tiempos del poeta. Y lo imaginamos internándose por alguno de los portalones o deambulando ebrio por las pequenas callejuelas del vicio. Baudelaire volvió a Pigalle este otoño. En el aire se siente su presencia como un pequeño ciclón de palabras.
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* Publicado en Expresiones. Excélsior. México D. F. 4 de diciembre de 2016.

 

viernes, 2 de diciembre de 2016

VARGAS LLOSA: EL TRANSEÚNTE DE SAINT-GERMAIN


Por Eduardo García Aguilar 
Hace unas horas, cuando estaba en la barra de un café de Saint Germain de Prés tomando una cerveza Leff, cerca de mis librerías preferidas, vi cruzar por la calle de enfrente, en este viernes primaveral, a Mario Vargas Llosa, una verdadera institución latinoamericana. Iba solo y cruzaba con lentitud el bulevard, muy elegante, con un soberbio saco azul claro y un pantalón beige, sin duda recién comprados para la temporada, impecable de pies a cabeza entre finísimas ropas de marca, pero sin corbata, y con un aura inconfundible de alegría, confort y plenitud.
Traía el cabello blanco níveo que brillaba bajo el sol y cargaba una pesada bolsa roja llena de libros en la mano izquierda que lo hacía trastabillar. Caminaba con cierta torpeza, como suelen hacerlo los escritores que han pasado la vida sentados frente a la máquina y que de tanto estar en esa posición parecen cargar la historia de todas las sillas del mundo. Se le veía feliz en este fin de abril fresco y soleado, en que todos se agitan de felicidad ante la ida del invierno y la cercanía de la larga temporada veraniega. Las chicas se deshacen de sus abrigos y salen con su ropas ligeras y ceñidas cada vez más sexys, perfumadas y coquetas, colgadas de sus celulares, y todos, jóvenes y viejos, se agitan en las calles mirando vitrinas con ilusión o hablando radiantes en los cafés, como si salieran al fin de la hibernación. ¿Como no venir a caminar un viernes 28 de abril entre calles y terrazas que vieron pasar a todas las generaciones literarias de Francia y el extranjero y de paso visitar las estanterías para ver las novedades?
Vargas Llosa se veía en su hábitat perfecto al detenerse un momento a respirar el aire perfumado de flores recientes y retoños de hojas, en esa esquina que frecuenta desde 1958, cuando a los 21 años ya estaba en Paris buscando entrevistarse con Jean Paul Sartre y Albert Camus, los futuros Premio Nobel franceses de moda en aquellos lejanos tiempos de mediados del siglo XX. Aquí, salvo algún profesor francés muy informado, un estudiante o turista latinoamericano, nadie lo reconoce en la calle y puede caminar tranquilo como en sus viejos tiempos, pero convertido ya en un venerable y sólido anciano mucho más que próspero, cubierto por todas las condecoraciones, los elogios y los honores posibles.
De repente me di cuenta, al verlo cruzar rumbo al café de Flore, frente a la iglesia casi milenaria de Saint Germain, en la pequeña plaza Beauvoir-Sartre, que el autor de La ciudad y los perros, La casa verde y Pantaleón y las visitadoras tiene ya 70 años de edad. Que ese eterno joven nacido en 1936 que nutrió de historias y de éxitos a varias generaciones y siempre estuvo en la primera plana de los debates, cruzaba la séptima década por las calles del barrio latino, no lejos de su casa del Jardin de Luxemburgo, que es, según dicen, uno de sus refugios secretos para huir de la celebridad en España, donde los diarios sacan su foto día a día y cada semana se informa que recibió un nuevo premio de 50.000 dólares en Berlín, Jerusalén, Londres, Cali, Buenos Aires o Nueva York, o un doctorado honoris causa en Tasmania o Yakutia. Todo eso lo merece, pues ha sido el más aplicado de los autores del boom : excelente novelista, muy ameno para todos, ensayista de rigor, experto en Flaubert o las novelas de caballería, articulista y panfletario de miedo, siempre hace la tarea como se debe sin ninguna falla, sin importar las horas que le tome el trabajo.
Vargas Llosa es una verdadera institución en Francia, y los franceses y su mayor editorial, la prestigiosa y altiva Gallimard, lo quieren y lo miman incluso más que a los suyos. Termino la cerveza pensando en todas esas cosas, como en la primera vez que lo vi en el Festival de Teatro de Manizales a inicios de los años 70 del siglo pasado, cuando unos maoístas lo atacaron con vociferaciones en la Universidad y tuvo que ser defendido por un jovencísimo Juan Gustavo Cobo Borda o en un coctel del congreso internacional del PEN club en 2003 en el palacio de Bellas Artes de México, en medio de una muchedumbre de señoras ricas que le sonreían a él, tan fatigado y harto por los viajes. Vargas Llosa, al que todos los adolescentes queríamos imitar y seguir ; el mismo que le pegó trompadas a García Márquez en México, terminando con una amistad apasionada y condenando al ostracismo el mamotreto de su tesis sobre el colombiano, llamada Historia de un Deicidio.
En todo eso pensaba y al terminar la Leff me dirigí por la misma ruta hasta la librería. Allí, en el lugar de las novedades, Gallimard expone un libro que acaba de salir en honor de su 70 cumpleaños y los 40 de haber publicado en francés La Ciudad y los Perros. En el prólogo, Antoine Gallimard celebra la frescura de sus siete décadas y dice que esa casa editorial no podía dejar pasar la fecha, por lo que el volumen está lleno de fotos de la infancia, adolescencia y juventud de este hombre que ama y es amado por Francia. El peruano, el inca, el muchacho que en los 60 trabajaba en la Agence France Presse y abordaba con timidez a Albert Camus a la salida de un teatro. Un gran escritor, una leyenda que ha vivido por y para la literatura e incluso se ha dado el lujo de querer ser presidente y fracasar, por fortuna, en el intento.
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