sábado, 23 de febrero de 2013

EL INTERREGNO DE LA LITERATURA COLOMBIANA

Por Eduardo García Aguilar
En la pasada Feria del libro de Buenos Aires 2013, el ministerio de Cultura de Colombia designó a Fernando Vallejo y a William Ospina como a los dos representantes oficiales máximos de la literatura colombiana, y encabezaron la multitudinaria delegación del país en una especie de toma cultural de la capital argentina.
Pese a que sus literaturas y personalidades difieren como la noche del día, Vallejo y Ospina son los autores colombianos más reconocidos y con el mayor y más abundante éxito de ventas sostenido desde hace ya más de una década. Sus obras son ampliamente leídas y conocidas en todo el territorio y se imparten como libros de texto en escuelas y colegios.
Cada nuevo libro de ambos se convierte por navidad en un fenómeno de ventas y es el regalo obligado que los colombianos amantes o no de los libros se hacen entre sí u obsequian a sus familiares o amigos. Es tan increíble el fenómeno, que muchas veces cada libro de Fernando y William me es regalado en París por decenas de viajeros de mi tierra natal, y he acumulado un verdadero stock repetido de libros de ambos con el que podría fundar una librería. Ursúa, El país de la canela o En busca de Bolívar de Ospina me fueron obsequiados muchas veces, de la misma forma que El Cuervo blanco u otras obras de Vallejo.
Como ambos son mis amigos y los conozco desde hace más de tres décadas, no deja de ser una gran satisfacción que a las dos estrellas rutilantes actuales de la literatura colombiana, ambos galardonados con el Premio Rómulo Gallegos, los haya conocido cuando no habían publicado ningún libro y no soñaban con tomarse el poder en la literatura colombiana como sus dos caudillos más solicitados en el, a mi parecer, un incómodo interregno, pues las dos más altas figuras de la literatura nacional, Gabriel García Márquez y Alvaro Mutis se silenciaron desde hace más de un lustro para siempre, aunque viven su longevidad en la capital mexicana, donde residen hace más de medio siglo.
Vallejo representaría esa vertiente del escándalo siempre presente en la literatura colombiana desde los tiempos del terrible Vargas Vila y cuya bandera fue posteriormente tomada por don Fernando González, el cascarrabias de Otraparte, por Gonzalo Arango y los nadaístas y al final por Gustavo Alvarez Gardeázabal, talentoso narrador que renunció a la literatura para dedicarse a la chismografía política, lo que fue una lástima, pues su obra es más importante de lo que se piensa.
Vallejo es egocéntrico, no tiene duda intelectual alguna, siempre considera tener la razón, no necesita leer a los otros y despotrica a diestra y siniestra insultando presidentes, curas, escritores, mujeres y políticos, como lo hacía Vargas Vila. Su inmensa popularidad entre los colombianos radica en la repetición incesante de sus tres huevitos literarios : no reproducirse, escribir en primera persona y amar a los animales. Y además hace violentas declaraciones que causan hilaridad y coinciden con la violencia verbal y física de los colombianos, una de las taras nacionales. Pero en persona Fernando es un santo, tímido y bueno como una mansa paloma. Su ventrílocuo personal es un bocón odioso e impredecible, o sea lo más opuesto a su discreta alma de seminarista de los ojos negros.
Nada más distinto a Vallejo que William Ospina. Su literatura representa la otra vertiente de la literatura colombiana, la mesurada, basada en el buen decir y en la búsqueda de la belleza de la palabra y la corrección de las ideas. Así lo ha sido siempre desde sus años mozos. Ospina lee sin cesar a los clásicos griegos y romanos, se inspira en los románticos, ama a los autores y figuras patrias, canta y recita de memoria el repertorio nacional, piensa antes de opinar a diferencia de Vallejo y Uribe, no es violento con la palabra, cree en la humanidad y actúa como un generoso maestro de las juventudes colombianas, a las que augura un futuro más radiante que el actual. Sus obras son cinceladas con tiempo hasta el último detalle y la literatura es para él un verdadero sacerdocio nacional y patriótico, por lo que es amado y admirado casi como un gurú, una especie de Mahatma Gandhi nacional, un padre de la patria.
