Debo reconocer que toda mi vida, desde la adolescencia hasta estas alturas ataláyicas, he sido bibliomaniático, bibliófilo y bibliópata, siempre rodeado de libros, y casi cada día de la existencia he llegado a casa con nuevos volúmenes encontrados en el camino de las ciudades y las librerías de viejo y a veces me persiguen y me encuentran, pues saben que pueden confiar en mi.
Hoy vinieron a mi encuentro sorpresivamente unos 14 libros de la colección Austral de Espasa Calpe de Madrid que una mano desconocida y amiga dejó en una canasta de un lugar asociativo donde suelen dejar libros para que los transeúntes los tomen y se los lleven a casa. Por lo regular son libros en francés, portugués e inglés, pero hoy la canasta rebosaba con estas joyas de la literatura española e hispanoamericana.
Ahí estaban todos, inconfundibles, bellos, aromáticos, en ediciones de los años 40 y 50, aptos para desquiciar a un bibliomaniático como yo. Entre ellos figuran las Prosas profanas de Rubén Darío, las cuatro Sonatas de Valle Inclán, El tema de nuestro tiempo de José Orega y Gasset, Rivas y Larra de Azorín, Abel Sánchez de Miguel de Unamuno, obras de Tirso de Molina y Calderón de la Barca, La Duquesa de Benamejí de Manuel y Antonio Machado y la Filosofía española actual de Julián Marías, entre otros, que de inmediato tomé y me llevé feliz a pasear por las calles de París.
No es común encontrar libros en español en esta ciudad y menos tan bien empacados y puestos en el cajón con amor por una mano amiga, tal vez algún descendiente de un viejo español exiliado de la Guerra civil ya fallecido. En los volúmenes hallé recortes de prensa de los tiempos del general De Gaulle y tiquetes del viejo metro de París, de los años 50 y 60. O sea que este hallazgo me hizo feliz y aquí a mi lado tengo estos volúmenes que me encontaron por azar y me recordaron la adolescencia y la biblioteca de mi padre.
Todo comenzó en la biblioteca personal de Alvaro García Cortés, que estaba dividida una parte en la casa y otra en la oficina, situada en un edificio Art Deco en diagonal del hotel Escorial y a unos pasos del Osiris y no lejos de El Polo, cafés de leyenda donde se reunían los señores a hablar de política, uno de los grandes pasatiempos favoritos y eternos de la colombianidad.
Mirando desde la lejanía del tiempo todos aquellos libros que él tenía y leía, veo que representaban los gustos de un liberal de su tiempo nacido en 1913, que vivió la llegada al poder de su partido en los lejanos años 30 y 40, aliado con los sectores progresistas que encendían la política y buscaban la justicia social y dejar atrás décadas largas de hegemonía en los tiempos de María Cano y Luis Vidales.
Entre esos libros me fui formando teniéndolos a mano y disfrutando desde entonces sus texturas, olores y aromas. Había mucha literatura de los clásicos españoles, desde los del Siglo de oro, como Quevedo y Lope de Vega, hasta los autores modernos del siglo XX como Antonio Machado, Manuel Hernández y Federico García Lorca.
No faltaban clásicos de lengua francesa como Rouseau, Balzac, Molière o Anatole France, sin olvidar una nutrida biblioteca de autores colombianos como Germán Arciniegas, Fernando González, Bernardo Arias Trujillo, Ñito José Restrepo, León de Greiff, Indalecio Liévano Aguirre, Otto Morales Benítez y tantos otros que leyeron los de su generación. Tampoco faltaba El origen de las especies de Darwin e historias de las ideas políticas. Al sentir el aroma libresco de mis hallazgos de este sábado de agosto, volví a sentir el perfume inconfundible de los libros de mi padre.
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* Foto de la librería Lello & Irmao, en Oporto. Portugal
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