domingo, 21 de septiembre de 2014

BARCELONA ESTA VIVA DESPUES DE LA BATALLA

Por Eduardo García Aguilar 
Cuando uno está sentado en la Rambla de Raval, tomando café o cerveza, no deja de sentir la profunda emoción por reencontrarse con los aires de esa ciudad popular que figura en las novelas de Mercé Rodoreda, Eduardo Mendoza y Juan Marsé y otros autores locales, y que durante tantas décadas fue el centro literario de hispanoamérica.
En esa vieja Barcelona que se explaya por el barrio Gótico, por la Barceloneta, entre otros lugares húmedos y salitrosos que huelen a mar y a viento mediterráneo, permanecen las estrechas callejuelas donde la gente todavía saca sus ropas, sábanas, toallas y otras prendas a secarse y a airearse como en barrio de gitanos o de pobres.
En esas callejuelas viejas uno podría sentirse más de un siglo antes al interior de algún grabado de Goya o dentro de la acuarela turística del viajero. Ahí están todavía esos patios interiores y ese olor inconfundible de fritanga, pescado, tapa, impregnando en las paredes de los pequeños negocios y que por fortuna aun no se han vuelto antisépticos como hospitales, tal y como sucede en los inmensos centros comerciales del mundo contemporáneo. Y en contraste, por la Ronda San Antonio, se ven nuevas tiendas informáticas y papelerías regentadas por recientes generaciones de comerciantes activos que miran hacia adelante.
Por eso no hay duda que Barcelona, y España en general con todas sus diferentes culturas, sigue viva, y se encuentra otra vez mucho más cerca de Latinoamérica, porque al fin de cuentas después de ese Encuentro de los dos Mundos de hace cinco siglos, hacemos parte del mismo melting pot inevitable. Los indígenas que otrora fueron vapuleados por conquistadores y gachupines invadieron a España en las décadas de prosperidad con su mano de obra barata y su humildad y su disponibilidad inagotables y muchos de ellos se quedaron para siempre.
Pese al auge turístico, a la llegada de gigantescos barcos transatlánticos capaces de transportar hasta 7.000 viajeros, pese a que todos los jubilados del norte de Europa migran en verano en busca de algo de sol y se sientan a tomar cerveza en la Plaza Real luciendo sus bermudas y sus cachuchas de béisbol, pese a que los turistas y los jóvenes fiesteros llegan aquí en romería los fines de semana para divertirse, la ciudad concreta sigue su curso porque es imposible impedirlo.
Y con más razón ahora que la crisis logró por fin limitar la soberbia que los ibéricos habían adquirido con el sueño de haberse convertido en ricos de un día para otro gracias a los beneficios y las subvenciones milagrosas de la quimérica Unión Europea. Más modestos, bajados del delirio, todos los habitantes originales, limitados por las deudas hipotecarias, viviendo a salto de mata, vieron como muchos peruanos, ecuatorianos, sudamericanos en general que cumplían funciones de tercera categoría y eran a veces humillados con racismo y desprecio, regresaron a sus países de ultramar o emigraron a otros lugares mas prósperos de Europa del norte.
Y muchos hispanos a su vez, en la quiebra y el desempleo después de la catástrofe del hundimiento inmobiliario, volvieron sin una peseta en sus bolsillos a rehacer el camino de sus ancestros hacia los países de América Latina, por ahora emergentes y a veces prósperos, para reiniciar sus vidas como tenderos, taxistas o negociantes, ejerciendo todo tipo de actividades modestas como en otros tiempos.
Barcelona ya no es el centro de la literatura hispanoamericana como en los tiempos del boom y los muchos escritores latinoamericanos que vivieron y soñaron aquí con la gloria imposible ya han muerto o regresaron para siempre a sus pagos. Las librerías han desaparecido poco a poco y, como después de un naufragio, uno encuentra ofertas de libros de viejo en tiendas que a la vez son papelerías, expendios de revistas, juguetes, diarios y dulcerías y entre los empolvados volúmenes se encuentran rastros de ese auge de hace medio siglo que ahora es historia.
Pero la vida sigue. Barcelona está viva y es la misma y es la otra. Varias capas de auge la conforman, la última de ellas compuesta por los soberbios edificios de los tiempos de los Juegos Olímpicos y las obras faraónicas desoladas de la prosperidad y el derroche idos. Pero la Barcelona popular está ahí y la sentimos. Podemos estar aquí y escribir y pensar y soñar como antes en un entorno que, como alguna vez dijo Juan Goytisolo, es un "paisaje después de la batalla".

sábado, 20 de septiembre de 2014

CATALUÑA ENCENDIDA SIN SALVADOR DALÍ

Por Eduardo García Aguilar 

En Figueras, tierra del gran Salvador Dalí, miles de autóctonos recorrieron de noche en procesión las calles enarbolando antorchas y banderas catalanas de listas amarillas y rojas, a un día de las grandes celebraciones de la fiesta nacional del 11 de septiembre, cuando millón y medio de catalanes manifiestaron en Barcelona exigiendo la posibilidad de realizar un referéndum para la independencia.

Esta vez la fecha tiene mayor significado pues se celebra el tricentenario de la derrota en 1714 ante los borbones, que condujo a la eliminación de los fueros y prebendas de este pueblo que ha luchado frente el centralismo castellano y contra las imposiciones del gobierno de Madrid.

Siempre me ha asustado el nacionalismo, el patriotismo, las religiones étnicas, raciales, la encendida irracionalidad de pertenecer a una tribu y de excluir a los otros. Cuando millones de personas se congregan para afirmar una raza, un color, una pertenencia exclusiva, pienso en los otros, aquellos que también viven allí pero son de otro origen. El patrioterismo es fácil y los demagogos saben ganar en río revuelto utilizando esas emociones que mueven a las masas.

