domingo, 28 de octubre de 2007

EN LA CASA MOSCOVITA DE LEON TOLSTOI


A sus 86 años de edad la señora Valentina Ievguenievna respira con dificultad, sentada en un banco junto a la mesa del comedor de la planta alta, en la casa moscovita de León Tolstoi. Uno diría que el viejo maestro acaba de salir a cortar leña en el amplio patio y está a punto de regresar de un momento para otro. La anciana guía que trabaja en esta casa desde hace 30 años y gana un salario modestísimo de 3.000 rublos se levanta y arrastrándose sobre sus babuchas se acerca al piano donde se apoyaba Chaliapin para cantar.

Comienza a explicar cómo se salvó a los treinta años el autor de Resurrección de ser devorado por una osa cuya bella piel café yace al lado del instrumento con su rostro agresivo, el hocico abierto y una mirada de animal malherido.Tolstoi se enfrentó a la bestia pero falló el primer tiro y cayó en sus garras, de las que pudo liberarse al dispararle por segunda vez. Días después unos cazadores dieron muerte al animal y al descubrir la bala comprobaron que era la osa que casi lo mata y le regalaron esa piel que ahora sigue intacta en el salón de recepciones de la planta alta donde solían recibir a los invitados y hacer fiestas y veladas aristócratas y gitanos, bohemios, revolucionarios y señoras de la alta sociedad.

Todo eso lo cuenta dona Valentina con lujo de detalles: que la vajilla era de Limoges, que a Sonia la mujer le gustaba la gente rica y a Tolstoi los pobres y los marginales, que cuando Chaliapin cantaba se apagaban las velas y temblaban los vidrios, que el maestro se enfurecía cuando perdía una partida de ajedrez, que sus hijas lo apoyaban en sus generosos propósitos y su esposa y sus hijos hombres cuidaban el patrimonio que él quería regalar a los pobres. El salón de arriba tiene los cuadros, muebles y adornos originales que pudieron conservarse dado que el museo en honor del gran novelista fue creado poco después de su muerte por iniciativa de su mujer y los hijos.

Uno se imagina las fiestas y las tertulias celebradas allí, en uno de los lugares donde por décadas alrededor del patriarca se reunía el mundo artístico e intelectual de Moscú. Más allá está la elegante sala alfombrada y llena de cuadros y muebles lujosos de la matrona Sonia y al fondo el cuarto de huéspedes. Y tras seguir por un corredor uno se topa con los cuartos de la hijas, la ropa antigua de las mujeres de la casa, la bicicleta Rover que el maestro conducía por Moscú, las amplias columnatas cubiertas de azulejos de la calefacción de madera, las habitaciones de los domésticos, mientras afuera caen poco a poco las hojas ocres del otoño. Y en una esquina de la casa aparece de repente el delicioso estudio de techo bajo donde escribió sin cesar el escritor entre candelabros y mullidos sofás de cuero negro, lugar en que pasaba la mayor parte de su tiempo la conciencia nacional y el autor más sagrado, querido y admirado por los rusos. En un armario se ven las amplias camisas de algodón, las botas negras y los instrumentos de zapatería que usaba el aristócrata rebelde para jugar a ser zapatero remendón.

Al bajar las escalinatas hacia la planta baja, otra anciana salida de una novela de comienzos de siglo XX con un viejo gorro de astrakán reemplaza a Valentina Ievguenievna y explica con lujo de detalles la enfermedad de Vania, el último adorado hijo de Tolstoi, muerto niño a causa de la escarlatina y cuyos cuadernos, lápices, dibujos, juguetes y otros objetos están muy bien conservados en una habitación dedicada especialmente al que según la leyenda parecía llamado a ser el heredero espiritual de su anciano progenitor. También se ve el comedor familiar, un oso embalsamado en cuyas manos luce una pequeña tabla redonda donde los invitados dejaban sus cartas de visita, y, colgado como si hubiera llegado ya el maestro, el enorme e inconfundible abrigo negro de piel.

Tolstoi nació en Yasnaia Poliana en 1828 y murió en Astapovo en 1910 a causa de una neumonía que contrajo al escapar de casa y caminar solo entre la lluvia y el hielo. De él nos ha quedado esa imagen de abuelo eterno de luengas barbas blancas y ojos de cegatona opacidad. Es el arquetipo decimonónico del escritor nacional que todo prospecto de literato trata de emular desde la adolescencia y el ejemplo más nítido de lo que es la gloria literaria, cuando un hombre encarna a una gran nación y en este caso a Rusia, la patria de Iván el Terrible y Pedro el Grande, del fabuloso Kremlin de rojas murallas y doradas cúpulas ortodoxas.

Ahora que por primera vez en la vida y después de muchos sueños piso por fin la casa moscovita del admirado genio, una sensación de gran familiaridad nos invade. Es como si toda esa historia tantas veces leída se hubiera concretado y él fuera un viejo abuelo cascarrabias y tierno que recibe a un lejano nieto y lo invita a recorrer por el patio cubierto de hojas otoñales. Tolstoi está ahí y palpita entre nosotros casi cien años después de su muerte. Se pueden escuchar sus risas, sus palabras roncas, la tos seca de invierno, el crepitar de las chimeneas, mientras las abuelas que reinan en esta casa y cuidan los floreros y limpian los muebles, nos cuentan con minucia su vida cotidiana y el largo crepúsculo que lo fue envolviendo hasta la eternidad de la gloria.

Ya pronto la nieve cubrirá esta tosca y enorme casona de madera y el patio donde él jugaba con los nietos y los perros y partía con hacha la madera para las calderas de la calefacción. No lejos de ahí, por la calle Nueva Arbat o la imponente Treviskaia despunta la nueva Rusia de avisos y pantallas luminosas y tiendas de lujo, mientras las limusinas y los autos de lujo de mafiosos y nuevos oligarcas se pavonean orondos con sus chicas de oropel y los rascacielos rompen el nuevo paisaje futurista de la capital de un rico imperio dispuesto a seguir siendo protagónico en el mundo.

jueves, 25 de octubre de 2007

GERMAN ESPINOSA: UN CABALLERO DE ADARGA ANTIGUA

Por Eduardo Garcia Aguilar

La desaparición de Germán Espinosa deja llena de dolor a toda una esfera de la literatura colombiana, al interior de la cual florecía y florece un concepto muy alto de lo que es escribir y vivir contra la corriente de la trivialización ambiente reinante en el país y en el mundo. Como principal figura de una vasta generación de autores que vivían con intensidad y dignidad por y para la literatura, el autor de Los Cortejos del diablo y La tejedora de coronas quedará como el ejemplo máximo de ese combate con las palabras, tan necesario siempre en un mundo dominado por la plutocracia, la violencia, la mezquindad, el arribismo y la maldad en todas sus variantes siniestras.


Quizás las generaciones recientes -que a comienzos del siglo XXI sólo conocen el repugnante cocido pútrido compuesto por la literatura autobiográfica de escándalo para asustar monjas y la narrativa y la poesía rosas impuestas en Colombia en los cenáculos borreguiles de la vanidad, el arribismo y la moda reinantes en la era de la narco-para-política- podrán ahora acercarse a esa figura de Espinosa, quijotesca de bastón y bufanda de seda, para saber lo que significa y ha significado en verdad ser escritor a través de los tiempos.


Conocí a Espinosa gracias a la crítica, que es el emblema del quehacer intelectual y literario de todas las épocas. Cuando llegué a Bogotá a los 18 años para estudiar en la Universidad Nacional tuve la fortuna de que el joven Enrique Santos Calderón me publicara en las páginas de Lecturas Dominicales artículos sobre diversos temas literarios. Y en ese ejercicio precoz tuve el honor de ser llamado a duelo por Germán Espinosa desde las páginas del Magazín de El Espectador.


Como tantos jóvenes inquietos de aquel tiempo dominado por la ilusión de la revolución socialista, había adoptado en un artículo llamado “El intelectual: un animal raro y curioso” cierto tono de comisario izquierdista, por lo que Espinosa respondió de inmediato con una defensa de la libertad de la crítica del escritor en cualquier circunstancia y bajo cualquier régimen. Caminando por la Séptima con mis amigos trotskistas, en esas largas jornadas diurnas y nocturnas de amistad, descubrí con alegría absoluta que Espinosa tenía toda la razón y por eso nunca respondí a su andanada. El poeta, que va a la esencia y profundidad de las cosas y de lo humano, tiene que ser rebelde ante todos los regímenes, sean de izquierda o derecha y su espada literaria está allí para incomodar antes que elogiar en las antesalas de los poderes.
Mucho tiempo después, cuando nos vimos en Guadalajara, me confesó que él estaba convencido de que yo era uno de esos viejos mamertos petrificados en un pensamiento ideologizado y estalinista y no el joven de 18 que era entonces, por lo que él y Josefina me ofrecieron su amistad y el afecto en los encuentros que se iban sucediendo en viajes comunes a México o París o en su casa de las Torres de Pekín, en Bogotá, a donde fui a llevarle con R. H. Moreno-Durán mis libros y la antología Veinte ante el milenio, donde aparecía su cuento El ocaso de los viejos racimos.


Espinosa era crítico, pero como bien lo dice Óscar Collazos, tenía un alto concepto de la amistad, tal y como la practicaban los caballeros salidos del Amadís de Gaula y otras novelas del género. Y por ejercer la crítica cultivó en Colombia, como lo debe hacer con honor todo hombre de letras que se respete, el arte de ganarse muchos enemigos. No hay nada más fácil que elogiar sistemáticamente, nada más fácil que encerrarse en un nacionalismo tarado que elogia de oficio todo lo que proviene de la tribu, nada más fácil que callar ante los amigos que se desvían y medran en las esferas del poder literario y de lo políticamente correcto.


Pero más allá de este ejercicio de la crítica como un acto de voluntad caballeresca, lo más importante de Espinosa fue el ejercicio de eso tan pasado de moda que es el estilo. Toda su vida peleó con la máquina de escribir para fraguar algunos de los libros más extraordinarios del siglo XX, como La tejedora de coronas (1982) y Los cortejos del diablo (1970), a los que sea unían miles de páginas de crítica, poesía y narrativa.A los 15 años publicó Letanías y crepúsculos y entre sus libros figuran La noche de la trapa (1965), Claridad subterránea (1974), El signo del pez (1987), La tragedia de Belinda Elsner (1991) y Los ojos del basilisco (1990), entre muchos otros.