A falta de los, para mí, más grandes e insuperables, García Márquez y Mutis, el ministerio de Cultura ha optado pues por entronizarlos como figuras oficiales en una decisión razonable, pues son dos aspectos opuestos de nuestra literatura y lograron en carambolas certeras gracias a su talento el codiciado premio Rómulo Gallegos, que le fue esquivo a otras grandes figuras de la narrativa nacional como Germán Espinosa, Oscar Collazos, Rafael Humberto Moreno Durán, Fernando Cruz Kronfly, Marvel Moreno, Fanny Buitrago, y Robero Burgos Cantor, para solo mencionar a unos cuantos de esa extraordinaria generación post macondiana que escribió aplastada por la gloria de nuestro milagroso Premio Nobel. Ellos son ahora, pese a lo importantes que son, las cenicientas de la literatura nacional, al lado de Giovanni Quessep, Jaime García Maffla y Jaime Jaramillo Escobar.
Pero aunque sean mis dos amigos los agraciados con esta coronación oficial del Estado, que por supuesto se basa en su éxito local, siento que la literatura colombiana está viviendo un incómodo, largo e inquietante interregno, en un mundo donde los parámetros de la gloria y la difusión literarias fueron sacudidos por la llegada de internet, las redes sociales y el fin de la era Gutemberg. ¿Volverá a haber un rey ?
Se añoran los momentos más reposados, lúcidos y profundos de la literatura colombiana en tiempos de las revistas Mito y Eco, de Aurelio Arturo, Jorge Gaitán Durán, Hernando Téllez, Fernando Charry Lara y de toda una generación de grandes críticos o filósofos como Ernesto Volkening, Hernando Valencia Goelkel, Nicolás Gómez Dávila y Danilo Cruz Vélez, entre otros muchos que practicaban menos la apariencia y más la profundidad. Se siente una gran nostalgia por esa época ida en que las glorias literarias estaban menos ungidas por las leyes del marketing y las estrategias de venta de las grandes editoras multinacionales, cosa impensable en tiempos de Reyes, Borges, Carpentier, Rulfo, Onetti, Mujica Láinez, Cortázar y Lezama Lima, a quienes hoy tal vez ninguna editorial comercial publicaría por razones de ventas.
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* Publicado en el diario La Patria. Manizales. 24 de febrero de 2013.





sábado, 16 de febrero de 2013

LOS MISTERIOS DE ARACATACA AND COMPANY

Por Eduardo García Aguilar
Casi toda la gran obra de Gabriel García Márquez, o sea Cien años de soledad y las novelas y libros de cuentos que la anteceden y la suceden, se centra en la evocación y reelaboración de lo visto y escuchado en la infancia en la casa de Aracataca, donde creció con sus abuelos y tías en los tiempos de auge de la compañía bananera de la United Fruit Company. Todo aquello se le reveló como material esencial de lo relatable, cuando ya joven adulto y periodista en Barranquilla, de 23 años, volvió a ese lugar en ruinas devastado por la ya lejanísima partida de la empresa que le daba vida económica al lugar, tras los sucesos de la masacre bananera.
El retorno con su madre Luisa Santiaga, la ya muy envejecida progenitora de 11 hijos y de 45 años de edad, fue clave para pasar a otra cosa después de haber estado bloqueado con una novela ambiciosa llamada La Casa y comenzar a escribir por fin con otro tono y perspectiva La hojarasca, que empezó a teclear de inmediato cuando regresó a Barranquilla luego de despedirse de su madre, cargado por la energía de ese viaje simbólico.
Al regresar al pueblo donde vivió hasta los ocho años, volvió a vivir con claridad el núcleo de su universo infantil en la casona del abuelo en Aracataca, que sería el escenario fundamental de muchos de sus cuentos magistrales y en especial de Cien años de soledad, la obra mayor del autor, que lo proyectó a nivel mundial. Porque casi todas sus narraciones se nutren de los recuerdos de ese niño criado por sus mujeres y por el viejo coronel Nicolás Márquez, quien batalló en la Guerra de los mil días entre liberales y conservadores al lado de los generales Rafael Uribe Uribe y Benjamín Herrera, personajes que en un momento dado llegaron incluso a visitar la casa, construida por la familia cuando llegaron al pueblo como simples emigrantes pobres provenientes de Barracas, pueblo al otro lado de la sierra, de donde el coronel tuvo que irse por haber matado a Medardo Pacheco por un asunto de honor.
