lunes, 8 de octubre de 2007

VISITA AL FILÓSOFO COSMOPOLITA EDGAR MORIN


Por Eduardo García Aguilar
Gracias a una amiga interesada en que lo entrevistara para una revista, pude conocer hace poco a una de las figuras importantes del pensamiento actual en Francia. A sus 86 años de edad, Edgar Morin me recibe en una sencilla estación de tren francesa, en el campo, al norte de París, con la sonrisa que lo ha caracterizado a lo largo de una vida dedicada a pensar y vivir, amar y saber. Es un hombre generoso que teoriza y practica un nuevo humanismo adaptado a los requerimientos de una tierra mundializada y en crisis.

De joven Morin participó en la resistencia a la invasión de los nazis alemanes y militó como millones de jóvenes ilusionados de entonces en el Partido Comunista, antes de descubrir muy pronto los peligros del totalitarismo, al lado de sus amigos Claude Lefort y Cornelius Castoriadis. Desde muy temprano se abrió a otros caminos frente a la crítica de los creyentes que todavía, hacia el fin de la década de los 80, seguían fieles a países que como La Unión Soviética, Cuba, China, Camboya, Corea del Norte, se habían desviado del ideal libertario inicial y terminaron en el temible y helado Gulag.

Pero además de preocuparse por la ciencia política, la sociología, la antropología y la epistemología y los rumbos políticos del mundo, Morin es un lector apasionado de Arthur Rimbaud a quien admira por su telúrica fuerza creativa adolescente y devora con pasión los clásicos las letras francesas, desde Montaigne a Proust, pasando por el surrealismo. Cuenta que fue amigo de André Breton, a quien veía con frecuencia en su casa cerca de Pigalle, y a lo largo de su vida ha tratado de tejer puentes entre la poesía y la ciencia, la literatura y las ciencias humanas, a las que paradójicamente busca humanizar tras el paulatino alejamiento que ellas han experimentado de la vida en las últimas décadas. Porque uno de su principios básicos es que el saber, el descubrimiento, el estudio y el hallazgo científicos, están íntimamente ligados a la vida, al aspecto biológico de la existencia, o sea al amor, a la pasión, la generosidad, la amistad y el miedo a la muerte y a la derrota.

Sus más de 40 libros editados con gran éxito en Francia y en el mundo, han sido traducidos a varias lenguas. Entre ellos figura “El método” compuesto por cinco tomos sobre “La naturaleza de la naturaleza” (1977), “La vida de la vida” (1980), “El conocimiento del conocimiento” (1986), “Las ideas” (1991) y “La humidad de la humanidad” (2001), que son una verdadera “summa” de su pensamiento y se han convertido en referencia para muchos intelectuales y docentes preocupados por la educación, en esta época de grandes peligros para el planeta.

Así como ve en Europa la posibilidad de una “unidad múltiple y compleja, que une los contrarios de manera inseparable”, piensa que América Latina, que es y ha sido un gran crisol de mestizajes, tiene un enorme potencial hacia el futuro. Morin añade que aunque hubo grandes desastres durante la conquista y la colonia, el mundo americano “superó el desastre por su mestizaje” y surgió de esas tierras un nuevo mundo, como en Brasil, donde esa mezcla con las culturas provenientes de África “creó una civilizacion original”. Lo mismo ocurre ahora en la relación con el poderoso vecino Estados Unidos, pues “la única manera que los países de América Latina tienen de enfrentar el problema es tejer lazos muy estrechos para tener una fuerza respetable” que potencie las extraordinarias riquezas del continente, animadas por países tan ricos y complejos en todos los aspectos como México y Brasil.

En una larga conversación apasionada al calor de una copa de tequila marca El Viejo, que alguien le trajo de México, Morin aborda todos los temas claves del planeta: pasa desde situar al hombre en su estatuto "de mamífero, vertebrado y de máquina térmica" al surgimiento de las grandes civilizaciones constructoras, al auge y caída de las mismas, el surgimiento de la técnica y la industrialización modernas, al descubrimiento de los continentes y los viajes de Colón y Marco Polo, a los espejismos del progreso y los peligros de la era nuclear, "en un mundo en que la ciencia, la técnica y la economía han logrado muchos progreso, pero a la vez generan la emergencia de escalofriantes peligros". Y llega en su charla a esta era planetaria de "globalización permanente que a su vez trae balcanización, búsquedas nuevas de identidad y retorno de conflictos religiosos" como ocurre ahora con los enfrentamientos y tensiones recientes entre islamistas, judíos y cristianos.

Luego de preguntarle por esos tiempos revolucionarios del rock y el hippismo que renovaron con su «peace and love» la cultura occidental, Morin evoca con énfasis la persistencia del sueño adolescente y dice que "antes, en el siglo XIX, con la poesía de Rimbaud, y en los años 50, con James Dean y los primeros filmes de Marlon Brando, así como en Mayo del 68 en Europa y Estados Unidos, se mostró esa fuerza permanente del sueño adolescente, que sigue ahora latente y significa el rechazo del mundo adulto, pero tal vez sin escapes de salida".

Al despedirme de Morin, después de haber grabado muchos minutos de conversaciones sobre temas inquietantes de la historia de la humanidad y el mundo actual, no me queda duda alguna de que he estado al lado de un pensador sin dogmas que se pregunta sin cesar sobre los problemas del mundo y de la existencia, como lo hacían sus congéneres griegos de hace casi 3.000 años, sin dogmas, cosmopolita, abierto siempre al cambio, generando dudas y deseos de escrutar con escepticismo y esperanzas el misterio de la humanidad y sus ilusiones y derrotas.

domingo, 7 de octubre de 2007

BOULEVARD OF HEROES BY COLOMBIAN WRITER EDUARDO GARCIA AGUILAR

Translated by Jay Anthony Miskowiec.

Introduction by Gregory Rabassa

Latin American Literary Review Press (LALRP)

ISBN: 0-935480-62-5Price: $17.00Pages: 192


Petronio Rincón is the son of an assassinated politician and the follower of a revolutionary priest. As a young man, he organizes the masses to incite the residents of a poor neighborhood. A decade later, the untamed and ritualistic jungle becomes Petronio's habitat. Overthrown by his avaricious troops and exiled by the government, Petronio then lands in Paris, where he is forcibly interned in a hospital and suffers from insomnia and nightmares. One evening, he chances upon a stone staircase that spirals him into the bowels of the city, beginning a Dantesque experience plagued with nameless tortures and horrors.

"In this novel, the two worlds, Paris and the tropics, so seemingly distant, are equated, and the catalyst for that equation is Crazy Rincón; madness all around."--Gregory Rabassa



"An outstanding translation ....Boulevard of Heroes offers an insightful voyage into the soul of Latin America's radical, old-time activists....the novel resonates with echoes of Julio Cortázar's Hopscotch, Miguel Angel Asturias's El Señor Presidente, and Demetrio Aguilera-Malta's Babelandia: forgotten military heroes have insatiable love affairs in a universe without logic....[t]his Colombian writer is without question a powerful storyteller...."--World Literature Today


"The most interesting points here are not about politics but about life in exile."--Publishers Weekly


domingo, 30 de septiembre de 2007

LA VIDA ESCANDALOSA DEL POETA PERUANO CESAR MORO

Por Eduardo García Aguilar
El 10 de enero de 1956 murió en Lima uno de los poetas contemporáneos que más huella dejó entre las generaciones que hoy reinan en el ámbito poético del continente. Nadando entre dos lenguas, el francés y el castellano, Moro se convirtió en un gran orgiástico de la palabra y sus poemas sorprenden hoy como si fueran el fruto de ordalías de imágenes.

Ajeno en su tiempo a la púrpura de los homenajes, cultivando la amistad como arte y la poesía como revelación, Alfredo Quispez Asín estuvo ligado al movimiento surrealista en ese París que lo devoró entre 1925 y 1933. Después de vivir cinco años en Lima, a la que llamaba la horrible, fue a México, donde vivió entre 1938 y 1946, antes de retornar definitivamente a su país.

Su caso no es el de un cosmopolita de opereta, sino el de un extranjero profesional cuyas nostalgias no se quedan encerradas en los paisajes de la infancia, sino que manan la sangre de otras tierras vividas con tanta intensidad como la suya. Así como la poesía no tiene tiempo, tampoco puede tener patria. Mucho menos puede ser utilizada para adornar banderas, dar brillo a los estados y a los estadistas o para alumbrar el sendero de los guerreros que van a cometer el genocidio.

Gran parte de su obra fue escrita en francés - "Le chateau de grisou" (1943), "Lettre d´amour" (1944) y "Trafalgar Square" (1954) -, por lo que es muy difícil encontrar sus libros en América Latina, pero a través de sus poemas en castellano y las traducciones de Westphalen, Guillermo Sucre, Belli, Coyné y Vallejo se puede descubrir el delirio que ilumina su orgía de palabras.

Mario Vargas Llosa, en un hermoso texto publicado en 1958, dice que "recuerdo imprecisamente a César Moro: lo veo, entre nieblas, dictando sus clases en el colegio Leoncio Prado, imperturbable ante la salvaje hostilidad de los alumnos, que desahogábamos en ese profesor frío y cortés la amargura del internado y la humillación sistemática que nos imponían los instructores militares. Alguien había corrido el rumor de que era homosexual y poeta: eso levantó a su alrededor una curiosidad maligna y un odio agresivo que lo asediaba sin descanso desde que atravesaba la puerta del colegio".

