sábado, 30 de agosto de 2014
EL PARÍS INAGOTABLE DE CORTÁZAR
Por Eduardo García Aguilar
Esta semana los medios literarios celebraron con entusiasmo el centenario del nacimiento de Julio Cortázar (1914-1984), quien a medida que pasan los años se convierte en un mito sólido de la literatura latinoamericana de todos los tiempos, cuya obra en vez de envejecer o marchitarse como otras de sus contemporáneos, se vuelve cada vez más contemporánea y actual.
Esa modernidad de su vasta obra se debe a sus lazos con la contracultura que comenzó a florecer en los años 50 en todo el mundo y tuvo su auge en los años 60 al calor del cine experimental, el rock, la droga, el sexo y la liberación de las costumbres, como símbolos de una generación que dejaba atrás los terribles años de la Segunda Guerra mundial y expresaba con el arte una rebelión similar a la efectuada en los lustros de entreguerras por artistas plásticos, narradores, danzantes, dramaturgos y poetas que escuchaban y practicaban el jazz que tanto marcó al autor argentino.
Ejemplo de esos tiempos es la espléndida película Blow Up de Antonioni, basada no por azar en un cuento de Cortázar, y que cuenta las aventuras de un fotógrafo en el Londres rockero, rodeado de preciosas modelos que se exponen semidesnudas y eróticas en un estudio de artista. En Blow Up actúan la adorable Jane Birkin adolescente y otras modelos nacientes como Vanesa Redgrave, y los ambientes, colores, la trama, el misterio y la música son allí tan dúctiles como la propia historia en que está basada, una fuga minimalista en busca del azar de la imagen.
Cortázar nació en Bruselas pero creció en Argentina y después de ejercer varios oficios, entre ellos el de modesto profesor, el larguilíneo intelectual embebido de literaturas exquisitas tomó un barco como era usual entonces para viajar a París, que seguía siendo en ese entonces una de las capitales del mundo y mucho más para artistas y escritores. En una pequeña exposición realizada hace años en la Casa de Argentina, en la Ciudad Universitaria de París, vi expuesta la carta mecanuscrita que Cortázar dirigió antes de su viaje a los encargados de ese albergue estudiantil solicitando alojamiento.
Con el fetichismo que nos caracteriza a quienes estamos infectados por el virus de la literatura, observé durante largos minutos ese documento que me acercaba a ese hombre cuyo destino cambió con el viaje a París, pues de no haber vivido en estas calles y en estas buhardillas frías y estrechas, no hubiese escrito nunca una obra tan significativa como Rayuela, basada en hechos reales ocurridos al narrador en sus aventuras de bohemio pobre en la ciudad, pero de otro tipo distinto a los de los tiempos románticos, tan bien descritos por Henri Murger en Escenas de la vida de bohemia.
El término de bohemia surgió en el siglo XIX en referencia a la vida de los gitanos que iban de un lado para otro del mundo en una errancia sin fin, y que en medio de la pobreza encontraban tiempo para la risa, el amor y la música. Los gitanos parecían vivir del aire, al margen de la sociedad, sin empleo ni horarios fijos, asumiendo un ancestral destino que ha sido inmortalizado por milenios en obras de arte y testimonios, pues estos personajes eran recibidos en la capital romana en tiempos del Imperio, donde las mujeres danzarinas y las lectoras de la suerte ya ejercían sus oficios. Los bohemios con sus proverbiales pitonisas y ladrones figuran en múltiples obras pictóricas que los sitúan en las grandes capitales, como en la vieja España u otros centros de poder.
Cortázar ejerció de bohemio en París como ese otro gran contemporáneo suyo, Gabriel García Márquez, quien tocaba el tambor y las maracas al lado del artista plástico venezolano Soto en antros de rumba céntricos de la ciudad, por los lados de Odeón y Saint Germain de Prés, al final de los años 50. El autor de Rayuela podía deambular todo el día en busca de un encuentro casual con la famosa Maga, protagonista del libro y personaje basado en una muchacha real llamada Edith Aron, que él conoció en el barco de marras y de quien fue amante en aquellos tiempos de penuria y felicidad literaria parisinas. La Maga vive hoy en Londres y ha contado que Cortázar no se portó nada bien con ella después de que emprendió los caminos del éxito.