La familia paterna llegó al pueblo en su éxodo, atraída por la llegada de la United Fruit Company a ese lugar y de una muchedumbre de trabajadores de todos los orígenes, así como personas de mejor condición que venían del interior del país o del extranjero para beneficiarse del progreso y la intensa actividad económica generada alrededor del campamento de los gringos por la producción intensiva de banano.
Toda la infancia de García Márquez transcurre en un mundo imaginario lleno de actividades, relatos y sorpresas, cerca del confort y la modernidad estadounidenses, en medio del gentío bullicioso de los mercados y la variedad de tiendas de diversos productos necesarios para la población forastera que descendía sin cesar del tren atestado de carga. Ese universo estaba dividido entre los colombianos que vivían a un lado y el misterioso mundo de los directivos, técnicos e ingenieros norteamericanos que vivían en la "Zona", instalados tras las alambradas en casas cómodas dotadas con diversos adminículos domésticos modernos desconocidos por los nativos.
De modo que en Aracataca no solo llegaba el tren sino que además era crucial el telégrafo, que fue la profesión inicial de su padre Gabriel Eligio y la que lo atrajo al lugar donde conocería a la hija del coronel. En Aracataca el niño descubrió el hielo de los pargos, el tren que venía de Ciénaga, vio la llegada anual de los gitanos, el circo, y como nieto preferido y único hombre rodeado de tías solteronas, la barahúnda permanente de las visitas de familiares y amigos cargados de fantasmas del pueblo y la Provincia abandonadas en el éxodo, que se convertirían todos en personajes transmutados, gracias a lo que él llama la « transposición poética de la realidad », en los personajes de su Cien Años de soledad.
Al retornar, en la casa grande, que tuvo décadas antes dos alemendros a la entrada, un antepatio, la oficina del abuelo, el taller de platería donde el abuelo fabricaba sus pescaditos de oro, el corredor de begonias y las diferentes alcobas y al final la letrina y el patio para los animales, vivían unos inquilinos viejos a los que finalmente no se les pudo vender la casa por el remanente de una hipoteca no pagada. Y además en el pueblo todo era ruina y vejez, la casa del boticario, la estación abandonada, la escuela Montessori, la Iglesia, los rieles retorcidos, los vagones oxidados y las ruinas y rastros de lo que fue el campamento de la United Fruit Company, así como la estación y la plazoleta donde fueron masacrados muchos jornaleros y sindicalistas, y cuya cifra de muertos nunca se esclareció.
La casa y el pueblo resumían la historia contemporánea del país con sus dramas, amores, injusticias y tragedias y al palpar de nuevo la herrumbre del pasado ido y los lamentos y voces de las ánimas de los desaparecidos como en un coro griego, se repotenció de repente el talento del novelista, llevándalo pronto a la corta carrera que lo conduciría a crear una obra magistral que significó mucho para todos los pueblos del mundo en Europa, Asia, Africa, Oriente Medio, América y Oceanía, por lo que obtuvo el Premio Nobel a la joven edad de 54 años.
Para García Márquez el secreto fue muy simple, había que dejar atrás todos los retorcimientos de su primera cuentística existencialista y abstracta par contar simple y llanamente la vida de su familia y los pueblos donde vivieron. Pero la figura central es el abuelo, convertido en padre después del viaje de sus progenitores a otra parte en busca de mejores oportunidades. El niño, que era casi su alter ego menor, escuchó de su boca las historias de la Guerra de los mil días como si fueran aventuras fantásticas.
"Consumado el desastre de Aracataca, muerto el abuelo y extinguido lo que pudo quedar de sus poderes inciertos, quienes vivíamos de ellos estábamos a merced de las añoranzas", afirmó en sus memorias. Ya solo, sin el patriarca adorado, los fantasmas del pasado se concretaron en una obra que como las grandes es solo el relato y la exploración de los misterios de la infancia, tal y como hizo Marcel Proust en su novela En Busca del tiempo perdido. Grandes obras de la novelística mundial han surgido de esa materia esencial que posee una huella original en cada uno de los humanos.
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* Fragmento de un texto más amplio sobre la obra de Gabriel García Márquez.
