sábado, 26 de enero de 2013

LA AVENTURA DE LAS MIL Y UNA NOCHES



Por Eduardo García Aguilar*
El Instituto del Mundo Arabe de París dedica una vasta exposición a la aventura histórica de Las Mil y una noches, uno de los libros más notables de todos los tiempos, que inició en los placeres de la lectura y la imaginación a niños y adolescentes del último milenio y en muchos casos los guió hacia la incierta vocación literaria.
De la rigurosa muestra sobre el destino de Alf layla wa layla, como se denomina en árabe, se concluye que se trata de un ejemplo claro de creación colectiva, tal y como ocurrió en otros tiempos con las viejas historias indias del Ramayana y el Mahabarata o con la Biblia y todas las sagas y los libros sagrados.
En estos tiempos de culto total al individualismo y a la vanidad exacerbados de los escritores que escriben más para figurar que para expresarse o aprender y mejorar, saber que este libro tan actual se escribió por estratos a lo largo de los siglos, merced a los aportes de las diversas generaciones y en regiones distintas, es refrescante y reconfortante.
El librero Ibn an Nadim refirió en el siglo X la noticia de que Alejandro el Grande, tres siglos antes de Cristo, habría sido uno de esos monarcas a quienes les gustaba le contaran o leyeran cuentos en las noches antes de dormirse, como ocurre con los niños de todos los tiempos, lo que no es extraño, dado el gran refinamiento de la cultura macedonia, que poco a poco van desenterrando los arqueólogos.
El mismo librero afirma que los primeros redactores persas habrían trabajado durante varios siglos, antes y después del comienzo de nuestra era, en la escritura del primer cuerpo de estas historias, cuyo personaje encantador básico es la mítica Sherezada, mujer que cuenta las historias a un soberano sanguinario traumatizado por la infidelidad de las hembras y que decide poseer cada noche a una de ellas y matarla al alba.
La exposición nos muestra el primer registro escrito de Las Mil y una noches, conservado en la biblioteca del Oriental Institute de la Universidad de Chicago, una hoja rota que observamos detenidamente en la vitrina como la prueba clara de que hubo alguna vez un escribano encargado en el año 879 de pasar en limpio aquellas historias.
Y luego, de vitrina en vitrina, miramos los diversos manuscritos ilustrados que pertenecieron a notables a través de los siglos, algunos de los cuales pertenecieron o fueron encomendados, según se nos dice, a los sultanes otomanos que enriquecieron el libro con sus propias historias.
Pero su llegada al rango de best seller occidental se da ya tardíamente, gracias al viajero francés Antoine Galland, quien pagó diez escudos por un manuscrito sirio del siglo XV que contenía 35 historias, a las que añadió relatos orales de un viajero maronita de la ciudad de Alepo, y que tradujo para el placer de los lectores occidentales entre 1704 y 1717.
Desde entonces proliferaron los manuscritos verdaderos y apócrifos, así como nuevas versiones a las que se añadían cada vez más historias, entre ellas preciosos cuentos de origen egipcio. El libro fue aumentando de tamaño a través de los años y sus versiones al árabe, inglés y todas las lenguas no tardaron en venir. Ya en el siglo XX se han realizado ediciones más fiables, ya que Galland y otros editores anteriores censuraron el lado erótico, que era uno de los más importantes del texto.
En el primer nivel de la exposición, dedicada a la arqueología bibliográfica del texto, vemos todas aquellas ediciones, entre las que se destaca la del traductor Joseph-Charles Mardrus, publicada en 1905, la más erótica de todas, dedicada al poeta Stéphane Mallarmé, de quien era discípulo, y a la que se refiere Marcel Proust como una de sus lecturas favoritas.
Pasamos luego a otras salas donde se nos relata con iconografía y objetos el destino del libro en los siglos XIX y XX, a través de sus versiones cinematográficas, desde los tiempos de Georges Méliès hasta las grandes producciones de Hollywood y también se nos presentan muchos cuadros, dibujos, ilustraciones, que van desde el emblemático óleo de Paul Emile Destouches, donde se ve al sultán y a Sherezada arrellanados en un sofá oriental, hasta las imágenes de Picasso, Van Dongen y otros muchos artistas occidentales.
Descubrimos entonces que Las mil y una noches contemporánea es un libro recreado en los imperios francés e inglés, adaptado por viajeros como Antoine Galland, Joseph-Charles Mardrus o Richard Francis Burton, cuyas versiones nutrieron a los lectores latinoamericanos, entre ellos a García Márquez, quien sin duda le debe mucho a la historia en la elaboración de su Cien años de soledad.
Las mil y una noches debe hacernos despertar y confirmarnos que la deriva individualista de los últimos siglos, donde reina el autor vanidoso lleno de codicia y egolatría es insignificante frente al genial palimpsesto literario de los milenios. Las historias más fascinantes son siempre aquellas elaboradas al calor del fuego por el relato oral de los hombres que viven y sueñan en un mundo de guerras e injusticias sin nombre y que sobreviven contando historias como si fuesen niños eternos.
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* La exposición Las mil y una noches estará en el El Instituto del Mundo Arabe de París hasta el 28 de abril de 2013.

