Por Eduardo Garcia Aguilar
Una vez en la librería Gandhi de la ciudad de México, Gabriel García Márquez me habló con mucho entusiasmo de la excelente calidad narrativa de J.M. Coetzee, quien acababa de ganar el Premio Nóbel en 2003, lo que mostraba que el autor colombiano siempre estaba al tanto de la actualidad novelística mundial y tenía tiempo para seguir los pasos de sus sucesores en el magno reconocimiento literario mundial.
Como su compatriota sudafricana Nadine Gordimer -quien se hallaba por esas fechas en México en el Congreso Internacional del Pen y le mandaba saludos al maestro a través mío-, Coetzee narra la desgracia de su país, anclado en la guerra y la violencia del Apartheid, que por esas fechas parecía sin solución alguna, tanto el odio entre las partes era profundo.
A un lado estaban los negros encabezados por el luchador guerrillero Nelson Mandela, en la cárcel desde hacía décadas, y al otro el gobierno implacable y terco de los gamonales blancos y ojiazules que se negaban a un cambio profundo de la propiedad de la tierra y la ancestral discriminación racial de la plebe negra.
Los tres Premio Nóbel de esa región, Coetzee, Gordimer y Doris Lessing, son blancos, pero a diferencia de los racistas terratenientes que dominaban al país y sumían a la población negra en la esclavitud y la discriminación, tratan de contar a través del género novelístico el drama nacional, profundizando en las entrañas de la violencia ciega y terrible, buscando las razones profundas de las acciones de los negros insurrectos, que no eran ningunas mansas palomas.
Por supuesto que los insurrectos negros sudafricanos cometían atrocidades, pero si lo hacían en la lucha contra el Apartheid era por razones profundas, históricas e ineludibles y la solución al problema no estaba en llenar las cárceles de rebeldes o los cementerios de cadáveres de guerrilleros, o de calificarlos de hijos del Infierno, sino de dar el paso hacia un gran cambio del país, lo que vendría después tras la liberación de Mandela y la llegada al poder de la plebe y la infame turba negra odiada por los hacendados blancos y ojiazules.
En la novela Desgracia, los negros cometen con naturalidad escalofriante atrocidades contra los blancos. Lucy, la hija del personaje David Lurie, es violada por ellos y despojada cuando era sólo una hippie ecologista que buscaba con ingenuo idealismo acercarse a ellos y vivir en paz en el fondo de la campiña sudrafricana vendiendo flores y cuidando perros.
La blanca hippie decidirá aceptar ese acto de sus violadores negros como el impuesto que debe pagar a siglos de explotación y tortura infligida a ellos por los blancos. No los denuncia por violación y si hace una deposición judicial por robo sólo lo hace para que el seguro le pague parte de lo perdido. Lucy quedó además embarazada y decide tener la criatura e incluso defender al menor de los violadores, un adolescente frío y violento, de la furia de su padre David, que no comprende las razones de su hija y considera lo más correcto que aborte y regrese a la ciudad y al mundo de su origen.
Su padre es un profesor especializado en los poetas románticos, que estudia a Wordsworth y planea un libro sobre Byron en Italia y ha sido destituido y enjuiciado por tener una relación amorosa con una alumna de veinte años. La novela relata además el drama de un intelectual cincuentón que se resiste a dejar de vivir el deseo y la pasión sexual desbordados que tiene por las mujeres, pulsión que lo ha llevado a la desgracia académica por seducir a una alumna.
En el trasfondo la novela aborda esa lucha permanente de hembras y machos en el juego del deseo, el encuentro violento de los cuerpos a través de la penetración y la eyaculación, la marca indeleble que deja esa lucha en la natural perpetuación de la especie. Y a través de las angustias sexuales del cincuentón crepuscular nos lleva a reflexionar sobre la vejez y la muerte, sobre el paso del tiempo y las generaciones y las razones disímiles de padres e hijos.
Tenía razón García Márquez al considerar a Coetzee uno de sus escritores favoritos, porque la lectura de Desgracia nos hace descubrir una pieza maestra de la novela contemporánea que a la vez es profunda y grave, pero llena de ironía, cinismo y humor. Y los diferentes niveles y capas de la estructura narrativa alcanzan para hacer una crítica mordaz al mundo de las universidades y el medio académico con sus intrigas e hipocresías y sus crueles leyes jerárquicas.
Y no contento con ello, a través de Melanie, la bella alumna que lo llevó a la perdición, asistimos a la búsqueda de las nuevas generaciones a través del arte, o al tema de la relación de animales y humanos con el retrato de esos Bev y Bill Shaw, idealistas de la Sociedad Protectora de Animales que encuentran en esa causa una ventana de salvación.
David Lurie ha perdido todo y al refugiarse en la finca de su hija se ha encontrado con la verdadera realidad del país en medio de la guerra. De dar clases sobre Wodsworth ha pasado a cuidar perros y a trabajar entre el barro y la mierda. Su vida ha cambiado drásticamente, pero esa desgracia le ha abierto los ojos a otras verdades.
Su hija hippie, que acepta imbricarse con el mundo en que viven sus violadores de la plebe negra, es la metáfora de ese nuevo país que tiene que surgir obligatoriamente de la fusión final entre los enemigos, a un lado los viejos explotadores blancos ojiazules de la aristocracia anglosajona que tuvieron que renunciar a su privilegios de casta y al otro los negros calibanes que por fin tuvieron acceso al poder y a ser ciudadanos verdaderos en el contexto de una democracia.
El bravucón gamonal blanco anglosajón, que sólo gritaba y ordenaba con el índice en alto, tuvo que ceder su poder muy a pesar suyo y el torvo monstruo de la rebelión negra aprendió a gobernar. En Lucy la violada blanca se encarna la nueva concordia en que los enemigos de siempre deben aprender a convivir en paz para seguir el ciclo de la historia. Y de esa fusión violenta y terrible nacerán las nuevas criaturas del futuro.
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