En la foto, García Márquez recién golpeado por el "cadete" Vargas LLosa en México en 1976. Se tomó esta y otras fotos como testimonio de la golpiza propinada por su ex amigo, el autor de "Historia de un deicidio".  

sábado, 9 de febrero de 2013

EVOCACIÓN DE DARÍO MESA: AQUELARRE DE IDEAS EN LA UNIVERSIDAD NACIONAL


Por Eduardo García Aguilar*
Al cruzar por el campus de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá hace dos años, en plena fiesta de los aquelarres el 1 de noviembre y recorrer por sus senderos, se me vino de repente el grato recuerdo de los dos años que pasé allí estudiando sociología, la carrera fundada por Camilo Torres y Orlando Fals Borda, de moda en mi generación, así como ahora lo es el periodismo, profesión que está llamada a desaparecer poco a poco.
Aunque volví a comenzar de cero en París en la Universidad de Vincennes, que vivía sus momentos estelares, y allí me gradué en Economía Politica, con subdominante Filosofía, mantuve durante muchos años los tiempos de la Nacional en lo más profundo de mis recuerdos íntimos, como algo familiar, básico, casi incomunicable, aunque fue allí, bajo el magisterio del gran profesor Darío Mesa y otros profesores como Jesús Bejarano y Jaime Eduardo Jaramillo, donde obtuve los elementos básicos en materia de ciencias sociales que me han servido para ahorrar derivas e ir al grano en muchos aspectos del pensamiento.
La clase de Darío Mesa, quien había publicado varios ensayos básicos en la revista Mito y puede considerarse un miembro notable de esa generacón, es algo que ninguno de sus alumnos podrá olvidar durante su vida, como ejemplo de la profunda densidad de un pensador que tiene todos los cabos atados y sabe establecer las relaciones entre los diversos niveles de los saberes. El hombre, discreto, austero, aparecía en el escenario del anfiteatro y de pie, con una gran elegancia, llevando en sus manos un fólder con unas cuantas hojas, lograba decir e iluminar en una o dos horas pedazos de la historia económica, social, política, científica, filosófica, que a otros les tomaría años y de repente los alumnos más aventajados salían de allí decididos a lanzarse a devorar las vastas bibliografías que sugería.
De esa manera pasábamos horas y horas en esa excelente biblioteca de la Universidad Nacional agotando todas las aristas de un autor o un fenómeno, como fue el caso, por ejemplo, de Maquiavelo, para citar solo un nombre básico o las figuras que revolucionaron la filosofía desde antes a después del Renacimiento. Y de semana en semana los alumnos fuimos situando con claridad el nudo gordiano de la modernidad, los vasos comunicantes de un milenio de historia. Con él todos los más mínimos detalles tenían su significado, como la función y las consecuencias del uso del arnés para el caballo, la noción de los universales, el pensamiento de Nicolás de Cusa o Marsilio Ficino, el sentido de las ferias de Champaña, la perspectiva en las artes plásticas, la obra de Baltasar de Castiglione sobre el cortesano, la vida en Venecia, la obra de Leonardo da Vinci, el papel de los conventos medievales, el comercio de especias con Oriente y así bebíamos cada una de sus clases como una apertura infinita de ventanas a la historia moderna de los humanos y sus métodos para conocer, saber, construir, gobernar, vivir o morir.
Darío Mesa vestía discretamente, sin corbata, con el pelo rapado. Su clase, pronunciada de un tirón, sin pausas, no aceptaba fáciles anécdotas para amenizar y cada una de sus reflexiones o palabras bastaban en su cristalinidad para que lo escuchado tuviera la seducción del saber como pasión y vocación inagotables. La verdad es que cuando llegué a Vincennes, en París, en 1974, me sentía "sobrado" ante el nivel encontrado en las aulas europeas y cada vez que asistía a clases de grandes figuras de la filosofía o las ciencias sociales en boga en ese momento en ese país, recordaba con orgullo al gran maestro que reinaba en la lejana Bogotá y cuya claridad hubiera sido de gran valor en las aulas francesas que descubríamos entonces. Los elementos básicos para pensar y estudiar nos fueron comunicados por ese hombre a unos jóvenes primíparos de 18 años, edad en la que se adquieren todos los vicios ideológicos o se tuercen muchas veces las vocaciones, por lo que a veces pienso con horror lo que hubiera sido de sus alumnos de no haberlo encontrado en el camino al ingresar por primera vez a las aulas universitarias dominadas entre los estudiantes por la intolerancia de las ideologías fanáticas.