Palabras terribles que nos muestran el destino de quienes por cierta noble dignidad se ven excluidos del fastuoso banquete de los salones culturales. Moro tuvo el valor de enfrentarse a una tradición funesta de oratorias porcinas y además la valentía de fustigar a los surrealistas que posteriormente se pusieron al servicio del horror estaliniano, como Aragón y Eluard. Al final, pese a que fue un animador entusiasta del movimiento surrealista, expresaría sus reservas ante los rumbos que había tomado.

El caso de Moro es singular. En nuestro continente los poetas y los intelectuales de todos los pelambres están llamados tarde o temprano a participar en las vicisitudes políticas. Martí, Sarmiento, Neruda, Gallegos, Asturias, para sólo mencionar unos cuantos nombres, hicieron de la actividad política algo tan esencial como el propio oficio literario. Acomodándose a los rumbos del fusil o del voto, el intelectual latinoamericano va perdiendo su autonomía y se inscribe en un bando del que es difícil desprenderse. Moro, para quien la poesía era un rito, un acto mágico, prefirió la deriva, la soledad, el sitio de los héroes secretos que se niegan a pactar con los batracios del discurso. Al efecto disociador de su poesía, cargada de imágenes inéditas y sorprendentes, debe aregarse la reivindicación de ese reino secreto que nuestros escritores cambian por los efímeros aplausos que suscita su posición en el combate funesto de la política.

Los poemas que su amigo André Coyné reunió bajo el título de "La tortuga ecuestre" y que fueron escritos en México, en castellano, rompen el espejo y se pierden por continentes donde sólo se acepta la delicia de las imágenes. Como en temas políticos, en poesía Moro buscó su rincón y allí bebió los líquidos secretos que lo llevaron a encontrar su propia senda. En "Visión de pianos apolillados cayendo en ruinas" ve, por ejemplo, "pelos de barba de diferentes presidentes de la república de Perú clavándose como flechas de piedra en la calzada y produciendo un patriotismo violento en los enfermos de la vejiga". En "Varios leones al crepúsculo lamen la corteza rugosa de la tortuga ecuestre" vemos "la sombra rápida de un halcón de antaño perdido en los pliegues fríos bajo un pálido sol de salamandras de alguna tapicería fúnebre". En "La vida escandalosa de César Moro" nos revela el oráculo: "una navaja sobre el caldero atraviesa un cepillo de cuerdas de dimensión ultrasensible".

En sus textos prosísticos dedicados a temas tan disímiles como el Perú, Proust, Paul Eluard, Wolfgang Paaalen, José Maria Eguren o la cena de Guermantes, Moro expresa una "mística" literaria sobre la que reposa el desconcertante mundo de su obra. El acto de escribir en él no obedece al deseo de ser útil a una sociedad o a un género, sino a la necesidad de abrir la cantera secreta que todos escondemos. Cierta literatura exterior que evita la desnudez y esconde las deformidades y llagas, le era tan ajena como los fracs y los corbatines que veía a través de sus "Anteojos de azufre".

El poema, más que un acto de lucimiento o un entarimado cubierto de guirnaldas y serpentinas, debía irrumpir en el mundo haciendo desbocar los propios fantasmas cargados de cuchillos. En cada uno de los poemas de "La tortuga ecuestre" reina la libertad absoluta del hacedor de palabras que, acurrucado frente a la fogata, deja que el fuego de las imágenes lo asalte y lo descuartice con la complicidad de la luna.

En todo el delirio maravilloso de su obra hay un ejemplo que otros poetas como el argentino Enrique Molina siguieron, dando a sus textos olores, colores, masas, texturas que el buen lector de poesía arranca de la hoja y bebe hasta morir como un fauno saciado. Mucho tiempo después de su muerte, su voz puede servirnos para recuerar la irresponsabilidad y el espíritu juglaresco que los nuevos tiempos sepultaron y trocaron por infectas carreras literarias de farándula. Y también para volver a leer autores que, como el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón o el nicaragüense Carlos Martínez Rivas, todavía pueden enseñarnos a ser jóvenes eternos.

miércoles, 26 de septiembre de 2007

JUNTO A LA TUMBA DE CHATEAUBRIAND

Por Eduardo García Aguilar
En el puerto corsario de Saint-Malo, ante el viento y las olas del norte, en la isla del Gran Bé, está situada la tumba del gran escritor francés Chateaubriand (1768-1848), autor de Memorias de Ultratumba, El Genio del Cristianismo, Itinerario de París a Jerusalén y de las novelas Atala y René, entre otras obras. Antes de morir pobre, este aristócrata bretón que vivió el Antiguo Régimen, la Revolución, las restauraciones y alcanzó a vislumbrar ya anciano la modernidad, pidió que fuera sepultado en la pequeña isla de su tierra natal para "sólo escuchar el mar y el viento" desde ultratumba.
Cuando baja la marea hacia el atardecer, el viajero cruza un camino cubierto de algas y sube a la isla por un camino modesto, dejando atrás las imponentes murallas del milenario puerto, uno de los más bellos del país. Y poco después se está junto al sepulcro de este prosista considerado como uno de los más grandes de la lengua francesa. Ante el precipicio sólo resta el sonido de las olas, que en tiempos de tormenta pueden ser gigantescas y golpear con furia las murallas, y el silbido persistente del frío viento de los mares del norte. Las gaviotas danzan frente al visitante que a lo lejos vislumbra los faros y las islas lejanas.
En el sitio funerario no figura su nombre: sólo se ve una placa en un viejo muro de piedras, la lápida, una fea cruz rústica de granito y sobre la superficie funeraria algunas ofrendas de viajeros y admiradores del vanidoso escritor que aspiraba a figurar en la historia al lado de Napoleón Bonaparte y colaboró con todos los gobiernos y ocupó las más altas dignidades, siempre sin decidirse entre el Rey y la República. Pero la sorpresa para el curioso es que a diez metros de la tumba se puede ver y tocar uno de los indestructibles búnkeres de concreto construidos por los invasores nazis, como prueba de que la historia siguió su camino después de la desaparición del hijo ilustre de Saint-Malo.
Chateaubriand nació en Saint-Malo y luego fue trasladado al castillo de Combourg donde pasó el resto de la infancia al lado de su familia, tal y como lo relata al inicio de sus Memorias, cuando describe con detalle a sus ancianas tías abuelas, sobrevivientes reliquias del siglo XVII. Llegó la Revolución y como joven aristócrata tuvo que huir al exilio hacia el Nuevo Mundo. A su regreso supo con dolor que familiares suyos fueron guillotinados. Tuvo entonces la fortuna y la desgracia de vivir un siglo de acontecimientos excepcionales en Europa que significaron el fin del Antiguo Régimen y el surgimiento de nuevas realidades geopolíticas y sociales. Ser testigo de tantos cambios radicales y sangrientos lo hizo flexible y lúcido y lo llevó a utilizar su excelente prosa para dar testimonio de hechos inolvidables. Memorias de Ultratumbra es una de las grandes obras modernas al lado de las Confesiones de Rousseau o las Memorias del Cardenal de Retz, entre otras que usan un tono intimista en primera persona, sin las tiesuras ceremoniales propias del pasado.
Visitar este viejo puerto de piratas y corsarios es una peregrinación obligada de los amantes de la literatura, pues además de ser tierra natal de este extraordinario escritor, hay tanta carga de ficción en esos muros medievales restaurados después de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, que entre sus callejuelas parecen deambular los fantasmas de mil aventureros y viajeros marinos. Aquí llegaron indígenas del Brasil y norteamérica, de aquí partió Jacques Cartier a descubrir lo que hoy es Quebec y estas murallas fueron testigo por siglos de la trata de esclavos y de todo tipo de comercios mundiales.
Cada año se celebra aquí el festival Impresionantes viajeros, que conovoca a un centenar de escritores y poetas provenientes de todo el mundo. Los actos se realizan en la Casa Internacional de Poetas y Escritores, la casa natal de Chateaubriand, el Teatro del mismo nombre, el castillo medieval, mientras sigue en el puerto el ajetreo de los transbordadores que viajan a las islas de Jersey, Gernesey y Gran Bretaña.
En calles, plazas y restaurantes se ven hombres disfrazados como en tiempos de los corsarios y los turistas vienen a ver caer el sol y el fenómeno de las mareas. Viejos y jóvenes sueñan con piratas y aventureros sin saber que el romántico Chateaubriand los mira desde el más allá viajando en el lomo de una fugaz gaviota o en el destello de un buque fantasma. Gracias a este mentor de lujo la literatura, que es arte de insensatos, rebeldes y utópicos, sigue muy viva aquí en Saint-Malo, como si fuera el mejor tesoro extraído de ciertos galeones hundidos.

jueves, 20 de septiembre de 2007

19 DE SEPTIEMBRE DE 1985. EL TERREMOTO DE LA CIUDAD DE MEXICO: UNA VARIEDAD DE LA MUERTE

Por Eduardo García Aguilar

Esta crónica fue publicada días después del terremoto, el 25 de septiembre de 1985, en un suplemento especial de Unomáuno y reproducida con motivo del aniversario del desastre en el blog del escritor mexicano Sandro Cohen http://www.sandrocohen.blogspot.com/ .