La bohemia literaria y artística es con París el centro de Rayuela, por lo que su figura quedó para siempre como la de un eterno joven de pull over, barba crecida y anorak azul, un joven que juega todas las cartas a la literatura sin preocuparse por el poder y ejerce trabajos varios e inestables, entre ellos el de traductor en las gigantescas oficinas de la UNESCO, un joven que rescata objetos en las calles y se dedica con felicidad al ocio como una de las grandes virtudes, un joven heredero de los surrealistas y de la Nadja de André Breton.
Los personajes de la novela pasan el tiempo en las buhardillas haciendo el amor o hablando de literatura o de la vida como si viviesen en un caleidoscopio infinito de sorpresas, interminable, extenso, donde se presagiaban los efectos de la experiencia sicodélica tan en boga en aquellos tiempos. Quienes llegamos a París en pleno auge de Rayuela, a mediados de los años 70, vivimos con felicidad esas actitudes y solíamos entre amigos leer fragmentos del libro en las mismas buhardillas que fatigó Cortázar. Veo como si fuera ayer a nuestro amigo el ya fallecido escritor colombiano Miguel de Francisco, llegar con su ejemplar de Rayuela y emprender la lectura en voz alta en medio de la humareda de los cigarrillos y el tintineo de las copas de vino.
Rayuela era el ejemplo para todos los escritores de nuestra generación, nos guiaba por las calles de París, nos iluminaba y abría caminos, nos conducía a las viejas tabernas y cavas, y además nos daba acceso a versiones distintas y clónicas de La Maga, pues todas las jóvenes estudiantes de aquella época deseaban ser magas y estaban dispuestas a jugar el mismo juego en esos tiempos de liberación, antes de la epidemia de sida y los nuevos puritanismos y fanatismos.
Por eso, al cumplirse un centenario de Cortázar, bastaría con ver Blow Up, escuchar a Miles Dives y añorar a una Maga para vivir en el relámpago eterno de la literatura que por naturaleza es el arte de los gitanos y los bohemios de espíritu de todos los tiempos, o sea de quienes seguirán siendo jóvenes aun después de la muerte.
domingo, 24 de agosto de 2014
RIESGOS DE CUBRIR LA GUERRA
Por Eduardo García Aguilar
Ahora cuando el mundo está conmocionado por la decapitación del fotógrafo de prensa estadounidense James Foley a manos del Ejército Islámico, que busca instaurar un califato en Oriente Medio y si fuera posible en el mundo, vuelvo a vivir los instantes de peligro experimentados durante una inolvidable experiencia como corresponsal de guerra.
Solo una vez tuve la oportunidad de cubrir una conflagración y sentir en carne propia lo que son los peligros que corren los periodistas en zonas donde la violencia llega a extremos inimaginables. Fue en Centroamérica a fines de 1981, cuando toda la zona estaba encendida y las carreteras, ciudades, valles y montes eran killing fields (campos de la muerte).
Por lo regular los medios de prensa utilizan como carne de cañón en las guerras a chicos y chicas brillantes y apasionados que están dispuestos a arriesgar sus vidas por vivir una primera experiencia periodística de fondo, para exorcizar el aburrimiento de los días banales en las redacciones de periódicos burocráticos o infames o en agencias de prensa multitudinarias. No solo les cuestan barato sino que encuentran en ellos la energía inagotable de la juventud y la locura necesaria para penetrar en los entresijos de un conflicto a donde los directores de los medios o las figuras conocidas ya no se arriesgan, salvo en excepcionales casos que lindan con pulsiones suicidas.
Un joven escribidor que tiene buena pluma y es inteligente y astuto, es con rapidez detectado por los jefes de redacción y la propuesta de dirigirse a los campos de la muerte no tarda en presentarse, lo que el novato ve como una oportunidad extraordinaria, una ocasión feliz de unirse a los grandes nombres de la prensa de guerra que en muchos casos se convierten en míticos como John Reed, Albert Londres o Ernest Hemingway, para mencionar solo tres en una larga lista de cientos.
