domingo, 28 de agosto de 2016

COLOMBIA AL FIN HIZO HISTORIA

Por Eduardo García Aguilar
El acuerdo logrado entre el gobierno y la guerrilla y el fin de las largas negociaciones de cuatro años de La Habana es una magnífica noticia para Colombia, que desde hace tiempo no vivía un momento histórico del tal magnitud, enfrascada como ha vivido siempre en una polarización asuzada por fánaticos de uno u otro bando. La gran mayoría de los habitantes de este país nació y creció en medio del conflicto y se acostumbró durante más de medio siglo al fragor de una guerra que ha dejado una cifra incalculable de víctimas, destrucción, atraso, miseria y traumas psíquicos generalizados.
Incontables colombianos del pueblo han asistido a lo largo de sus vidas a cientos de miles de velorios y madres, padres, hijos, hermanos, primos, lloraron a los suyos sin tener la menor esperanza de que algún día cesara la mortandad, porque en las altas esferas siempre primó la intolerancia y la terquedad de los potentados en conservar un sistema de privilegios y de castas heredado desde los tiempos coloniales. La llamada "infame turba" colombiana del campo, los tugurios y los más alejados morideros fue siempre la heredera de un sistema de castas inamovibles donde los de abajo debían quedarse abajo para siempre al servicio de los señores, los hidalgos y los caballeros.
Hay recuerdos que siempre aparecen recurrentes cuando pensamos en el horror que ha sido Colombia. De niños, a la hora de la comida y cuando ya había avanzado la noche, aparecían desde la sombra en las ciudades y pueblos seres sin rostro que tocaban a la puerta de las casas para pedir los "sobraditos"; niños, ancianos, mujeres a quienes uno nunca veía el rostro y eran tan colombianos como nosotros. Cuando uno salía de las ciudades veía por casualidad en el campo a quienes siembran y levantan las cosechas, peones, jornaleros, siervos que eran y son como seres del inframundo, duermen hacinados en barracas como en los tiempos de los caucheros y a quienes a su vez no se les ve nunca el rostro y deambulan y viven entre la maleza como sombras y espectros sin nombre.
Y algo aun peor en este país que ha practicado sin saber y sabiendo el Apartheid racial: los colombianos de origen africano o indígena fueron siempre orillados por los criollos a las zonas más inhóspitas del país y tuvieron que sufrir la discriminacion por su color o sus grados de mestizaje, que como en la colonia se medía y se mide en estratos diversos denominados con desprecio mulato, zambo, cuarterón, octavón, igualado y demás minucias y etcéteras de la discriminación tan en boga en todas regiones del país.
La gran mayoría del país a lo largo de su dolida historia ha estado compuesto por esos millones de "intocables" que sufrieron indecibles enfermedades, tuvieron que trabajar desde niños bajo el sol calcinante, y vivieron y viven sumidos en el analfabetismo y la ignorancia. A sus pueblos, villorios, veredas, campos, regiones, nunca llegó la salud ni la educación y su miseria siempre fue inversamente proporcional al enriquecimiento de las élites centrales y regionales, una casta endogámica bañada en el nepotismo, egoísta, ignara y estúpida, llena de prejuicios clasistas y raciales, una casta que como la nobleza del Antiguo Régimen creía que tenía derecho a todo por el color de su piel o su apellido. Una casta al servicio de la cual siempre hubo ejércitos de capataces, politicastros y hombres de mano dispuestos a imponer su ley.
