Palais Royal. 1844 |
Por Eduardo García Aguilar
Desde antes de la Ilustración, la relación entre París y los latinoamericanos ha sido intensa y los vasos comunicantes no han cesado de alimentarse en la imaginación literaria y la fantasía social y política, hasta el punto que Valery Larbaud, el autor de Fermina Márquez e inventor del personaje Barnabooth, gran amigo de América Latina, denominó a ese continente como el Extremo Occidente, o sea, el lugar donde las ideas europeas han renacido y florecido.
Agobiada por la impronta de la colonización hispana, que sumió a aquellos países por siglos en el tañido de las campanas eclesiásticas, mientras se intentaba borrar el pasado prehispánico, la región recibía paulatinamente las nuevas ideas de la Ilustración filtradas en forma de libros, casi de manera clandestina, en las embarcaciones que iban de un lado al otro del Atlántico.
Una figura clave es el genial e hiperactivo Voltaire, a quien incluso se le puede imputar la creación del realismo mágico latinoamericano con su obra Cándido, cuyo personaje rocambolesco termina viviendo aventuras imaginarias en tierras americanas. Todo el siglo XVIII está marcado por este hombre moderno y escéptico que alimentó de ideas a los criollos, que ya soñaban con liberarse de las cadenas impuestas por la corona española.
El París de Voltaire es el viejo barrio de Le Marais, lleno de palacetes dieciochescos hoy restaurados, pero que durante mucho tiempo fueron ruinosas edificaciones malolientes llenas de fantasmas. Allí, en esas calles y bellas plazas, como la Place de Vosgues, Voltaire se trenzó en duelo con señoritos y vivió múltiples aventuras de rebeldía que lo condujeron a ser expulsado de la ciudad durante mucho tiempo. Sólo al final de sus días, en plena gloria, el desencajado viejo cascarrabias fue autorizado a volver para recibir un último homenaje y morir en un apartamento.
Inspirados por esas ideas ilustradas, que abrían los espíritus a la ciencia y al saber, muchos jóvenes criollos privilegiados, como el señorito Simón Bolívar, llegaban a la ciudad y se reunían con sus congéneres franceses en el Palais Royal, que durante mucho tiempo fue antro de libertinos, sitio de conjuras, lugar de galanteos y albergó restaurantes, chocolaterías, burdeles y librerías. De allí surgieron muchas de las ideas y figuras de la Revolución francesa, que cambió todo en un vendaval de guillotinas y fanfarrias, pero pronto volvió a la norma bajo el imperio del joven Napoleón Bonaparte, admirado por la generación romántica, incluso por el gran sabio alemán Goethe o por el propio Beethoven.
Atraído por todas esas maravillas heroicas, el joven viudo Bolívar vivio ahí cerca del Palais Royal en dos ocasiones, en 1805 y 1806, primero en la calle Vivienne y después en la calle Richelieu, tras regresar de Roma, al lado de la Bibioteca Nacional Francesa, donde todos los jóvenes espíritus hispanoamericanos acudían para empaparse de las ideas de su tiempo y soñar con crear nuevas naciones y escribir constituciones originales. En la actualidad, esos lugares donde vivieron la ebullición de su tiempo personajes como Giacomo Casanova, Fouché o Francisco Miranda, permanecen casi intactos y, en las noches, uno puede soñar que verá al Libertador.
Hecha la revolución en la Nueva Granada y lograda la independencia de España, Bolívar terminó derrotado, convertido tras su fracaso final, en un héroe romántico de opereta, hasta el punto que los jóvenes soñadores de la primera mitad del siglo XIX solían usar el sombrero Bolívar como muestra de modernidad y lo lucían con orgullo por los grandes bulevares, a la entrada de los teatros y, por supuesto, en ese mismo Palais Royal desde cuyas mansardas y apartamentos veían pasar la historia los viejos aristócratas.
Durante todo el siglo XIX, la ciudad albergó a muchos letrados de las nuevas naciones hispanoamericanas o a viejos dignatarios en exilio que terminaban sus días en esas calles de sueño agotando sus fortunas sin nostalgia; pero fue hacia el final de la centuria, cuando la multitud de poetas raros e hiperestésicos encalló en el puerto de la poesía simbolista, donde reinaban los fantasmas de Baudelaire, Lautréamont y Verlaine.
Es otra ya la ciudad de los viajeros de América: al lado izquierdo del Sena el viejo el barrio latino, Saint-Germain des Prés, las universidades y las librerías; y, al lado derecho, los pasajes de Walter Benjamin, que eran los centros comerciales de la época, y los nuevos barrios de la bohemia de alcohólicos, morfinómanos y opiómanos que, entre los vapores de la absenta, fueron dibujados por Toulouse Lautrec y emergían poco a poco en la Nueva Atenas, por Pigalle y las faldas de Montmartre.
Dandis, superelegantes, acicalados y macerados en el alambique de la decadencia, José Asunción Silva, Rubén Darío, José María Vargas Vila, Enrique Gómez Carrillo, José Juan Tablada y muchos otros modernistas latinoamericanos o españoles se apeñuscaron con ambición junto a las puertas de la editorial Garnier y luego terminaban en los cafetines y bares del vicio, mientras las grandes estaciones ferroviarias y las torres y los palacios de hierro crecían en un festín de progreso inigualado.
En el siglo XX fueron protagonistas dos generaciones. En la primera mitad del siglo, en los años de entreguerras, reinaron en los grandes bares de Montparnasse figuras como Vallejo, Asturias, Reyes, Supervielle, los hermanos García Calderón, acompañados por la generación de hispanistas franceses que se fueron al exilio a Buenos Aires cuando vino la conflagración mundial que hizo explotar a Europa.
Y, en la segunda parte del siglo, en los años 50 y 60, los reyes del mambo fueron las figuras del boom, Alejo Carpentier, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, Severo Sarduy y Mario Vargas Llosa, entre otros que alcanzaron a vivir el Saint-Germain existencialista presidido por Sartre, Camus, Boris Vian y Juliette Greco. Después de ese fuego pirotécnico, América Latina pasó de moda y hemos vuelto al feliz anonimato en este siglo XXI más cosmopolita que nunca.
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* Publicado en Expresiones, de Excélsior. México. Domingo 2 de julio 2017.
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