sábado, 19 de enero de 2013

EL SWING GITANO DE DJANGO REINHARDT



Por Eduardo García Aguilar
Creció en las zonas marginales de París donde vivían gitanos, nómadas de todo pelambre y marginales que expulsaba la ciudad, hacinado en caravanas típicas, como lo hacían los suyos desde tiempos inmemoriales. Allí aprendió con su padre y sus tíos los ritmos de las cuerdas y los acordeones con los que se ganaban la vida en las calles y cafés en los felices tiempos de entreguerras, cuando el ritmo de la java sonaba en los bailes de los cabarets que bordeaban los ríos o los canales y que hacían la felicidad de los pobres.
Django Reinhardt había nacido por azar en 1910 en un pueblo de Bélgica llamado Liberchies, y luego de viajar durante la primera guerra mundial a Argelia, donde su padre fundó un grupo de cuerdas, retornó a la "zona" de la querida París, donde su etnia se dedicaba a leer la suerte en las líneas de la mano, a sellar orificios en ollas y sartenes o a posar desnudos para los pintores del momento, entre otras actividades posibles. Las estrechas caravanas de madera haladas por caballos o viejos vehículos deshauciados constituían su hábitat en los suburbios aún rurales donde la naturaleza estaba a flor de piel, lejos de las leyes de la urbe.
Así había vivido su gente toda la vida a través de los siglos y en esa independencia y libertad prefería que el tiempo transcurriera en una fiesta permanente que la gente de la ciudad no comprendía. El niño empezó a tocar el banjó que le prestó su tía, un instrumento pesado que se parecía a una mandolina y sonaba muy duro y con él desde muy temprano acompañó en las calles, el metro, las plazas y los cabarets a sus tíos o primos o amigos de la familia, a cambio de las monedas que el público les lanzaba.
El París de entreguerras era una verdadera fiesta, como la describe Ernest Hemingway en el libro París es una fiesta, y en los cabarets famosos o marginales bailaba Josephine Baker o se escuchaba la voz de Mistinguett y Frehel, precursoras de Edith Piaf, mientras estallaban el teatro, la pintura, la literatura, el cine y la arquitectura art deco, que irrumpía con sus imágenes cubistas. Marcel Marceau era el mimo de moda y Fernandel una estrella.
En el vientre de la ciudad nunca dormía el mercado de Les Halles, rodeado de restaurantes y bistrós que siempre estaban llenos y donde la lengua hervía de ingenio y ocurrencias. Ese mundo de pobres trabajadores, alegres y bulliciosos, cínicos y escépticos, héroes de la palabra, está muy bien descrito en la novela Viaje al fondo de la noche y otras obras narrativas de Louis Ferdinand Céline, que llegó al alma de ese tiempo que presagiaba el retorno de la guerra.
El adolescente Django es conocido en los bajos fondos de París por el indescriptible talento con que interpretaba el banjó y los dueños de antros musicales se lo peleaban para tenerlo de acompañante del acordeón en las veladas musicales. En una tarde o una noche Django ganaba mucho más que un obrero en una semana o un mes sudando sin cesar desde la madrugada hasta la noche y por eso su mamá irrumpía en esos lugares antes de que su hijo empezara a derrochar las ganancias. Rápidamente le incautaba las sumas, pero no la alegría de hacer la fiesta, de ver desde el escenario como tiraba paso la juventud de entonces, consciente que una época de paz era corta y había que gozarla.
El geniecillo adolescente de boina era la sensación y suscitaba la admiración de los entendidos, cuando se incendió de repente la caravana donde dormía hacinado con los suyos y se salvó de milagro, aunque su mano izquierda quedó achicharrada. Era la peor tragedia que podía ocurrirle a un intérprete de banjó o a un músico cualquiera que vive gracias a sus dedos. Cualquier otro ser humano se hubiera hundido en la desesperación, pero él vivió con paciencia el largo proceso de recuperación de las quemaduras con ayuda de la familia gitana, en su vertiente étnica manouche, proveniente de Alemania y Alsacia. Dos dedos de su mano izquierda quedaron inmovilizados para siempre y en medio de horrendas cicatrices los otros tres sobrevivieron en el extraño muñón que emergió del desastre y el fuego.