Si todo eso se reuniera como lo hacen en México con sus autores en una serie de volúmenes de Obras Completas, descubriríamos a un gran autor latinoamericano de la estirpe de los grandes, como Alfonso Reyes, José Lezama Lima y Severo Sarduy. Es probable que algunos aspectos de su obra hayan sido fieles a cierta estética modernista de los tiempos simbolistas, en cuyos ámbitos se formó como poeta, pero el resto de su obra ejerció ese gran delirio barroco de quien teje una prosa llena de variantes y de ángulos y abismos inagotables, donde el lenguaje mismo puede ser protagonista.
Nada que ver con esta literatura impuesta ahora en Colombia por un medio intelectual que carece de crítica y ha renunciado a los valores esenciales de la literatura: la rebelión y la innovación permanentes contra la corriente y la moda. Por esta y muchas otras razones, cuando vi la noticia del fallecimiento de este gran colombiano, sentí ese dolor que se siente cuando muere un justo, que a la vez era un guerrero con adarga de caballero andante en una Colombia de corruptos y de frívolos cómplices del holocausto. Y recordé los momentos que vivimos en su adorada París en el marco de un encuentro de narradores colombianos.


La última vez que lo vi a él y a su simpática y original esposa Josefina fue en la embajada de Francia en Bogotá, en una fiesta organizada para los poetas por el embajador colombianófilo de entonces Daniel Parfait. Daba gusto ver esa elegancia clásica impecable y el aura que lo rodeaba como uno de los más grandes escritores colombianos de todos los tiempos. Era un clásico sin lugar a dudas cuando se sentó en alguno de esos abullonados sofás, rodeado de quienes los admirábamos. Ahí me volvió a reiterar que en una nueva edición de la Liebre en la luna, donde figura esa diatriba contra mí que me honra, haría una referencia a nuestro duelo sin duelo de hace tiempos y a las coincidencias posteriores.


Por eso, porque era un francófilo como yo, porque en París habíamos caminado con él y Josefina hace un lustro y porque sus libros principales fueron publicados en Francia por la editorial La Différence, caminé solitario la tarde de su muerte como tributo a su memoria por los patios del Louvre, el Pont des Arts, la rue de Seine, las callejuelas de Saint Germain y la rue de Saint Peres, donde por un guiño del azar encontré a Umberto Eco esperando en el lobby del hotel del mismo nombre al equipo televisivo del periodista cultural Franz Olivier Giesbert. Y al escuchar hablar a Eco con el humor y el énfasis que lo caracterizan, no tuve duda que ese era un mensaje del difunto Espinosa, en quien pensaba con dolor en esos instantes. Gracias a él vi por primera vez a Eco, que es uno de los de su estirpe: un renacentista, un barroco, un crítico, un rebelde, un humorista, un amante del vino. Y pensé que si Espinosa hubiera sido italiano o francés hubiera ganado el Premio Nóbel. Sólo en Colombia creen todavía los tontos que los payasos de la autobiografía y el escándalo y los cultivadores de fácil realismo neocostumbrista de pacotilla son más importantes que este barroco universal que dio nuestro país a las letras del mundo.


viernes, 12 de octubre de 2007

DIATRIBA CONTRA LA POESIA COLOMBIANA SENTADA EN SUS LAURELES




POR EDUARDO GARCIA AGUILAR
Domingo 22 de Julio de 2001.


Lecturas Dominicales de "El Tiempo"




La colombiana es una poesía pasmada, abortada, rezagada, comiéndose las uñas, modosita, sin grandes ambiciones, bien portada, siempre tímida, temerosa de pasar la raya o lanzarse al abismo. De pronto un autor logra destellos, pero luego se silencia, calla por temor y desaparece en la oscuridad. Es como si el poeta colombiano, cual niño aplicado, supiera que hay un límite imaginario que no puede pasar, y teme lanzarse a la aventura del bosque por temor al lobo, abomina descubrir nuevos yacimientos, parajes, cavernas, remolinos, fangos, arenas movedizas. Todo cambio le incomoda y por eso cierto aire de polilla y heliotropo la caracteriza, por lo menos hasta en los años 60, cuando algunos escritores ligados a la revista Mito comienzan a sacudirse de la modorra burocrática y la autocensura permanente. No debemos tener miedo para reconocer que la poesía colombiana, en bloque, es en definitiva una de las menores en el Continente y ha caminado siempre rezagada del tren delirante de la 'lírica' hispanoamericana (...)


En el inicio de lo que se ha querido llamar poesía moderna colombiana, nos encontramos con los tres padres fundadores: Silva, arquetipo del fracasado suicida que se malogra, Julio Flórez, maldito beodo vestido de negro con un fémur en el bolsillo del saco y una calavera en la mano de la que liba vino de numen mientras declama en camposantos, y Guillermo Valencia, el bien portado, triunfador, político ascendente que decide 'sacrificar un mundo para pulir un verso' y lo alcanza con espléndidas joyas. ¿Qué pasa con estos señores? ¿Qué extraños mitos y leyendas fundan? ¿Cuál es su lugar en el panorama del imaginario colombiano, conformado por las generaciones del siglo?


Empecemos con el primero. Con motivo del centenario de su muerte en 1996, Silva fue cooptado por el estado y los burócratas y convertido de manera peligrosa en nuevo ídolo nacional, especie de Martí o Sagrado Corazón patriótico. Después de que séquitos de funcionarios recorrieron el mundo haciendo campaña a su favor, realizando cocteles oficiales de donde, por supuesto, se desterró a los poetas, vale la pena tratar de situar su obra en el panorama del modernismo latinoamericano. A riesgo de provocar la furia de los nacionalistas que nadan sin nadaísmo con el aburrido pendón en alto, seamos claros: Silva no es de los grandes exponentes del movimiento. El sonsonete de 'Una noche, una noche toda llena de murmullos...' ya había sonado en otras partes del Continente y basta rascar un poco para encontrarlo ya en poetas menores mexicanos o de otras regiones de América Latina, en ese final del siglo XIX. Dos nocturnos correctos, el poema ese de 'aserrín aserrán, los maderos de San Juan', las curiosas Gotas amargas, no son suficientes para coronarlo (...) Silva se está convirtiendo en un caso evidente de mitificación para gustos provincianos, donde la tragedia del hombre se convierte en deliciosa película de terror. Misterio en la muerte, cadáver yaciente, libro de D'Annunzio, deudas, lluvia, y ahí está el tinglado para un opereta o para una ópera rock tipo Evita o Jesucristo Superestrella. Cuando a comienzos del siglo XXI uno desearía reflexión y análisis, volvemos otra vez a alimentar el mito, a echarle combustible en medio de himnos, banderas, delegaciones oficiales en romería mundial de gente encorbatada y tiesa, aplastada por el 'sacro monolito' del que hablaba Valencia.


El entrañable Flórez es un caso en extremo simpático y divertido. Su obra logró permear el imaginario popular hasta en canciones que se interpretan en veladas de bohemia campesina y barriadas urbanas, pero es un romántico en extremo tardío, con sus famosas 'flores negras'. Qué delicia recordar a nuestros padres recitándolo de memoria, con esa gran memoria que por tradición tienen o tenían los colombianos para recordar sus más caros versos. Valencia es, a mi parecer, otro caso y el endiosamiento mítico de Silva oculta su obra, tal vez una de las más importantes sino la más importante de la tradición colombiana, que por el rigor lo hizo algo así como el Valéry avant la lettre y que pocos parecen recordar cuando en 1998 y 1999 se celebraron los centenarios de las publicaciones de Poesías y ritos. A diferencia del suicida y del maldito, Valencia es una imagen poco amada en Colombia, pero su cuerpo literario es notable, desde sus extraordinarios largos poemas de ejemplar factura, con hallazgos en cada esquina, hasta su labor como traductor y solidificador de tradiciones. Anarkos, Leyendo a Silva, Palemón el Estilita, son algunas de las joyas recuperables.


Viene aquí una transición abrupta hacia nuevos mitos, devorados por las peripecias de sus vidas. El primero es Barba-Jacob, que Paz, con su característica lucidez, dijo se trataba de un 'modernista rezagado'. Cardoza y Aragón lo definió antes de morir, en una conversación que tuve con él en su casa de Coyoacán, como un "burócrata de funeraria". Para los colombianos, Barba, como Silva, es una figura necesaria. Su derrota, su exilio, su tragedia, su fin, lo convirtieron en otro Sagrado de Corazón nacional, pero sólo después de su muerte, pues por lo regular burocracias y amigos lavan la culpa de su indiferencia con aspavientos de admiración una vez echado el muerto al hoyo. Los corroe la culpa de no haber escuchado sus súplicas de dinero cuando moría de tuberculosis y sífilis en el hospital de la calle Regina y agonizaba en el cuchitril de la calle López, y por eso lo endiosan, y tal actitud patológica, de siquiatría nacional, se extiende a todo un país y aún se vierten lágrimas por el pobre bardo maldito (y por otros nuevos bardos malditos new look como Gómez Jattin). Por mucho que lo amemos y nos identifiquemos con él, haciéndolo el mártir favorito de turno, debemos reconocer que en general su obra sonaba como la de un ictiosaurio en años de real cambio y revolución mundiales: tal y como se dijo antes, el tren ya había pasado hacía tiempos. Se puede disfrutar Acuarimántima, tal vez conmoverse por algunos de sus mejores poemas, 'soy un perdido, soy un marihuano...', pero siempre hay en ellos un extraño aire de chapola negra.


Luis Carlos López y Germán Pardo García, también son otros dos casos para deleite local. El primero es un clown simpático y se justifica la atracción que suscita su obra, pues produce alegría en un panorama hasta entonces siniestro, negro, depresivo, suicida, lleno de cavilaciones tardías sobre la existencia de Dios, hábitos de percal negro y zapatos de charol, sudarios fríos de lino blanco, todo en ese tono de tisis reinante hasta entonces en la poesía colombiana. El mérito del maestro López es que en esta visita nos hace un guiño de tardeada familiar, con versos tan ingenuos como 'la cuestión es asunto de catre y de puchero, sin empeñar la Singer que ayuda a mal comer' o 'vivir como las cosas en los escaparates, para de un aneurisma morir cual mi vecino... ¡Morir sentado en eso que llaman WC'. Pardo, por su lado, fue patético, engañado al final de sus días por la ilusión cortesana de que iba a obtener el Nobel y por el delirio científico expresado en una obra de millones y millones de versos, en su mayoría ilegible.La generación de Los nuevos, entre ellos Maya, De Greiff, Vidales y Zalamea, entre otros, estaba algo chiflada. De Greiff es otro típico caso: la vida, la imagen, devoró al poeta. Su obra extraña, por supuesto, es excesiva y cornetuda (...) Mi generación creció admirándolo como la figura divertida, mimada por el poder, irreverente, chiflada, la del típico 'loco' colombiano gracioso con la que la aburrida y cachaca burocracia trataba de saciar la angustia de no haberse liberado a tiempo de la corbata, el corbatín y el traje negro. Digamos que con De Greiff se inicia en Colombia la poesía como entertainment, la poesía espectáculo que llegaría a su máximo esplendor en los 60 con los nadaístas y en los 80 con Gómez Jattin. La graforrea de De Greiff es pues espectáculo y tal vez algo de patología. Parece que los originarios de países nórdicos en Colombia están llamados por su excentricidad a ser los rompedores de hielo, los irreverentes que airean un poco la tiesura general. ¿Pero, dónde poner a De Greiff más allá de su chifladura? Vidales, por su parte, tuvo algún destello vanguardista, con el texto sobre la cinematografía, pero es obvio que en Colombia no podía florecer una revolución de esa índole. Un estridentista mexicano, a los 99 años, Germán List, me preguntaba qué pasó con Vidales, su contraparte colombiana, y pensé para mis adentros que él mismo dio marcha atrás a lo que 'hubiera sido' y al final optó por seguir el camino de 'La obreríada'. Menos excesivo que De Greiff, menos espectacular, Vidales tal vez se llevó a la tumba el secreto.


