Esta es la triste historia de un mexicano playboy que reinó en los más exclusivos cenáculos de la literatura francesa al lado de Proust, Gide, Céline y Mauriac, y que desde esas alturas cayó en la mayor ignominia para convertirse en un colaborador de los nazis fascinado por la mirada « oceánica » del siniestro jefe de propaganda Joseph Goebbels.
Más de 60 años después de su muerte, su hijo Dominique Fernandez (1929), uno de los más notables escritores de su generación y miembro de la Academia Francesa, explora la tragedia de su padre y trata de encontrar las razones secretas que lo llevaron a malograr su carrera literaria.
Ramón Fernández III (1894) era hijo de Jeanne Gabrié, bellísima e inteligente francesa, y de un apocado diplomático mexicano en París, Ramón II, nacido en México D.F, en 1871, hijo a su vez de Ramón I, corrupto ex gobernador porfirista de la capital mexicana, nacido en 1833 en San Luis Potosí y enviado a París por su amigo el dictador Porfirio Díaz para ponerlo a salvo de las acusaciones de pillo y saqueador del erario público.
Del exilio de un politicastro mexicano del siglo XIX surge la saga de los Fernández franceses, que ahora trata de recuperarse con dificultad tras medio siglo de ignominia y escarmiento por el desprestigio al que la llevó uno de los suyos, odiado colaborador bajo la ocupación, mientras los soldados de Hitler y Pétain fusilaban resistentes y detenían a miles de judíos para enviarlos a las cámaras de gas en Alemania en los famosos trenes de la muerte.
Ramón III reinó en los salones de la alta sociedad parisina en tiempos de entreguerras : de joven fue uno de los efebos preferidos de Proust, de quien fue su discípulo y amigo y sobre el que escribió un libro. Como era mal estudiante, bebedor y vividor, su madre autoritaria lo conectó con las condesas millonarias de Saint Germain de Prés, algunas de las cuales fueron sus protectoras y amantes. Introdujo el tango en los salones de la aristocracia, donde bailaba con el cabello engominado, los ternos de lino y los zapatos de charol.
Como su padre murió joven y él creció huérfano como hijo único de la posesiva francesa, directora de la revista Vogue y amiga de los intelectuales de moda de los años de entreguerras, Ramón Fernández III fue un típico niño bien pobre y arribista que adoraba la buena ropa, los autos Bugatti y las motocicletas de lujo, lujos que obtenía y mantenía con los dineros proporcionados por su mamá, sus amantes y su esposa.
Irresistible, mujeriego, gran conversador, este mestizo de mexicano y francesa, que en su rostro traía los inconfundibles aires de lo exótico, conquistó poco a poco todos los difíciles grados del poder literario hasta ser aceptado como miembro de la Nueva Revista Francesa, de la que se origina la editorial Gallimard. Durante tres décadas Fernández fue el crítico de moda de la editorial, que podía lanzar o defenestrar un libro y durante ese tiempo reseñó las novedades literarias en ensayos calificados de notables por autores como Proust, Gide, Mauriac y Saint-Exupéry, lo que no es poca cosa.
Durante una década el joven y apuesto Fernández también fue el motor mundano de los Coloquios de Pontigny, tertulia anual de humanistas dirigida por Paul Desjardins, el maestro intelectual de su esposa Lilianne Chomette, una agregada de letras clásicas de Toulon a quien conoció allí y a la que amó. Y en ese contexto, cuando se caldeaban los ánimos en Europa, adhirió a movimientos de izquierda moderados que ya veían con temor la impronta futura de los nazis alemanes y del Duce italiano Mussollini.
Pero la serpiente del mal empezó a acechar junto a la manzana de la discordia. El matrimonio de Ramón con la atractiva y severa intelectual francesa de Toulon se fue a pique en medio de riñas diarias y conflictos a la hora de pagar las deudas de los autos y motocicletas de lujo. Fernández empezó de correr de amante en amante y de bar en bar hasta que el amatrimonio se hizo trizas, lo que según su hijo sería en parte causante de su extraña voltereta política.