Como el banjó era muy pesado, un primo le pasó una guitarra y Django empezó con lentitud el reaprendizaje musical, en esas largas tardes y noches que pasaba sentado en el prado, observando a lo lejos el humear de los fogones de leña donde las mujeres cocinaban. Pronto su defecto se convirtió en motivo de originalidad porque la guitarra en sus manos empezó a sonar de otra manera y los tres dedos salvados del fuego comenzaron a cobrar vida propia, maravillando a los observadores. Con los dedos de la mano derecha completos rasgaba la guitarra, mientras el atroz muñón se desplazaba al otro lado a la velocidad de la luz, inventando un swing que era solo suyo, por lo que empezó a sorprender a los entendidos y a la crítica siempre estricta de los medios.
Con el violinista Stephane Grapelli creó el Quinteto del Jazz Hot de Francia, club musical donde sonaba el jazz proveniente de Estados Unidos y que se había puesto de moda en los llamados Años Locos, la época que tanto ama y filma Woody Allen en sus películas parisinas, acompañadas siempre por la música de su admirado Django Reinhardt. Grapelli, virtuoso del violín, tenía 26 años, y Reinhard 24, y pronto la corriente pasó entre ellos aunque eran muy diferentes, creando melodías y éxitos inolvidables que hoy son de culto mundial.
Grapelli era un dandy exagerado que trataba de ocultar con su amaneramiento sus orígenes muy humildes, mientras Django era la sencillez y la modestia encarnadas con su mirada sabia y el bigote de galán de cine a lo Porfirio Rubirosa. De manera espontánea ambos volaban por terrenos musicales inéditos, aunque el tiempo y la leyenda posteriores destacaran cada vez más el delirante entrevere de las notas que el gitano sacaba a su guitarra con el muñón calcinado, opacando el legado de Grapelli. La pareja musical improvisaba melodías sorprendentes y en unos años llegó a convertirse en un verdadero mito.
Luego llegó el inicio de la II Guerra Mundial y la separación de los amigos, pues Grapelli optó por quedarse en Londres durante la Ocupación nazi y Django se quedó para crear su propio grupo, reemplazando el violín por el clarinete. Durante esos años peligrosos, la fama del músico evitó que fuera detenido o deportado como los suyos o los judíos a los campos de concentración o a las fábricas del trabajo obligatorio. Al fin y al cabo, París se convirtió en el lupanar de los soldados nazis y la música y la fiesta se volvieron fáciles salvoconductos para los marginales.
Terminada la guerra, Duke Ellington se lo llevó de gira en 1946 a Estados Unidos, donde el extraño personaje con la mano quemada asombró en Cleveland, Indianapolis, Chicago, Minneapolis, Kansas City, Boston, Detroit y Nueva York, entre otras ciudades. Pero ese viaje triunfal, que tuvo solo un momento de fracaso en el Carnegie Hall, cuando tuvo que interpretar con una guitarra desafinada, terminó mal, pues Django tenía nostalgia de su familia y quería regresar a su caravana y a los campos rurales de las afueras de París, al lado de su esposa y su hijo. "No me hablen más de música", llegó a exclamar. Pasaba las tardes pescando en las quebradas y riachuelos y sus guitarras estaban empolvadas.
Reinhardt retornó por un tiempo a los clubes de fama en el París de los existencialistas en el barrio de Saint Germain des Prés, en los primeros años cincuenta, y aunque ya era en cierta forma el mito que sigue siendo en este siglo XXI, prefería pintar sus cuadros y pasar el tiempo entre su gente, lejos de los aplausos, como si la melancolía gitana se hubiese apoderado de él. Su mirada se veía fatigada y la gloria y el dinero le importaban poco, cuando de repente murió de manera brutal por un derrame cerebral a los 43 años, el 15 de mayo de 1953, cuando regresaba una tarde de la pesca.
Ahora, a 60 años de su muerte, Django el gitano vuelve al primer plano y proliferan las exposiciones y las ediciones de su obra, en la que se destaca la inolvidable melodía Nubes, seguida por otras que resuenan como la encarnación de la música en el modesto cuerpo herido de un manouche gitano. Escuchar a Django Reinhardt es viajar a un planeta desconocido, donde la guitarra es el corazón del tiempo y la nada.