A diferencia de casi todos los otros países del mundo donde hubo revoluciones que crearon a  la fuerza movilidad social y refrescaron las élites, en Colombia todo movimiento de cambio progresista, todo partido que abogara por un poco de más justicia, todo líder rebelde, dirigente popular, campesino, obrero, indígena, gremial honrado fue exterminado, eliminado, encarcelado, llevado al ostracismo, excluido del país.
Las guerrillas campesinas surgieron y proliferaron en el país como movimientos de autodefensa de esos seres sin rostro del inframundo colombiano. Durante medio siglo nadie quiso ver su rostro y el único lenguaje fue el de los bombardeos y la bala impartidos por un poderoso ejército financiado, engordado y entrenado por las fuerzas del imperio en tiempos de Guerra Fría y después de su fin. Tuvo que cambiar el ambiente geopolítico mundial para que al fin se dieran pasos para reconocer una realidad que nadie quería ver. Muerta la Unión Soviética, envejecida la Revolución cubana, debilitado el imperio estadounidense, terminada la ola de dictaduras de derecha latinoamericanas abriendo camino a múltiples gobiernos de izquierda en América Latina, las partes en conflicto decidieron tomar el toro por los cuernos dispuestos a hacer hisoria.
El presidente Juan Manuel Santos, quien jugó todo su capital político en lograr ese acuerdo y superó dificilísimos obstáculos casi insalvables para llegar al objetivo, pasará sin duda a la historia al lado de los equipos negociadores encabezados por Humberto de la Calle Lombana e Iván Márquez, quienes viajaron durante cuatro años en una barca frágil, en medio de oceános huracanados y recibiendo desde todos los frentes amenazas e imprecaciones. En un país inmediatista que reacciona siempre por sentimientos e impulsos violentos y gusta proferir anatemas, injurias y condenas, mantener durante un periodo tan largo la serenidad para construir el edificio de los acuerdos es un mérito indudable y bienvenido.
Esa serenidad y entereza mostradas por los negociadores serán necesarias ahora para emprender el camino difícil de concretar al fin esos acuerdos y hacerlos realidad en las próximas décadas frente a las poderosas fuerzas de la violencia que medran ya para hacer fracasar la noticia. La declaración del cese bilateral de fuego definitivo por parte del gobierno es una noticia espectacular que los colombianos de hoy valorarán en el futuro. Y la foto donde se ve a la viuda de Tirofijo risueña al lado de dos enormes soldados armados que la cuidan, es una prueba de que cuando se quiere hacer historia los resultados son palpables. Un hecho histórico es cuando lo increíble se hace realidad.
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* Publicado en la Patria. Manizales. Colombia. Domingo 28 de agosto de 2016.