De un momento para otro y sin que hubiera coherencia con su pensamiento, casi como un acto de rebeldia del niño mimado, Fernández se volvió fascista, nacionalista pro-germánico, adorador del mediocre político nazi francés llamado Jacques Doriot e ingreso al ultraderechista Partido Popular Francés, luciendo uniformes militares y suspirando ante el paso de los uniformados de Hitler.
Durante la ocupación Fernández no sólo viajó a Weimar en la gira organizada por Goebbels, sino que fue uno de los líderes de la intelectualidad colaboracionista francesa al lado de Robert Brasillach, fusilado al llegar la Liberación, y Drieu La Rochelle, otro brillante escritor que prefirió el suicidio a la ignominia de vivir la derrota y el triunfo del general Charles de Gaulle y los partisanos de la Resistencia.
Fernández, Drieu y Brasillach, jóvenes y brillantes escritores de su generación, creyeron en la Europa unida bajo la bota hitleriana, fueron seducidos por la imaginería del jefe totalitario y el esplendor de los uniformes y las botas nazis y callaron mientras eran detenidos y despojados miles y miles de judíos o resistentes y llevados a la muerte en los campos de concentración.
Su hijo Dominique, que ese agosto de 1944 dirigió a los 15 años el cortejo del cadáver de su padre, fulminado por una embolia, hacia la iglesia de Saint Germain des Prés, escribe en su libro Ramón (Grasset, Paris, 2009) 800 páginas en las que trata de explorar el misterio de su familia, las razones del fracaso de su padre, y las lejanas raíces mexicanas.
Al final, Ramón es un canto de amor por ese padre frívolo y mundano, a la vez buen escritor, que pudo haber sido una gloria de las letras francesas de haber elegido a De Gaulle y la resistencia en vez de Doriot y la colaboración. Al final sólo queda la amarga lección del peligro que conlleva para los escritores acercarse mucho a los políticos y al poder, que en todo el mundo es la manzana de la tentación y el gusano de la decadencia.
Más de 60 años después de su muerte, su hijo Dominique Fernandez (1929), uno de los más notables escritores de su generación y miembro de la Academia Francesa, explora la tragedia de su padre y trata de encontrar las razones secretas que lo llevaron a malograr su carrera literaria.
Ramón Fernández III (1894) era hijo de Jeanne Gabrié, bellísima e inteligente francesa, y de un apocado diplomático mexicano en París, Ramón II, nacido en México D.F, en 1871, hijo a su vez de Ramón I, corrupto ex gobernador porfirista de la capital mexicana, nacido en 1833 en San Luis Potosí y enviado a París por su amigo el dictador Porfirio Díaz para ponerlo a salvo de las acusaciones de pillo y saqueador del erario público.
Del exilio de un politicastro mexicano del siglo XIX surge la saga de los Fernández franceses, que ahora trata de recuperarse con dificultad tras medio siglo de ignominia y escarmiento por el desprestigio al que la llevó uno de los suyos, odiado colaborador bajo la ocupación, mientras los soldados de Hitler y Pétain fusilaban resistentes y detenían a miles de judíos para enviarlos a las cámaras de gas en Alemania en los famosos trenes de la muerte.
Ramón III reinó en los salones de la alta sociedad parisina en tiempos de entreguerras : de joven fue uno de los efebos preferidos de Proust, de quien fue su discípulo y amigo y sobre el que escribió un libro. Como era mal estudiante, bebedor y vividor, su madre autoritaria lo conectó con las condesas millonarias de Saint Germain de Prés, algunas de las cuales fueron sus protectoras y amantes. Introdujo el tango en los salones de la aristocracia, donde bailaba con el cabello engominado, los ternos de lino y los zapatos de charol.