domingo, 13 de enero de 2013

GITANOS Y BOHEMIOS EN EL GRAND PALAIS

Por Eduardo García Aguilar*
Siete siglos después de que los gitanos cruzaran el Bósforo y comenzaran a viajar por toda Europa causando simpatía, miedo o estupor, sus descendientes siguen en el centro de la polémica como los incómodos invitados de la llamada civilización, pletórica de horarios, reglas e injusticias.
Instalados en caravanas en las afueras de las ciudades, debajo de puentes, junto a las autopistas, perseguidos por las autoridades que destruyen sus precarios tugurios, los también llamados gypsies, zíngaros o roms de hoy se distinguen a la legua en el metro y en las avenidas por su desenvoltura, algarabía e indiferencia ante los habitantes locales.
Provenientes del norte de la India, de donde habrían sido expulsados por los islamistas invasores, los gitanos guardaron desde siempre su lengua, costumbres e identidad, y en su errancia sin fin llegaron a cruzar el Atlántico e invitarse a las Américas. Ahí desde hace siglos se aparecen en pueblos y ciudades y se esfuman con sus baratijas, inventos y picardías tal y como lo cuenta Gabriel García Márquez en Cien años de soledad, donde el inmortal Melquíades sería su representación metafórica.
Como hace siglos, quienes los critican los acusan de los mismos entuertos : malvivientes, entrometidos, de turbia sexualidad, dedicados al robo y a la estafa menores, a la lectura de la suerte y la venta de pacotilla y abalorios, y que con el pretexto de la vida alegre y sin ley traen caos e incertidumbre a los ciudadanos burgueses de bien.
Quienes los admiran desde el Renacimiento destacan en ellos la libertad, el espíritu de viaje e itinerancia, el color de su piel y en especial la belleza singular de las gitanillas, cantada por los poetas y por el mismísimo Miguel de Cervantes Saavedra en uno de su más bellos relatos.
Con frecuencia en el metro de París irrumpen las gitanas en pleno, las viejas canosas y desdentadas que leen la suerte, las maduras gordas que alertan a la llegada de la policía y las bellas adolescentes de ojos negros y cabellera hirsuta que en la barhúnda rodean a un rico turista japonés o chino y le roban la cartera y escapan. Un dibujo en sanguina de Leonardo da Vinci muestra la misma escena : un patricio italiano es rodeado por un grupo de gitanos grotescos que lo intimidan y tal vez lo dejan si su bolsa llena de ducados.
Cuando una bella gitanilla venida desde el fondo de los países del Este entra con sus hermanas o primas al metro, siempre es en medio de la algarabía, como si el mundo estricto que las rodea no existiera y fuera solo un escenario para su migración permanente. En una serie de cuadros famosos los pintores de todos los tiempos han descrito el encuentro inquietante entre la gitana lectora de las líneas de la mano, vestida de harapos, y la noble refulgente entre sus prendas de seda y sus joyas.