HACE MUCHOS AÑOS, cuando era niño y sólo veía películas mexicanas en los cines de una sísmica ciudad de los Andes, Manizales, me forjé una imagen de la Ciudad de México ligada a los edificios de la colonia Roma. Hace cinco años, cuando llegué a esta ciudad para vivir en ella, caminaba con mucha frecuencia por esas calles que, frente a la arrolladora modernización de la urbe, pervivían como recodos de un pasado de glorias y fracasos, de poesía y de muerte, de monumentalidad y de misterio. Solía sentarme en una de las bancas de la Plaza de Río de Janeiro a contemplar el castillo de ladrillo rojo, situado frente al antiguo Colegio de México, en la calle de Durango, en la intersección con Orizaba. Muchas veces, frente a la fuente del David de Miguel Ángel soñé con vivir en ese Castillo de Brujas, hecho de chocolate y cartón. Muchos amigos me consideraban loco: ése sería, según ellos, el primer edificio en derrumbarse durante un temblor fatídico.
Pasaron cuatro años y el azar y la amistad me condujeron a habitar uno de esos apartamentos, el que da a la esquina, y a donde el sol de los atardeceres llegaba silbante. Desde sus ventanas vi extrañas granizadas, aguaceros de sueño, ventarrones, tolvaneras, niños jugando con sus madres sobre el césped como salidos de una película legendaria, mil enamorados besándose y tocándose detrás de las bancas o junto a los árboles, el griterío de los estudiantes y de los boy scouts, el paso cotidiano de las niñas vestidas con uniforme azules y cofias rojas. Oí también el sonido de los camoteros, el ulular nocturno de una sirena, el diálogo de una pareja que se escapaba de la lluvia, la voz de los amigos.
El México de esas calles era el país soñado desde la infancia y no lo cambiaba por otra zona, pues en la Roma podía sentirme a comienzos de siglo: esta época me parece sin grandeza. Frente a los viejas edificaciones de ladrillo rojo y gris, pero adornadas con el encanto de una nostalgia parisiense, la colonia Roma me fue poseyendo: tomando café en la legendaria Bella Italia, comprando cotidianamente el periódico en la esquina de una iglesia, visitado los bazares, los anticuarios, los mercados sobre ruedas, o las extrañas tiendas escondidas al interior de una construcción que parecía un pastel de fantasía.
En poco tiempo me había vuelto un hijo de la colonia Roma. La de hoy y la de ayer que ya no existe, pero que yo percibía en mi interior y que soñaba despierto. Por eso las calles de Vasconcelos, de Novo, de Fuentes o Pacheco, me fueron aun más familiares que las lejanas de Bogotá o Manizales, ciudades de los Andes. Allí, viviendo lo que parecía el lustro más trágico de la historia mexicana, soportando los embates de una crisis terrible, no sabía que desde el fondo de la tierra hundiéndose entre las cavernas subterráneas, el viento oculto de guerreros temibles se preparaba a silbar la tramontana de la noche.
El 18 de septiembre escribí hasta muy tarde. Sentí algo extraño, un desosiego, un temor que plasmé allí hablando de abismos ocultos en donde un guerrero había caído. Sentí el viento nefasto de las concavidades geológicas, el líquido, el magma asesino de las rocas, la profunda oscuridad de los desiertos subterráneos cubiertos de musgo y de estalactitas y sobre la página blanca, misteriosamente, hablé de aves negras sin ojos que revoloteaban en el aire humedecido de la noche eterna. Sentía algo adentro, como un pulpo violeta. Fuerzas extrañas llegaban a mí y me anunciaban algo. Las aves negras tocaron mi corazón aquella noche.
Siete horas después me despertó el terrible terremoto. Tomé en brazos a mi hija de un año y salí hasta la sala. Los tres nos colocamos debajo de la arcada. Nos mecíamos. De repente sentí que el edificio se hundía, y que se iba para atrás, arrastrándome hacia las concavidades subterráneas. Luego vi una grieta formarse como la raya del diablo y oí el espantoso crujido de la tierra, el atronador sonido de vidrios y paredes vivas, el chillido de los trasformadores acompañados de las chispas de Luzbel. En ese momento, frente a mi mujer y con la hija entre los brazos, creí que todo había terminado. Traté de abrir la puerta: estaba atrancada entre los muros. Imposible abrirla. Al frente la calle lejana, imposible. Moríamos. Todo parecía gris. Afuera alcanzo a recordar el silencio de la muerte. Todo se detiene. Logramos escapar por la puerta de la cocina y somos los primeros en salir a esa Plaza Río de Janeiro.
El texto que escribí siete horas antes, el hombre que caía a los abismos subterráneos se refugiaba en esta plaza frente al David de Miguel Ángel y solitario veía llegar el tropel de unos alazanes blancos que llevaban a un continente lejano situado junto a una cordillera. Tal vez nadie me lo crea. Las hojas están ahí y harán parte de una novela. La literatura también puede ser premonitoria. A través de ella la pesadilla se me había revelado. Los caballos blancos que se detienen a beber en la fuente de David fueron los que nos salvaron de la muerte a mí y a los amigos, a mí y a los míos. Los edificios modernos de los alrededores están caídos o cuarteados; el Castillo de las Brujas sigue ahí incólume, con grietas, sí, pero como milagroso y absurdo testimonio del pasado de México. Cómo él, otros dos edificios de ladrillo rojo, construidos en 1910 y 1912, están de pie. Los condominios de la técnica moderna se vinieron abajo.
Hoy he vuelto a la colonia Roma devastada. Ya es mi colonia Roma. No es sólo de Pacheco o de Fuentes o de los vampiros. Yo nací aquí en estas calles por donde deambulo. Obregón, Zacatecas, San Luis Potosí, Orizaba, Durango, Tabasco, Córdova, Puebla. Mis calles. Mi México. Percibo el olor de los cadáveres. He visto las banquetas cuarteadas, la soledad de los damnificados, me he vacunado contra el tétanos, aunque sé que no importa. He visto al Castillo solitario.
Una anciana inquilina no quiere abandonar el edificio. “En 1939, me dice, mi viejo y yo pasábamos por aquí y nos pareció hermoso este castillo. Había mozos prestos a tomar las maletas, ascensor, una fuente de peces dorados. Fue nuestro primer apartamento y vivo aquí desde entonces, desde hace 45 años; aquí nacieron mis hijos”. Va por agua.
Subo las escaleras. Ya no es lo mismo: las losas, las plantas, las paredes están tristes, los objetos no mienten. Entro y recorro el apartamento. Lo veo más gris que nunca. Voy al estudio que da a la esquina del parque, y saludo a los amigos desde la ventana. Ya nada es ni será lo mismo. Ese pequeño idilio con el parque ha desaparecido. Las enfermeras cruzan lentamente junto al David ileso. Algunos ancianos de bastón miran los otros edificios, como el de la curia, que amenaza con desplomarse. Hay carpas y colchones. Automóviles que ofrecen comida o refrescos. Salgo con dos maletas y esta máquina de escribir verde. Camino dos cuadras y tomo un taxi. Siento que todo ha cambiado. Ni esta colonia ni yo seremos iguales. Estamos definitivamente desterrados. El 19 de septiembre, los que nos salvamos de milagro en la colonia Roma, volvimos nacer. Lo que en cierta forma es una variedad de la muerte.