jueves, 18 de agosto de 2016

LA VIDA ESCANDALOSA DEL POETA PERUANO CESAR MORO

Por Eduardo García Aguilar
El 10 de enero de 1956 murió en Lima uno de los poetas contemporáneos que más huella dejó entre las generaciones que hoy reinan en el ámbito poético del continente. Nadando entre dos lenguas, el francés y el castellano, Moro se convirtió en un gran orgiástico de la palabra y sus poemas sorprenden hoy como si fueran el fruto de ordalías de imágenes.

Ajeno en su tiempo a la púrpura de los homenajes, cultivando la amistad como arte y la poesía como revelación, Alfredo Quispez Asín estuvo ligado al movimiento surrealista en ese París que lo devoró entre 1925 y 1933. Después de vivir cinco años en Lima, a la que llamaba la horrible, fue a México, donde vivió entre 1938 y 1946, antes de retornar definitivamente a su país.

Su caso no es el de un cosmopolita de opereta, sino el de un extranjero profesional cuyas nostalgias no se quedan encerradas en los paisajes de la infancia, sino que manan la sangre de otras tierras vividas con tanta intensidad como la suya. Así como la poesía no tiene tiempo, tampoco puede tener patria. Mucho menos puede ser utilizada para adornar banderas, dar brillo a los estados y a los estadistas o para alumbrar el sendero de los guerreros que van a cometer el genocidio.

Gran parte de su obra fue escrita en francés - "Le chateau de grisou" (1943), "Lettre d´amour" (1944) y "Trafalgar Square" (1954) -, por lo que es muy difícil encontrar sus libros en América Latina, pero a través de sus poemas en castellano y las traducciones de Westphalen, Guillermo Sucre, Belli, Coyné y Vallejo se puede descubrir el delirio que ilumina su orgía de palabras.