Jorge Zalamea es un caso especial, cuya influencia fue más decisiva en la obra narrativa de García Márquez y Mutis, sus mejores discípulos. Su obra se rebela a través de una prosa poética recargada hasta el exceso, muy a tono con la grandilocuencia de la primera mitad del siglo. Es una revolución monstruosa la del maestro Zalamea y su Gran Burundún Burundá ha muerto y El sueño de las escalinatas nos nutrieron en las escuelas donde lo escuchábamos en esos largos long play que hacían las delicias de nuestros maestros liberales. Sería, la de Zalamea, por primera vez en Colombia una poesía liberal, de izquierda, gaitanista, la contraparte de los discursos del caudillo Jorge Eliécer Gaitán, asesinado el 9 de abril de 1948, fecha que parte al país en dos. Zalamea fue delicioso ensayista, excelente periodista, animador de publicaciones, traductor laureado de Saint John Perse, una figura firme, tal vez la primera que se atreve de verdad a pasar la raya, a enfrentarse al lobo, a no comerse las uñas, a no portarse bien. Un rojillo en medio de la godarria más espantosa.

Además de excelente poeta que dio serenidad y transparencia a la poesía colombiana para equilibrar los desmanes de De Greiff, Maya fue generoso ensayista. En varios libros trata de elucidar los rumbos literarios del país y, entre sus obras dedicadas al quehacer literario colombiano, Los orígenes del modernismo en Colombia fue una revelación para este lector en aquel tiempo adolescente. Su generación es verdaderamente adorable y los escritores colombianos de hoy estamos en deuda con ellos.


Habría que estudiar a fondo el fenómeno de Piedra y cielo, que odiamos y amamos al mismo tiempo. Recordemos que García Márquez pudo haber sido el último piedracielista, ya que en sus tiempos de Zipaquirá escribió varios poemas de este corte bajo la influencia de su maestro Carlos Martín y otros de ese grupo como Rojas, Camacho Ramírez y Gerardo Valencia (...) ¿Qué pasó allí con estos hombres siempre bien portados, ligados al poder, con un pie en la adulación al gobierno y otro en la poesía? Tal vez su revolución ocurrió a pesar de ellos: al bajar el tono, al desdramatizar el verso, al ingresar a la intimidad amorosa pero sin desgarramientos, porque 'salvo mi corazón todo está bien', estos hombres prepararon el terreno para despojar para siempre a la poesía local de los excesos retóricos de sus padres o hermanos: Silva, Flórez, Valencia, de Greiff, Zalamea. Detestables, pero efectivos, su contrarrevolución resultó una fenomenal asonada que concluyó con Epístola mortal, el largo poema que Carranza escribe al final de su vida y donde se suelta para siempre con un texto que permanecerá en el 'parnaso colombiano' al lado de Nocturnos, Anarkos, Acuarimántima, Morada al Sur, Pensamientos del amante, Moirologhia, Aviso a los moribundos, Canto del extranjero, entre otros muchos.Paralelo a Piedra y cielo, e incluso a Mito, Aurelio Arturo es descubierto después y cada año que pasa levita más como caso impar dentro del panorama que nos concierne. Traductor de poesía anglosajona, rebelde en ese medio afrancesado hasta la indecencia, la corta obra de Arturo, de la que se destacan algunos poemas que se pueden contar con los dedos de las manos, nos asombra ahora como nunca por sus hallazgos. Con la llamada generación de Mito, que no existió como tal, y dentro de la cual figuran autores que incluso jamás se conocieron, como nos dice Mutis, la poesía colombiana solidifica su cambio de rumbo. Pese a todo, sin los piedracielistas, no hubiera sido posible la obra de Gaitán Durán y Cote. Colombia trata de entroncarse con el mundo de manera tardía. Gaitán escribe sobre Sade y aborda la poesía erótica, cosa impensable hasta entonces en este ese país, donde el cuerpo estaba castigado. Charry Lara, aunaba a su sólida formación y a sus brillantes ensayos, una corta obra de gran intensidad, llena de joyas. Su reflexión sobre la poesía en general fue de las primeras en despojarse del sonsonete bárdico. La nouvelle vague reinaba en Francia, Paz en India abría caminos con ensayos sobre Levi-Strauss y Marcel Duchamp, y a través de sus innovadoras obras Ladera Este y Salamandra. En Colombia se iniciaba la reflexión histórica, económica y social sobre el pasado, lejos del discurso anacrónico desde la curul, cargado de floripondios, latinajos y vieja teatralidad provinciana. En México, el exiliado Mutis que ya había publicado sus Elementos del desastre, volvió a salir a la palestra con Los trabajos perdidos y Los Hospitales de ultramar, e introdujo el cuerpo, la enfermedad, el deseo, al carne y el trópico. Rogelio Echavarría se metió en la calle, Fernando Arbeláez y Rojas Herazo, desde distintas coordenadas, abrieron ventanas inéditas. Por primera vez en muchas décadas, los poetas de esta generación se subieron al tren y participaron de la fiesta. Vienen a la memoria otros nombres que sintieron contra el tiempo y la soledad: el gran poeta místico y olvidado Antonio Llanos, Andrés Holguín, Eduardo Mendoza, José Umaña, Guillermo Payán, entre otro muchos.


Pero fue el nadaísmo, aunque fenómeno local y tardío, el que sacudió por fin la anacrónica estructura del país. Movimiento extraordinario de precoces, el nadaísmo fue temblor, viaje, irreverencia, apertura en esos 60 que en todas partes explotaban con su hippies, la liberación sexual y el ideario de la paz y el amor, y en E.U. revolucionaba con los beatniks, Ginsberg, Burroughs, Corso, Kerouac. Excéntricos en esa generación, Jaramillo Escobar y Rivero, sacudieron también a su manera el panorama. Son dos poetas locos, delirantes. El primero con poemas enumerativos de largo aliento y el segundo, renovador con sus baladas de arrabal, tan actuales hoy (...) Pero los nadaístas Gonzalo Arango, Eduardo Escobar, Jotamario Arbeláez y tantos otros, son inolvidables por su labor equivalente en Colombia a la revolución del 68 en Francia o en San Francisco. Merecen estatuas y plazas. Merecen incluso que pronto haya escuelas, estadios, siquiátricos, cárceles y colegios de bachillerato con sus nombres. A su lado, tres poetas peculiares, por encima de generaciones o modas son Quessep, José Manuel Arango y García Maffla, con vastas y continuas obras de una factura impecable, hondas, sin timbres excesivos, exploradoras de la verdad, contrapartes en poesía de la extraordinaria obra de Germán Espinosa, rebelde desde la cultura y la pasión literaria. Otros nombres de autores colombianos sin escuela, rebeldes, cuyos textos emocionan: Darío Ruiz Gómez, Nicolás Suescún, Eduardo Gómez, Raúl Henao, Manuel Hernández, Alberto Hoyos, Samuel Jaramillo, Edmundo Perry.

La Generación sin nombre constituyó una extraña reacción contra años terribles en Colombia, años de oscuridad política sin nombre, cuando se escuchaban desde lejos el grito de los torturados en las prisiones del país o en el interior de las guerrillas y una nube gris de mediocridad nacional, de ceniza siniestra, lo cubría todo. ¿Se le puede considerar acaso a esta generación como un movimiento neopiedracielista prosaico, antipoesía cenicienta que al pretender despojarse a propósito de todo brillo e intensidad, se autodestruyó? Si es así, no deberían los miembros de esa generación sentirse mal, pues habrán cumplido una función esencial de toda poesía: la autoinmolación. María Mercedes Carranza -hija de Eduardo y ligada como Hárold Alvarado a la brillante generación española renovadora de los 60 y 70- nos dice: 'Me fui de narices. Ahora echo sangre por todas partes: las rodillas, el aire, los recuerdos; mi falda se desgarró y perdí los aretes, la razón...' Así como los de Piedra y cielo imitaron a la poesía de Juan Ramón y la estética franquista, algunos de los miembros de la Generación sin nombre, digamos María Mercedes Carranza, Cobo Borda, Elkin Restrepo, Fernando Garavito, Alvarado Tenorio y Darío Jaramillo, entre otros, reprodujeron el tono de cierta poesía española desencantada como la de Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo y los hermanos Panero, sobre quienes Alvarado escribió notable libro. La tristeza de la Bogotá de aquellos años, las tardes de tedio antes del té, en casonas frías pobladas de tías solteronas y puritanas, la caspa y los trajecitos brillosos de los burócratas, el amor desganado, la nada cotidiana, el drama de los cuarentones, cierto humor apagado, en resumen, conforman el hálito de estos poetas, impares en el panorama latinoamericano de su tiempo.


Aunque clasificado entre los de la Generación sin nombre, Juan Manuel Roca es sin lugar a dudas caso aparte, diferenciado del tono intimista y coloquial de sus contemporáneos y crea un amplio y sostenido cuerpo poético de gran simbolismo. Poesía de exquisita ligereza, que casi vuela, la de Roca suscitó entre los jóvenes de las últimas décadas una verdadera fanaticada, convirtiéndose, con William Ospina, en uno de los poetas más populares e idolatrados del fin de siglo. El tono de Roca, hechura suya, produjo decenas y decenas de imitadores, donde ciertos leitmotivs, como el alba y el sueño, pierden la profundidad que sí logra su maestro. Entre esas decenas de discípulos, tal vez centenas, cundió cierta retórica heredera de los románticos alemanes y de locos como Trakl. En muchos casos, el problema fue que estos autores recibieron la influencia a través de malas traducciones, sin ir al idioma original. Entre los 70, 80 y 90 reinó en Colombia esa poesía sonsa, carente de ambiciones, una poesía que bien puede llamarse deprimida, que no tuvo la gracia urbana y arrabalera de Rivero, ni intentó la autodestrucción antipoética de Cobo, María Mercedes Carranza y Jaramillo Agudelo, ni logró los altos vuelos de Quessep, Arango, García Maffla y Roca, para producir poemitas estreñidos en serie cargados de lugares comunes sobre el sueño, la locura, el delirio y otras zarandajas para ingenuos.