domingo, 16 de septiembre de 2007

La fiesta del dios Ganesha en París

Por Eduardo García Aguilar
La enorme imagen del dios hindú Ganesha, hijo de Shiva y Parvati, con cabeza de elefante y gran barriga, irrumpe entre gritos y aplausos en una gran carroza cubierta de hojas y flores transportada por los habitantes del sudeste asiático del norte de París.
En este barrio cada año se celebra con emoción una fiesta en honor del dios zoomorfo de las bodas y los viajes, en medio del estruendo de los cocos destrozados sobre la calzada y las músicas provenientes de la India y el Ceylán lejanos. En la calle se apiñan por miles las bellas mujeres de todas las edades, hembras de piel cetrina y larga cabellera negro azabache, que vinieron enfundadas en sus mejores sarís de lujo de todos los colores y matices posibles y de cuyos cuellos y orejas cuelgan joyas tintineantes que brillan bajo el último sol declinante de un verano casi otoñal. Su belleza no tiene nombre. Sus sarís dejan ver las líneas de sus cuerpos resaltados por el amarillo solar, el verde selvático, el rojo carmesí y el azul definitivo. Y de sus cuerpos exhalan los perfumes y los ungüentos que minuciosamente han acariciado la noche previa sus pieles deseadas y tal vez poseídas.
A su lado gritan y ríen los niños y las niñas igualmente engalanados que degustan en pequeños recipientes de cartón las golosinas coloridas que preparan sus madres con mucho cuidado y que aún humean en su delicia milenaria. Y junto a ellos, adolescentes comedidos ofrecen al público frutas frescas y comida, porque el día del dios es el día de compartir y de regalar, de comer y gozar, de bailar y amar, o sea el de la abundancia en que se inmolan miles de jugosos cocos y bananos.
Desde uno de los ventanales de alguna de las casas de la avenida parisina, una pareja de bellas lesbianas ataviadas de jeans se abrazan y se besan felices y admiran desde arriba la fiesta pagana, que aplauden con el goce de quienes ya son apátridas en su propia patria y han roto todas las convenciones. Franceses, suecos, finlandeses, norteamericanos, peruanos e italianos y gente de cien nacionalidades distintas acuden en romería para no perderse una de las más auténticas fiestas de la ciudad. En la calles se reparten periódicos locales con anuncios del comercio de la próspera comunidad y textos publicados en una grafía indescifrable para el lego. En puestos de venta se ferian videos de películas de Bollywood a sólo un euro y desde los altoparlantes chilla la música cantada por las estrellas de la música india popular.
Es lo bueno de vivir en estas ciudades que se han convertido en el sitio de encuentro de todas las poblaciones inmigrantes del mundo entero, que huyen de las guerras y la pobreza y reproducen en calma, lejos del tiroteo y la enfermedad, el mundo original al que siguen siendo inmensamente fieles. Judíos, negros del África profunda o de Martinica y Guadalupe en el Caribe, cristianos ortodoxos, musulmanes de Marruecos, El Cairo o Dubai, católicos de Lourdes o Fátima, protestantes, coptos, maronitas, encuentran en estas calles de los viejos barrios de Barbés Rochechouart y Chateau Rouge la tolerancia necesaria para recrear sus artes culinarias y sus rituales religiosos politeístas y salir a la calle sin que nadie se extrañe de sus extraños atuendos, sus oraciones e imprecaciones y sus lenguas prehistóricas como el urdu, el hindi, el tamil o el bengalí.
Un alto pope de la iglesia ortodoxa rusa, totalmente vestido de negro y con su enorme cofia, sigue la carroza y toma fotos, al mismo tiempo que le echa humo oloroso con un incensario traído de la antigua Bizancio. Y emocionados con la apertura, los hijos de todas las diásporas, los extranjeros y los locales de orígenes diversos, provenientes de Armenia o Polonia, de Rusia o Finlandia, de Irlanda o Estonia, de Dublín, Andalucía o Groenlandia, acuden en masa a esta fiesta que les trae el recuerdo ancestral de la fiesta de los ídolos que, alguna vez, en la leyenda bíblica, ordenó destruir el patriarca Moisés. Los occidentales que ya son apátridas y no soportan vivir rodeados de gente de una sola nacionalidad, los que se identifican y toleran todas las culturas del mundo, religiones y usos sexuales, se codean aquí con dioses, semidioses, popes, sadúes, magos, chamanes, curanderos.
Como el sonido de la pólvora o los disparos de la guerra, los cocos que han permanecido en pirámides espolvoreados de azafrán estallan al paso de los dioses uno tras otro sobre el cemento y la gente corre a tomar los pedazos, que devoran como lo hacían hace mil años sus antepasados de la India lejana o de Ceylán. Un magma de frutas y cáscaras inunda la calle y sobre ese tapiz de ecológica suciedad camina la muchedumbre en sandalias, iluminada, bendecida, sudorosa, ciega de alegría y de sabor. Cargan y halan las carrozas con el Dios obeso adentro hombres musculados semidesnudos como salidos de un relato de ciencia ficción o de una película infantil de Hollywood. Algunos, con la cabeza cubierta con pañoletas verdeazul, fucsia o color mango y otros sudorosos con túnicas raídas de algodón desleído, hacen tintinear campanitas de metal, mientras sigue la romería bulliciosa alrededor de los altares móviles adornados con hojas de plátano y palmera tropical, entre el griterío de niños y abuelas, viejos y adolescentes vírgenes.
Los musculados salidos de la historieta de dibujos animados son los encargados de transportar el pesado altar al interior del cual, entre flores y aromas de inciensos, se ve la figura de la deidad, ya sea sentada y risueña con su barriga al aire y o en la forma de un elefante normal de color negro plástico, con sus largos colmillos y su mansa mirada. Es la fiesta interminable y contradictoria en medio de la urbe occidental: los fotógrafos se apeñuscan para obtener una inolvidable imagen femenina como las hay tantas en este domingo de gala oriental. Los padres cargan en hombros a su hijos para que vean la romería y en los cafés los obreros de otras culturas, negros, árabes o rumanos, apuran sus cervezas y se preparan para introducirse más tarde a esos restaurantes donde se come con la mano y se saborean los más exquisitos platos orientales.
En cada puerta, en cada restaurante, se han hecho altares con imágenes del delirate pesonaje elefantiásico. La alegría es palpable entre los organizadores de las comunidades del sureste asiático que se reúnen cada año cerca del metro La Chapelle para realizar una de las fiestas más exóticas y verdaderas de la ciudad. Uno se creería en Benarés o Bombay, en Uttar Pradesh o Kolkata. Pero no, estamos en la mismísma París, la ciudad que recibe a todas las culturas del mundo y tolera este domingo de verano final la algarabía hindú que supera la fiesta de los chinos con sus dragones o la de otras etnias asentadas en esta urbe que se ha vuelto una torre de babel. El arcaico mundo milenario del Ramayana y el Mahabarata ha vuelto para siempre a conquistar las calles de esta ciudad de extranjeros y apátridas donde se hablan todas las lenguas y se tocan todas las pieles.

domingo, 9 de septiembre de 2007

WILLIAM OSPINA EN TODAS LAS LIBRERIAS DE PARIS



Por Eduardo García Aguilar

Ahora que en todas las librerías de Francia está la novela de William Ospina « Ursúa » expuesta al lado de otras novedades de la temporada, con una bellísima portada y una faja de García Márquez donde la declara «novela del año», salta a la imaginación la figura delgada de ese muchacho de 25 años que recorría las calles de París en 1979 y ya era entonces, aunque no hubiera publicado todavía ningún libro, la caja de música que siempre ha sido y le hizo ganar muy pronto la posición de «maestro» entre los colombianos de todas las edades.
Ospina podía empezar la noche recitando de memoria todos los poemas posibles de las literaturas conocidas en diversas lenguas y terminar cantando boleros, tangos y milongas, después de hacer una larga escala por los cantos medievales. Como en su familia había músicos, para él no era extraño ese placer de agotar las horas de la noche ejerciendo él solo de tocadiscos y equipo de sonido para todos. Y cuando había una pausa, los asistentes a la fiesta estaban en torno a él, escuchando sus relatos o sus comentarios sobre los libros recién leídos y por leer.
Había llegado a París hacía poco y tenía como pertenencias sólo un abrigo negro largo, una bufanda gris con rayas moradas, pantalones de pana color naranja y botas que aguantaron todas las caminatas posibles por las calles de París, mientras iba de buhardilla en buhardilla encantando a las chicas latinoamericanas y europeas que caían enamoradas de su dulzura e inteligencia, mientras les recitaba de memoria los sonetos de Shakespeare.
Nació en Padua en 1954, un pequeño pueblo de la cordillera tolimense en medio de la guerra y cerca de la temible policía « chulavita ». Después de recorrer en la infancia y la adolescencia por varias ciudades sacándole el cuerpo a la Violencia, y luego de realizar estudios universitarios en Cali y nutrirse del movimiento cultural de esa ciudad en los años 70, pasó de Bogotá a las calles de París en 1979.
En ese entonces, en la capital francesa vivía toda una generación de jóvenes colombianos de diversas tendencias y gustos estéticos, cineastas, pintores, sociólogos, filósofos, científicos, que cuando no se vislumbraba ni la aparición del sida ni la nueva guerra que iba a azotar a Colombia, discutían sin cesar en el restaurante universitario de Mabillon, en el bar existencialista de Chez George y en los corredores de las universidades sobre lo divino y lo humano, mientras reinaban en las aulas Michel Foucault, Roland Barthes, Jacques Lacan y Gillez Deleuze, en las salas de cine Pasolini, Fellini, Bergman y Antonioni y en las calles el viejo Jean Paul Sartre y la novelista Marguerite Duras. Nuestra generación colombiana y latinoamericana, abriéndose al mundo en la capital francesa, vivía feliz recorriendo las coordenadas del París encontrado en la « Rayuela » de Julio Cortázar, que nos convocaba y guiaba, mientras se escuchaban afuera los ritmos de Miles Davis, Bob Marley, Jim Morrison, Santana, Jimmy Hendrix y Janis Joplin.
William cargaba con su poemas y los leía en esas largas noches de fiesta y amistad, pero aún no se atrevía a publicarlos. Eso ocurriría a su regreso, cuando la Presidencia de la República le publicó «Hilo de Arena», una primera colección que tiene algunos de los poemas básicos de su obra, algunos de ellos escritos al calor de la vida parisina. Luego vendrían «El país del viento» y «¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?», poemarios donde revisa los horrores del holocausto universal del siglo XX, rinde homenaje a sus autores preferidos y canta a los paisajes de su tierra nativa.
A diferencia de otros compañeros de generación que nos quedamos para siempre en el exilio, William regresó pronto a Colombia y desde entonces optó por estar ahí, en medio del desastre y frente al peligro, acompañando a las nuevas generaciones de colombianos que surgen en ese país cainita en medio de la guerra y que cuentan con él para creer en algo y tener esperanzas de que algún día las cosas cambiarán. Porque además de su talento y esa dedicación sin falla al ejercicio literario, el mérito de Ospina se ha extendido a tratar de ejercer de conciencia de una patria en ciernes que para muchos va hacia la disolución definitiva y para otros aún puede salvarse.
Por medio del ensayo y la columna de fondo, escritos con un estilo depurado y de altas miras, ha expresado sus opiniones, discutibles a veces, sobre los rumbos del país, creando un espacio lejos de la frivolidad y el facilismo ambientes. «Es tarde para el hombre» (1992), «¿Donde está la franja amarilla?» (1996), «Los nuevos centros de la esfera» (2003), «La herida en la piel de la diosa» (2003), «América mestiza» (2004) son algunas de esas obras donde los colombianos de las nuevas generaciones, nacidos en medio de la más terrible conflagración y el genocidio rampantes, aprendieron a creer que puede haber pensamiento y reflexión colombianas en medio de la trivialidad televisiva y la falta de espacios para la inteligencia. En eso Ospina sigue el camino de los filósofos colombianos Danilo Cruz Vélez y Estanislao Zuleta, dos de sus admirados pensadores colombianos, a quienes les debe mucho y que ha tenido la fortuna de conocer y escuchar.
Su poesía, reunida en una preciosa edición de Arte dos Gráfico (1974-2004) comprende una vasta obra muy peculiar que sigue caminos muy distintos al ejercicio poético de otras generaciones colombianas anteriores y posteriores a él y muchos de esos textos, leídos en estas tres últimas décadas en los pueblos y las ciudades de Colombia en bares, teatros y escuelas abarrotados de gente, hacen parte ya imborrable de la memoria poética colombiana.
Con «Ursúa» (2005), que ahora aparece en Francia en la editorial J.C. Lattes, Ospina continúa con su brillante prosa un vasto proyecto al que seguirán «El país de la canela» y «La serpiente sin ojos», iniciado con «Las auroras de sangre» sobre el poeta Juan de Castellanos, y al que amina una generosa aventura propia: la de rescatar en medio del holocausto colombiano algunas de las raíces indígenas carbonizadas por los bombardeos del olvido y la violencia, para que tal vez germinen de nuevo y sean nutrimento para los que vendrán después de que su generación haya desaparecido.
Esta trilogía novelística de estirpre histórica la viene trabajando con el rigor que lo caracteriza desde sus primeras obras, sin importarle el tiempo que le tome encontrar el tono preciso y pulir como lo hacían los románticos y los modernistas, hasta quedar satisfecho con cada frase, con cada palabra. Y en el conjunto de la trilogía estarán presentes sin duda esos miles y miles de horas dedicadas por él a leer y a explorar con pasión los secretos de la literatura universal.
¿Quiénes eran esos ancestros aniquilados que poblaban la tierra americana? ¿Podemos rescatar su voz? ¿Cómo ocurrió ese encuentro de sangre con los conquistadores? ¿Por qué el paraíso de El Dorado no cesa de vivir en la violencia? ¿Podrán salvarse algún día América Latina y Colombia? Los que somos muy escépticos en ese empeño de la salvación nacional y continental, tenemos que desearle suerte a Ospina en esa lucha lúdica, aunque no estaremos aquí por desgracia en ese lejano futuro para saber si Ospina tenía razon de creer y tener fe en la humanidad de esta América escondida y no hallada entre el llanto de las espadas.
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lunes, 3 de septiembre de 2007