También es el momento para los jóvenes escribidores o fotógrafos novatos de superar la penuria cuasiestudiantil y manejar sumas importantes de dólares nunca vistos y descubrir antes de pasar a los campos de la muerte el lujo de los grandes hoteles donde pululan los enviados de las grandes cadenas y agencias, muchos de ellos y ellas vedettes conocidas, los que se ven hoy a diario en las pantallas de televisión o en las primeras planas de los diarios que tienen medios para cubrir acontecimientos lejanos.
En mi caso se trataba de un diario efímero de cuyo nombre no quiero acordarme y que en el momento manejaba sumas millonarias salidas de quién sabe dónde para un proyecto que parecía una locura del derroche tercermundista. Un medio que alquilaba jets privados para llevar cada día a una cumbre mundial celebrada en con todos los jefes de Estado del mundo, versiones en inglés y francés del diario matutino.
Como a veces era capaz en un día de escribir con pasión casi todo el diario, editoriales, reportajes, crónicas y armar páginas enteras de farándula, libros o política internacional a una velocidad notable y con buena pluma, el director, que andaba en limusina por las calles de la Ciudad de México acompañado de cortesanas de alto vuelo, me llevó una noche en uno de esos vehículos negros a una fiesta donde llovía el champán y el whisky para indicarme que pasara temprano al día siguiente, pues el jefe de redacción me haría una propuesta.
Tenían en la mesa ya un sobre con varios miles de dólares de anticipo para el viaje y este escribidor, que ganaba con gusto el salario mínimo por el placer de escribir como un loco en los largos días de redacción, no podía rechazar esa oportunidad de película y a la mañana siguiente ya estaba en la frontera con Guatemala, donde los horrores de la guerra eran innombrables si se tiene en cuenta las atrocidades cometidas por el ejército de ese país contra los opositores y los indígenas que llevarían un día al Premio Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú.
Después de Guatemala, el plato fuerte de esa larga gira centroamericana era El Salvador, donde después del asesinato de monseñor Romero, la guerra había llegado a límites inimaginables. En el Hotel Camino Real, a donde llegué, un periodista anglófono enclenque y alcohólico, el presidente de la Asociación de corresponsales que deambulaba por los corredores con una botella de whiski en la mano, me dio la tarjeta de corresponsal extranjero para el lugar y una camiseta que decía "Soy periodista, no dispare" con una sonrisa sardónica.
Al día siguiente estaba observando El Playón de la muerte, la cosa más horrenda que haya visto en mi vida entera, un volcán de lava negra donde "las partes", ejército y guerrilla, tiraban los cadáveres de los caídos que llevaban allí en volquetas. Los cuerpos eran devorados por gallinazos y perros gordos y el olor era apocalíptico, infernal.
Varios días no pude comer y vomitaba poseído por la náusea que experimentan aquellos que por primera vez en la vida observan algo dantesco, algo que no tiene nombre, algo que los perseguirá sus vidas enteras: un gigantesco terreno de la muerte, los famosos killing filelds que han visto los corresponsales en Alemania, Rusia, Vietnam, Camboya, Irak y muchos países africanos donde los genocidios ocurren como si fueran la norma y no la excepción.
En esos días de guerra cualquier joven podía ser asesinado por un francotirador más papista que el papa por solo llevar cabellos largos y tener imagen de lo que para ellos es un "izquierdista". Se que varias veces estuve a punto, cuando el taxista huía de mi al ingresar a las dependencias eclesiásticas, o entrevistaba a jesuitas que luego serían acribillados o recorría el mercado y las calles en busca de imágenes para alimentar mis crónicas sobre la guerra.
Perdí diez kilos y sobreviví. Cuando al fin salí de El Salvador hacia Honduras, respiré al saber que el bus de mi partida no fue atacado o no pisó minas o explosivos y que cuando unos hombres armados nos hicieron bajar a mitad de camino para requisarnos, no nos fusilaron al instante.
Pero en Honduras me esperaba otro conflicto: el de los Contras que se entrenaba en ese país para atacar a la revolución de Nicaragua y allí en los bares de mala muerte de Comayagüela veía a soldados americanos, a mercenarios y a personas extrañas que miraban con ojos de espías o soplones. Y luego vino Nicaragua, pero esa ya es otra historia.