Entre los autores posteriores a la Generación sin nombre y al movimiento que no dudo en llamar Rocatierrismo, debe destacarse el despunte de dos segmentos de autores independientes que no podrían ubicarse en grupo, entre quienes están Rodríguez Torres, Jaime Manrique, Antonio Correa, Jorge Bustamante, Guillermo Martínez, Piedad Bonnet, Fernando Herrera, Gustavo Adolfo Garcés, Fernando Rendón, Renata Durán, Eugenia Sánchez, Orietta Lozano, Gustavo Tatis y Santiago Mutis, entre otros muchos. Poesía discreta, esencial, la de estos logró huir del prosaísmo de la anterior generación y de la retórica onírica del alba, para lograr en cada peculiaridad grandes hallazgos. Las nostalgias rusas de Bustamante, la liquidez ambarina de Rodríguez Torres y su viaje diario por la sabana, la sólida factura versificadora de Correa Losada y sus cormoranes de exilio, el caluroso lirismo y la musicalidad de Durán y Bonnet, el realismo impactante de Herrera, la rebelde desolación bogotana de Sánchez Nieto y el excéntrico delirio neosurrealista de Mutis Durán en su viaje al mundo de Oquendo o su convocación de pájaros y vuelos, entre otros, nos muestra una poesía sin aspavientos, ligada al ritmo personal, ya no imitadora de corrientes pasadas, que aún está en marcha y tiene mucho que decir, puesto que sus cultores aún no llegan al temido crepúsculo.


Otro autor que irrumpió en los 80, convirtiéndose en ídolo entre jóvenes, viejos y contemporáneos, e incluso entre maestros como Mutis, García Márquez y Charry Lara, es William Ospina, cuya inteligencia, aunada a la independencia y a la rebeldía expresadas en su ambiciosa y alzada ensayística, lo convirtió en fenómeno parecido al de Roca. Aplausos, llenos completos en teatros y salones, son apenas algunas de las suscitaciones de Ospina, a quien desde su obra inicial se le atribuyeron influencias que van desde Borges hasta la poesía de los románticos ingleses, entre ellos Browning. Ospina es un 'raro' en el panorama colombiano con su poesía cívica, combativa, que bien canta a los héroes nacionales como a los protagonistas mundiales del siglo XX. De fuerza incontenible y musicalidad innata, la de Ospina es una de las obras más sugerentes del fin de siglo XX e inicios del XXI. Ospina es otro de los grandes poetas cívicos del país al lado de Caro, Epifanio Mejía y Castro Saavedra.Para concluir esta diatriba iluminada por el goce de la lectura, resta destacar algunos novísimos como Ramón Cote, Gustavo Tatis, Rafael del Castillo, Hugo Chaparro, Mario Jursich y Gloria Posada, esta última una de las más saludables revelaciones actuales, cuya precisión y perfección formales, aunadas a la incisiva inteligencia, son excelentes broches de oro para despojar a la poesía colombiana de sus peores vicios, como el autismo provinciano, la clownería metafórica, la heliotropía cardiaca, el desgano depresivo de los 70 y la retórica trakliana de los 80, cargada de falsos crepúsculos y sueños. Quisiera mencionar a muchos más, pero es imposible en este espacio referirse a tantos poetas surgidos en Colombia en el último cuarto de siglo y que, publicados o no, representan esa pulsión de vida de un país tanático y cainita. Y al lado de los novísimos, los nombres de esas mujeres poetas de Colombia, también olvidadas, en medio de la monolítica falocracia poética de este país, entre quienes sobresalen Laura Victoria, Emilia Ayarza, Maruja Vieira, Matilde Espinosa, Meira del Mar, Beatriz Zuluaga, Dora Castellanos, Olga Elena Mattei y Anabel Torres, para mencionar sólo algunas (...)


Devoro sin cesar revistas y periódicos donde aparecen sus gritos y a través de todos esos escritores nuevos u olvidados es claro que la letra inútil sigue vive para nada y para nadie. Los festivales de poesía de Medellín y Bogotá y otras ciudades son muestra de esa nueva pulsión orgánica, de ese nuevo expresarse sin miedo al fracaso y al olvido. Porque la poesía hoy en el mundo es más absurda que nunca. Antes los poetas eran necesarios y tenían esperanza. Eran protegidos en las cortes, adorados, se les nombraba embajadores, se volvían voces de naciones o de continentes. Ahora los poetas son menos que desechables. Nadie los escucha. Ni siquiera ellos mismos se escuchan. En tiempos de auge asqueante de la novela, cuando los novelistas tienen que volverse empleadillos sin sueldo de las editoriales multinacionales, la poesía es el único refugio de la experimentación y la soledad. En cada poeta de hoy hay una Madre Teresa. Los que se dedican a la poesía en Colombia son los huérfanos de la Madre Teresa. Pero cuando la novela colombiana y la latinoamericana se ha vuelto un asco de mercaderes, cuando la novela sólo se basa en el escándalo azufroso, la actualidad periodística y la frivolidad narco-sicarial, la poesía es como en toda América Latina, el último refugio de la literatura. Refugio al fin y al cabo, aunque por el momento sea un refugio precario y menor (...)


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Eduardo García Aguilar, escritor y periodista, trabajó en France Press, en México, y ahora en Francia. Ha publicado cinco novelas, entre ellas Bulevar de los héroes (1986), El viaje triunfal (1993), Tequila coxis (2003) y Las rutas de Ifigenia (2019). Su Poesia Completa fue publicada en Bogota en la coleccion Zenocrate de Uniediciones, bajo el titulo de La musica del juicio final en 2017. También es autor de Urbes luminosas, Delirio de San Cristobal y Celebraciones y otros fantasmas. Una biografia intelectual de Alvaro Mutis.

miércoles, 10 de octubre de 2007

LUMINOUS CITIES BY COLOMBIAN WRITER EDUARDO GARCIA AGUILAR


Aliform Publishing

Isbn: 0-9707652-1-5
Translated by Jay Anthony Miskowiec

Colombian writer Eduardo García Aguilar captures here the unseen side of the great cities of the world. From Paris, Stockholm and Rome to Mexico City, Antigua and San Francisco, from the garrets of lovers in Europe to the killing fields of civil wars in the Americas, from the beautiful bodies of youth to the nostalgia of old age, we witness these luminous urbs through the eyes of a "professional foreigner." Artist Santiago Rebolledo illustrates each of these stories with his own vision of the metropolis.
After finishing studies in political economy at the University of Paris, García Aguilar (Manizales, Colombia, 1953) moved to Mexico City to work as a journalist, eventually becoming assistant director of Agence France-Presse. I n the late '90s he returned to Paris, where he currently works at Latin American desk for AFP. He has also had a prolific literary career—two collections of short stories, two collections of poetry, three novels, including El Viaje Triunfal, winner of the 1993 Premio Ernesto Sábato, and book-length studies of his compatriots Álvaro Mutis and Gabriel García Márquez. His critical analysis of globalism and the Zapatista movement, Mexico Madness: Manifesto for a Disenchanted Generation, was published last year by Aliform.
Publisher: Aliform
In English
184 pages
$16.95

lunes, 8 de octubre de 2007

VISITA AL FILÓSOFO COSMOPOLITA EDGAR MORIN


Por Eduardo García Aguilar
Gracias a una amiga interesada en que lo entrevistara para una revista, pude conocer hace poco a una de las figuras importantes del pensamiento actual en Francia. A sus 86 años de edad, Edgar Morin me recibe en una sencilla estación de tren francesa, en el campo, al norte de París, con la sonrisa que lo ha caracterizado a lo largo de una vida dedicada a pensar y vivir, amar y saber. Es un hombre generoso que teoriza y practica un nuevo humanismo adaptado a los requerimientos de una tierra mundializada y en crisis.

De joven Morin participó en la resistencia a la invasión de los nazis alemanes y militó como millones de jóvenes ilusionados de entonces en el Partido Comunista, antes de descubrir muy pronto los peligros del totalitarismo, al lado de sus amigos Claude Lefort y Cornelius Castoriadis. Desde muy temprano se abrió a otros caminos frente a la crítica de los creyentes que todavía, hacia el fin de la década de los 80, seguían fieles a países que como La Unión Soviética, Cuba, China, Camboya, Corea del Norte, se habían desviado del ideal libertario inicial y terminaron en el temible y helado Gulag.

Pero además de preocuparse por la ciencia política, la sociología, la antropología y la epistemología y los rumbos políticos del mundo, Morin es un lector apasionado de Arthur Rimbaud a quien admira por su telúrica fuerza creativa adolescente y devora con pasión los clásicos las letras francesas, desde Montaigne a Proust, pasando por el surrealismo. Cuenta que fue amigo de André Breton, a quien veía con frecuencia en su casa cerca de Pigalle, y a lo largo de su vida ha tratado de tejer puentes entre la poesía y la ciencia, la literatura y las ciencias humanas, a las que paradójicamente busca humanizar tras el paulatino alejamiento que ellas han experimentado de la vida en las últimas décadas. Porque uno de su principios básicos es que el saber, el descubrimiento, el estudio y el hallazgo científicos, están íntimamente ligados a la vida, al aspecto biológico de la existencia, o sea al amor, a la pasión, la generosidad, la amistad y el miedo a la muerte y a la derrota.

Sus más de 40 libros editados con gran éxito en Francia y en el mundo, han sido traducidos a varias lenguas. Entre ellos figura “El método” compuesto por cinco tomos sobre “La naturaleza de la naturaleza” (1977), “La vida de la vida” (1980), “El conocimiento del conocimiento” (1986), “Las ideas” (1991) y “La humidad de la humanidad” (2001), que son una verdadera “summa” de su pensamiento y se han convertido en referencia para muchos intelectuales y docentes preocupados por la educación, en esta época de grandes peligros para el planeta.