Mario Vargas Llosa, en un hermoso texto publicado en 1958, dice que "recuerdo imprecisamente a César Moro: lo veo, entre nieblas, dictando sus clases en el colegio Leoncio Prado, imperturbable ante la salvaje hostilidad de los alumnos, que desahogábamos en ese profesor frío y cortés la amargura del internado y la humillación sistemática que nos imponían los instructores militares. Alguien había corrido el rumor de que era homosexual y poeta: eso levantó a su alrededor una curiosidad maligna y un odio agresivo que lo asediaba sin descanso desde que atravesaba la puerta del colegio".

Palabras terribles que nos muestran el destino de quienes por cierta noble dignidad se ven excluidos del fastuoso banquete de los salones culturales. Moro tuvo el valor de enfrentarse a una tradición funesta de oratorias porcinas y además la valentía de fustigar a los surrealistas que posteriormente se pusieron al servicio del horror estaliniano, como Aragón y Eluard. Al final, pese a que fue un animador entusiasta del movimiento surrealista, expresaría sus reservas ante los rumbos que había tomado.

El caso de Moro es singular. En nuestro continente los poetas y los intelectuales de todos los pelambres están llamados tarde o temprano a participar en las vicisitudes políticas. Martí, Sarmiento, Neruda, Gallegos, Asturias, para sólo mencionar unos cuantos nombres, hicieron de la actividad política algo tan esencial como el propio oficio literario. Acomodándose a los rumbos del fusil o del voto, el intelectual latinoamericano va perdiendo su autonomía y se inscribe en un bando del que es difícil desprenderse. Moro, para quien la poesía era un rito, un acto mágico, prefirió la deriva, la soledad, el sitio de los héroes secretos que se niegan a pactar con los batracios del discurso. Al efecto disociador de su poesía, cargada de imágenes inéditas y sorprendentes, debe aregarse la reivindicación de ese reino secreto que nuestros escritores cambian por los efímeros aplausos que suscita su posición en el combate funesto de la política.

Los poemas que su amigo André Coyné reunió bajo el título de "La tortuga ecuestre" y que fueron escritos en México, en castellano, rompen el espejo y se pierden por continentes donde sólo se acepta la delicia de las imágenes. Como en temas políticos, en poesía Moro buscó su rincón y allí bebió los líquidos secretos que lo llevaron a encontrar su propia senda. En "Visión de pianos apolillados cayendo en ruinas" ve, por ejemplo, "pelos de barba de diferentes presidentes de la república de Perú clavándose como flechas de piedra en la calzada y produciendo un patriotismo violento en los enfermos de la vejiga". En "Varios leones al crepúsculo lamen la corteza rugosa de la tortuga ecuestre" vemos "la sombra rápida de un halcón de antaño perdido en los pliegues fríos bajo un pálido sol de salamandras de alguna tapicería fúnebre". En "La vida escandalosa de César Moro" nos revela el oráculo: "una navaja sobre el caldero atraviesa un cepillo de cuerdas de dimensión ultrasensible".

En sus textos prosísticos dedicados a temas tan disímiles como el Perú, Proust, Paul Eluard, Wolfgang Paaalen, José Maria Eguren o la cena de Guermantes, Moro expresa una "mística" literaria sobre la que reposa el desconcertante mundo de su obra. El acto de escribir en él no obedece al deseo de ser útil a una sociedad o a un género, sino a la necesidad de abrir la cantera secreta que todos escondemos. Cierta literatura exterior que evita la desnudez y esconde las deformidades y llagas, le era tan ajena como los fracs y los corbatines que veía a través de sus "Anteojos de azufre".

El poema, más que un acto de lucimiento o un entarimado cubierto de guirnaldas y serpentinas, debía irrumpir en el mundo haciendo desbocar los propios fantasmas cargados de cuchillos. En cada uno de los poemas de "La tortuga ecuestre" reina la libertad absoluta del hacedor de palabras que, acurrucado frente a la fogata, deja que el fuego de las imágenes lo asalte y lo descuartice con la complicidad de la luna.