CONSAGRACIÓN DE LA ESCATOLOGÍA UMBRALIANA


Por Eduardo García Aguilar


Tal vez no lea nunca la obra de Francisco Umbral, el estrafalario Premio Cervantes que acaba de morir en Madrid a los 72 años de un paro respiratorio en medio de los homenajes más exagerados de periodistas, editores y magnates de la prensa española, que lo admiraban y consideraban genio por sus articulillos livianos sobre la corrupta farándula madrileña de las últimas décadas.
No digo que el personaje me sea antipático del todo, porque en el fondo yo también soy frívolo y me gustan los cotilleos de las revistas del corazón y los escritores que tienen el valor de burlarse de los políticos y las estrellas del momento, no dejando títere con cabeza. Pero de ahí a que se entronice al buen Umbral como al sucesor de Cervantes y por medio de intrigas palaciegas, a las que era muy adicto su protector Camilo José Cela, se le encumbrara a niveles de inmortalidad, dándole los más grandes premios del orbe hispanoamericano, como el Cervantes, me parece ridículo e injusto y estoy seguro que el mismo articulista me daría la razón.
Eso muestra el provincianismo « cutre » que se ha apoderado de España y que devora todo a su paso: diarios, revistas, editoriales, televisión, universidades, poesía, filosofía, ese mar mediático dominado por los ricachones de los grandes grupos, esos Citizen Kane que convirtieron en una ruina al país literario de Gracián, Quevedo y Lope, de Valle Inclán, Cernuda y Gómez de la Serna.
Es meritorio que el modesto y enfermizo joven provinciano traumatizado por ser hijo de madre soltera haya partido de Valladolid y llegado a Madrid pobre y con una maleta a abrirse camino en la prensa capitalina. Es muy divertido que se tomara fotos desnudo junto a una máquina de escribir y una calavera, o que dijera haber llevado en la solapa una flor de coño con tallo vaginal y se hubiera inventado un personaje de patillas, gafas amplias de carey y bufanda de paleto sesentero.
Umbral se convirtió, ya exitoso, y después de medrar en los mentideros del poder, en un personaje típico de la novela decimonónica francesa, de esos que pululaban en las historias de Balzac y Maupassant y que son la caricatura del arribista, sea Rastignac o Bel Ami. El personaje del periodista enamorado de los ricos y los mafiosos reencauchados en honorables padres de la patria, resume toda la conjunción asquerosa y lambiscona que ha existido entre los periodistas y el poder y que hoy casi sin excepción practican los santones de la literatura española e hispanoamericana.
Por muy enternecedor que nos parezca ese carácter y por muy justificada que sea la lucha por ganar la vida y salir de la pobreza para finalmente ser aceptado en las mesas de los ricos de Madrid y las mansiones corruptas de los millonarios, al lado de Julio Iglesias, Isabel Pantoja, la Preysler y todos los petimetres de la corte, el personaje no es más que un medrador entre los poderosos, un simple saltimbanqui que les ofrece a todos sus dosis diaria de mediocridad y les pone al frente el espejo para que se solacen de su propia estolidez, ante la admiración inocente de la muchedumbre. Porque en Umbral no hay ni una idea, todo allí es pura ocurrencia, chiste barato y al releer sus columnas encuentra uno todos los lugares comunes y la vulgaridad atosigante que nos enseñó la Madre patria, esa España de naftalina machista y patriarcal salida de la camandulería decimonónica y del franquismo, donde los emblemas son el cojón y el coño.
Sólo gente de muy pocas luces puede divertirse con esa grosería escatológica de estirpe Camilojoseceliana manejaba por Umbral y que ha encontrado en el joven novelista Prada, el autor de « Coños », al discípulo: todo es cagar, coños, pedorrera, putas, cojones, culo, mierda, pero un cagar, una pedorrera y una mierda hispánicas que no le llegan a los tobillos a la manejada hace siglos por Cervantes y Quevedo, que eran mucho más escatológicos y más inteligentes, rebeldes y divertidos que estos lejanos herederos santificados en el autismo del cotilleo matritense. La literatura española debería despertar de la mediocridad en que la ha sumido el río de dinero corruptor del auge económico, esa inyección incesante de plata de la Unión Europea y del lavado de dinero que corroe todas sus instancias, y crea una promiscuidad repugnante entre escritores, políticos, mafiosos y magnates.
Ese amancebamiento ha convertido al país en el reino del « Hola », por lo que España debería cambiar de nombre y llamarse Holalandia. Adelantos millonarios, escritores comprados con puestos, promesas poéticas y narrativas convertidas en empleadillos de corbata con lengua colgante para lamer y gacetilleros convertidos en genios literarios, resumen con toda claridad este fenómeno del cual deberían despertar españoles e hispanoamericanos.
Ahora que el dinero de los nuevos ricos españoles ha ido por la reconquista de América Latina, la gran tierra literaria de Cervantes y Quevedo, de Huidobro, Borges y Vallejo, terminará convertida toda en una gigantesca Umbralandia con sus lamentables y tristes pedos, coños y cojones de opereta, mientras los escritores de hoy, como perros falderos, lamen felices e indignos las sobras y las botas bajo la mesa de la nueva plutocracia española.