Pero el mito gitano también es el amplio repertorio musical catalogado por Franz Listz, que se puso de moda en los grandes escenarios, el teatro y el cine, así como las danzas al son de las panderetas y una vestimenta colorida que ama collares, pulseras y cuentas, pañoletas floridas y largos faldones que los pintores contaron con sus pinceles y se ve en la inolvidable Carmen de Bizet o en La Gitane de Richepin.
En el siglo XIX la generación de jóvenes artistas románticos y finiseculares se identificaron con todas estas facetas del mito y como en ese entonces los emigrantes traían salvoconductos de la lejana Bohemia, tomaron para ellos el famoso calificativo de bohemios, tema central de la exposicion que en honor de ambos grupos marginales presenta el Gran Palais y se traslada pronto a Madrid.
En el segundo nivel del Palacio, después de haber mostrado en el primero una vasta iconografía del fenómeno gitano, la exposición aborda el tema del artista bohemio decimonónico, joven burgués menor de 30 años que abandona sus comodidades y se dedica al arte por el arte, es itinerante como Byron, vive en buhardillas como Chatterton o en talleres precarios al calor de un fogón o una chimenea, pasa la noche en burdeles y tabernas, fuma opio, hachís y bebe absenta en busca de sensaciones extremas hasta la locura y la sífilis, como ocurrió con Nerval, Baudelaire, Maupassant y Verlaine.
El bohemio romántico o finisecular detesta los salones oficiales y las academias, togas, uniformes y honores, es un rebelde contra la sociedad y a veces se suicida. El romaticismo fue una fabulosa epidemia que dejó obras inolvidables y sigue reproduciéndose cíclicamente en las sociedades. Hoy dominan los escritores y artistas burócratas y oficiales, avorazados de marketing, pero tal vez pronto una nueva generación romántica como la de los beatniks, hippies o rockeros o los artistas de La Factory vuelva a recuperar las antorchas del romántico bohemio, o sea del gitano, el insumiso.
En esta parte de la exposición se destaca a Gustave Courbet, quien se volvió viajero a pie que escandalizaba de ciudad en ciudad con sus telas iconoclastas como el famoso y prohibido Origen del mundo. En otro lugar se reproducen las paredes húmedas de las buhardillas parisinas y las tabernas frecuentadas por Baudelaire, Verlaine y Rimbaud, así como los ámbitos de Montmartre y Montparnasse que extendieron la bohemia hasta comienzos del siglo XXI con Picasso y Toulouse Lautrec.
Y al final, a través de los cuadros del alemán Otto Mueller se nos recuerda que el régimen nazi exterminó medio millón de gitanos porque consideraba a éste como un pueblo decandente, así como a los peligrosos artistas de vanguardia que hacían explotar las formas contra las verdades del arte oficial.
* Publicado en la sección Expresiones. En Excélsior, México D. F:. Domingo 13 de enero 2013