En todo el delirio maravilloso de su obra hay un ejemplo que otros poetas como el argentino Enrique Molina siguieron, dando a sus textos olores, colores, masas, texturas que el buen lector de poesía arranca de la hoja y bebe hasta morir como un fauno saciado. Mucho tiempo después de su muerte, su voz puede servirnos para recuerar la irresponsabilidad y el espíritu juglaresco que los nuevos tiempos sepultaron y trocaron por infectas carreras literarias de farándula. Y también para volver a leer autores que, como el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón o el nicaragüense Carlos Martínez Rivas, todavía pueden enseñarnos a ser jóvenes eternos.
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* De la serie Textos nómadas,   30-09-2007

sábado, 13 de agosto de 2016

CUBA LIBRE CON FIDEL Y LA PARCA

Por Eduardo García Aguilar
Desde hace más de una década las agencias de prensa y los periódicos preparaban o actualizaban la necrológica de Fidel Castro ante la supuesta inminencia de su muerte y al final han tenido que archivarla y olvidarse del asunto porque el líder cubano, como un personaje de mitología griega, logra aplazar el último suspiro y parece encontrarse en un excelente entendimiento y complicidad con la parca, que degusta con él en las tardes cálidas de La Habana buenas cubas libres con doble dosis de ron. 
Ahora el líder cubano llega a los 90 años y los medios, para aprovechar las biografías y análisis que duermen el sueño de los justos en los ordenadores, deciden dedicar números especiales al último gran caudillo latinoamericano salido de las novelas de dictadores y que se ha convertido en el más brillante emblema de los mismos, porque todo en él es desmesurado. Muy joven, en los tiempos más duros de la Guerra Fría, Fidel Castro logró tomar el poder en la isla, que a su vez fue la última colonia española y poco tiempo después, dejando al lado a muchos de sus moderados compañeros de ruta iniciales que se unieron a él para tumbar la dictadura de Fulgencio Batista, hizo una alianza con la Unión Soviética, que mientras existió como potencia hasta mediados de la década de los 80, suministró el apoyo necesario y los recursos para alimentar el sueño artificial de un paraíso posible inspirado por los profetas del viejo comunismo marxista-leninista. 
En las puertas del imperio estadounidense, a unos cuantos kilómetros de Miami, el joven abogado gallego, excelente orador, inteligente, mujeriego y astuto como ninguno, desafió a la mayor potencia del mundo e inauguró una etapa en la que varias generaciones de jóvenes latinoamericanos y tercermundistas estuvieron dispuestos a ofrendar sus vidas por esa quimera de un mundo paradisíaco, justo, feliz, sin desigualdades, que supuestamente llegaría bajo el mando del proletariado y era bendecido por los viejos profetas barbados de la nueva religión, primero Marx y Engels, seguidos luego por sus discípulos Lenín y Stalin, Mao Tse Tung y Kim il Sung, entre muchos otros soles rojos que iluminaban los corazones de los fieles y los clérigos que difundían el nuevo evangelio de la felicidad futura.
Castro, que en sus inicios era solo un abogado de inspiración liberal, o lo que se calificaría hoy como un "progresista", se acomodó muy bien a esa nueva ideología ortodoxa y dejó que poco a poco la Revolución fuera incautada por los rígidos cuadros de la URSS enviados desde Moscú y sus satélites, como muy bien lo ha descrito su amigo Gabriel García Márquez en múltiples escritos y en sus memorias Vivir para contarla, donde nos muestra su decepción por el camino que tomó rápidamente ese sueño revolucionario. El estupor por los primeros juicios y ajusticiamientos públicos de opositores en el famoso paredón y la radicalización del movimiento llevaron al futuro Premio Nobel colombiano, que trabajaba para Prensa Latina junto al hoy ultraderechista y ultramontano Plinio Apuleyo Mendoza, a abandonar discretamente el barco y viajar de Nueva York, donde era corresponsal de la agencia cubana, a México, para empezar allí una nueva y fabulosa aventura personal.
