Pocas veces dos personajes excéntricos y grandes escritores a quienes separan muchos años de vida, pero les une su país, la lengua y la literatura, se encuentran como Gómez de la Serna y Valle Inclán en la semblanza que el joven le hace al viejo cascarrabias, su vecino en Madrid y a quien vio en directo actuar y escandalizar en las noches bohemias y artísticas de la capital española en tiempos de la Generación del 98.
Leer el retrato que Gómez de la Serna hace del viejo barbudo gallego, autor de Tirano Banderas, nos ayuda a tomar distancia con toda esta parfenalia de falsos ídolos mediáticos que han inundado a la literatura hispanoamericana en los últimos tiempos y que, inflados por los poderosos consorcios editoriales, se lanzan como clásicos eternos sin razón ni mérito alguno, cuando aun no dan los primeros pasos de un largo camino.
Valle Inclán sería el ejemplo a seguir porque se trata de un verdadero caballero andante de la prosa que en cada oración nos sorprende con sus hallazgos y por el deseo permanente de trascender hasta el martirio los caminos andados por la literatura. Su larga vida caótica y excesiva está unida con sudor, valentía, pobreza, bohemia y lágrimas a su vasta obra, una catedral construida poco a poco a lo largo de las décadas contra viento y marea.
Basta abrir las páginas de Tirano banderas, novela que el boom convirtió en simple antecedente epigonal de la novela del dictador latinoamericano, para comprender que es un verdadero clásico no solo por la forma como aborda el tema sino por la prosa, que llega a unos niveles de tensión y genialidad caleidoscópica pocas veces vista en los autores de la lengua y que algunos emparentan como un clásico del rango del Criticón de Gracián, los poemas de Garcilaso de la Vega, las piezas de Quevedo y Lope y El Quijote de la Mancha.
Valle Inclán (1866-1936) viajó en su primera juventud a México y al parecer a otros países de América, donde se nutrió del castellano transmutado, sincretizado, lo que se percibe con toda claridad en los recursos y excentricidades de su prosa y con gran acierto en el retrato de ese tirano tropical y la sociedad corrupta donde medraban nativos y gachupines en un aquelarre fenomenal de injusticias y arbitrariedades que cimentan el horror político y social de España y América Latina.
Además fue un hombre de convicciones y de palabra, un rebelde que mantuvo su independencia de los poderosos, cosa que los escritores hispanoamericanos de hoy, mansos como bueyes, cariacontecidos pedidores de limosnas y aplausos falsos, no suelen hacer, sino todo lo contrario.
Perdió su mano en alguna de sus riñas y llevó con honor la manquedad, aunque por supuesto esa falta de extremidad de Valle Inclán fue callejera y no se dio con la gloria de la del manco de Lepanto, que fue en una batalla decisiva para el Occidente de entonces.
Ese carácter caballeresco del barbudo autor, esa rebeldía que lo hizo pasar muchas miserias, frío, contrariedades y hambres sucesivas, eran respetados por todos sus contemporáneos, entre ellos el gran nicaragüense Rubén Darío, que escribió sobre él el famoso poema "de las barbas de Chivo". El homenaje de sus contemporáneos se parece a los honores amistosos que le brindaron sus pares a ese otro gran rebelde de la bohemia de fin de siglo XIX, Paul Verlaine, que murió marginal, beodo y pobre en París.
La literatura no es una carrera burocrática ni una sucesión de genuflexiones sino un acto de rebelión frente a los medios y a los miedos ambientes, un alzarse contra el horror circundante y un grito con palabras molestas, lo que cumplió con creces Valle Inclán. Leerlo hoy nos curaría y nos vacunaría contra la infamia contemporánea de la literatura hispanoamericana, dominada por los mercaderes del templo.
Ahora que muchos petrimetres españoles y latinoamericanos siguen haciéndonos creer que la generación del boom fue el único big bang posible de la literatura hispanoamericana, cuando fue más que todo un big bang de marketing y viveza, que cambió el modo de hacer y vivir la literatura en lengua castellana por una forma venal y arribista, es saludable desempolvar los libros de las generaciones que vivieron en la primera mitad del siglo XX a un lado y otro del Atlántico.
Solo la terca ignorancia puede llevar a tantos burócratas literarios de hoy, críticos pagados por los consorcios editoriales o periodistas a sueldo de agencias o fundaciones, a repetir sandeces y a medrar sin espíritu crítico en espera de las canonjías, premios arreglados, honores inflados y ditirambos en la Sociedad de Elogios Mutuos en Madrid (SEMEM), como se ve en ciertos suplementos literarios en boga de la capital española.
Todos los pajes universitarios y periodísticos de las fundaciones y los consorcios editoriales españoles que han chupado de los presupuestos estatales como monstruosos becerros, deberían abrir sus ojos, si es que tienen, para explorar entre decenas de escritores menos mediáticos que tanto en España como en todos los países latinoamericanos ya escribían y hacían camino desde los tiempos de Rubén Darío hasta antes del fenómeno editorial creado por Seix Barral en los años 60 y 70.
Y a su vez deberían explorar a los escritores latinoamericanos actuales menos famosos, coetáneos del boom, mexicanos, colombianos, argentinos, uruguayos, chilenos y venezolanos, que tienen obras extraordinarias y cuya presencia se da y es activa fuera de los reflectores en casi todos los países del continente.
Hacernos creer que antes sólo había un mundo de polillas incrustado en la prosa y que de repente un grupo de escritores instalados en París y Barcelona lo demolieron con ayuda de la madrina Carmen Balcells y su chequera, no solo causa risa sino que avergozaría a los más lúcidos de esa generación, como Julio Cortázar, José Lezama Lima, Virgilio Piñeira y Emir Rodríguez Monegal, un crítico que se deslindó de esas idolatrías ingenuas alimentadas por la insistencia mediática.
Basta lanzarse en la piscina de los modestos libros publicados por la colección Austral en Buenos Aires mientras reinaba la dictadura en España, para encontrar modernos extraordinarios como Ramón del Valle Inclán, el autor de Tirano Banderas, Flor de Santidad, Voces de gesta y las Sonatas de Primavera, Estío, Otoño e Invierno y con él varios adalides de la Generación del 98.
Esos españoles de genio y figura como Pío Baroja, Azorín, Ortega y Gasset y Miguel de Unamuno, para solo mencionar a unos cuantos, admiraron el genio de Valle Inclán y compartieron en Madrid con grandes latinoamericanos como Rubén Darío, ese sí un verdadero boom y gigantesco big bang todavía actual y el prosista Enrique Gómez Carrillo, que junto a Jose Mária Vargas Vila, fue otro de los más grandes best sellers hispánicos de todos los tiempos que luego pasaron al olvido.
* Don Ramón María del Valle Inclán. Por Ramón Gómez de la Serna. Colección Austral. Espasa Calpe S.A . Madrid. España. 1959. 217 pp.