jueves, 10 de julio de 2025

EDUARDO GÓMEZ ENTRE BERLÍN Y BOGOTÁ

Por Eduardo García Aguilar


Eduardo Gómez (1932-2022) fue uno de los grandes poetas colombianos del siglo XX, autor de una vasta obra poética, narrativa y ensayística y pilar de la cultura de entonces como profesor en la Universidad de los Andes y colaborador de instituciones editoriales o culturales colombianas, donde se desempeñó después de una larga estadía de estudios en Alemania.

Tuve la oportunidad de conocerlo cuando llegué a Bogota desde Manizales a iniciar mis estudios en la facultad de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia. Visitaba con frecuencia al gran ensayista Jaime Mejía Duque, paisano caldense que se desempeñaba como abogado en el ministerio de Trabajo y muchas veces coincidí ahí con su amigo Eduardo Gómez y luego salía con ellos a caminar por la séptima y a tomar café en alguno de esos sitios memorables de la capital, donde se reunían poetas, abogados y políticos.

Ambos eran abogados y escritores germanistas muy elegantes y refinados por sus larga estadía en Europa. Mejía Duque siempre estaba impecable de traje y corbata y sabía muy bien ocultar el brazo que le faltaba debido a un trágico accidente de infancia, orgulloso tal vez de hacer parte de la estirpe de los mancos literarios, al lado de Miguel de Cervantes Saavedra y Ramón del Valle Inclán.
    
Jaime Mejía Duque también había realizado estudios en Alemania y de allí la amistad que los unía a ambos, personas de izquierda  pertenecientes a la misma generación y que estaban en pleno apogeo de sus facultades, alrededor de su cuarentena. Fue una fortuna para mi, que tenía 18 años, poder compartir con ellos, leer sus libros y gozar de su amistad y generosidad. Con ambos tuve a lo largo de sus vidas una relación amistosa y cada vez que venía a Bogotá los visitaba y sosteníamos correspondencia en aquellos viejos tiempos de antes de internet, ordenadores y redes sociales.

Eduardo Gómez era más dandy. Lucía siempre un largo gabán negro alemán y a diferencia de Mejía Duque no solía llevar paraguas.  Había nacido en Miraflores, Boyacá, en el seno de una vieja familia de origen español y era alto de estatura, blanco, erguido, y a lo largo de las décadas seguía siendo el mismo personaje sin arrugas, que casi nonagenario era el mismo de siempre, por lo que yo bromeba diciéndole que había hecho un pacto como en el Fausto de Goethe, poblado por las astucias de Mefistófeles, para lograr la vida eterna.

De eso hablamos la última vez que lo vi cuando me invitó a almorzar en 2017 a su casa cerca de Teusaquillo, al lado del novelista Magil. Después seguimos con el mismo tema de Fausto cuando abordamos unn taxi para ir al centro y allí nos despedimos para siempre, aunque la verdad que no, pues sigo leyédolo con el mismo entusiasmo y sigo celebrando su gran talento, rigor e inteligencia.

Su primer libro de poesía, Restauraciópn de la palabra, fue publicado en 1969 y para mi fue una lectura importante que aun me nutre. Poemas excelentes, ágiles, modernos, sobre la vida en la urbe en una Colombia que entonces no se había hundido aun en otros abismos, pero que ya los había experimentado. Son poemas expresionistas, muy a tono con aquel mundo alemán de la posguerra que vivió y palpitó cuando hacía teatro con el Berliner Ensemble, recién apagadas las cenizas de la conflagración. Su poesía era implacable y sin miedos.

A ese libro siguieron El continente de los muertos (1975), Movimientos sinfónicos (1980), El viajero innumerable (1985), Historia baladesca de un poeta (1989) y Las claves secretas (1998), varios de ensayo  y una gran novela, La búsqueda insaciable (2013) , de la estirpe de las grandes que se escribían en Europa central en tiempos de Joseph Roth, Franz Kafka y Robert Musil. Eduardo Gómez es uno de los secretos mejor guardados de la literatura colombiana y latinoamericana y por eso hoy lo celebro.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 13 de julio de 2025. 




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