Es fácil analizar a posteriori los acontecimientos históricos y juzgar a los contemporáneos de aquellos momentos, a las personas que creyeron en esa nueva palabra y dieron sus vidas por esa causa. Es obvio que el triunfo de la Revolución Cubana se dio en un contexto específico, en reacción a los abusos del imperio estadounidense cometidos en su "patio trasero" a lo largo de un siglo. El "Imperio Yanqui", como lo calificaba día a día el orador Fidel Castro en sus discursos interminables, había aplicado su "destino manifiesto" desde los primeros momentos de su auge y con las armas o usando a sus ignaros títeres dictatoriales en cada país, se fue apropiando de todas las riquezas posibles e imponiendo sus designios con una implacable pericia. Se apoderaron de medio México por la fuerza y hasta los tiempos de la Revolución zapatista entraban y salían de ese país como si fuera su huerta. Por medio de trampas crearon a Panamá y dividieron a Colombia para adueñarse finalmente del Canal y reinar con sus bases en ese centro estratégico del continente. 
En Centroamérica pusieron y depusieron dictadores a su antojo, como lo hicieron también en Sudamérica a lo largo del siglo patrocinando golpes sangrientos como el que derribó a Salvador Allende e impuso al nefasto Augusto Pinochet en 1973. También fueron ellos los que impusieron y apoyaron a las tenebrosas dictaduras brasileñas, argentinas y uruguayas que practicaron el asesinato, la desaparición y la violación más atroz de los derechos humanos en sus países y cuyas heridas aun no cicatrizan. 
En su "patio trasero" latinoamericano reinaron por lo regular líderes corruptos que trabajaban al servicio de los intereses imperiales y se encargaban del trabajo sucio de matar, torturar, encarcelar, bombardear y aniquilar a los opositores. Esta verdad ineludible que ningún historiador niega ya en el mundo ha sido reconocida en su discurso histórico de La Habana este año por el presidente estadounidense Barack Obama, primer presidente contemporáneo de Estados Unidos en pisar tierra cubana e izar de nuevo la bandera de su país en la embajada, ante los aplausos del presidente Raúl Castro, hermano menor del caudillo y su sucesor triunfante. Estados Unidos reconoció que fue inútil esa guerra fría con la isla a lo largo de medio siglo y se acomodó a las nuevas condiciones geopolíticas dando un espaldarazo al heredero de la dinastía. Eso es lo que se llama "realpolitik".
Fidel Castro hizo su revolución y surfeó más de medio siglo sobre esa herida latinoamericana y ayudado por las extremas desigualdades sociales que reinaron y reinan en la región. Cuando ya no necesitó en Cuba del mártir crístico Ernesto Che Guevara, quien lo acompañó en la toma del poder y era mucho más radical y soñador que él, lo dejó ir a su sacrificio en las montañas bolivianas. Gran estratega, logró evitar todos los intentos de asesinato que se fraguaron contra él y evitó los intentos de invasiones a Cuba. Sobrevivió al malestar de un pueblo hambreado luego de la caída de la Unión Soviética y el fin de su ayuda y se deshizo tranquilamente de miles de opositores o desilusionados precarios que en masa huían en balsas hacia Miami. 
Vio morir uno tras otro a todos los amigos y ex compañeros que se le enfrentaron y terminaron en el exilio derrotados luchando contra su régimen. No le tembló el pulso para fusilar a sus mejores amigos y colaboradores, como ocurrió en 1989 con Antonio de La Guardia y Arnaldo Ochoa. 
Y ahora, muchos analistas pueden concluir que Fidel es otro ejemplo exitoso del aserto maquiavélico de que "el fin justifica los medios". El tiempo fue tan implacable que al final las nuevas generaciones de cubanos de Miami, los llamados "gusanos", terminaron por dar la espalda a sus padres disidentes y abogaron mayoritariamente por la normalización de las relaciones y el fin del bloqueo. Alguna vez Fidel dijo que "la historia me absolverá". Pero eso solo lo sabremos tal vez dentro de mucho tiempo, cuando los Castro y su régimen pertenezcan a un lejano pasado.

