Cuando uno está sentado en la Rambla de Raval, tomando café o cerveza, no deja de sentir la profunda emoción por reencontrarse con los aires de esa ciudad popular que figura en las novelas de Mercé Rodoreda, Eduardo Mendoza y Juan Marsé y otros autores locales, y que durante tantas décadas fue el centro literario de hispanoamérica.
En esa vieja Barcelona que se explaya por el barrio Gótico, por la Barceloneta, entre otros lugares húmedos y salitrosos que huelen a mar y a viento mediterráneo, permanecen las estrechas callejuelas donde la gente todavía saca sus ropas, sábanas, toallas y otras prendas a secarse y a airearse como en barrio de gitanos o de pobres.
En esas callejuelas viejas uno podría sentirse más de un siglo antes al interior de algún grabado de Goya o dentro de la acuarela turística del viajero. Ahí están todavía esos patios interiores y ese olor inconfundible de fritanga, pescado, tapa, impregnando en las paredes de los pequeños negocios y que por fortuna aun no se han vuelto antisépticos como hospitales, tal y como sucede en los inmensos centros comerciales del mundo contemporáneo. Y en contraste, por la Ronda San Antonio, se ven nuevas tiendas informáticas y papelerías regentadas por recientes generaciones de comerciantes activos que miran hacia adelante.
Por eso no hay duda que Barcelona, y España en general con todas sus diferentes culturas, sigue viva, y se encuentra otra vez mucho más cerca de Latinoamérica, porque al fin de cuentas después de ese Encuentro de los dos Mundos de hace cinco siglos, hacemos parte del mismo melting pot inevitable. Los indígenas que otrora fueron vapuleados por conquistadores y gachupines invadieron a España en las décadas de prosperidad con su mano de obra barata y su humildad y su disponibilidad inagotables y muchos de ellos se quedaron para siempre.
Pese al auge turístico, a la llegada de gigantescos barcos transatlánticos capaces de transportar hasta 7.000 viajeros, pese a que todos los jubilados del norte de Europa migran en verano en busca de algo de sol y se sientan a tomar cerveza en la Plaza Real luciendo sus bermudas y sus cachuchas de béisbol, pese a que los turistas y los jóvenes fiesteros llegan aquí en romería los fines de semana para divertirse, la ciudad concreta sigue su curso porque es imposible impedirlo.
Y con más razón ahora que la crisis logró por fin limitar la soberbia que los ibéricos habían adquirido con el sueño de haberse convertido en ricos de un día para otro gracias a los beneficios y las subvenciones milagrosas de la quimérica Unión Europea. Más modestos, bajados del delirio, todos los habitantes originales, limitados por las deudas hipotecarias, viviendo a salto de mata, vieron como muchos peruanos, ecuatorianos, sudamericanos en general que cumplían funciones de tercera categoría y eran a veces humillados con racismo y desprecio, regresaron a sus países de ultramar o emigraron a otros lugares mas prósperos de Europa del norte.
Y muchos hispanos a su vez, en la quiebra y el desempleo después de la catástrofe del hundimiento inmobiliario, volvieron sin una peseta en sus bolsillos a rehacer el camino de sus ancestros hacia los países de América Latina, por ahora emergentes y a veces prósperos, para reiniciar sus vidas como tenderos, taxistas o negociantes, ejerciendo todo tipo de actividades modestas como en otros tiempos.
Barcelona ya no es el centro de la literatura hispanoamericana como en los tiempos del boom y los muchos escritores latinoamericanos que vivieron y soñaron aquí con la gloria imposible ya han muerto o regresaron para siempre a sus pagos. Las librerías han desaparecido poco a poco y, como después de un naufragio, uno encuentra ofertas de libros de viejo en tiendas que a la vez son papelerías, expendios de revistas, juguetes, diarios y dulcerías y entre los empolvados volúmenes se encuentran rastros de ese auge de hace medio siglo que ahora es historia.
Pero la vida sigue. Barcelona está viva y es la misma y es la otra. Varias capas de auge la conforman, la última de ellas compuesta por los soberbios edificios de los tiempos de los Juegos Olímpicos y las obras faraónicas desoladas de la prosperidad y el derroche idos. Pero la Barcelona popular está ahí y la sentimos. Podemos estar aquí y escribir y pensar y soñar como antes en un entorno que, como alguna vez dijo Juan Goytisolo, es un "paisaje después de la batalla".