Lo bueno de todo eso es que la experiencia me sirvió cuando cubrí las negociaciones de paz de Guatemala y El Salvador en México, que tiempo después concluyeron con éxito con apoyo de la ONU y de Oslo, en ceremonias increíbles donde los antiguos enemigos, militares y guerrilleros, ultraizquierdistas y ultraderechistas, se estrechaban las manos y se abrazaban ante los flashes de la prensa internacional. Ojala eso mismo ocurra pronto en mi país, Colombia.
Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 24 de agosto 2014
Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 24 de agosto 2014
sábado, 16 de agosto de 2014
LA FUTURISTA EXPOSICIÓN UNIVERSAL DE 1900
Por Eduardo García Aguilar
Con escaleras mecánicas en medio de la
enorme ciudad artificial, un palacio de la Electricidad impresionante iluminado
por la noche en la explanada de la Torre Eiffel, la Exposición Universal de
1900, que inauguró el siglo XX, fue una fiesta de modernidad pocas veces
igualada, con sus 50 millones de visitantes y la reproducción de los palacios de
las naciones en la ribera del río Sena, que veía fluir embarcaciones repletas de
turistas y curiosos, inmersos en un mundo de fantasía futurista bien captada por
las cámaras cinematográficas de los hermanos Lumière.
Cada país
visitante tuvo su gran construcción efímera y los cuadros, objetos, muebles,
filmes y fotos que nos quedan de la época nos muestran una ciudad imaginaria,
enérgica, llena de sorpresas y misterios, una metrópoli de arte, pensamiento,
vicio, fiesta y moda que ahora visitamos los contemporáneos nostágicos del siglo
XXI gracias al trabajo de los curadores de la exposición que en su honor y
memoria se realizó hasta este domingo 17 de agosto en el Petit Palais, pequeño
palacio de estilo Art Nouveau que albergó para la ocasión una muestra de las
expresiones artísticas en boga: Rodin, Monet, Cézanne, Zuloaga y muchos más.
Un siglo después ese derroche de poder metropolitano se vive en todo el
mundo: en los rascacielos de Shangái y Hong Kong que muestran la reemergencia de
China como una de las potencias mundiales decisivas; en los Emiratos Árabes
Unidos y Catar, donde los jeques hinchados de dinero por la inmensa riqueza del
petróleo, reproducen delirantes imitaciones de Nueva York en los desiertos
castigados por la canícula flamígera de Oriente Medio; en las ciudades
latinoamericanas como Bogotá, Sao Paulo, Río de Janeiro y México City, con sus
periféricos aéreos bajo el esmog y la pobreza asfixiantes; en urbes ruidosas
como Singapur, Calcutta, Bombay, y otras tantas de África, donde aquellos
experimentos de la Exposición Universal de 1900 se ven con la nostalgia con que
observamos los experimentos cinematográficos de los hermanos Lumière y Meliès.
Aquella época fue dominada por la vida vibrante patente en los los
afiches de Toulouse Lautrec: el reino de los grandes burdeles de lujo y la
fiesta permanente en Pigalle, el tiempo de Proust y Mallarmé y de las ideas
socialistas de Jean Jaurès, todo ello signado por la vertiginosa apertura de
costumbres y de vida que celebrara el nuevo siglo con la emancipación de la
mujer y el desborde alucinógeno de los vicios y el derroche de la gastromía, el
licor, la moda, el teatro, la danza y el sexo y el deseo desbordado en la voz de
la cantante Mistinguett.
La gran moda bajó de las alturas crepusculares
de las vanidosas condesas y marquesas proustianas o de las millonarias
americanas, rusas o londinenses, a la masiva utilización por las jóvenes
trabajadores que lucían como ellas y llevaban el nombre de "midinettes", porque
almorzaban fuera de casa en medio de la urbe, entregadas a las aventuras
amorosas que estallaban desde los escenarios con el reino de las famosas
cocottes Cléo de Merode, Liane de Pougy, Sarah Bernhard o la Bella Otero.
Muchachas ellas que trabajaban y ganaban para darse esos pequeños lujos,
visitando las modistas, comprando un sombrero o un traje, unos botines o una
cartera o una joya de moda con las que impresionaban al amante que un día tal
vez las mantendrá, las vestirá como reinas y les pondrá casa a cambio de sus
efímeros encantos.