Además de la cátedra básica de Darío Mesa y las de otras jóvenes eminencias formadas por él como Piza, Kalmanovitz, Alzate, Jaramillo, Miranda, Bejarano y muchos más que regresaban con posgrados desde Europa, y que enseñaban en las carreras de Economía, Antropología, Filosofía y Economía, vivíamos la efervescencia intelectual mundial de la que no se escapaba Colombia. Ya desde la irrupción de la generación de la revista Mito Colombia se había modernizado en materia de pensamiento. Por ahí andaban Danilo Cruz Vélez, Rubén Sierra Mejía, Pérez Mantilla y otros pensadores que se habían nutrido en la Alemania o la Francia de Posguerra. También asistíamos a las clases impartidas por varios de los extranjeros que llegaron a Colombia en los años 30 y 40 huyendo de las guerras europeas y rehicieron sus vidas enseñando a generaciones de colombianos. Alrededor de la Universidad Nacional, en el Instituto Agustín Codazzi o en el DANE o en otras instituciones técnicas republicanas ya trabajaban jóvenes brillantes como el gran escritor Rafael Humberto Moreno Durán, para solo citar un nombre entre los miembros de esa generación nacida en los años 40.
Y en el Planetario se hacían exposiciones de arte moderno absolutamente renovadoras como la del venzolano Soto, mientras en el primer nivel del futurista lugar astronómico los primeros grandes críticos de cine colombiano nos iniciaban en los arcanos del cine italiano liderado por Antonioni y Fellini o del sueco Bergmann. Y por todas partes florecían las librerías encabezadas por la Buchholz y su revista Eco, a donde llegaban los libros desde los centros culturales de Buenos Aires, México y Barcelona, traducidos por generaciones de republicanos expañoles transterrados.
En esa década de los 70 Bogotá era una torre de babel de pensamiento. La juventud tenía como principal diversión la lectura, el debate, la pasión por el cine moderno, el arte, la música explosiva, influidos todos ellos por los efectos de la lucha pacifista y antiimperialista causada por la guerra de Vietnam en Estados Unidos o por las ideas de mayo del 68 en Francia. Incluso si el país estaba dominado por el Frente Nacional, se sentía una apertura en las ideas y no la decadencia y el retroceso vividos en Colombia a nivel intelectual en la funesta primera década del siglo XXI, donde volvimos al caudillismo decimonónico.
Al caminar por el campus de la Universidad Nacional varias décadas después, todos esos fantasmas y visiones empezaron a rodearme en medio de la oscuridad rota por las fogatas de las nuevas generaciones y sus fiestas sin límite entre el aquelarre del Halloween. De repente sentí el dolor vivido por los estudiantes cuando el golpe militar de Augusto Pinochet en Chile. En esos mismos prados permanecimos días enteros poseídos por la ingenua ilusión de que el general Prats regresaría y recobraría el poder para los socialistas de Allende. Los tribunos estudiantiles de aquel entonces, muchos de los cuales han sido después ministros o altos funcionarios, o grandes escritores o notables cineastas, arengaban desesperados ante la tragedia que afectaba a Chile y el Cono Sur entero.
Pero yo estaba a punto de irme de Colombia, cruzar el charco y llegar a la no menos efervescente París, ciudad entonces dominada por el sueño latinoamericano del boom, que recibía uno tras a otro a los miles de refugiados que llegaban huyendo de las dictaduras militares del Cono sur y de otros lugares tropicales de Oriente y Occidente. Sentí mucho después, entre el aquelarre de los nuevos del siglo XXI, que aunque no terminé la carrera allí en la querida Nacional, fundada por López Pumarejo y que ahora quieren amputar por intereses inmobiliarios, sino en Vincennes, la hija de mayo del 68, yo era y soy un estudiante de la Universidad Nacional de Colombia y que nunca tendré palabras para agradecer a Darío Mesa y a los maestros de filosofía, economía, geografía y otras materias que me dieron las bases para viajar por el mundo sin complejos intelectuales.
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*Publicado el domingo 10 de febrero en el diario La Patria. Manizales. Colombia.