En Madrid, la Cátedra Vargas Llosa y varias universidades llevaron a cabo esta semana, con la presencia de los príncipes Felipe y Letizia, y en medio de la más absoluta oficialidad literaria, un coloquio para celebrar los 50 años del boom latinoamericano, que, según ellos, se inició en 1962 con la publicación de La ciudad y los perros del autor peruano, convertido desde entonces en una especie de mesías del éxito.
Ese coloquio pareció otro episodio más del culto a la personalidad del exitoso Premio Nobel y ex candidato presidencial, cuyas ideas conservadoras en todos los ámbitos habidos y por haber, tanto en materia estética como política ya todos conocemos, y que han provocado con toda razón en las últimas semanas varios textos críticos de intelectuales hispanoamericanos en torno a su último libro de ensayos patriarcales, donde como un viejo y rancio prelado despotrica desde el púlpito contra el arte, la cultura y las tecnologías modernas, considerados como un peligroso aquelarre pagano que nos lleva a la deriva.
Después de una serie de ditirambos al organizador y padrino del encuentro, y la presencia de escritores y críticos bien escogidos y domesticados para la ocasión, la conclusión final un poco abusiva es que ese movimiento transformó para siempre la literatura latinoamericana y que a partir de ahí hay un antes y un después, como si se tratara del mismísimo big bang o la creación del universo, surgidos de los soplos protéicos del sabio inca.
Para empezar, sería un poco abusivo concentrar el origen histórico del movimiento en la obra emblemática del gran escritor peruano, cuando sabemos que antes de esa novela ya estaban en activo desde hacía tiempo autores como Juan Rulfo, Felisberto Hernández, Manuel Mujica Láinez, José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti, Miguel Angel Asturias, Alejo Carpentier y Carlos Fuentes, entre otras extraordinarias figuras del ámbito regional y eso sin mencionar a Jorge Luis Borges y Octavio Paz, que no eran novelistas.
Nadie va a negar aquí la importancia y la vasta obra de Vargas Llosa, a quien todos los adolescentes escritores de mi generación admirábamos y tratábamos de imitar en nuestros primeros escritos, ni la valentía suya de expresar sus ideas reaccionarias contra la corriente del pensamiento en boga a lo largo de décadas de sueño revolucionario y dominio del catecismo marxista-leninista y guevarista.
Por eso, haciendo uso del espíritu crítico al que el nos invita, habría que hacer un balance mucho más matizado de ese fenómeno literario, que fue antes que todo un magnífico golpe de publicidad y marketing, aplicado en un momento preciso en que confluían varias condiciones perfectas para su éxito: las ilusiones de un mundo nuevo latinoamericano con el triunfo de la revolución cubana en el marco de la guerra fría, la necesidad desbordada de exotismo latinoamericano en los países europeos que recién salían de la oscuridad de la posguerra y el deshielo cultural experimentado en España en los estertores de la abominable era de Francisco Franco.
Vargas Llosa, Carlos Fuentes y García Márquez y los otros miembros del boom se convirtieron entonces en las contrapartes literarias del Che Guevara, o sea escritores heróicos representantes del exotismo latinoamericano de poncho colorido y bigote, que llevaban en sus bolsos de hippies todos los muchachos del continente y de Europa en tiempos de la era del Peace and Love y la Revolución.
Así como en los tiempos de la Revolución Mexicana de 1910 todos los radicales latinoamericanos anticlericales llevaban en sus faltriqueras los demoniacos libros de Jose María Vargas Vila, el primer gran best seller continental, los libros del boom significaron entonces una posibilidad de afirmarse como región y creer con inocencia que el centro del mundo se hallaba en la llamada entonces "Nuestra América", intronizando una ideología nacionalista y antiimperialista que fue perfeccionada desde las oficinas de Casa de las Américas en La Habana por los escritores oficiales de la Revolución.
Vargas Llosa era entonces, antes de volverse un airado y converso hombre de derechas, un compañero de ruta de esas ilusiones revolucionarias y sus inicios y primeros éxitos se dieron precisamente en la ola de ese extraño espejismo que hipnotizó a miles de jóvenes estudiantes y gran cantidad de intelectuales del ámbito latinoamericano y mundial.
El boom logra lanzarse con dos figuras nuevas y exóticas, Vargas Llosa y García Marquez, frescos ejemplos de esos muchachos periféricos de las clases medias que triunfaban desde la profunda América Latina y se aupaban a los cenáculos más exclusivos del mundo editorial barcelonés, apadrinados por Carlos Barral y la gran agente literaria Carmen Balcells, inventora y maga del soberbio fenómeno editorial.
En medio de las fiestas en torno al peruano en Madrid, solo se escuchó desde afuera una voz crítica en medio de la salva de ditirambos pronunciados por los comensales invitados: la de Luis Harss, autor del libro Los Nuestros, considerado la biblia inicial de ese movimiento y que surgió por azar en el momento exacto y en la ocasión esperada, elaborado por un joven de 26 anos que fue incitado por Julio Cortázar en París a reunir una serie de entrevistas de los autores emergentes del boom.
Harss fue el inventor azaroso del concepto y hoy mismo se asombra de que haya tenido tanto éxito. Requerido y desenterrado por la prensa en las profundidades de Estados Unidos, aceptó con paciencia las entrevistas, aunque afirmo sin ningun temor que desde hace muchas decadas ya no le interesa ese movimiento y que sus intereses en materia estética y cultural van por otros rumbos.
Con gran elegancia, lucidez y honradez intelectual afirma que la obra novelística de Vargas Llosa es demasiado convencional, más un asunto de exito que de verdadera exploración literaria y que cuando leyó por primera vez Cien años de soledad, le pareció un catálogo de anécdotas. Además sugiere que poco a poco emergen del olvido los verdaderos grandes autores de esa época, encabezados por los uruguayos Onetti y Felisberto Hernández y otros posteriores como Salvador Garmendia y Manuel Puig.
El boom fue una polvareda folclórica que ocultó un gran movimiento intelectual latinoamericano preexistente desde los años 50 en todas las capitales y era más acorde con el mundo y la cultura universales y los vasos comunicantes de la modernidad.
La novela mercancía no es el único género literario válido y ahora resta recuperar y explorar el mar inmenso de la poesía, el ensayo, la filosofía y la prosa libre de varias generaciones sepultadas por un fenómeno que es menos importante y crucial de lo que afirman en Madrid los adoradores de ídolos con pies de barro.
* En la foto, García Márquez recién golpeado por el matón Vargas Llosa, en México, a mediados de los años 70.
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