Así como ve en Europa la posibilidad de una “unidad múltiple y compleja, que une los contrarios de manera inseparable”, piensa que América Latina, que es y ha sido un gran crisol de mestizajes, tiene un enorme potencial hacia el futuro. Morin añade que aunque hubo grandes desastres durante la conquista y la colonia, el mundo americano “superó el desastre por su mestizaje” y surgió de esas tierras un nuevo mundo, como en Brasil, donde esa mezcla con las culturas provenientes de África “creó una civilizacion original”. Lo mismo ocurre ahora en la relación con el poderoso vecino Estados Unidos, pues “la única manera que los países de América Latina tienen de enfrentar el problema es tejer lazos muy estrechos para tener una fuerza respetable” que potencie las extraordinarias riquezas del continente, animadas por países tan ricos y complejos en todos los aspectos como México y Brasil.

En una larga conversación apasionada al calor de una copa de tequila marca El Viejo, que alguien le trajo de México, Morin aborda todos los temas claves del planeta: pasa desde situar al hombre en su estatuto "de mamífero, vertebrado y de máquina térmica" al surgimiento de las grandes civilizaciones constructoras, al auge y caída de las mismas, el surgimiento de la técnica y la industrialización modernas, al descubrimiento de los continentes y los viajes de Colón y Marco Polo, a los espejismos del progreso y los peligros de la era nuclear, "en un mundo en que la ciencia, la técnica y la economía han logrado muchos progreso, pero a la vez generan la emergencia de escalofriantes peligros". Y llega en su charla a esta era planetaria de "globalización permanente que a su vez trae balcanización, búsquedas nuevas de identidad y retorno de conflictos religiosos" como ocurre ahora con los enfrentamientos y tensiones recientes entre islamistas, judíos y cristianos.

Luego de preguntarle por esos tiempos revolucionarios del rock y el hippismo que renovaron con su «peace and love» la cultura occidental, Morin evoca con énfasis la persistencia del sueño adolescente y dice que "antes, en el siglo XIX, con la poesía de Rimbaud, y en los años 50, con James Dean y los primeros filmes de Marlon Brando, así como en Mayo del 68 en Europa y Estados Unidos, se mostró esa fuerza permanente del sueño adolescente, que sigue ahora latente y significa el rechazo del mundo adulto, pero tal vez sin escapes de salida".

Al despedirme de Morin, después de haber grabado muchos minutos de conversaciones sobre temas inquietantes de la historia de la humanidad y el mundo actual, no me queda duda alguna de que he estado al lado de un pensador sin dogmas que se pregunta sin cesar sobre los problemas del mundo y de la existencia, como lo hacían sus congéneres griegos de hace casi 3.000 años, sin dogmas, cosmopolita, abierto siempre al cambio, generando dudas y deseos de escrutar con escepticismo y esperanzas el misterio de la humanidad y sus ilusiones y derrotas.

domingo, 7 de octubre de 2007

BOULEVARD OF HEROES BY COLOMBIAN WRITER EDUARDO GARCIA AGUILAR

Translated by Jay Anthony Miskowiec.

Introduction by Gregory Rabassa

Latin American Literary Review Press (LALRP)

ISBN: 0-935480-62-5Price: $17.00Pages: 192


Petronio Rincón is the son of an assassinated politician and the follower of a revolutionary priest. As a young man, he organizes the masses to incite the residents of a poor neighborhood. A decade later, the untamed and ritualistic jungle becomes Petronio's habitat. Overthrown by his avaricious troops and exiled by the government, Petronio then lands in Paris, where he is forcibly interned in a hospital and suffers from insomnia and nightmares. One evening, he chances upon a stone staircase that spirals him into the bowels of the city, beginning a Dantesque experience plagued with nameless tortures and horrors.

"In this novel, the two worlds, Paris and the tropics, so seemingly distant, are equated, and the catalyst for that equation is Crazy Rincón; madness all around."--Gregory Rabassa



"An outstanding translation ....Boulevard of Heroes offers an insightful voyage into the soul of Latin America's radical, old-time activists....the novel resonates with echoes of Julio Cortázar's Hopscotch, Miguel Angel Asturias's El Señor Presidente, and Demetrio Aguilera-Malta's Babelandia: forgotten military heroes have insatiable love affairs in a universe without logic....[t]his Colombian writer is without question a powerful storyteller...."--World Literature Today


"The most interesting points here are not about politics but about life in exile."--Publishers Weekly


domingo, 30 de septiembre de 2007

LA VIDA ESCANDALOSA DEL POETA PERUANO CESAR MORO

Por Eduardo García Aguilar
El 10 de enero de 1956 murió en Lima uno de los poetas contemporáneos que más huella dejó entre las generaciones que hoy reinan en el ámbito poético del continente. Nadando entre dos lenguas, el francés y el castellano, Moro se convirtió en un gran orgiástico de la palabra y sus poemas sorprenden hoy como si fueran el fruto de ordalías de imágenes.

Ajeno en su tiempo a la púrpura de los homenajes, cultivando la amistad como arte y la poesía como revelación, Alfredo Quispez Asín estuvo ligado al movimiento surrealista en ese París que lo devoró entre 1925 y 1933. Después de vivir cinco años en Lima, a la que llamaba la horrible, fue a México, donde vivió entre 1938 y 1946, antes de retornar definitivamente a su país.

Su caso no es el de un cosmopolita de opereta, sino el de un extranjero profesional cuyas nostalgias no se quedan encerradas en los paisajes de la infancia, sino que manan la sangre de otras tierras vividas con tanta intensidad como la suya. Así como la poesía no tiene tiempo, tampoco puede tener patria. Mucho menos puede ser utilizada para adornar banderas, dar brillo a los estados y a los estadistas o para alumbrar el sendero de los guerreros que van a cometer el genocidio.

Gran parte de su obra fue escrita en francés - "Le chateau de grisou" (1943), "Lettre d´amour" (1944) y "Trafalgar Square" (1954) -, por lo que es muy difícil encontrar sus libros en América Latina, pero a través de sus poemas en castellano y las traducciones de Westphalen, Guillermo Sucre, Belli, Coyné y Vallejo se puede descubrir el delirio que ilumina su orgía de palabras.

Mario Vargas Llosa, en un hermoso texto publicado en 1958, dice que "recuerdo imprecisamente a César Moro: lo veo, entre nieblas, dictando sus clases en el colegio Leoncio Prado, imperturbable ante la salvaje hostilidad de los alumnos, que desahogábamos en ese profesor frío y cortés la amargura del internado y la humillación sistemática que nos imponían los instructores militares. Alguien había corrido el rumor de que era homosexual y poeta: eso levantó a su alrededor una curiosidad maligna y un odio agresivo que lo asediaba sin descanso desde que atravesaba la puerta del colegio".

Palabras terribles que nos muestran el destino de quienes por cierta noble dignidad se ven excluidos del fastuoso banquete de los salones culturales. Moro tuvo el valor de enfrentarse a una tradición funesta de oratorias porcinas y además la valentía de fustigar a los surrealistas que posteriormente se pusieron al servicio del horror estaliniano, como Aragón y Eluard. Al final, pese a que fue un animador entusiasta del movimiento surrealista, expresaría sus reservas ante los rumbos que había tomado.

El caso de Moro es singular. En nuestro continente los poetas y los intelectuales de todos los pelambres están llamados tarde o temprano a participar en las vicisitudes políticas. Martí, Sarmiento, Neruda, Gallegos, Asturias, para sólo mencionar unos cuantos nombres, hicieron de la actividad política algo tan esencial como el propio oficio literario. Acomodándose a los rumbos del fusil o del voto, el intelectual latinoamericano va perdiendo su autonomía y se inscribe en un bando del que es difícil desprenderse. Moro, para quien la poesía era un rito, un acto mágico, prefirió la deriva, la soledad, el sitio de los héroes secretos que se niegan a pactar con los batracios del discurso. Al efecto disociador de su poesía, cargada de imágenes inéditas y sorprendentes, debe aregarse la reivindicación de ese reino secreto que nuestros escritores cambian por los efímeros aplausos que suscita su posición en el combate funesto de la política.

Los poemas que su amigo André Coyné reunió bajo el título de "La tortuga ecuestre" y que fueron escritos en México, en castellano, rompen el espejo y se pierden por continentes donde sólo se acepta la delicia de las imágenes. Como en temas políticos, en poesía Moro buscó su rincón y allí bebió los líquidos secretos que lo llevaron a encontrar su propia senda. En "Visión de pianos apolillados cayendo en ruinas" ve, por ejemplo, "pelos de barba de diferentes presidentes de la república de Perú clavándose como flechas de piedra en la calzada y produciendo un patriotismo violento en los enfermos de la vejiga". En "Varios leones al crepúsculo lamen la corteza rugosa de la tortuga ecuestre" vemos "la sombra rápida de un halcón de antaño perdido en los pliegues fríos bajo un pálido sol de salamandras de alguna tapicería fúnebre". En "La vida escandalosa de César Moro" nos revela el oráculo: "una navaja sobre el caldero atraviesa un cepillo de cuerdas de dimensión ultrasensible".

En sus textos prosísticos dedicados a temas tan disímiles como el Perú, Proust, Paul Eluard, Wolfgang Paaalen, José Maria Eguren o la cena de Guermantes, Moro expresa una "mística" literaria sobre la que reposa el desconcertante mundo de su obra. El acto de escribir en él no obedece al deseo de ser útil a una sociedad o a un género, sino a la necesidad de abrir la cantera secreta que todos escondemos. Cierta literatura exterior que evita la desnudez y esconde las deformidades y llagas, le era tan ajena como los fracs y los corbatines que veía a través de sus "Anteojos de azufre".

El poema, más que un acto de lucimiento o un entarimado cubierto de guirnaldas y serpentinas, debía irrumpir en el mundo haciendo desbocar los propios fantasmas cargados de cuchillos. En cada uno de los poemas de "La tortuga ecuestre" reina la libertad absoluta del hacedor de palabras que, acurrucado frente a la fogata, deja que el fuego de las imágenes lo asalte y lo descuartice con la complicidad de la luna.