jueves, 30 de agosto de 2007

LAS MARAVILLAS DE CALCUTA



Por Eduardo García Aguilar

Pocas ciudades conmueven tanto como Calcuta, la mítica capital de Bengala, situada a las orillas del Hooghly, en el delta final del sagrado Ganges. Es un inmenso hormiguero de millones y millones de seres humanos que circulan entre polvo, contaminación, canícula o lluvia, en un incesante ir y venir de risas, lágrimas, miseria, riqueza, fiesta, generosidad, injusticia y amor inagotables. En los viejos muros de los edificios neoclásicos del antiguo esplendor colonial crecen árboles y plantas que florecen y echan raíces entre la humedad generalizada. Una mujer tiende ropa en una ventana y al lado, en los nobles muros de un palacio viejo, poblado tal vez antaño por un magnate, un alto funcionario colonial o un embajador, se explaya ahora un matorral de flores color fucsia, amarillo y rojo sangre, poblado de pájaros y monos sagrados.
Porque hay que escuchar los pájaros a la hora del crepúsculo tropical: cuando se avecina la noche llegan por cientos de miles desde las amplias extensiones del delta y se refugian en los árboles del patio de un palacete decimonónico convertido en Gran Hotel. Hacen un bullicio fenomenal, como si cada una de esas aves hubiera llegado para contarle a las otras las experiencias del día en los amplios campos cantados por viejos cantores de epopeyas, poetas budistas o Rabindranath Tagore. Y de repente, a las seis y media, de súbito y al unísono, como comandados por una fuerza natural escrita desde hace millones de años, esos cientos de miles de pájaros se silencian y duermen dejando un halo de paz, mientras uno bebe cerveza india y piensa en los viejos tiempos del comercio de especias, en los años de Marco Polo, en las naos de los aventureros portugueses, ingleses y británicos que llegaron allí.
Surgida como un fortín y puesto comercial de la Compañía de las Indias Orientales en el siglo XVII, Kalikata fue compañera inicial de otros prósperos enclaves coloniales como el Chinsura holandés, los franceses Chandenagor y Pondichery y el Goa portugués. Luego de la decadencia final del imperio moghol musulmán, que dominó la India durante siglos construyendo mezquitas sobre los derruidos templos hinduístas o budistas, todo ese enorme imperio islamista invasor se fragmentó en un caótico entramado de feudos de maharajás y nababs, que finalmente aceptaron el triunfo británico.
Calcutta fue la capital colonial desde 1774 hasta 1911, cuando fue trasladado el poder a Nueva Delhi, al otro lado noroeste de la India. La joven urbe surgió de un depósito comercial instalado el 24 de agosto de 1690 en el poblado Kalikata por Job Charnock. Luego de que los ingleses derrotaron a los caciques locales se convirtió en la capital de las posesiones británicas. Y tras su corto esplendor, la enorme metrópoli de palacios inimaginables y lujosos edificios diplomáticos y burocráticos, construidos a imagen y semejanza de los del Imperio Británico, fue cubriéndose de moho y vegetación y creciendo de manera desordenada hacia todos los puntos cardinales, pero enriqueciéndose de cultura, poesía, arte e ideas religiosas, políticas y filosóficas. En su seno Ramakrishna a fines del siglo XIX y Vivekananda en el XX pretendieron reunir todas las religiones en una sola para tratar de terminar con las guerras religiosas y los odios fanáticos; allí escribieron el sublime Rabindranath Tagore o el profundo Jibananda Das; hizo cine el grandioso Satyajit Ray y lo hace hoy el moderno Mrinal Sen.
Y aunque se habla de la madre Teresa y de indigentes que duermen en la calle, rickshaws halados por famélicos, bellas esposas repudiadas y viudas indigentes, o niños enfermos, también es cierto que cada año la Feria del Libro impresiona porque desde todas las partes de la ciudad acuden cientos de miles de visitantes, niños y grandes, al encuentro con la próspera industria editorial bengalí que se despliega en el Maiden, un verdadero pulmón verde en el centro de la ciudad. De un día para otro crecen edificaciones efímeras de madera y surge una ciudad dentro de la ciudad, una metrópoli de libros con calles y avenidas de polvo que no da abasto a la muchedumbre.
Los bengalíes, que han sido rebeldes y se sienten orgullosos de ser el centro cultural de la India, están ávidos de conocimiento. Decenas de jóvenes abordan a este colombiano proveniente de la tierra del legendario Gabriel García Márquez para hablarle en el español que aprendieron con el joven hispanista Dibyajyoti Mukhopadhiay, director de estudios hispánicos en la Ramakrishna Mission, una torre de babel en pleno Calcutta, construida a fines del siglo XIX y donde todos pueden estudiar por unas cuantas rupias las lenguas del mundo. Ellos conocen a Pablo Neruda, a Miguel Angel Asturias, a Juan Rulfo y a Julio Cortázar y consideran a América Latina como una tierra hermana.
El auditorio de la Feria es una construcción de madera cubierta de flores y decenas de materos de plantas exuberantes y hasta allí llegan los conferencistas que hablan ante ese público de piel quemada por el sol, elgante en sus trajes ceñidos de tela blanca de algodón, adornados con chalecos y vistosos tocados cilíndricos. A la salida, el viejo sabio Doctor B. Chakravarti, todo de blanco, me ha regalado y firmado los tres tomos de su investigación The indians and the amerindians, donde desarrolla, a través de minuciosas comparaciones iconográficas del arte prehispanico e indio milenario, la teoría de los vasos comunicantes y la hermadad que, según él, une desde hace muchos milenios a estas dos regiones antípodas del planeta.
Pero terminada la Feria del Libro, la actividad cultural seguirá en el Indian Coffee House, en Bankin Chatterjee Street, en torno al barrio universitario lleno de casetas de libreros ágiles y entusiastas. Adentro del café se mueven las aspas de los ventiladores y en cada mesa el diálogo fluye entre taza y taza de té. Al salir cruzará por la calle un pastor con cien ovejas y más allá uno podrá comprar un coco en un tienda protegida de la lluvia con latas de Coca-Cola, junto a una imagen en altorelieve del revolucionario Lenín.
En la Sahitya Academy los escritores de Calcutta preguntarán sobre América Latina al recién venido y recordarán con orgullo los poemas de los siddhacharias budistas que son considerados las primeras formas del lenguaje bengalí, de los siglos VII y VIII de nuestra era. Y más tarde, en la casa del gran maestro casi centenario Annada Sankar, la más importante figura viva de las letras de Calcuta, los escritores de la ciudad participarán en el encuentro de un viajero colombiano nacido en Manizales con las inolvidables letras de Bengala, que lo dejarán marcado para siempre.
Porque en el ejercicio del arte, las letras y el pensamiento, los bengaliés conservan una orgullosa fuerza milenaria alejada de la competencia, el comercio desbocado, el dinero, la codicia y la usura ciegas en que se hunden ahora las letras occidentales. Se nota en la mirada profunda y sabia de esos hombres y mujeres de todas las edades a la hora de sentarse en círculo a hablar y compartir la alegría de leer y pensar, la alegría de escribir y morir, que todavía allí la literatura es algo sagrado y terrenal como el polvo de las calles y la incesante lluvia traída por los monzones. Y por eso, a la hora de decir adiós y subir al avión de Air India, no queda más remedio que llorar de felicidad al saber que aún existe una ciudad tan real y tan mítica como Calcuta.

lunes, 27 de agosto de 2007

EL TIEMPO RECOBRADO DE RAUL RUIZ


por Eduardo García Aguilar

(En Letras Libres. 1999)

El chileno Raúl Ruiz nos ha sorprendido de nuevo llevando al cine con ambición "Le temps retrouvé" (El tiempo recobrado), de Marcel Proust, uno de los volúmenes más intensos de su extensa obra "A la recherche du temps perdu". Quienes han seguido la obra de este cineasta impar en estos tiempos de cine domesticado, corrieron de inmediato a las salas donde se proyectaba lo que parecía un proyecto demencial.
Mientras la película participaba en la selección oficial del 52 Festival de Cannes, los seguidores de Proust y los admiradores de Ruiz acudieron con el temor de presenciar un extraordinario fiasco. Pero aunque es posible que la película sea un enorme fracaso, vale decir que se trata de uno extraordinario, notable, de un fracaso que ilumina y nos introduce al túnel de lo que el arte tiene de fundamental: una tarea de locos para conquistar lo imposible.
Ruiz es un director de culto que poco a poco gana espacios incluso en el Extremo Oriente y Hollywood, lo que a él le parece curioso después de tantos años de dificultades y películas con bajos presupuestos. Ahora, gracias al cada vez más reconocido productor portugués Paolo Branco, quien rescató a Manoel de Oliveira, el chileno se metió en la aventura de gastar 60 millones de francos en un filme con grandes escenografías, vestuario de época y actrices y actores de cartel como Catherine Deneuve, Emmanuel Béart y Vincent Perez. En medio de la incredulidad general, la película encontró su camino como si se tratase de una novela: Ruiz halló poco a poco y de súbito los puntos de vista, el tono, los trucos temporales, como viejo zorro que es, un cirquero, un teatrero de origen latinoamericano que sabe trabajar en tiempos de vacas flacas y no se asusta en los de vacas gordas. Es lo fascinante de esta locura: un chileno osa realizar lo que no logró Visconti y como un Quijote emprende la adaptacion de una de las obras emblemáticas de la literatura francesa, lo que debe molestar a muchos proustópatas o proustomaniacos de alcurnia.
"Le temps retrouvé" de Ruiz escoge el segmento en el cual los personajes de la larga aventura novelística se encuentran ya cerca del fin, en la decrepitud y la despedida, en la nostalgia de los tiempos idos, cerca de lamuerte. Aparece entonces Proust en el lecho de moribundo, donde escribe contra viento y marea, dedicado a la observación de fotografías de todos esos seres idos cuyo rescate a través de la memoria es el motor de la obraextraordinaria de Proust, ejemplo máximo de lo que debería ser la ambición artística. Un tiempo ido que se recuerda desde el caos de la Primera Guerra Mundial, cuando Paris está rodeado por los alemanes y suenan las macabrassirenas de alerta y se vive en la decadencia final de ese agónico y tardío siglo XIX que se niega a irse ya entrado el XX. Un siglo que pervive en esos barones, princesas, condes, burgueses, coquetas, cínicos, sirvientas, arribistas, músicos, pintores y poetas marcados por la insaciable búsqueda de la satisfacción del deseo.
Ruiz dice en una excelente entrevista en el último número de "Cahiers du cinéma" (mayo de 1999, Nº535) que no "adaptó" el libro de Proust sino que lo "adoptó". Y lo adoptó desde una experiencia estética insurgente, que se sale de las leyes del cine comercial de hoy que --como es el caso también de la novela-- exige linealidad y eficacia similares a las de un partido de tenis o de fútbol. Ruiz siempre ha sido un loco salido de los caminos, un forajido, un bandido fuera de las leyes cinematográficas y por eso lo más normal es que emprendiera la adaptación de una obra literaria que a su vez fue ejemplo notable de rebelión literaria frente a los caminos trazados. Puesto que en novela y cine toda rebelión es una "falla profesional" castigada con el anonimato o el ostracismo, tanto Proust como Ruiz coinciden en esa vocación y se encuentran como peces en el agua en sus respectivosdelirios.
En esta película Ruiz hace un homenaje al cine de Melies y no teme recurrir al teatro, a la magia y a los efectos especiales arcaicos para llevarnos como niños al espectáculo de la gran mascarada. Un espléndido Marcel Proust (Marcello Mazzarella) narra con lejanía y asiste al teatro de "su" mundo y "su" sociedad. El nos lleva a ver a la coqueta Odette (Catherine Deneuve) ya vieja y gorda, al barón de Charlus (John Malkovich) destruido por décadas de excesos, a Gilberte (Emmanuel Béart), espléndida siempre, a madame Verdurin (Marie France Pisier), a Orianne de Guermantes (Edith Scob), a Madame de Farcy (Arielle Dombasle), a Saint Loup (Pascal Greggory) y a Morel (Vincent Perez), entre otros fantasmas de ese mundopomposo e insignificante que termina para siempre.
Magia, teatro, circo, mascarada, la película "Le temps retrouvé" de Raúl Ruiz es osadía y da gusto verla desarrollarse con la pasión del artista que la "adopta" porque a su vez ha buscado revolucionar las leyes del cine,como nos recuerda su inolvidable "Las tres coronas del marinero". Ruiz, contra la corriente, acerca el cine a su función de "artificio" e "ilusión", porque sabe que arte es "truco", como dice el ensayista Stéphane Bouquet en su ensayo sobre esta obra (Tous en scene, A propos du "Temps retrouvé" de Raoul Ruiz, Cahiers du cinéma, Nº535, mayo de 1999, pp 43).
Unos sombreros de copa y guantes blancos, Proust haciendo una pirueta de mimo, objetos que se alejan a medida que son captados, el estallido del flash fotográfico, Gilberte disfrazada, Odette recordando, Charlus joven, Charlus en el burdel pederástico y sadomasoquista, Charlus hecho una ruina, Saint Loup comiendo carne mientras habla, todos viejos, ridículos, pasados de moda, entre otras imágenes inolvidables. Y Ruiz, el chileno, como el domador del circo: dominando el genio de su fieras en el sueño logrado, más allá del tiempo y el espacio, en las redes del arte, con sus látigos, sus conejos y sus cartas cruzadas.

