Por Eduardo García Aguilar
Ahora cuando el mundo está conmocionado por la decapitación del fotógrafo de prensa estadounidense James Foley a manos del Ejército Islámico, que busca instaurar un califato en Oriente Medio y si fuera posible en el mundo, vuelvo a vivir los instantes de peligro experimentados durante una inolvidable experiencia como corresponsal de guerra.
Solo una vez tuve la oportunidad de cubrir una conflagración y sentir en carne propia lo que son los peligros que corren los periodistas en zonas donde la violencia llega a extremos inimaginables. Fue en Centroamérica a fines de 1981, cuando toda la zona estaba encendida y las carreteras, ciudades, valles y montes eran killing fields (campos de la muerte).
Por lo regular los medios de prensa utilizan como carne de cañón en las guerras a chicos y chicas brillantes y apasionados que están dispuestos a arriesgar sus vidas por vivir una primera experiencia periodística de fondo, para exorcizar el aburrimiento de los días banales en las redacciones de periódicos burocráticos o infames o en agencias de prensa multitudinarias. No solo les cuestan barato sino que encuentran en ellos la energía inagotable de la juventud y la locura necesaria para penetrar en los entresijos de un conflicto a donde los directores de los medios o las figuras conocidas ya no se arriesgan, salvo en excepcionales casos que lindan con pulsiones suicidas.
Un joven escribidor que tiene buena pluma y es inteligente y astuto, es con rapidez detectado por los jefes de redacción y la propuesta de dirigirse a los campos de la muerte no tarda en presentarse, lo que el novato ve como una oportunidad extraordinaria, una ocasión feliz de unirse a los grandes nombres de la prensa de guerra que en muchos casos se convierten en míticos como John Reed, Albert Londres o Ernest Hemingway, para mencionar solo tres en una larga lista de cientos.
También es el momento para los jóvenes escribidores o fotógrafos novatos de superar la penuria cuasiestudiantil y manejar sumas importantes de dólares nunca vistos y descubrir antes de pasar a los campos de la muerte el lujo de los grandes hoteles donde pululan los enviados de las grandes cadenas y agencias, muchos de ellos y ellas vedettes conocidas, los que se ven hoy a diario en las pantallas de televisión o en las primeras planas de los diarios que tienen medios para cubrir acontecimientos lejanos.
En mi caso se trataba de un diario efímero de cuyo nombre no quiero acordarme y que en el momento manejaba sumas millonarias salidas de quién sabe dónde para un proyecto que parecía una locura del derroche tercermundista. Un medio que alquilaba jets privados para llevar cada día a una cumbre mundial celebrada en con todos los jefes de Estado del mundo, versiones en inglés y francés del diario matutino.
Como a veces era capaz en un día de escribir con pasión casi todo el diario, editoriales, reportajes, crónicas y armar páginas enteras de farándula, libros o política internacional a una velocidad notable y con buena pluma, el director, que andaba en limusina por las calles de la Ciudad de México acompañado de cortesanas de alto vuelo, me llevó una noche en uno de esos vehículos negros a una fiesta donde llovía el champán y el whisky para indicarme que pasara temprano al día siguiente, pues el jefe de redacción me haría una propuesta.
Tenían en la mesa ya un sobre con varios miles de dólares de anticipo para el viaje y este escribidor, que ganaba con gusto el salario mínimo por el placer de escribir como un loco en los largos días de redacción, no podía rechazar esa oportunidad de película y a la mañana siguiente ya estaba en la frontera con Guatemala, donde los horrores de la guerra eran innombrables si se tiene en cuenta las atrocidades cometidas por el ejército de ese país contra los opositores y los indígenas que llevarían un día al Premio Nobel de la Paz a Rigoberta Menchú.
Después de Guatemala, el plato fuerte de esa larga gira centroamericana era El Salvador, donde después del asesinato de monseñor Romero, la guerra había llegado a límites inimaginables. En el Hotel Camino Real, a donde llegué, un periodista anglófono enclenque y alcohólico, el presidente de la Asociación de corresponsales que deambulaba por los corredores con una botella de whiski en la mano, me dio la tarjeta de corresponsal extranjero para el lugar y una camiseta que decía "Soy periodista, no dispare" con una sonrisa sardónica.
Al día siguiente estaba observando El Playón de la muerte, la cosa más horrenda que haya visto en mi vida entera, un volcán de lava negra donde "las partes", ejército y guerrilla, tiraban los cadáveres de los caídos que llevaban allí en volquetas. Los cuerpos eran devorados por gallinazos y perros gordos y el olor era apocalíptico, infernal.
Varios días no pude comer y vomitaba poseído por la náusea que experimentan aquellos que por primera vez en la vida observan algo dantesco, algo que no tiene nombre, algo que los perseguirá sus vidas enteras: un gigantesco terreno de la muerte, los famosos killing filelds que han visto los corresponsales en Alemania, Rusia, Vietnam, Camboya, Irak y muchos países africanos donde los genocidios ocurren como si fueran la norma y no la excepción.
En esos días de guerra cualquier joven podía ser asesinado por un francotirador más papista que el papa por solo llevar cabellos largos y tener imagen de lo que para ellos es un "izquierdista". Se que varias veces estuve a punto, cuando el taxista huía de mi al ingresar a las dependencias eclesiásticas, o entrevistaba a jesuitas que luego serían acribillados o recorría el mercado y las calles en busca de imágenes para alimentar mis crónicas sobre la guerra.
Perdí diez kilos y sobreviví. Cuando al fin salí de El Salvador hacia Honduras, respiré al saber que el bus de mi partida no fue atacado o no pisó minas o explosivos y que cuando unos hombres armados nos hicieron bajar a mitad de camino para requisarnos, no nos fusilaron al instante.
Pero en Honduras me esperaba otro conflicto: el de los Contras que se entrenaba en ese país para atacar a la revolución de Nicaragua y allí en los bares de mala muerte de Comayagüela veía a soldados americanos, a mercenarios y a personas extrañas que miraban con ojos de espías o soplones. Y luego vino Nicaragua, pero esa ya es otra historia.
Lo bueno de todo eso es que la experiencia me sirvió cuando cubrí las negociaciones de paz de Guatemala y El Salvador en México, que tiempo después concluyeron con éxito con apoyo de la ONU y de Oslo, en ceremonias increíbles donde los antiguos enemigos, militares y guerrilleros, ultraizquierdistas y ultraderechistas, se estrechaban las manos y se abrazaban ante los flashes de la prensa internacional. Ojala eso mismo ocurra pronto en mi país, Colombia.
Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 24 de agosto 2014
Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 24 de agosto 2014
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