En todo el delirio maravilloso de su obra hay un ejemplo que otros poetas como el argentino Enrique Molina siguieron, dando a sus textos olores, colores, masas, texturas que el buen lector de poesía arranca de la hoja y bebe hasta morir como un fauno saciado. Mucho tiempo después de su muerte, su voz puede servirnos para recuerar la irresponsabilidad y el espíritu juglaresco que los nuevos tiempos sepultaron y trocaron por infectas carreras literarias de farándula. Y también para volver a leer autores que, como el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón o el nicaragüense Carlos Martínez Rivas, todavía pueden enseñarnos a ser jóvenes eternos.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

JUNTO A LA TUMBA DE CHATEAUBRIAND

Por Eduardo García Aguilar
En el puerto corsario de Saint-Malo, ante el viento y las olas del norte, en la isla del Gran Bé, está situada la tumba del gran escritor francés Chateaubriand (1768-1848), autor de Memorias de Ultratumba, El Genio del Cristianismo, Itinerario de París a Jerusalén y de las novelas Atala y René, entre otras obras. Antes de morir pobre, este aristócrata bretón que vivió el Antiguo Régimen, la Revolución, las restauraciones y alcanzó a vislumbrar ya anciano la modernidad, pidió que fuera sepultado en la pequeña isla de su tierra natal para "sólo escuchar el mar y el viento" desde ultratumba.
Cuando baja la marea hacia el atardecer, el viajero cruza un camino cubierto de algas y sube a la isla por un camino modesto, dejando atrás las imponentes murallas del milenario puerto, uno de los más bellos del país. Y poco después se está junto al sepulcro de este prosista considerado como uno de los más grandes de la lengua francesa. Ante el precipicio sólo resta el sonido de las olas, que en tiempos de tormenta pueden ser gigantescas y golpear con furia las murallas, y el silbido persistente del frío viento de los mares del norte. Las gaviotas danzan frente al visitante que a lo lejos vislumbra los faros y las islas lejanas.
En el sitio funerario no figura su nombre: sólo se ve una placa en un viejo muro de piedras, la lápida, una fea cruz rústica de granito y sobre la superficie funeraria algunas ofrendas de viajeros y admiradores del vanidoso escritor que aspiraba a figurar en la historia al lado de Napoleón Bonaparte y colaboró con todos los gobiernos y ocupó las más altas dignidades, siempre sin decidirse entre el Rey y la República. Pero la sorpresa para el curioso es que a diez metros de la tumba se puede ver y tocar uno de los indestructibles búnkeres de concreto construidos por los invasores nazis, como prueba de que la historia siguió su camino después de la desaparición del hijo ilustre de Saint-Malo.
Chateaubriand nació en Saint-Malo y luego fue trasladado al castillo de Combourg donde pasó el resto de la infancia al lado de su familia, tal y como lo relata al inicio de sus Memorias, cuando describe con detalle a sus ancianas tías abuelas, sobrevivientes reliquias del siglo XVII. Llegó la Revolución y como joven aristócrata tuvo que huir al exilio hacia el Nuevo Mundo. A su regreso supo con dolor que familiares suyos fueron guillotinados. Tuvo entonces la fortuna y la desgracia de vivir un siglo de acontecimientos excepcionales en Europa que significaron el fin del Antiguo Régimen y el surgimiento de nuevas realidades geopolíticas y sociales. Ser testigo de tantos cambios radicales y sangrientos lo hizo flexible y lúcido y lo llevó a utilizar su excelente prosa para dar testimonio de hechos inolvidables. Memorias de Ultratumbra es una de las grandes obras modernas al lado de las Confesiones de Rousseau o las Memorias del Cardenal de Retz, entre otras que usan un tono intimista en primera persona, sin las tiesuras ceremoniales propias del pasado.
Visitar este viejo puerto de piratas y corsarios es una peregrinación obligada de los amantes de la literatura, pues además de ser tierra natal de este extraordinario escritor, hay tanta carga de ficción en esos muros medievales restaurados después de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, que entre sus callejuelas parecen deambular los fantasmas de mil aventureros y viajeros marinos. Aquí llegaron indígenas del Brasil y norteamérica, de aquí partió Jacques Cartier a descubrir lo que hoy es Quebec y estas murallas fueron testigo por siglos de la trata de esclavos y de todo tipo de comercios mundiales.
Cada año se celebra aquí el festival Impresionantes viajeros, que conovoca a un centenar de escritores y poetas provenientes de todo el mundo. Los actos se realizan en la Casa Internacional de Poetas y Escritores, la casa natal de Chateaubriand, el Teatro del mismo nombre, el castillo medieval, mientras sigue en el puerto el ajetreo de los transbordadores que viajan a las islas de Jersey, Gernesey y Gran Bretaña.
En calles, plazas y restaurantes se ven hombres disfrazados como en tiempos de los corsarios y los turistas vienen a ver caer el sol y el fenómeno de las mareas. Viejos y jóvenes sueñan con piratas y aventureros sin saber que el romántico Chateaubriand los mira desde el más allá viajando en el lomo de una fugaz gaviota o en el destello de un buque fantasma. Gracias a este mentor de lujo la literatura, que es arte de insensatos, rebeldes y utópicos, sigue muy viva aquí en Saint-Malo, como si fuera el mejor tesoro extraído de ciertos galeones hundidos.

jueves, 20 de septiembre de 2007

19 DE SEPTIEMBRE DE 1985. EL TERREMOTO DE LA CIUDAD DE MEXICO: UNA VARIEDAD DE LA MUERTE

Por Eduardo García Aguilar

Esta crónica fue publicada días después del terremoto, el 25 de septiembre de 1985, en un suplemento especial de Unomáuno y reproducida con motivo del aniversario del desastre en el blog del escritor mexicano Sandro Cohen http://www.sandrocohen.blogspot.com/ .

HACE MUCHOS AÑOS, cuando era niño y sólo veía películas mexicanas en los cines de una sísmica ciudad de los Andes, Manizales, me forjé una imagen de la Ciudad de México ligada a los edificios de la colonia Roma. Hace cinco años, cuando llegué a esta ciudad para vivir en ella, caminaba con mucha frecuencia por esas calles que, frente a la arrolladora modernización de la urbe, pervivían como recodos de un pasado de glorias y fracasos, de poesía y de muerte, de monumentalidad y de misterio. Solía sentarme en una de las bancas de la Plaza de Río de Janeiro a contemplar el castillo de ladrillo rojo, situado frente al antiguo Colegio de México, en la calle de Durango, en la intersección con Orizaba. Muchas veces, frente a la fuente del David de Miguel Ángel soñé con vivir en ese Castillo de Brujas, hecho de chocolate y cartón. Muchos amigos me consideraban loco: ése sería, según ellos, el primer edificio en derrumbarse durante un temblor fatídico.
Pasaron cuatro años y el azar y la amistad me condujeron a habitar uno de esos apartamentos, el que da a la esquina, y a donde el sol de los atardeceres llegaba silbante. Desde sus ventanas vi extrañas granizadas, aguaceros de sueño, ventarrones, tolvaneras, niños jugando con sus madres sobre el césped como salidos de una película legendaria, mil enamorados besándose y tocándose detrás de las bancas o junto a los árboles, el griterío de los estudiantes y de los boy scouts, el paso cotidiano de las niñas vestidas con uniforme azules y cofias rojas. Oí también el sonido de los camoteros, el ulular nocturno de una sirena, el diálogo de una pareja que se escapaba de la lluvia, la voz de los amigos.
El México de esas calles era el país soñado desde la infancia y no lo cambiaba por otra zona, pues en la Roma podía sentirme a comienzos de siglo: esta época me parece sin grandeza. Frente a los viejas edificaciones de ladrillo rojo y gris, pero adornadas con el encanto de una nostalgia parisiense, la colonia Roma me fue poseyendo: tomando café en la legendaria Bella Italia, comprando cotidianamente el periódico en la esquina de una iglesia, visitado los bazares, los anticuarios, los mercados sobre ruedas, o las extrañas tiendas escondidas al interior de una construcción que parecía un pastel de fantasía.
En poco tiempo me había vuelto un hijo de la colonia Roma. La de hoy y la de ayer que ya no existe, pero que yo percibía en mi interior y que soñaba despierto. Por eso las calles de Vasconcelos, de Novo, de Fuentes o Pacheco, me fueron aun más familiares que las lejanas de Bogotá o Manizales, ciudades de los Andes. Allí, viviendo lo que parecía el lustro más trágico de la historia mexicana, soportando los embates de una crisis terrible, no sabía que desde el fondo de la tierra hundiéndose entre las cavernas subterráneas, el viento oculto de guerreros temibles se preparaba a silbar la tramontana de la noche.
El 18 de septiembre escribí hasta muy tarde. Sentí algo extraño, un desosiego, un temor que plasmé allí hablando de abismos ocultos en donde un guerrero había caído. Sentí el viento nefasto de las concavidades geológicas, el líquido, el magma asesino de las rocas, la profunda oscuridad de los desiertos subterráneos cubiertos de musgo y de estalactitas y sobre la página blanca, misteriosamente, hablé de aves negras sin ojos que revoloteaban en el aire humedecido de la noche eterna. Sentía algo adentro, como un pulpo violeta. Fuerzas extrañas llegaban a mí y me anunciaban algo. Las aves negras tocaron mi corazón aquella noche.
Siete horas después me despertó el terrible terremoto. Tomé en brazos a mi hija de un año y salí hasta la sala. Los tres nos colocamos debajo de la arcada. Nos mecíamos. De repente sentí que el edificio se hundía, y que se iba para atrás, arrastrándome hacia las concavidades subterráneas. Luego vi una grieta formarse como la raya del diablo y oí el espantoso crujido de la tierra, el atronador sonido de vidrios y paredes vivas, el chillido de los trasformadores acompañados de las chispas de Luzbel. En ese momento, frente a mi mujer y con la hija entre los brazos, creí que todo había terminado. Traté de abrir la puerta: estaba atrancada entre los muros. Imposible abrirla. Al frente la calle lejana, imposible. Moríamos. Todo parecía gris. Afuera alcanzo a recordar el silencio de la muerte. Todo se detiene. Logramos escapar por la puerta de la cocina y somos los primeros en salir a esa Plaza Río de Janeiro.
El texto que escribí siete horas antes, el hombre que caía a los abismos subterráneos se refugiaba en esta plaza frente al David de Miguel Ángel y solitario veía llegar el tropel de unos alazanes blancos que llevaban a un continente lejano situado junto a una cordillera. Tal vez nadie me lo crea. Las hojas están ahí y harán parte de una novela. La literatura también puede ser premonitoria. A través de ella la pesadilla se me había revelado. Los caballos blancos que se detienen a beber en la fuente de David fueron los que nos salvaron de la muerte a mí y a los amigos, a mí y a los míos. Los edificios modernos de los alrededores están caídos o cuarteados; el Castillo de las Brujas sigue ahí incólume, con grietas, sí, pero como milagroso y absurdo testimonio del pasado de México. Cómo él, otros dos edificios de ladrillo rojo, construidos en 1910 y 1912, están de pie. Los condominios de la técnica moderna se vinieron abajo.
Hoy he vuelto a la colonia Roma devastada. Ya es mi colonia Roma. No es sólo de Pacheco o de Fuentes o de los vampiros. Yo nací aquí en estas calles por donde deambulo. Obregón, Zacatecas, San Luis Potosí, Orizaba, Durango, Tabasco, Córdova, Puebla. Mis calles. Mi México. Percibo el olor de los cadáveres. He visto las banquetas cuarteadas, la soledad de los damnificados, me he vacunado contra el tétanos, aunque sé que no importa. He visto al Castillo solitario.
Una anciana inquilina no quiere abandonar el edificio. “En 1939, me dice, mi viejo y yo pasábamos por aquí y nos pareció hermoso este castillo. Había mozos prestos a tomar las maletas, ascensor, una fuente de peces dorados. Fue nuestro primer apartamento y vivo aquí desde entonces, desde hace 45 años; aquí nacieron mis hijos”. Va por agua.
Subo las escaleras. Ya no es lo mismo: las losas, las plantas, las paredes están tristes, los objetos no mienten. Entro y recorro el apartamento. Lo veo más gris que nunca. Voy al estudio que da a la esquina del parque, y saludo a los amigos desde la ventana. Ya nada es ni será lo mismo. Ese pequeño idilio con el parque ha desaparecido. Las enfermeras cruzan lentamente junto al David ileso. Algunos ancianos de bastón miran los otros edificios, como el de la curia, que amenaza con desplomarse. Hay carpas y colchones. Automóviles que ofrecen comida o refrescos. Salgo con dos maletas y esta máquina de escribir verde. Camino dos cuadras y tomo un taxi. Siento que todo ha cambiado. Ni esta colonia ni yo seremos iguales. Estamos definitivamente desterrados. El 19 de septiembre, los que nos salvamos de milagro en la colonia Roma, volvimos nacer. Lo que en cierta forma es una variedad de la muerte.