lunes, 7 de enero de 2013

FIESTA EN NUEVA YORK

Por Eduardo García Aguilar
La última vez que estuve en Nueva York participé en una fiesta en casa del poeta Nelson Ortega y otros amigos en Central Park, donde suelen reunirse personalidades del arte, la música el teatro y la literatura latinoamericanas y estadounidenses, entre los que figuran Silvio Martínez Palau, Plinio Garrido, Roberto Quesada, Eduardo Márceles Daconte, Renán Arango y el dibujante Naide, entre otros muchos.
Acababa de presentar en Americas Society la versión al inglés de mi novela El viaje triunfal, publicada por Aliformgroup en versión de Jay Miskowiec, con la presencia del maestro Gregory Rabassa, y habían transmitido hacía poco en la región una entrevista que me hizo Jorge Gestoso, donde me refería a las grandes taras de nuestro país natal, y que Nelson grabó con generosidad para mi.
Esos momentos inolvidables de encuentro entre amantes del arte y la literatura en Nueva York, en pleno Central Park, me abrieron de nuevo una puerta a esa diáspora colombiana y latinoamericana que vive y hace cultura en esa ciudad y es hermana de otras diásporas residentes en Canadá, Madrid, París, Londres, Berlín, Barcelona, Buenos Aires, Quito y otras capitales.
Nelson Ortega, actor y poeta, es un ser lúdico y generoso y por eso en torno a él se siente el aura de quienes guardan viva en estos tiempos fríos de marketing el alma artística por encima de todo y tiene las puertas abiertas de su espacio y su corazón a quienes con su sola presencia luchan contra las barbaries contemporáneas.
Cuando voy a Nueva York siento esa fuerza latinoamericana o colombiana que siempre estuvo presente allí desde los tiempos de José Marti, José Juan Tablada y José Eustasio Rivera, quienes como otros miles de escritores, pintores, músicos, actores, filósofos, han vivido en esas calles explosivas largas etapas de su vida, cuando no la vida entera.
En sus calles me tocó vivir en 1989 en directo la caída del Muro de Berlín y la agitación que se sentía por Greenwich Village y sus bares, en los puestos de periódicos y librerías nocturnas que esperaban los diarios europeos provenientes del escenario. Aquella fecha histórica que cambiaba los rumbos del mundo nos llegaba en las imágenes televisivas que mostraban al mundo esa juventud que derruía un muro de la infamia como ejemplo de que no debe haber muros en ninguna parte, ni siquiera en nuestro propio interior.
Por esas calles caminamos con Silvio, Lupe, Plinio, Marco Tulio Lamoyi, Eduardo Márceles, Tomás González y Dora, quienes vivían por Lower East Side y que como muchos otros prefirieron el retorno al origen después de vivir en directo la caída de las Torres Gemelas, la otra noticia impactante, bíblica que marco el inicio del siglo XXI.
Ahí en Nueva York también he vivido la fiesta del jazz, la música en Queens, las rumbas ultracontemporáneas en antros de Manhattan y las presentaciones de libros y recitales en pequeñas librerías donde se siente el paso de los beatniks y las generaciones perdidas herederas de Walt Whitman.
Porque Nueva York, donde escribió Federico García Lorca su extraordinario libro Poeta en Nueva York, es una ciudad de poesía e imágenes, un mundo a veces cruel y solitario donde vibran las fuerzas de la creación como un puñetazo boxístico, un jab inclemente del rey Cassius Clay antes de transmutase en Mohamed Ali, o un mordisco de Hanníbal Lecter el caníbal.
Las ciudades de las diásporas artísticas mundiales son metrópolis enormes y difíciles donde el artista lucha solitario contra los demonios de la creación sin cortes de validos, venias coloniales, petrificaciones provincianas, exclusiones étnicas o emperifollamientos, como ocurre a veces en las capitales latinoamericanas que, como Bogotá o Lima, están llenas de castas endógamas, ignaras y abusivas y millones de intocables, arrodillados ante prelados literarios y cargadores acríticos de incesarios.
En Nueva York la realidad es la realidad a secas. El cruce de los vientos es entrevere de los huracanes devastadores del arte, que es pesadilla, rebelión, fiesta, aquelarre, miedo en el ombligo del Imperio contemporáneo, patrón de las guerras y las armas.
El estremecimiento de los rieles del metro neoyorquino, significa el chillido de quienes alguna vez llegaron allí desde todos los puntos cardinales del planeta en busca de un futuro o un pasado, la muerte, el suicidio, el sudor del albañil, o de las luces tramposas de los rascacielos que mostraban las fotografías de Berenice Abbot o las novelas de John Dos Passos, Norman Mailer, Truman Capote o Philip Roth.
París, donde vivo y comparto mis horas con una nutrida diáspora latinoamericana un poco muda ahora, que poco o nada tiene que ver con los tiempos donde reinaron Rubén Darío y Vargas Vila, César Vallejo y César Moro o el siempre joven y moderno Julio Cortázar, quien todavía se nos aparece en las noches de lluvia, es una jaula de oro, un inmenso museo para turistas donde el artista puede sucumbir ahogado por el perfume y el glamour del pasado.
Nueva York para mi es otra cosa, una máquina trituradora de seres, verdades y acomodamientos, un lugar donde el arte se busca y se encuentra y se pierde como la vieja Louise Bourgeois o el delirante Muntadas en el solitario cruce de las avenidas aciagas. Y en esa Nueva York querida y odiada, la diáspora de artistas y escritores colombianos y latinoamericanos, escribe día a día su solo infinito de trompeta para nada y para nadie, como debe ser
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* Publicado en La Patria, Manizales. Colombia. Domingo 6 de diciembre 2013.