Al ver familias enteras, niños, personas discapacitadas, ancianos, jóvenes, adultos enarbolando poseídos de fervor y en silencio las banderas catalanas por las calles de la ciudad cercana a los Prineos, me asaltan varias sensaciones. Reconozco que tienen derecho a reivindicar su especificidad, su lengua, que fueron reprimidos por la corona y en el siglo XX por la dictadura de Francisco Franco, pero a la vez no dejo de pensar en los políticos que en las últimas décadas hicieron todo lo posible para encender el delirio nacionalista y quienes no han sido ningunos ángeles o adalides de la rebeldía, como si lo fueron los anarquistas de Durruti. Políticos que, como decía el gran Dalí de sí mismo, pertenecen a la especie de los "Avida dollar".

El propio "padre de la patria catalana" Jordi Pujol y gobernante reelegido durante décadas, reconoció hace un mes que él y su familia escondieron su fortuna en paraísos fiscales del extranjero para no pagar impuestos. Todos saben también que muchos miembros de la clase dirigente local han sido corruptos y se han enriquecido en secreto cobrando comisiones por obras públicas y contratos, como ocurrió en casi toda España antes de la reciente debacle económica. Ellos acusaban a España de vivir de la riqueza catalana, cuando eran ellos los verdaderos vampiros de su propio pueblo, al mismo tiempo que lo incitaban al nacionalismo antiespañol.

Pero el pueblo es crédulo y confía en esos políticos. Por eso se siente un espíritu religioso en esa marcha casi medieval por las arterias céntricas del viejo pueblo de Figueras, donde nació Dalí y cuyas calles y esquinas, tabernas, cafeterías y tiendas son tan similares a las de toda América Latina. El olor mismo de Figueras me recuerda los aromas de las de provincia latinoamericanas, por lo que me asalta la sensación de una pertenencia mucho más amplia que la reivindicada en este pequeño recodo de España. Una pertenencia hispanoamericana y mundial sin fronteras ni banderas.

Cataluña es y ha sido España. ¿Como no acordarse de la llegada del Quijote de la Mancha a Barcelona y los enternecedeores episodios vividos por él con el caballero del verde Gabán? Siempre que he recorrido estas callles, pueblos, montañas, me he sentido perteneciente a esa gran familia interoceánica de unos 500 millones de hispanoablantes que provenimos de las mismas raíces que el destino nos otorgó.

En esta región del norte de Cataluña que presiden Figueras y Girona se ven muchas banderas catalanas en los balcones de las casas y en los pueblos medievales de las montañas pirenaicas se escucha al unísono esa lengua hermana del español, el viejo dialecto hablado por los campesinos que a lo largo del tiempo fue vivero de poetas, narradores y ensayistas como Salvador Espriú, Josep Plá o Mercé Rodoreda, entre muchos otros.

Cuando por primera vez vine a Barcelona en los tiempos crepusculares de la dictadura de Franco, viví el inicio de esa fuerza al calor de las canciones de Juan Manuel Serrat y Luis Llach, y en fiestas y conciertos, el catalanismo era un grito de libertad que nos seducía. En ese tiempo Barcelona era uno de los centros editoriales del orbe hispánico y poco después, con el advenimiento de la democracia y la prosperidad, se convirtió en el Vaticano editorial de la lengua, el centro desde donde se irradió el boom latinoamericano bajo la comandancia de la agente literaria Carmen Balcells, gran catalana ella, y de sellos editoriales tan importantes como Sex Barral, Anagrama y Tusquets, entre otros. Pero poco a poco el panorama cambió y el nacionalismo catalán a ultranza ahuyentó a muchos espíritus libres, cosmopolitas. 

El 11 de septiembre, al otro día de la procesión de las antorchas nocturnas, más de un millón de catalanes hicieron una impresionante manifestación que fue real y contundente y significó una victoria para la astuta clase política local. Los catalanes moderados que no quieren una separación y prefieren el bilingüismo sin exclusiones, se reunieron por su lado en Tarragona, encabezados entre otros por la política socialista catalana Carme Chacón, pero fueron solo unos miles, ante la indiferencia de la prensa local. Algunos articulistas escribieron que el gobierno autónomo catalán y la radio, la prensa y la televisión locales pusieron todo al servicio de esa causa, y otros afirmaron que la Generalitat no gobierna para todos, como si en la región no vivieran también millones de personas originarias de otras tierras.


Pero no importa, el viernes por la noche, en el bello pueblo de Castelló d'Empúries, todas estas dudas y reflexiones sobre el complejo fenómeno nacionalista catalán se disiparon en mi mente, al ver como el pueblo se convierte por tres días durante el Festival Terra de Trobadors en una reencarnación del mundo medieval, donde todos van vestidos a la usanza de aquellos tiempos y comen y se divierten como si estuviéramos mil años atrás entre brujas, doncellas, monjes, obispos y cruzados. 
 
 
En la fiesta de Castelló d'Empúries nos divertimos danzando al calor de los vinos frente a la basílica gótica. Y a medianoche fuimos aun más felices cuando un grupo de música andaluza en español animó la rumba y todos bailamos felices sin pensar en nacionalismos ni en patrias ni razas que dividen. Ojalá esto siga así. El catalanismo fanático y demagogo no extirpará de aquí a esta España andaluza de García Lorca o Paco de Lucía. ¡Y olé! ¡Y que viva el más grande catalán de todos, el loquísimo Salvador Dalí!