sábado, 25 de agosto de 2007

EL RETORNO A MÉXICO DEL POETA FERNANDO CHARRY LARA



Por Eduardo García Aguilar

Discípulo de los principales poetas de la española generación del 27, con una obra breve pero clave en latinoamérica, el poeta colombiano Fernando Charry Lara retornó en 1993, a los 73 años de edad, y 40 años después, a la Ciudad de México, donde compartió con viejos amigos y jóvenes admiradores que lo homenajearon en varios lugares del centro histórico capitalino. Acababa de asistir a la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, que en esa ocasión estuvo dedicada a Colombia.


Autor de los poemarios Nocturno y otros sueños –prologado en 1949 por el Premio Nobel Vicente Aleixandre--, Los Adioses (1963), Pensamientos del amante (1981) y de una amplia obra crítica sobre poesía latinoamericana en la que se destacan Lector de poesía  (1975) y Poesía y poetas colombianos (1985), Charry Lara encontró intactos ciertos lugares que visitó en 1953 en la entonces llamada por Carlos Fuentes la « región más transparente del aire ». Con su negra boina española, el humor y la lucidez a flor de piel y la elegancia excéntrica de los viejos poetas bogotanos, Charry recorrió kilometros de calles coloniales, respiró hondo en el ex convento de las Jerónimas, donde vivió Sor Juana Inés de la Cruz y visitó la discreta tumba de Hernán Cortés.


En los años 40 Charry tuvo amistad con el guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1904-1992) y el colombiano Aurelio Arturo, quienes lo animaron a solidificar una propuesta poética que pasa las décadas intemporal y ligera como las obras clásicas. Cardoza y Aragón, pimer dadaísta latinoamericano y renovador de la poesía continental, le tenía una gran estimación y una vez me dio un ejemplar de su libro André Breton atisbado en la mesa parlante para que se lo llevara a Bogotá, encargo que me dio la feliz oportunidad de verlo por primera vez, visitar su oficina en la esquina de la séptima con calle 18 y escuchar su relato del sepelio de José Eustasio Rivera, mientras caminábamos por la séptima, la décima y la trece, en ese centro bogotano que ya no tenía nada que ver con la ciudad parroquial conocida por los poetas mexicanos José Juan Tablada, Carlos Pellicer y Gilberto Owen y las generaciones colombianas de "Los Nuevos" y "Piedra y Cielo".


De él dijo Aleixandre que en su poesía, « que parece arrastrada en el vasto aliento de la noche tentable », están presentes « los temas eternos del hombre » como « el amor, la esperanza, la pena, el deseo y el sueño ».

 

« Blanca taciturna », « El verso llega de la noche », « Nocturna lejanía », « Cuerpo solitario», « Llanura de Tuluá » y « Rivera vuelve a Bogotá » son algunos de los poemas ya clásicos de este escritor que en el céntrico café La Ópera nos habló sobre Herrera y Reissig, Pedro Salinas, Luis Cernuda y Rosalía de Castro, entre otros poetas, mientras apurábamos con él copas de vino o tequila.


El día anterior había encontrado intacto, como hacía 40 años, el modesto y tradicional restaurante Casa Rosalía, situado en la Avenida San Juan de Letrán, a donde fuimos con él William Ospina y yo tras una búsqueda minuciosa entre las callejuelas del centro histórico de ese lugar entrañable para él. Ahí nos dijo que lo encontraba igual, incluso con las mismas vajillas e idénticas meseras de cofia y estrafalarios faldones almidonados, que lo atendieron como cuando era un joven poeta colombiano feliz en México.


Después fuimos con él al Café París, sede en los años 30 y 40 de los «Contemporáneos» y otros discípulos más jóvenes como Octavio Paz, así como lugar de encuentro con Antonin Artaud, Vladimir Maiakovski y Serguei Einseintein durante sus viajes a México. « Por aquí vi a José Vasconcelos salir de una limusina, allí vi caminar a Martín Luis Guzmán y a Alfonso Reyes, pero fue en el café Bellinghausen de la Zona Rosa donde hablé con Luis Cernuda, quien me ofreció su generosa amistad », nos decía Charry Lara mientras caminábamos. Pasaron por sus ojos el colegio de San Ildefonso, que inspiró un nocturno del Nobel Octavio Paz, así como la plaza de Santo Domingo donde hallaron a la Coatlicue, la diosa vestida de serpientes, el Palacio de Iturbide, la Ciudadela donde fue asesinado el presidente Madero, y las celdas de las monjas del claustro de Sor Juana.


Amoroso, enamorado y amigo feliz, Charry Lara fue al lado de Enrique Molina, Alvaro Mutis, Vicente Gerbasi, Gonzalo Rojas, Emilio Adolfo Westphalen y Octavio Paz, entre otros, una de las voces importantes de la poesía latinoamericana del siglo XX. Su reflexión sobre otras poéticas o la obra de su contemporáneos era de gran rigor y en cada uno de sus ensayos desplegó el amplio conocimiento de la poesía de todos los tiempos, sus movimientos y tendencias.


Desde su sede en el Hotel Ritz de la calle Madero, donde vivió el beatnik William Bourroughs, Charry Lara se trasladó al Danubio, un restaurante tradicional donde lo esperaban para homenajearlo viejos y jóvenes amigos mexicanos que sacaron la casa por la ventana y paralizaron el lugar en un diluvio de copas de whiski, tequila, vino y todas las exquisiteces marinas. Durante horas de brindis encabezados por el joven poeta y ensayista Vicente Quirarte, y el viejo amigo de Charry Fausto Vega, una docena de escritores celebramos ahí el retorno del poeta. La mesa estaba llena de percebes, ostras, mejillones, calamares, pulpos y otros productos del mar.


Al terminar la fiesta acompañamos a Charry por las calles coloniales, con la saudade de su inminente partida a Bogotá. Reinaba la penumbra de la medianoche bajo los faroles y como el maestro estaba algo subido de copas, llegó al hotel apoyado en brazos de Jorge Bustamante García y William Ospina, pero como si fuera el más joven de todos. Es una imagen inolvidable la que vibra todavía en la Avenida Madero, pues la poesía flotaba en el aire y nos iluminaba la inmensidad de su alegría. La última vez que lo vi fue en 2003 en Yerbabuena, en el Congreso Internacional de Poesía organizado por el Instituto Caro y Cuervo. Un año después, en 2004, murió en Estados Unidos. Había nacido el 14 de septiembre de 1920, o sea que era un perfecto y feliz exponente del etéreo signo zodiacal Virgo.

viernes, 17 de agosto de 2007

SIMPATíAS Y DIFERENCIAS CON GERMÁN ARCINIEGAS


Por Eduardo García Aguilar

Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental.


En tiempos de recrudecimiento de la intolerancia en América Latina es refrescante celebrar a un longevo colombiano que estuvo caracterizado por el ejercicio del diálogo y la polémica y que murió como un personaje de realismo mágico antes de cumplir los cien años (1900-1999). Este patriarca viajero, que tuvo la edad del siglo XX, perteneció a una amplia generación de latinoamericanistas que, desde diversos matices y temperamentos, lucharon por la implantación de la democracia en un continente que vivía y vive desde siempre anegado en pobreza, violencia atroz, luchas fratricidas y caudillismo.

Marcados en el norte por el entusiasmo generado por la Revolución Mexicana y las acciones culturales del ministro José Vasconcelos, y en el sur por la rebelión estudiantil de Córdoba o el ideario de Víctor Raúl Haya de la Torre, se caracterizaron por una creatividad desbordada al servicio del continentalismo: Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri en Venezuela; José Vasconcelos y Alfonso Reyes en México; Pedro Henríquez Ureña en República Dominicana; José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez en Perú; Baldomero Sanín Cano y Jorge Zalamea en Colombia, y Aníbal Ponce y Enrique Anderson Imbert en Argentina, fueron algunos de esos nombres que inundaron las páginas de diarios y revistas con esa fe latinoamericanista que ahora se cambió por el canto uniformizador de la sirena tecnocrática o el caudillismo unanimista. Al mismo tiempo, y sin necesidad de afirmarse, Jorge Luis Borges, más excéntrico y escéptico, se comía al mundo sin bandera.

Creían entonces que era posible conducir al conjunto de naciones del área hacia la convivencia pacífica, en el marco del renacimiento cultural y el diálogo abierto entre opiniones diversas sobre los rumbos a seguir. Surgidos al calor del auge periodístico, algunos de esos hombres trataban de seguir las huellas de antecesores modernistas como el colombiano José María Vargas Villa y el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, los más grandes best-sellers idolatrados de la época y de quienes hoy pocos se acuerdan. Arciniegas tuvo del primero, que era espantoso escritor, el gusto por el escándalo, y del segundo una redacción más pulida y llena de color, aunque comparten ambos la ligereza y la imaginación desbordada.