domingo, 16 de septiembre de 2007

La fiesta del dios Ganesha en París

Por Eduardo García Aguilar
La enorme imagen del dios hindú Ganesha, hijo de Shiva y Parvati, con cabeza de elefante y gran barriga, irrumpe entre gritos y aplausos en una gran carroza cubierta de hojas y flores transportada por los habitantes del sudeste asiático del norte de París.
En este barrio cada año se celebra con emoción una fiesta en honor del dios zoomorfo de las bodas y los viajes, en medio del estruendo de los cocos destrozados sobre la calzada y las músicas provenientes de la India y el Ceylán lejanos. En la calle se apiñan por miles las bellas mujeres de todas las edades, hembras de piel cetrina y larga cabellera negro azabache, que vinieron enfundadas en sus mejores sarís de lujo de todos los colores y matices posibles y de cuyos cuellos y orejas cuelgan joyas tintineantes que brillan bajo el último sol declinante de un verano casi otoñal. Su belleza no tiene nombre. Sus sarís dejan ver las líneas de sus cuerpos resaltados por el amarillo solar, el verde selvático, el rojo carmesí y el azul definitivo. Y de sus cuerpos exhalan los perfumes y los ungüentos que minuciosamente han acariciado la noche previa sus pieles deseadas y tal vez poseídas.
A su lado gritan y ríen los niños y las niñas igualmente engalanados que degustan en pequeños recipientes de cartón las golosinas coloridas que preparan sus madres con mucho cuidado y que aún humean en su delicia milenaria. Y junto a ellos, adolescentes comedidos ofrecen al público frutas frescas y comida, porque el día del dios es el día de compartir y de regalar, de comer y gozar, de bailar y amar, o sea el de la abundancia en que se inmolan miles de jugosos cocos y bananos.
Desde uno de los ventanales de alguna de las casas de la avenida parisina, una pareja de bellas lesbianas ataviadas de jeans se abrazan y se besan felices y admiran desde arriba la fiesta pagana, que aplauden con el goce de quienes ya son apátridas en su propia patria y han roto todas las convenciones. Franceses, suecos, finlandeses, norteamericanos, peruanos e italianos y gente de cien nacionalidades distintas acuden en romería para no perderse una de las más auténticas fiestas de la ciudad. En la calles se reparten periódicos locales con anuncios del comercio de la próspera comunidad y textos publicados en una grafía indescifrable para el lego. En puestos de venta se ferian videos de películas de Bollywood a sólo un euro y desde los altoparlantes chilla la música cantada por las estrellas de la música india popular.
Es lo bueno de vivir en estas ciudades que se han convertido en el sitio de encuentro de todas las poblaciones inmigrantes del mundo entero, que huyen de las guerras y la pobreza y reproducen en calma, lejos del tiroteo y la enfermedad, el mundo original al que siguen siendo inmensamente fieles. Judíos, negros del África profunda o de Martinica y Guadalupe en el Caribe, cristianos ortodoxos, musulmanes de Marruecos, El Cairo o Dubai, católicos de Lourdes o Fátima, protestantes, coptos, maronitas, encuentran en estas calles de los viejos barrios de Barbés Rochechouart y Chateau Rouge la tolerancia necesaria para recrear sus artes culinarias y sus rituales religiosos politeístas y salir a la calle sin que nadie se extrañe de sus extraños atuendos, sus oraciones e imprecaciones y sus lenguas prehistóricas como el urdu, el hindi, el tamil o el bengalí.
Un alto pope de la iglesia ortodoxa rusa, totalmente vestido de negro y con su enorme cofia, sigue la carroza y toma fotos, al mismo tiempo que le echa humo oloroso con un incensario traído de la antigua Bizancio. Y emocionados con la apertura, los hijos de todas las diásporas, los extranjeros y los locales de orígenes diversos, provenientes de Armenia o Polonia, de Rusia o Finlandia, de Irlanda o Estonia, de Dublín, Andalucía o Groenlandia, acuden en masa a esta fiesta que les trae el recuerdo ancestral de la fiesta de los ídolos que, alguna vez, en la leyenda bíblica, ordenó destruir el patriarca Moisés. Los occidentales que ya son apátridas y no soportan vivir rodeados de gente de una sola nacionalidad, los que se identifican y toleran todas las culturas del mundo, religiones y usos sexuales, se codean aquí con dioses, semidioses, popes, sadúes, magos, chamanes, curanderos.
Como el sonido de la pólvora o los disparos de la guerra, los cocos que han permanecido en pirámides espolvoreados de azafrán estallan al paso de los dioses uno tras otro sobre el cemento y la gente corre a tomar los pedazos, que devoran como lo hacían hace mil años sus antepasados de la India lejana o de Ceylán. Un magma de frutas y cáscaras inunda la calle y sobre ese tapiz de ecológica suciedad camina la muchedumbre en sandalias, iluminada, bendecida, sudorosa, ciega de alegría y de sabor. Cargan y halan las carrozas con el Dios obeso adentro hombres musculados semidesnudos como salidos de un relato de ciencia ficción o de una película infantil de Hollywood. Algunos, con la cabeza cubierta con pañoletas verdeazul, fucsia o color mango y otros sudorosos con túnicas raídas de algodón desleído, hacen tintinear campanitas de metal, mientras sigue la romería bulliciosa alrededor de los altares móviles adornados con hojas de plátano y palmera tropical, entre el griterío de niños y abuelas, viejos y adolescentes vírgenes.
Los musculados salidos de la historieta de dibujos animados son los encargados de transportar el pesado altar al interior del cual, entre flores y aromas de inciensos, se ve la figura de la deidad, ya sea sentada y risueña con su barriga al aire y o en la forma de un elefante normal de color negro plástico, con sus largos colmillos y su mansa mirada. Es la fiesta interminable y contradictoria en medio de la urbe occidental: los fotógrafos se apeñuscan para obtener una inolvidable imagen femenina como las hay tantas en este domingo de gala oriental. Los padres cargan en hombros a su hijos para que vean la romería y en los cafés los obreros de otras culturas, negros, árabes o rumanos, apuran sus cervezas y se preparan para introducirse más tarde a esos restaurantes donde se come con la mano y se saborean los más exquisitos platos orientales.
En cada puerta, en cada restaurante, se han hecho altares con imágenes del delirate pesonaje elefantiásico. La alegría es palpable entre los organizadores de las comunidades del sureste asiático que se reúnen cada año cerca del metro La Chapelle para realizar una de las fiestas más exóticas y verdaderas de la ciudad. Uno se creería en Benarés o Bombay, en Uttar Pradesh o Kolkata. Pero no, estamos en la mismísma París, la ciudad que recibe a todas las culturas del mundo y tolera este domingo de verano final la algarabía hindú que supera la fiesta de los chinos con sus dragones o la de otras etnias asentadas en esta urbe que se ha vuelto una torre de babel. El arcaico mundo milenario del Ramayana y el Mahabarata ha vuelto para siempre a conquistar las calles de esta ciudad de extranjeros y apátridas donde se hablan todas las lenguas y se tocan todas las pieles.