Todo eso era real entonces, vivo, lejos de la gran
escenografía, la gran maquetta grotesca y tamaño natural para 70 millones de
turistas en que se ha convertido la para muchos la más bella ciudad del mundo en
estas primeras décadas del siglo XXI. Una ciudad que en julio y agosto se vacía
de su habitantes para dar paso a la muchedumbre proveniente de todos los países
emergentes. Miles de chinos, japoneses, paquistaníes, brasileños, mexicanos,
estadounidenses, rusos, africanos que recorren la vacía urbe y la captan con sus
cámaras y sus flashes luminosos o dejan como los enamorados un candado amarrado
para siempre con sus nombres en el Pont des Arts, casi hundido ya por el
multitudinario peso del absurdo rito metálico del amor.
París era
entonces sin duda la capital del mundo, aunque ya emergían más allá del canal de
la Mancha, Londres, y al otro lado del Atlántico, Nueva York antes de los
rascacielos. En pleno auge de la República, lejos ya las monarquías muertas con
el Segundo Imperio de Luis Napoleón Bonaparte, radiante de arquitectura y
urbanismo después de las transformaciones debidas al barón Haussman, pletórica
de comercio, tecnología, moda, vicio, burdeles, la ciudad recibió al mundo con
su mejores galas sumida en su hedonista autosatisfacción.
Para el efecto,
se construyeron el Pequeño y el Gran Palacio, frente a frente, joyas que hoy
todavía irradian energía, intactas, como si hubiesen sido erigidas ayer, con sus
estructuras de hierro y sus abundantes claraboyas vítreas que dejaban pasar la
luz y jugaban con el cielo nublado o azul visitado por los globos aerostáticos y
los primeros aviones. Más allá estaba y está el lujoso puente Alejandro III,
construido hacía poco en honor del Zar y la amistad con los rusos, un puente que
hoy es bruñido como una joya con sus figuras aladas áureas que brillan ahora
como ayer y daba paso entre luces sobre el río hacia los grandes espacios de la
explanada del Hotel Nacional de los Inválidos, enorme edificio hospitalario
construido mucho tiempo atrás para los heridos y mutilados de las guerras por el
rey Luis XIV, donde se encuentra la tumba de Napoleón. Allí también había
sorpresas para los visitantes alucinados.
Todas las hectáreas entre la
Torre Eiffel y Los Inválidos y de ahí a Concordia y Campos Elíseos se llenaron
de vida mundial, agitación, electricidad y fiebre en ese 1900, sin saber que una
década después la primera gran guerra europea hundiría esos sueños y traería
años de sangre y dolor infinitos que devastaron generaciones. Pero de las
cenizas de este ondeante y vegetal Art Nouveau, surgirían los años locos de
entreguerras y su Art Déco, que a su vez con fiesta y delirio presagiarían otra
guerra no menos atroz de donde emergería este mundo contemporáneo de guerras
frías ignorante aun de cuando volverá a chocarse con la hecatombe.
sábado, 9 de agosto de 2014
EL ESPLENDOR DE AUGUSTO
Por Eduardo García Aguilar
El 19 de agosto de 2014 se cumplieron 2.000 años de la muerte del emperador Augusto, motivo por el cual el Gran Palais de París realizó una exposición monumental sobre la vida, obra y el tiempo del prócer romano, sobrino e hijo adoptivo de Julio César, que llegó al poder luego de deshacerse poco a poco de sus rivales, tras la decisiva batalla de Actium y su proclamación como Augusto en el año 27 antes de nuestra era.
Fui el último día de la exposición para no perderme la coincidencia afortunada de tantos objetos, estatuas, estelas, muebles, bustos, vasijas y mil otras pruebas de que aquello no fue ficción, provenientes de museos de todo el mundo, lo que hizo posible tocar casi con las manos la grandeza de aquellos tiempos de esplendor romano, cuando casi todo el mundo conocido era dominado y administrado por el longevo gobernante, un dios para los hombres de su tiempo que supo imponer la paz.
