Desde
hace más de una década las agencias de prensa y los periódicos
preparaban o actualizaban la necrológica de Fidel Castro ante la
supuesta inminencia de su muerte y al final han tenido que archivarla y
olvidarse del asunto porque el líder cubano, como un personaje de mitología
griega, logra aplazar el último suspiro y parece encontrarse en un
excelente entendimiento y complicidad con la parca, que degusta con él
en las tardes cálidas de La Habana buenas cubas libres con doble dosis
de ron.
Ahora el líder cubano llega a los 90 años y los medios,
para aprovechar las biografías y análisis que duermen el sueño de los
justos en los ordenadores, deciden dedicar números especiales al último
gran caudillo latinoamericano salido de las novelas de dictadores y que
se ha convertido en el más brillante emblema de los mismos, porque todo
en él es desmesurado. Muy joven, en los tiempos más duros de la Guerra
Fría, Fidel Castro logró tomar el poder en la isla, que a su vez fue la
última colonia española y poco tiempo después, dejando al lado a muchos
de sus moderados compañeros de ruta iniciales que se unieron a él para
tumbar la dictadura de Fulgencio Batista, hizo una alianza con la Unión
Soviética, que mientras existió como potencia hasta mediados de la
década de los 80, suministró el apoyo necesario y los recursos para
alimentar el sueño artificial de un paraíso posible inspirado por los
profetas del viejo comunismo marxista-leninista.
En las puertas
del imperio estadounidense, a unos cuantos kilómetros de Miami, el joven
abogado gallego, excelente orador, inteligente, mujeriego y astuto como
ninguno, desafió a la mayor potencia del mundo e inauguró una etapa en
la que varias generaciones de jóvenes latinoamericanos y tercermundistas
estuvieron dispuestos a ofrendar sus vidas por esa quimera de un mundo
paradisíaco, justo, feliz, sin desigualdades, que supuestamente llegaría
bajo el mando del proletariado y era bendecido por los viejos profetas
barbados de la nueva religión, primero Marx y Engels, seguidos luego por
sus discípulos Lenín y Stalin, Mao Tse Tung y Kim il Sung, entre muchos
otros soles rojos que iluminaban los corazones de los fieles y los
clérigos que difundían el nuevo evangelio de la felicidad futura.
Castro,
que en sus inicios era solo un abogado de inspiración liberal, o lo que
se calificaría hoy como un "progresista", se acomodó muy bien a esa
nueva ideología ortodoxa y dejó que poco a poco la Revolución fuera
incautada por los rígidos cuadros de la URSS enviados desde Moscú y sus
satélites, como muy bien lo ha descrito su amigo Gabriel García Márquez
en múltiples escritos y en sus memorias Vivir para contarla, donde nos
muestra su decepción por el camino que tomó rápidamente ese sueño
revolucionario. El estupor por los primeros juicios y ajusticiamientos
públicos de opositores en el famoso paredón y la radicalización del
movimiento llevaron al futuro Premio Nobel colombiano, que trabajaba
para Prensa Latina junto al hoy ultraderechista y ultramontano Plinio
Apuleyo Mendoza, a abandonar discretamente el barco y viajar de Nueva
York, donde era corresponsal de la agencia cubana, a México, para
empezar allí una nueva y fabulosa aventura personal.
Es fácil
analizar a posteriori los acontecimientos históricos y juzgar a los
contemporáneos de aquellos momentos, a las personas que creyeron en esa
nueva palabra y dieron sus vidas por esa causa. Es obvio que el triunfo
de la Revolución Cubana se dio en un contexto específico, en reacción a
los abusos del imperio estadounidense cometidos en su "patio trasero" a
lo largo de un siglo. El "Imperio Yanqui", como lo calificaba día a día
el orador Fidel Castro en sus discursos interminables, había aplicado su
"destino manifiesto" desde los primeros momentos de su auge y con las
armas o usando a sus ignaros títeres dictatoriales en cada país, se fue
apropiando de todas las riquezas posibles e imponiendo sus designios con
una implacable pericia. Se apoderaron de medio México por la fuerza y
hasta los tiempos de la Revolución zapatista entraban y salían de ese
país como si fuera su huerta. Por medio de trampas crearon a Panamá y
dividieron a Colombia para adueñarse finalmente del Canal y reinar con
sus bases en ese centro estratégico del continente.
En
Centroamérica pusieron y depusieron dictadores a su antojo, como lo
hicieron también en Sudamérica a lo largo del siglo patrocinando golpes
sangrientos como el que derribó a Salvador Allende e impuso al nefasto
Augusto Pinochet en 1973. También fueron ellos los que impusieron y
apoyaron a las tenebrosas dictaduras brasileñas, argentinas y uruguayas
que practicaron el asesinato, la desaparición y la violación más atroz
de los derechos humanos en sus países y cuyas heridas aun no cicatrizan.
En su "patio trasero" latinoamericano reinaron por lo regular
líderes corruptos que trabajaban al servicio de los intereses imperiales
y se encargaban del trabajo sucio de matar, torturar, encarcelar,
bombardear y aniquilar a los opositores. Esta verdad ineludible que
ningún historiador niega ya en el mundo ha sido reconocida en su
discurso histórico de La Habana este año por el presidente
estadounidense Barack Obama, primer presidente contemporáneo de Estados
Unidos en pisar tierra cubana e izar de nuevo la bandera de su país en
la embajada, ante los aplausos del presidente Raúl Castro, hermano menor
del caudillo y su sucesor triunfante. Estados Unidos reconoció que fue
inútil esa guerra fría con la isla a lo largo de medio siglo y se
acomodó a las nuevas condiciones geopolíticas dando un espaldarazo al
heredero de la dinastía. Eso es lo que se llama "realpolitik".
Fidel
Castro hizo su revolución y surfeó más de medio siglo sobre esa herida
latinoamericana y ayudado por las extremas desigualdades sociales que
reinaron y reinan en la región. Cuando ya no necesitó en Cuba del mártir
crístico Ernesto Che Guevara, quien lo acompañó en la toma del poder y
era mucho más radical y soñador que él, lo dejó ir a su sacrificio en
las montañas bolivianas. Gran estratega, logró evitar todos los intentos
de asesinato que se fraguaron contra él y evitó los intentos de
invasiones a Cuba. Sobrevivió al malestar de un pueblo hambreado luego
de la caída de la Unión Soviética y el fin de su ayuda y se deshizo
tranquilamente de miles de opositores o desilusionados precarios que en
masa huían en balsas hacia Miami.
Vio morir uno tras otro a
todos los amigos y ex compañeros que se le enfrentaron y terminaron en
el exilio derrotados luchando contra su régimen. No le tembló el pulso
para fusilar a sus mejores amigos y colaboradores, como ocurrió en 1989
con Antonio de La Guardia y Arnaldo Ochoa.
Y ahora, muchos analistas
pueden concluir que Fidel es otro ejemplo exitoso del aserto
maquiavélico de que "el fin justifica los medios". El tiempo fue tan
implacable que al final las nuevas generaciones de cubanos de Miami, los
llamados "gusanos", terminaron por dar la espalda a sus padres
disidentes y abogaron mayoritariamente por la normalización de las
relaciones y el fin del bloqueo. Alguna vez Fidel dijo que "la historia
me absolverá". Pero eso solo lo sabremos tal vez dentro de mucho tiempo, cuando los Castro y su régimen pertenezcan a un lejano pasado.
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