En
Figueras, tierra del gran Salvador Dalí, miles de autóctonos
recorrieron de noche en procesión las calles enarbolando antorchas y
banderas catalanas de listas amarillas y rojas, a un día de las grandes
celebraciones de la fiesta nacional del 11 de septiembre, cuando millón y
medio de catalanes manifiestaron en Barcelona exigiendo la posibilidad
de realizar un referéndum para la independencia.
Esta
vez la fecha tiene mayor significado pues se celebra el tricentenario
de la derrota en 1714 ante los borbones, que condujo a la eliminación de
los fueros y prebendas de este pueblo que ha luchado frente el
centralismo castellano y contra las imposiciones del gobierno de Madrid.
Siempre
me ha asustado el nacionalismo, el patriotismo, las religiones étnicas,
raciales, la encendida irracionalidad de pertenecer a una tribu y de
excluir a los otros. Cuando millones de personas se congregan para
afirmar una raza, un color, una pertenencia exclusiva, pienso en los
otros, aquellos que también viven allí pero son de otro origen. El
patrioterismo es fácil y los demagogos saben ganar en río revuelto
utilizando esas emociones que mueven a las masas.
Al
ver familias enteras, niños, personas discapacitadas, ancianos,
jóvenes, adultos enarbolando poseídos de fervor y en silencio las
banderas catalanas por las calles de la ciudad cercana a los Prineos, me
asaltan varias sensaciones. Reconozco que tienen derecho a reivindicar
su especificidad, su lengua, que fueron reprimidos por la corona y en el
siglo XX por la dictadura de Francisco Franco, pero a la vez no dejo de
pensar en los políticos que en las últimas décadas hicieron todo lo
posible para encender el delirio nacionalista y quienes no han sido
ningunos ángeles o adalides de la rebeldía, como si lo fueron los
anarquistas de Durruti. Políticos que, como decía el gran Dalí de sí
mismo, pertenecen a la especie de los "Avida dollar".
El propio "padre de la patria catalana" Jordi Pujol y gobernante
reelegido durante décadas, reconoció hace un mes que él y su familia
escondieron su fortuna en paraísos fiscales del extranjero para no pagar
impuestos. Todos saben también que muchos miembros de la clase
dirigente local han sido corruptos y se han enriquecido en secreto
cobrando comisiones por obras públicas y contratos, como ocurrió en casi
toda España antes de la reciente debacle económica. Ellos acusaban a
España de vivir de la riqueza catalana, cuando eran ellos los verdaderos
vampiros de su propio pueblo, al mismo tiempo que lo incitaban al
nacionalismo antiespañol.
Pero
el pueblo es crédulo y confía en esos políticos. Por eso se siente un
espíritu religioso en esa marcha casi medieval por las arterias
céntricas del viejo pueblo de Figueras, donde nació Dalí y cuyas calles y
esquinas, tabernas, cafeterías y tiendas son tan similares a las de
toda América Latina. El olor mismo de Figueras me recuerda los aromas de
las de provincia latinoamericanas, por lo que me asalta la sensación de
una pertenencia mucho más amplia que la reivindicada en este pequeño
recodo de España. Una pertenencia hispanoamericana y mundial sin
fronteras ni banderas.
Cataluña
es y ha sido España. ¿Como no acordarse de la llegada del Quijote de la
Mancha a Barcelona y los enternecedeores episodios vividos por él con
el caballero del verde Gabán? Siempre que he recorrido estas callles,
pueblos, montañas, me he sentido perteneciente a esa gran familia
interoceánica de unos 500 millones de hispanoablantes que provenimos de
las mismas raíces que el destino nos otorgó.
En
esta región del norte de Cataluña que presiden Figueras y Girona se ven
muchas banderas catalanas en los balcones de las casas y en los pueblos
medievales de las montañas pirenaicas se escucha al unísono esa lengua
hermana del español, el viejo dialecto hablado por los campesinos que a
lo largo del tiempo fue vivero de poetas, narradores y ensayistas como
Salvador Espriú, Josep Plá o Mercé Rodoreda, entre muchos otros.
Cuando
por primera vez vine a Barcelona en los tiempos crepusculares de la
dictadura de Franco, viví el inicio de esa fuerza al calor de las
canciones de Juan Manuel Serrat y Luis Llach, y en fiestas y conciertos,
el catalanismo era un grito de libertad que nos seducía. En
ese tiempo Barcelona era uno de los centros editoriales del orbe
hispánico y poco después, con el advenimiento de la democracia y la
prosperidad, se convirtió en el Vaticano editorial de la lengua, el
centro desde donde se irradió el boom latinoamericano bajo la
comandancia de la agente literaria Carmen Balcells, gran catalana ella, y
de sellos editoriales tan importantes como Sex Barral, Anagrama y
Tusquets, entre otros. Pero poco a poco el panorama cambió y el nacionalismo catalán a ultranza ahuyentó a muchos espíritus libres, cosmopolitas.
El 11 de
septiembre, al otro día de la procesión de las antorchas nocturnas, más
de un millón de catalanes hicieron una impresionante manifestación que
fue real y contundente y significó una victoria para la astuta clase
política local. Los catalanes moderados que no quieren una separación y
prefieren el bilingüismo sin exclusiones, se reunieron por su lado en
Tarragona, encabezados entre otros por la política socialista catalana
Carme Chacón, pero fueron solo unos miles, ante la indiferencia de la
prensa local. Algunos
articulistas escribieron que el gobierno autónomo catalán y la radio,
la prensa y la televisión locales pusieron todo al servicio de esa
causa, y otros afirmaron que la Generalitat no gobierna para todos, como
si en la región no vivieran también millones de personas originarias de
otras tierras.
Pero
no importa, el viernes por la noche, en el bello pueblo de Castelló
d'Empúries, todas estas dudas y reflexiones sobre el complejo fenómeno
nacionalista catalán se disiparon en mi mente, al ver como el pueblo se
convierte por tres días durante el Festival Terra de Trobadors en una
reencarnación del mundo medieval, donde todos van vestidos a la usanza
de aquellos tiempos y comen y se divierten como si estuviéramos mil años
atrás entre brujas, doncellas, monjes, obispos y cruzados.
En la fiesta de Castelló d'Empúries nos divertimos danzando al calor de los vinos frente a la basílica gótica. Y a medianoche fuimos aun más felices cuando un grupo de música andaluza en español animó la rumba y todos bailamos felices sin pensar en nacionalismos ni en patrias ni razas que dividen. Ojalá esto siga así. El catalanismo fanático y demagogo no extirpará de aquí a esta España andaluza de García Lorca o Paco de Lucía. ¡Y olé! ¡Y que viva el más grande catalán de todos, el loquísimo Salvador Dalí!
No hay comentarios:
Publicar un comentario