domingo, 7 de agosto de 2016

LAS ANGUSTIAS DE BAUDELAIRE


 Por Eduardo García Aguilar
 Todos los escritores y filósofos del mundo, amantes de la cultura, la poesía, el arte y el pensamiento, las actividades menos rentables y más incomprendidas del planeta, deberían leer y releer con frecuencia las cartas de Charles Baudelaire (1821-1867) a su madre desde Bruselas, escritas de abril de 1864 a julio de 1866, cuando regresa a París para continuar su agonía en el sanatorio dirigido por el doctor Emile Duval, cerca del Arco del Triunfo.
     El genial autor de Las flores del mal había viajado a Bélgica para huir de los acreedores que lo perseguían en París, ciudad donde por esa razón residió en cuarenta direcciones diseminadas por todos los barrios, calles y avenidas. Pese a ser reconocido por los entendidos como gran autor, Baudelaire vivió toda su vida angustiado por las deudas y los problemas económicos, casi siempre a merced de la ayuda puntual de su querida madre, casada en segundas nupcias con un militar que no quería mucho a su hijastro, amante del vino, las mujeres, la escritura, las drogas y la vida nocturna.
      Cuando huyó a Bruselas ya había escrito Las flores del mal y preparaba nuevos libros como El Spleen de París, Los paraísos artificiales, un volumen sobre Bélgica y una colección de ensayos sobre arte, que pretendía vender en bloque a los editores por una suma importante que le generara alguna renta para vivir sus últimos años de manera modesta y sin angustias.
     A través de esas Cartas de Bélgica a su madre (Ramsay, París, 2011), que residía en Honfleur, somos testigos de la vida cotidiana del extraordinario autor en El Gran Hotel del Espejo, donde trata de evitar a la dueña que le cobra insistentemente a causa de los retardos, a medida que se extiende la estadía obligada en el vecino país.
     Baudelaire quería regresar a París cuando tuviera dinero suficiente para pagar las deudas y hubiera concretado la reedición de Las flores del mal y los otros cuatro volúmenes, o sea que deseaba regresar triunfante y no derrotado. Al principio se ilusiona con la posibilidad de ganar algunos francos dando conferencias y recitales en Bélgica, pero pronto se da cuenta de que los organizadores de esas veladas incumplen y al final le pagan mucho menos de lo esperado.
      Las personas que están encargadas de negociar los derechos de sus libros en París tardan en responderle y Baudelaire pierde todas las ilusiones, hasta creer que ninguna de sus obras será reeditada y que pese a todos sus esfuerzos terminará en el olvido y que “nunca jamás ninguno de mis libros se venderá”, como dice en misiva del 13 de noviembre de 1865.
      A medida que pasan los meses la situación se agrava pues las deudas aumentan. No solo tiene que pagar el hotel, sino las comidas diarias y los medicamentos para sus males, que detalla con exactitud. Aquejado por la sífilis y diversos males estomacales, reumatismos y neuralgias, el cuarentón suda la gota amarga y ve como van disminuyendo sus fuerzas para avanzar en la escritura y la corrección de sus libros.
      Además, descubre que detesta a los belgas por lo que él percibe como vulgaridad y estulticia y comprende que está solo, carece de interlocutores de su nivel, salvo su amigo Poulet-Malassis, y que sus días se agotan en la lucha por obtener préstamos y por la espera de los giros que le hace el apoderado de la familia, Narcisse Ancelle, o su pobre madre, la señora Aupick, que nunca lo abandonó y le hacía llegar sumas para que no se sumiera en la más absoluta miseria. Sus amigos Victor Hugo y Saint Beuve, que no son tampoco sus santos de devoción, lo estiman y tratan de recomendarlo a medida que conquistan todas glorias, medallas y los honores del momento.
      La correspondencia dirigida a su madre es pues el testimonio cotidiano del absoluto fracaso en vida de un gran poeta y escritor, de un esteta soñador, hombre de buen corazón, traductor de Edgar Allan Poe, conocedor de las artes plásticas y lector inagotable, amante de las buenas prendas y que a los 45 años ya se ve como un viejo que tiene nostalgia de los pasados años de efervescencia, vanidad y gloria, cuando era un dandy bien vestido que frecuentaba buenos restaurantes y bares y salones en una ciudad que vivía los mejores años de espelendor, a mediados del portentoso siglo XIX. De ese efímero bienestar quedan las fotografías que lo muestran bien ataviado, como la que le tomó Charles Neyt y, donde se le ve con el cigarro en la mano y la mirada penetrante y profunda.
       Al final logra un contrato para editar sus libros con la editorial Garnier, pero la suma solo servirá para cubrir parte de las deudas y pagar los gastos de viaje, hospitalización y agonía del poeta durante meses en un sanatorio hasta la cercana muerte, acaecida el último día de agosto de 1867. Baudelaire fue enterrado el 2 de septiembre en el cementerio de Montparnasse, después de una ceremonia religiosa en la iglesia Saint Honoré de Passy. Unas cien personas de la cultura, amigos, escritores y familiares estuvieron presentes cuando su ataúd fue introducido en el mausoleo donde ya se encontraba desde hacía diez años su padrastro y en el que reposa el poeta junto a sus familiares. Pronunciaron discursos sus amigos Asselineau y Banville. Su madre le sobrevivió hasta agosto de 1871. Sus Obras completas, cuidadas por Asselineau y con prólogo de Téophile Gautier aparecieron en 1868 y desde entonces sus libros han conocido un rotundo éxito editorial permanente. El pobre poeta no gozó en vida ni de la gloria ni el dinero que ha generado su obra hasta nuestros tiempos y que probablemente seguirá produciendo hasta el final de los siglos.
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* Publicado en la sección Expresiones de Excélsior. Ciudad de México. 7 de agosto de 2016.  
+ Foto de Baudelaire, de Charles Neyt.

