Por Eduardo García Aguilar
Junto
a Bastille la calle maleva se llena de electricidad a medida que llega
la medianoche del viernes y los jóvenes de los suburbios acuden ebrios
ya a desbocarse en la madrugada. Un enorme muchacho golpea a su novia y
de inmediato otros la rodean para defenderla y las bandas estallan en
una contienda relámpago que rápidamente se controla, como si
estuviésemos en una escena de la legendaria película hollywodense West
Side History. La calle de Lappe es así desde hace siglo y medio, con sus
luces intermitentes y los anuncios de neón de los distintos bares a
donde se han dado cita para bailar decenas de generaciones de
noctámbulos. El Balajo, rey del tango en los tiempos de entreguerras, el
bar cubano, el dancing de las tapas españolas, y uno tras otro diversos
sitios de rock, samba, salsa, reggaeton, ritmos africanos, música de
las antillas o de variedad francesa y mil metederos más que siempre
están llenos.
Es el barrio de la Bastilla, el mismo que trae los
recuerdos de la Revolución de 1789, cuando los proletarios del suburbio
de San Antonio derribaron piedra por piedra la cárcel llena de rebeldes y
libertinos. Ahora, solo quedan bajo tierra algunos pedazos de los
cimientos pétreos de aquella mazmorra famosa donde morían los erráticos y
que dio el nombre a la revuelta que terminó con la vieja monarquía
borbónica. Ahora es una inmensa plaza circular donde cruzan los autos
que vienen y van en todas las direcciones circundando un obelisco en
cuya punta vuela un ángel desnudo de oro iluminado por la luna llena.
El
obelisco fue construido en homenaje a otras revoluciones sucedidas
después de la primera y la más grande de 1789 a lo largo del siglo XIX,
centuria que jugó pin pong entre nuevos emperadores emergentes como
Napoleón el corso, restauraciones aristocráticas borbónicas y
napoleónicas y nuevas revoluciones democráticas conquistadas por la
generación de los románticos y más tarde por sus herederos los utopistas
derrotados al fin en 1871, cuando la Comuna de París fue aplastada en
sangre y fusilamientos en masa. O sea que Bastille es y ha sido un nido
de rebeliones, sitio de encuentro de pensadores y desde su centro salen
otras avenidas que van a la Plaza de la República o a la Plaza de la
Nación, arterias que cíclicamente son pobladas por manifestaciones
multitudinarias de sindicalistas o militantes políticos de diversas
tendencias.
Pero nada igual a la maleva calle de Lappe, a la que
se accede por la menos antigua y animada calle de la Roquette, que lleva
el nombre de otrá prisión y vive siempre entre olores a chorizo, cuscús
y crepes y el bullicio de los conversadores que discuten llueve o
truene sobre el futuro del mundo o sobre las noticias de la farándula o
del fútbol. Al costado de Bastille está el Bar Restaurante Falstaff que
nunca cierra y es el refugio de todos los hambrientos borrachines que
salen de los grandes centros de diversión cercanos como L'Angora, el
Balajo, el Bar Latino o el Sanz, estos últimos dotados de varios niveles
enfebrecidos de fiesta interminable al calor de la actividad de los
discjokeys y la danza de los clientes de todas las edades.
En la
calle del suburbio de San Antonio hay igual electricidad en plena
madrugada cuando se agolpan afuera los que no han sido admitidos al Sanz
o al Barrio Latino y cruzan con la música a todo volumen los autos de
los jóvenes bandidos de la droga, franceses de origen magrebí o africano
que imprecan a los transeúntes y son arrogantes como todos los
arribistas y los narcos del mundo, todopoderosos sin ley cuyo único
lenguaje es el dinero y la violencia, la agresión y la amenaza. Su
movimiento es circular y desbocado entre estas arterias, mientras afuera
de la Nueva Opera los taxis esperan en fila a los clientes y los
autobuses Noctambus recogen a los jóvenes pobres que regresan a los
lejanos suburbios.
A unas cuadras, en la Plaza de la República
han comenzado de nuevo los enfrentamientos de los izquierdistas con la
policía, como ocurre desde hace ya casi un mes día a día, en una rutina
que se ha impuesto en la Noche de Pie, a medida que se solidifica el
movimiento de los indigandos locales que sueñan con un ingreso básico
para todos los ciudadanos y el derecho al ocio y la pereza propugando
por Paul Lafargue, el yerno de Marx. Cuando terminan hacia las dos de la
mañana actividades militantes, debates, proyecciones de cine
alternativo y comprometido y los discursos políticos, un núcleo final de
un centenar de revoltosos anárquicos comienza la construcción de
barricadas con mesas y basuras, latas de cerveza y el disparo de todo
tipo de proyectiles ante la arremetida de las fuerzas del orden.
Y
entonces decenas de patrullas y vehículos policiales recorren el barrio
por las avenidas con sus luces y sirenas encendidas y acuden a la
refriega que poco a poco se va extinguiendo hacia la madrugada en los
barrios del noreste de la ciudad. La calle maleva de Lappe va vaciándose
de sus fiesteros y el barrio vuelve a cierta calma. En algunas esquinas
o bajo portalones duermen sobre colchones familias de inmigrantes con
sus hijos o vagabundos con su perros, una población que en los últimos
años ha aumentado vertiginosamente con la llegada de oleadas de
desplazados que huyen de las guerras de África y el Magreb o de Oriente
Medio y se han logrado infiltrar en Francia, aunque de manera mucho más
reducida que en Alemania. Ellos están ahí esquina tras esquina, en las
riberas de los canales, debajo las arcadas del metro aéreo o al borde de
las vías del ferrocarril, más allá de las estaciones del Norte y el
Este.
La ciudad sigue su ritmo. El bar restaurante Falstaff de
Bastille sigue abierto para los habituados de los after show de toda la
zona, esas fiestas que siguen hasta al amancer para las insaciables
nuevas generaciones nacidas en el año 2000 o en este siglo XXI, que ya
están llegando a la mayoría de edad y renuevan siglo tras siglo la
divisa de la ciudad como una fiesta que no termina nunca. París es una
fiesta, decía Hemingway. Solo que ahora, como en otros tiempos pasados,
las guerras y las crisis vuelven a estar más cerca y después de los
atentados de noviembre no queda para ellos más que divertirse, bailar y
beber antes de un improbable cataclismo.