Como su padre murió joven y él creció huérfano como hijo único de la posesiva francesa, directora de la revista Vogue y amiga de los intelectuales de moda de los años de entreguerras, Ramón Fernández III fue un típico niño bien pobre y arribista que adoraba la buena ropa, los autos Bugatti y las motocicletas de lujo, lujos que obtenía y mantenía con los dineros proporcionados por su mamá, sus amantes y su esposa.
Irresistible, mujeriego, gran conversador, este mestizo de mexicano y francesa, que en su rostro traía los inconfundibles aires de lo exótico, conquistó poco a poco todos los difíciles grados del poder literario hasta ser aceptado como miembro de la Nueva Revista Francesa, de la que se origina la editorial Gallimard. Durante tres décadas Fernández fue el crítico de moda de la editorial, que podía lanzar o defenestrar un libro y durante ese tiempo reseñó las novedades literarias en ensayos calificados de notables por autores como Proust, Gide, Mauriac y Saint-Exupéry, lo que no es poca cosa.
Durante una década el joven y apuesto Fernández también fue el motor mundano de los Coloquios de Pontigny, tertulia anual de humanistas dirigida por Paul Desjardins, el maestro intelectual de su esposa Lilianne Chomette, una agregada de letras clásicas de Toulon a quien conoció allí y a la que amó. Y en ese contexto, cuando se caldeaban los ánimos en Europa, adhirió a movimientos de izquierda moderados que ya veían con temor la impronta futura de los nazis alemanes y del Duce italiano Mussollini.
Pero la serpiente del mal empezó a acechar junto a la manzana de la discordia. El matrimonio de Ramón con la atractiva y severa intelectual francesa de Toulon se fue a pique en medio de riñas diarias y conflictos a la hora de pagar las deudas de los autos y motocicletas de lujo. Fernández empezó de correr de amante en amante y de bar en bar hasta que el amatrimonio se hizo trizas, lo que según su hijo sería en parte causante de su extraña voltereta política.
De un momento para otro y sin que hubiera coherencia con su pensamiento, casi como un acto de rebeldia del niño mimado, Fernández se volvió fascista, nacionalista pro-germánico, adorador del mediocre político nazi francés llamado Jacques Doriot e ingreso al ultraderechista Partido Popular Francés, luciendo uniformes militares y suspirando ante el paso de los uniformados de Hitler.
Durante la ocupación Fernández no sólo viajó a Weimar en la gira organizada por Goebbels, sino que fue uno de los líderes de la intelectualidad colaboracionista francesa al lado de Robert Brasillach, fusilado al llegar la Liberación, y Drieu La Rochelle, otro brillante escritor que prefirió el suicidio a la ignominia de vivir la derrota y el triunfo del general Charles de Gaulle y los partisanos de la Resistencia.
Fernández, Drieu y Brasillach, jóvenes y brillantes escritores de su generación, creyeron en la Europa unida bajo la bota hitleriana, fueron seducidos por la imaginería del jefe totalitario y el esplendor de los uniformes y las botas nazis y callaron mientras eran detenidos y despojados miles y miles de judíos o resistentes y llevados a la muerte en los campos de concentración.
Su hijo Dominique, que ese agosto de 1944 dirigió a los 15 años el cortejo del cadáver de su padre, fulminado por una embolia, hacia la iglesia de Saint Germain des Prés, escribe en su libro Ramón (Grasset, Paris, 2009) 800 páginas en las que trata de explorar el misterio de su familia, las razones del fracaso de su padre, y las lejanas raíces mexicanas.
Al final, Ramón es un canto de amor por ese padre frívolo y mundano, a la vez buen escritor, que pudo haber sido una gloria de las letras francesas de haber elegido a De Gaulle y la resistencia en vez de Doriot y la colaboración. Al final sólo queda la amarga lección del peligro que conlleva para los escritores acercarse mucho a los políticos y al poder, que en todo el mundo es la manzana de la tentación y el gusano de la decadencia.