sábado, 6 de agosto de 2016

EL FENÓMENO EDGAR LEE MASTERS

Por Eduardo García Aguilar
El escritor estadounidense Edgar Lee Masters, nacido en Kansas en 1868, murió en un hospicio de Pensylvania un 5 de marzo de 1950 a los 81 años. Cuarenta y cinco años antes, en 1915, había publicado un libro de epitafios en forma de poema que no solo le daría fama inesperada, sino que se convertiría en su obra mayor, un libro excepcional que opacó a los otros y que a lo largo de su larga vida nunca volvió a repetirse, pese a haber publicado más de 50 volúmenes de poesía, ensayo, novela y biografía.
     Sin negar la influencia de la Antología Griega, su Spoon River Anthology es el fresco de una época, el lamento doloroso de un hombre que había logrado comprender muchos de los oscuros juegos de la vida, sus manías complejas, malas jugadas, risotadas, burlas macabras, sin perder la esperanza. Adentrándose en un cementerio humilde de un pequeño poblado, Lee Masters logra comunicarnos un mundo que trasciende los límites de lo banal, para resumir la tragedia humana. En el epitafio del inventor Robert Fulton Tanner dice que “un hombre no podrá jamás vengarse del ogro monstruoso de la vida”. Y agrega: “si solo un hombre pudiera morder la mano gigante que lo apresa y lo destruye, tal y como yo fui mordido por una rata al presentar mi trampa patentada”. 
     La vida para el genial Lee Masters vendría a ser una trampa a la que como ratas llegan los hombres engañados por las ilusiones y el deseo de cumplir un “destino”, sin saber que adentro, mientras saborea el pérfido queso, es solo objeto de las llameantes miradas de la vida, que al fatigarse de verlo correr dentro de la jaula, le lanza sus traicioneros zarpazos.
     Lee Masters visita y exige a cada uno de esos mínimos personajes decir la verdad y solo la verdad. Bajo la fría lápida del olvido ya no tiene nada que perder y solo aquella puede engrandecerlos, así como cada uno de esos personajes, jueces, banqueros, vigías, prostitutas, cantineros, poetas, violinistas o ingenuos, tal vez imaginarios, ficticios, acorralados, arrepentidos, envidiosos o justos, se vuelven gigantes en el polvo, colosos en el silencio. El mérito y la maravilla de cada uno de los epitafios es que logran comunicarnos en renglones simples y rápidos, la profunda verdad de una vida.
     Para la señora Ollie McGee, “ese hombre de mirada baja y cara huraña”, es el “marido, que por una ensañada crueldad, vergonzosa de decir, me robó la juventud y la belleza (...) Muerta, yo me vengo”. Pero para Fletcher, su esposo “ella tomó mi fuerza minuto a minuto, poseyó mi vida hora tras hora. Me agotó como una luna afiebrada toma la savia de la tierra que gira (...) Yo golpée las vidrieras, sacudí las herraduras, terminé por esconderme en un rincón. Después ella murió y me ha espantado hasta el fin como una quimera”.
     La ironía manejada por Masters es implacable y certera. Unos a otros se acusan, pero con una  tranquilidad que sube del fondo de sus huesos roídos por el tiempo, huesos que ya no pueden temer ni pretenden esconderse tras su lápida-máscara. El borracho del pueblo, a quien el cura le negó sepultura en tierra consagrada, es finalmente sepultado junto a dos eminentes protestantes, el banquero Nicholas y su querida esposa Priscilla Chase Henry y el borracho se ríe y dice: “Almas prudentes y piadosas, mirad como el juego del azar puede traer gloria y honra a muertos que, vivos, ¡solo conocieron la vergüenza!”. Benjamin Pantier, notario, que “conoció la ambición” y pretendió la gloria, es sepultado con su fiel compañero, el perro Nig, con quien vivió sus últimos días, encerrado en un siniestro cuarto: “Bajo mi mandíbula yace el osificado hocico de Nig. Nuestra historia se pierde en el silencio. ¡Pasa, mundo demente!”.
     Hay algunos felices como William y Emily que vivieron juntos hasta la muerte, para decir después que “hay algo en la muerte que se parece al amor”, o como el avieso Frank Drummer, a quien todos creían pobre de espíritu, pero dice que “a pesar de todo, al comienzo había en mi alma una clara visión, una vocación alta e irresistible que me condujo a querer aprender de memoria ¡La Enciclopedia Británica!”.
     Spoon River Antohology tuvo muchas ediciones y el éxito fue arrollador. Los estadounidenses se identificaron así con cada uno de esos personajes lanzados a la deriva, anónimos. Sandro Cohen, que tradujo y prologó una pequeña selección de los poemas de Lee Masters publicada en México, anota que este se “empeñó, más que nada, en descubrir todo elemento de hipocresía que pudiera encerrar la sociedad estadounidense. Es fácil imaginarse el escándalo que causó en 1915” (Edgar Lee Masters. Antología de la antología de Spoon River, Material de lectura, N° 79, UNAM).
     En 1924 el autor intentó sin éxito redoblar el éxito del primer Spoon River, con una obra llamada The New Spoon River, publicada por Boni and Liverigth Publishers, New York, en 1924, que no obtuvo el éxito esperado. En las librerías de viejo de Estados Unidos yacen por cantidades otras ediciones de libros de Lee Masters que no tuvieron la fortuna de ese volumen exitoso donde se nos muestra lo vano de patalear y protestar, cuando el gusano orondo espera.
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 * De la serie Textos nómadas.