Nació el 23 de septiembre de 63 antes de cristo y murió el 19 de agosto del ano 14, a los 76 años, una edad excepcional para un hombre de su época. Los individuos todos sin distingo de clases morían por lo regular jóvenes a causa de las guerras o las enfermedades y las múltiples vicisitudes de la vida violenta e implacable en la que solían transcurrir sus vidas.
Esa larga vida y el hecho de sobrevivir a tantos peligros y eliminar a centenares de encarnizados enemigos, entre ellos el famoso Antonio, esposo de Cleopatra, le confirió en vida esa estela mítica que se veía reproducida con exactitud en todos los confines del Imperio Romano. Hombre que según los testimonios era muy apuesto, desde temprano fue modelo de escultores y artesanos, por lo que su figura nos es muy familiar y sobrevivió en estatuas monumentales de mármol, bustos de piedra o bronce, monedas, camafeos, intaglios, frescos y por supuesto en las palabras de Suetonio.
Bajo su gobierno el Imperio vivió los momentos más largos de estabilidad, paz y gloria, solidificando con mano dura las conquistas del gran Julio César. Los más lejanos países fueron conquistados a la vez con mano dura y blanda, merced a una diplomacia brillante y una burocracia mundial bien preparada que sabía dar autonomía necesaria y poder a los habitantes y aristocracias locales, a cambio de aplicar en aquellos lugares el modelo central de la pax romana y la imagen de marca cultural, además de pagar sus impuestos y mandar riquezas a la metrópoli.
Por eso cuando viajamos a los más lejanos lugares de aquel imperio, como lo que hoy se conoce como Marruecos, las costas españolas del mediterráneo, Inglaterra, Francia o los países del este, descubrimos siempre ruinas de las ciudades de impronta romana, caracterizadas por la Vía máxima y la Vía mínima, avenidas desde las cuales surgía el entramado de la ciudad con sus templos, ágoras, escuelas, baños termales y viviendas confortables a donde llegaba el agua y que gozaban de una perfecta red de alcantarillado, caminos y acueductos.
Hasta en un lugar tan lejano del imperio, como la hoy capital marroquí Rabat, la ciudad romana crecía con sus funcionarios, recaudadores, jueces, prefectos, representantes del estado central y en su plazas brillaba siempre bajo el sol la imagen en mármol, tamaño natural y gigantesca de Augusto. A lo largo del tiempo, e incluso recientemente, del fondo de los mares y de los ríos y los campos, merced a nuevas pesquisas arqueológicas, el patrimonio iconográfico del héroe se ha acrecentado.
En los pueblos y ciudades no solo había esas figuras impresionantes que recordaban a los súbditos quién era su divino emperador, sino que en las casas de notables y pobres su figura también estaba presente a través de bustos, relieves o monedas. Su presencia virtual daba unidad, estabilidad y solidez a ese gran imperio cuya estabilidad nos sorprende hoy en un mundo lleno de inestabilidades y guerras sin fin.
La exposición da lugar destacado a los relieves, especies medios de prensa iconográficos donde se contaban las batallas o los acontecimientos centrales de la vida imperial ,así como a los edictos o comunicados escritos en piedra que daban cuenta de órdenes imperiales, informes de gobierno, tal y como hoy los mandatarios, gobernadores y alcaldes rinden informes finales de sus gestiones y el destino de los denarios públicos surgidos de la recaudación o el saqueo. Muchas de esas piedras u obeliscos escritos se conservan en los museos.
Visitar la exposición nos deparó sensaciones muy especiales, la primera de ellas la certeza de que el mundo ha avanzado muy poco y que aquel gran imperio ya había descubierto las cosas elementales necesarias para la vida cotidiana en la urbe y que las pasiones políticas y los conflictos sociales son muy similares a los nuestros. La ciencia y la medicina han avanzado y se han perfeccionado hasta el asombro en estos 2000 años todas las ciencias y las tecnologías, pero ya entonces existían los galenos y los instrumentos necesarios para la práctica de tal ejercicio, los astrónomos, botánicos y teólogos, y por supuesto escritores, filósofos, poetas y oradores como el contemporáneo Cicerón. Existía la ciencia militar, la marina, la estrategia política y bélica, así como autores de memorias, juristas, notarios, senadores, constitucionalistas, geómetras, matemáticos, arquitectos, agrimensores, marineros, economistas, banqueros, comerciantes y sus infaltables contables o expertos en finanzas.