domingo, 9 de septiembre de 2007

WILLIAM OSPINA EN TODAS LAS LIBRERIAS DE PARIS



Por Eduardo García Aguilar

Ahora que en todas las librerías de Francia está la novela de William Ospina « Ursúa » expuesta al lado de otras novedades de la temporada, con una bellísima portada y una faja de García Márquez donde la declara «novela del año», salta a la imaginación la figura delgada de ese muchacho de 25 años que recorría las calles de París en 1979 y ya era entonces, aunque no hubiera publicado todavía ningún libro, la caja de música que siempre ha sido y le hizo ganar muy pronto la posición de «maestro» entre los colombianos de todas las edades.
Ospina podía empezar la noche recitando de memoria todos los poemas posibles de las literaturas conocidas en diversas lenguas y terminar cantando boleros, tangos y milongas, después de hacer una larga escala por los cantos medievales. Como en su familia había músicos, para él no era extraño ese placer de agotar las horas de la noche ejerciendo él solo de tocadiscos y equipo de sonido para todos. Y cuando había una pausa, los asistentes a la fiesta estaban en torno a él, escuchando sus relatos o sus comentarios sobre los libros recién leídos y por leer.
Había llegado a París hacía poco y tenía como pertenencias sólo un abrigo negro largo, una bufanda gris con rayas moradas, pantalones de pana color naranja y botas que aguantaron todas las caminatas posibles por las calles de París, mientras iba de buhardilla en buhardilla encantando a las chicas latinoamericanas y europeas que caían enamoradas de su dulzura e inteligencia, mientras les recitaba de memoria los sonetos de Shakespeare.
Nació en Padua en 1954, un pequeño pueblo de la cordillera tolimense en medio de la guerra y cerca de la temible policía « chulavita ». Después de recorrer en la infancia y la adolescencia por varias ciudades sacándole el cuerpo a la Violencia, y luego de realizar estudios universitarios en Cali y nutrirse del movimiento cultural de esa ciudad en los años 70, pasó de Bogotá a las calles de París en 1979.
En ese entonces, en la capital francesa vivía toda una generación de jóvenes colombianos de diversas tendencias y gustos estéticos, cineastas, pintores, sociólogos, filósofos, científicos, que cuando no se vislumbraba ni la aparición del sida ni la nueva guerra que iba a azotar a Colombia, discutían sin cesar en el restaurante universitario de Mabillon, en el bar existencialista de Chez George y en los corredores de las universidades sobre lo divino y lo humano, mientras reinaban en las aulas Michel Foucault, Roland Barthes, Jacques Lacan y Gillez Deleuze, en las salas de cine Pasolini, Fellini, Bergman y Antonioni y en las calles el viejo Jean Paul Sartre y la novelista Marguerite Duras. Nuestra generación colombiana y latinoamericana, abriéndose al mundo en la capital francesa, vivía feliz recorriendo las coordenadas del París encontrado en la « Rayuela » de Julio Cortázar, que nos convocaba y guiaba, mientras se escuchaban afuera los ritmos de Miles Davis, Bob Marley, Jim Morrison, Santana, Jimmy Hendrix y Janis Joplin.
William cargaba con su poemas y los leía en esas largas noches de fiesta y amistad, pero aún no se atrevía a publicarlos. Eso ocurriría a su regreso, cuando la Presidencia de la República le publicó «Hilo de Arena», una primera colección que tiene algunos de los poemas básicos de su obra, algunos de ellos escritos al calor de la vida parisina. Luego vendrían «El país del viento» y «¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?», poemarios donde revisa los horrores del holocausto universal del siglo XX, rinde homenaje a sus autores preferidos y canta a los paisajes de su tierra nativa.
A diferencia de otros compañeros de generación que nos quedamos para siempre en el exilio, William regresó pronto a Colombia y desde entonces optó por estar ahí, en medio del desastre y frente al peligro, acompañando a las nuevas generaciones de colombianos que surgen en ese país cainita en medio de la guerra y que cuentan con él para creer en algo y tener esperanzas de que algún día las cosas cambiarán. Porque además de su talento y esa dedicación sin falla al ejercicio literario, el mérito de Ospina se ha extendido a tratar de ejercer de conciencia de una patria en ciernes que para muchos va hacia la disolución definitiva y para otros aún puede salvarse.
Por medio del ensayo y la columna de fondo, escritos con un estilo depurado y de altas miras, ha expresado sus opiniones, discutibles a veces, sobre los rumbos del país, creando un espacio lejos de la frivolidad y el facilismo ambientes. «Es tarde para el hombre» (1992), «¿Donde está la franja amarilla?» (1996), «Los nuevos centros de la esfera» (2003), «La herida en la piel de la diosa» (2003), «América mestiza» (2004) son algunas de esas obras donde los colombianos de las nuevas generaciones, nacidos en medio de la más terrible conflagración y el genocidio rampantes, aprendieron a creer que puede haber pensamiento y reflexión colombianas en medio de la trivialidad televisiva y la falta de espacios para la inteligencia. En eso Ospina sigue el camino de los filósofos colombianos Danilo Cruz Vélez y Estanislao Zuleta, dos de sus admirados pensadores colombianos, a quienes les debe mucho y que ha tenido la fortuna de conocer y escuchar.
Su poesía, reunida en una preciosa edición de Arte dos Gráfico (1974-2004) comprende una vasta obra muy peculiar que sigue caminos muy distintos al ejercicio poético de otras generaciones colombianas anteriores y posteriores a él y muchos de esos textos, leídos en estas tres últimas décadas en los pueblos y las ciudades de Colombia en bares, teatros y escuelas abarrotados de gente, hacen parte ya imborrable de la memoria poética colombiana.
Con «Ursúa» (2005), que ahora aparece en Francia en la editorial J.C. Lattes, Ospina continúa con su brillante prosa un vasto proyecto al que seguirán «El país de la canela» y «La serpiente sin ojos», iniciado con «Las auroras de sangre» sobre el poeta Juan de Castellanos, y al que amina una generosa aventura propia: la de rescatar en medio del holocausto colombiano algunas de las raíces indígenas carbonizadas por los bombardeos del olvido y la violencia, para que tal vez germinen de nuevo y sean nutrimento para los que vendrán después de que su generación haya desaparecido.
Esta trilogía novelística de estirpre histórica la viene trabajando con el rigor que lo caracteriza desde sus primeras obras, sin importarle el tiempo que le tome encontrar el tono preciso y pulir como lo hacían los románticos y los modernistas, hasta quedar satisfecho con cada frase, con cada palabra. Y en el conjunto de la trilogía estarán presentes sin duda esos miles y miles de horas dedicadas por él a leer y a explorar con pasión los secretos de la literatura universal.
¿Quiénes eran esos ancestros aniquilados que poblaban la tierra americana? ¿Podemos rescatar su voz? ¿Cómo ocurrió ese encuentro de sangre con los conquistadores? ¿Por qué el paraíso de El Dorado no cesa de vivir en la violencia? ¿Podrán salvarse algún día América Latina y Colombia? Los que somos muy escépticos en ese empeño de la salvación nacional y continental, tenemos que desearle suerte a Ospina en esa lucha lúdica, aunque no estaremos aquí por desgracia en ese lejano futuro para saber si Ospina tenía razon de creer y tener fe en la humanidad de esta América escondida y no hallada entre el llanto de las espadas.
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lunes, 3 de septiembre de 2007

CONSAGRACIÓN DE LA ESCATOLOGÍA UMBRALIANA


Por Eduardo García Aguilar


Tal vez no lea nunca la obra de Francisco Umbral, el estrafalario Premio Cervantes que acaba de morir en Madrid a los 72 años de un paro respiratorio en medio de los homenajes más exagerados de periodistas, editores y magnates de la prensa española, que lo admiraban y consideraban genio por sus articulillos livianos sobre la corrupta farándula madrileña de las últimas décadas.
No digo que el personaje me sea antipático del todo, porque en el fondo yo también soy frívolo y me gustan los cotilleos de las revistas del corazón y los escritores que tienen el valor de burlarse de los políticos y las estrellas del momento, no dejando títere con cabeza. Pero de ahí a que se entronice al buen Umbral como al sucesor de Cervantes y por medio de intrigas palaciegas, a las que era muy adicto su protector Camilo José Cela, se le encumbrara a niveles de inmortalidad, dándole los más grandes premios del orbe hispanoamericano, como el Cervantes, me parece ridículo e injusto y estoy seguro que el mismo articulista me daría la razón.
Eso muestra el provincianismo « cutre » que se ha apoderado de España y que devora todo a su paso: diarios, revistas, editoriales, televisión, universidades, poesía, filosofía, ese mar mediático dominado por los ricachones de los grandes grupos, esos Citizen Kane que convirtieron en una ruina al país literario de Gracián, Quevedo y Lope, de Valle Inclán, Cernuda y Gómez de la Serna.
Es meritorio que el modesto y enfermizo joven provinciano traumatizado por ser hijo de madre soltera haya partido de Valladolid y llegado a Madrid pobre y con una maleta a abrirse camino en la prensa capitalina. Es muy divertido que se tomara fotos desnudo junto a una máquina de escribir y una calavera, o que dijera haber llevado en la solapa una flor de coño con tallo vaginal y se hubiera inventado un personaje de patillas, gafas amplias de carey y bufanda de paleto sesentero.
Umbral se convirtió, ya exitoso, y después de medrar en los mentideros del poder, en un personaje típico de la novela decimonónica francesa, de esos que pululaban en las historias de Balzac y Maupassant y que son la caricatura del arribista, sea Rastignac o Bel Ami. El personaje del periodista enamorado de los ricos y los mafiosos reencauchados en honorables padres de la patria, resume toda la conjunción asquerosa y lambiscona que ha existido entre los periodistas y el poder y que hoy casi sin excepción practican los santones de la literatura española e hispanoamericana.
Por muy enternecedor que nos parezca ese carácter y por muy justificada que sea la lucha por ganar la vida y salir de la pobreza para finalmente ser aceptado en las mesas de los ricos de Madrid y las mansiones corruptas de los millonarios, al lado de Julio Iglesias, Isabel Pantoja, la Preysler y todos los petimetres de la corte, el personaje no es más que un medrador entre los poderosos, un simple saltimbanqui que les ofrece a todos sus dosis diaria de mediocridad y les pone al frente el espejo para que se solacen de su propia estolidez, ante la admiración inocente de la muchedumbre. Porque en Umbral no hay ni una idea, todo allí es pura ocurrencia, chiste barato y al releer sus columnas encuentra uno todos los lugares comunes y la vulgaridad atosigante que nos enseñó la Madre patria, esa España de naftalina machista y patriarcal salida de la camandulería decimonónica y del franquismo, donde los emblemas son el cojón y el coño.
Sólo gente de muy pocas luces puede divertirse con esa grosería escatológica de estirpe Camilojoseceliana manejaba por Umbral y que ha encontrado en el joven novelista Prada, el autor de « Coños », al discípulo: todo es cagar, coños, pedorrera, putas, cojones, culo, mierda, pero un cagar, una pedorrera y una mierda hispánicas que no le llegan a los tobillos a la manejada hace siglos por Cervantes y Quevedo, que eran mucho más escatológicos y más inteligentes, rebeldes y divertidos que estos lejanos herederos santificados en el autismo del cotilleo matritense. La literatura española debería despertar de la mediocridad en que la ha sumido el río de dinero corruptor del auge económico, esa inyección incesante de plata de la Unión Europea y del lavado de dinero que corroe todas sus instancias, y crea una promiscuidad repugnante entre escritores, políticos, mafiosos y magnates.
Ese amancebamiento ha convertido al país en el reino del « Hola », por lo que España debería cambiar de nombre y llamarse Holalandia. Adelantos millonarios, escritores comprados con puestos, promesas poéticas y narrativas convertidas en empleadillos de corbata con lengua colgante para lamer y gacetilleros convertidos en genios literarios, resumen con toda claridad este fenómeno del cual deberían despertar españoles e hispanoamericanos.
Ahora que el dinero de los nuevos ricos españoles ha ido por la reconquista de América Latina, la gran tierra literaria de Cervantes y Quevedo, de Huidobro, Borges y Vallejo, terminará convertida toda en una gigantesca Umbralandia con sus lamentables y tristes pedos, coños y cojones de opereta, mientras los escritores de hoy, como perros falderos, lamen felices e indignos las sobras y las botas bajo la mesa de la nueva plutocracia española.