Nada es nuevo pues bajo el sol y al rozar esas estatuas y bustos tamaño natural de Augusto y sus familiares contemporáneos, al ver los frangmentos de los frescos de sus viviendas en Roma y ver todo tipo de objetos como mesas de comer o de juego, asientos, vasijas y adornos de vidrio, platos, cubiertos, recipientes para vino o cereales, vasos para la libación y mil cosas más, sentimos la hermandad humana que no borra el tiempo. Esos hombres de aquel tiempo son en parte nuestros ancestros. De ellos procedemos sin duda alguna y esa emoción nos confunde y nos anima.
A lo largo de dos o tres horas tenemos tiempo para ver los bustos de amigos y rivales, esposas y descendientes o ascendientes de la augusta persona, observarlos con atención, porque aquellas figuras eran las fotografías de la época, el testimonio de sus penas y temperamento, de su juventud y su decadencia. Y al mirarlos de frente casi sentimos que podrían despertarse del mármol y hablar y caminar en el ágora, rumbo al senado o a la taberna o al burdel.
La exposición sobre Augusto reunió por unos meses los retazos de una época, provenientes todos ellos de muchos museos del mundo y al abandonarla el último día sabemos que hemos deambulado dos milenios atrás como en un sueño que es realidad, que hemos estado ahí muy cerca de Antonio y Cleopatra, de Cicerón, Mecenas y Augusto y que palpamos de lleno y en la piedra el instante de un poder omnímodo que desapareció pero se reproduce de manera intermitente cada siglo en los nuevos imperios que surgen en el largo camino de la humanidad hacia lo que puede ser un día el desastre o la utopía.
sábado, 2 de agosto de 2014
LA GUERRA Y EL ÉXODO TIENEN PERMISO
Por Eduardo
García Aguilar
Este 3 de agosto,
cuando se conmemora el centenario del inicio de la terrible Primera Guerra
Mundial, que de 1914 a 1918 dejó decenas de millones de muertos y otros tantos
mutilados y heridos, coincide
no por casualidad con un panorama mundial similar al que condujo de manera
ineluctable al inicio de las hostilidades en ese entonces. Los contemporáneos de
este 2014 vemos ahora como las guerras estallan por todas partes con sangrientas
imágenes y balances tanáticos, en Siria, Gaza, Irak, Libia, Ucrania, mientras
continúan los conflictos en Afganistán y otros lugares de Asia y Africa donde no
cesa el sonido de las ametralladoras y los misiles ni el tráfico permante de
todo tipo de elementos bélicos.
Como en los
tiempos bíblicos, en este momento son millones los humanos conducidos al éxodo
en Gaza, Irak, Ucrania, Libia, e incluso la guerra religiosa iraquí ha logrado
lo que desde hace 1800 años no ocurría: que los cristianos fueran expulsados de
Mosul, puestos en la terrible alternativa de convertirse al Islam o morir. Ya
son imágenes normales las de millones y millones de niños sedientos y
hambrientos que lloran mientras caminan por senderos polvorientos con sus padres
y abuelos, ante la indeferencia del mundo, que ve ese espectáculo como un
trivial divertimento televisivo.
Lo curioso es que
esos lugares citados donde hoy se ve el movimiento de los tanques y de los
ejércitos han sido escenarios de guerras desde hace milenios, porque son lugares
de encrucijada, puertas hacia territorios con grandes riquezas que siempre
despertaron codicias. Cerca a Crimea se encuentra Estambul, antes Bizancio,
ciudad de sueño que fue visitada por todas las guerras, y que en 1453 fue tomada
a Occidente por los islamistas, iniciándose así el gran reino del Imperio
Otomano, potencia poderosísima a lo largo de los siglos ante la cual muchos
tocaron la gloria, como en esa famosa batalla de Lepanto, donde el genial manco
Miguel de Cervantes participó. Y en esa zona también se dieron las guerras entre
mundos que llevaron a la creación de la Ilíada de Homero, relato de la guerra de
Troya, otra de las tantas que a lo largo de los milenos se han dado en torno a
lo que hoy es Turquía, siempre codiciada puerta hacia el Oriente.
Los sucesores de
Osama bin Laden sueñan con la restauración de ese gran califato otomano que
dominó todo el Oriente Medio durante cinco siglos y fue pulverizado después de
la Primera Guerra Mundial por medio de una guerra donde brilló Lawrence de
Arabia, autor de Los siete pilares de la sabiduría, libro imprescindible para
comprender lo que sucede hoy en el Oriente Medio. Las fronteras artificiales que
en la actualidad vuelven a cuestionarse en Irak, Siria, Líbano, Arabia Saudita,
Sudán, Yemen, la antigua tierra Santa, Egipto y el norte de Africa, surgieron de
la rebatiña que hicieron los imperios en los años 20 del siglo pasado, asunto
bien relatado por Lawrence de Arabia en su magistral obra.
El asesinato del
heredero de la corona autro-húngara en Sarajevo habría sido la chispa que
encendió el fuego en aquella ocasión en el este europeo, pero en la actualidad
el polvorín está a punto de estallar en el este de Ucrania, donde una Europa
débil incitada por los estadounidenses presiona en las fronteras de un viejo
imperio ruso que trata de renacer bajo la batuta del nuevo zar, Vladimir Putin,
y considera con el apoyo de China que no debe ceder ante los intentos
occidentales de quitarle sus cotos vedados.
Siguen los
combates en el mismo lugar donde fue derribado un avión de Malaysia Airlines
lleno de holandeses que se dirigían a las tierras del Extremo Oriente,
convirtiéndose en víctimas colaterales de un conflicto que apenas comienza y se
desarrolla al lado de los países balcánicos que se han caracterizado por ser
escenario de las primeras chispas de conflictos territoriales entre las grandes
potencias: Alemania, Francia, Inglaterra, Estados Unidos y el desaparecido
imperio Austro-Húngaro, a los que se agregan hoy China y los nostálgicos del
desaparecido Imperio Otomano y de ese gigantesco califato soñado donde se espera
reinarán las leyes islámicas de la implacable sharia y el canto interminable de
los muecines aupados en las torres de las mezquitas, mientras se lapida a las
adúlteras y se mutila a los ladrones de gallinas.
El éxodo de los
desplazados, la destrucción de ciudades enteras y pueblos en Libia, Irak, Gaza,
el este de Ucrania y Siria, lugares que de nuevo deberán ser reconstruidos desde
la nada cuando se apaguen por un tiempo los cañones y los bombardeos, el llanto
e los niños, las madres y los abuelos aterrorizados, el silencio de los muertos
y la tristeza de los mutilados, todas esas tragedias generales o personales,
están siendo observadas en estos momentos en directo por una humanidad de
zombies manipulados por la imagen y las noticias permanentes que impiden toda
posibilidad de análisis y cualquier distancia filosófica ante la maldad infinita
de los poderosos.
En la exposición
que la Biblioteca Nacional de Francia presenta sobre los últimos días de antes
del estallido de la Primera Guerra Mundial en el verano de 1914, el visitante
queda espantado ante la similitud de ambos momentos históricos: 1914 y 2014.
Vemos como en las ciudades seguía la vida normal, los paseos, las carreras de
caballos, los pic-nics, las fiestas, mientras afuera se daban todos los signos
de un conflicto decidido allá lejos, en las altas esferas de poder, por los
grandes líderes que mandan a sus pueblos a la guerra como carne de cañón. Y lo
peor, que las noticias provenían de lugares familiares que hoy resuenan en
nuestros oídos como si la historia se estuviese repitiendo.
Es impresionante
ver como millones de soldados salían felices a la guerra como un juego sin
imaginar un instante que el conflicto duraría cuatro años y dejaría al
continente herido bajo el horror de las armas químicas, los gases y el sonido de
tanques, bombarderos y fusiles. Ahora, un siglo después, se sabe que zonas
enteras son camposantos donde reposan millones y millones de jóvenes triturados
por la máquina infernal de una guerra que el hombre parece convocar de manera
cíclica, como si la muerte y el éxodo tuvieran permiso eterno a través de los
siglos.
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