Estos buenos hombres íntegros y discretos que eran civilistas, universitarios, funcionarios, diplomáticos, editores, capitalinos de sombrero Stetson, bastón, chaleco, corbata negra y cuello duro, florecieron en la primera mitad del siglo XX en todo el continente y hoy por hoy nos parecen extraños animales en vías de extinción. Después de muchas décadas hombres como estos constituyeron el primer esfuerzo latinoamericano por pensar desde las universidades sin complejos frente al Viejo Mundo. La mayoría de ellos como el derrotado Vasconcelos, uno de los prosistas más notables del siglo y cuyas memorias son lectura fundacional para todo latinoamericano, terminaría vencido, en el exilio, apedreado, pateado, salvo Arciniegas, que siguió fiel a su entusiasmo, cercano al poder y a las dignidades que le encantaban.

A través de los libros de Arciniegas, muchos entraron al mundo ficticio del pasado continental lleno de Coatlicues y príncipes de taparrabos y plumas, virreyes de peluca y zapatillas, bucaneros tuertos y con pie de palo, reyes lejanos, mercaderes, esclavos negros y bellas cortesanas, inquisidores, fantasmas, vírgenes, monjes y libertadores, en lo que constituía el catálogo barroco de los abalorios históricos del continente a lo largo de 500 años de colisión con el Viejo Mundo. Él supo captar con sus relatos la atención de varias generaciones de estudiantes y autodidactas de los tiempos de antes de la televisión, convirtiéndose en documentalista de las tragedias y hazañas de los héroes.

Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental. Cosa extraña de la historia, tanto él como esa generación de intelectuales civilistas que trabajaban en la primera mitad del siglo para sus gobiernos y peregrinaban cada año a París, en ese entonces capital cultural latinoamericana, fueron arrasados por el renacimiento de un neotelurismo literario que desplazó el interés por esa reflexión tolerante.

Arciniegas y otros intelectuales pasados de moda en tiempos de revoluciones, vivieron décadas de ostracismo hasta que las nuevas generaciones académicas empezaron a restablecer un puente con ellos, para volver a "pensar" con calma y civilismo, y no con las llamas y la atractiva exuberancia ideológica de las últimas décadas. Es posible que la obra de Arciniegas haya sacrificado el rigor en aras de la difusión, alejado la prueba documental en vez de cotejar archivos, y dado voz especial a la anécdota para sentarse en la amenidad periodística, pero es innegable que sus libros y miles de artículos encendieron y animaron a muchos.Este prosista y sus afines polígrafos, que nadaron entre el ensayo, la ficción y el discurso, pueden contribuir en estos momentos a una revisión más amable de las discrepancias continentales, cuando grados indecibles de pobreza, enfermedad y analfabetismo vuelven a la región ante la mirada egoísta e indiferente de la mayoría de sus castas, hipnotizadas por el progreso y el camino hacia la quimera del Primer Mundo.

En sus mejores libros Arciniegas reivindicó el derecho de los millones de aventureros pobres que, según él, poblaron América a través de los siglos, y predica la solidificación de esa mezcla de razas en busca de una nueva tierra. No deja por supuesto de ser difícil a veces la lectura de muchos de sus textos de ocasión, pero el mérito mayor es que no se dejó devorar por ellos y emprendió obras más ambiciosas, para romper con la tradición devoradora del diarismo. El periodismo y la política fueron y son los cementerios más terribles del talento latinoamericano, pero Arciniegas, que fue ministro y diplomático, logró sacarle el cuerpo a ambos con la alegre irreverencia del "estudiante" eterno que reivindicó en su primer libro famoso.
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jueves, 16 de agosto de 2007

EL VIEJO QUE SE PARECIA A VOLTAIRE

Por Eduardo García Aguilar
Un día apareció ese viejo canoso, mueco y melenudo con el cuento de que iba a comprar unos colmillos de marfil labrados en forma de falo. Vestía como Voltaire, lucía una vieja peluca dieciochesca empolvada de anticuario, un saco largo verde inundado de adornos rojos, ribetes azules y botones dorados, zapatos de charol con hebilla, el todo aderezado con un bastón de adorno que en su puño traía un galgo irlandés.
Yo lo había visto antes rondando por ahí en las callejuelas del mercado de pulgas de Saint-Ouen. Y ella también lo había visto. Incluso el tipo se le había acercado para celebrarle el ombligo, que dejaba ver entre su blusa de algodón y los jeans desteñidos marca Lee Cooper. A mí, igual que al viejo verde parecido a Voltaire, me encantaba el vientre de mi negra Ifigenia y me parecía el verdadero centro de París, un centro del centro, un ombligo dentro del ombligo de la ciudad.
En los años de nuestro amor y nuestro odio, hace muchos años, en el siglo pasado, había un hueco enorme en el viejo vientre-ombligo de París donde vivíamos ella y yo en la rue Montorgueil. Allí reinó antes por más de un siglo el viejo mercado de Les Halles, pero en los años 70 las ratas huían hambrientas, las máquinas derruían sin compasión edificios de apartamentos viejos y pabellones comerciales. A mí no me importaba porque estaba enamorado y en el número 32 de esa calle era tan feliz e infeliz al mismo tiempo, que me daba lo mismo que tumbaran o no la torcida iglesia de Saint Eustache o los Pabellones Baltard del mercado viejo, escenario inolvidable de la novela de Émile Zola El Vientre de París.
Se oían golpes secos, permanentes y los muros caían cargados de historia, grasa, comercio, mugre, vida y pueblo. Eran ruidos terribles que nos despertaban muy temprano entre ajetreos de cargas y descargas de productos alimenticios, mientras sonaba la canción Paris s’eveille de Jacques Dutronc y en la radio FIP la locutora describía con su voz de invierno gris los avatares de la nieve y los asuntos de la circulación, antes de pasar a la saudade de Antonio Carlos Jobim, que decía: « el amor es la cosa más triste ».
Y así amanecía o atardecía pegado a mi mulata y me hundía en la diaria incertidumbre, por lo que surgía entre nosotros un amor y un odio tan grande como salía al mismo tiempo de esas obras gigantescas el olor de todos los siglos, pero en especial el del siglo XIX, que emanaba como un líquido de podedumbre de los muros untados de vida, sexo, mierda y muerte. Comenzaba a desaparecer la Francia ancestral, provinciana, popular, y surgía la modernidad a golpes. Y surgíamos nosotros en esa calle olorosa a frutas frescas, quesos, especias orientales, entre el tinglado de la pescadería rodante y la carnicería abierta de donde colgaban jabalíes, conejos, codornices, perdices, faisanes y plácidas cabezas de cerdo. Pero en medio de ese desastre éramos nosotros los que íbamos y veníamos, ella y yo, los desgarrados veinteañeros de novela rosa, los bellos y horribles extraños del vientre de París, cuyas fotos observo muchos lustros después en el álbum de los recuerdos, a comienzos del siglo XXI, cuando ya comienzo a estar viejo y perverso y neurótico y visito la tumba de ella, mi negra, en el Père Lachaise, situada no lejos de la de Jim Morrison, escuchando en mi walkman Riders on the stone.
--- ¡Ya acaban de tumbar el otro edificio! ¡Huele a polvo sucio, huele a mierda! --- gritaba ella mientras preparaba la omelette en la cocineta de la entrada, sólo cubierta por una larga camiseta blanca de algodón.
Sonaba Cat Stevens. Le encantaban Cat Stevens y Bob Dylan antes y después de hacer el amor.
---Y a propósito ---pregunté--- ¿qué te dijo el viejo de los colmillos de marfil? Ese que se parece a Voltaire. ¿Los va a comprar al fin?
--- Dice que sí, pero yo creo que no. Ese viejo quiere otra cosa. ¿Mami, qué será lo que quiere el negro? ---cantó ella con su acento costeño, mientras probaba un pedacito de su omelette.
Ella hacía un curso de diseño y trabajaba en un anticuario del Mercado de Pulgas de Clignancourt. Yo estudiaba filosofía en Vincennes y la acompañaba a las manifestaciones del Movimiento de Liberación Femenina y a las fiestas brasileñas de la Sala Wagram. El anticuario era una pantalla para otros negocios. Vendían objetos para sadomasoquistas y traficaban con colmillos de marfil y todo tipo de objetos arqueológicos robados. ¡Y quien sabe que más y con qué fines, como traficar cocaína escondida en figuras incas falsas de penes de barro!
Mi negra Ifigenia y yo estábamos haciendo la revolución. Yo con 20 años y ella con 22. Y veníamos desde la lejana Colombia. Ella tenía un lindo vientre que nos gustaba a mí y al viejo gángster parecido a Voltaire. Y entre la gente del mercado, había tipos que se parecían a Giacomo Casanova, a Voltaire, a Chateaubriand, a Danton, a Robespierre y a Carlos Marx, que babeaban todos al verla contonearse entre los colmillos de marfil y los penes incas prehispánicos.
El viejo, al que pusimos definitivamente como apodo Voltaire, vino a buscarla. Esperaba en el café de la esquina y le traía flores. Caminaban por la calle y la llevaba a tomar vino. No sé en qué pasos andara mi morena con ese hombre, un anciano para mí en ese tiempo, porque yo ahora tengo su edad y soy tan viejo verde como él. Y a lo mejor ahora soy yo el que se parece a Voltaire.
El viejo conocía muchas cosas, venía de regreso de todo, era un personaje lleno de vida y de viajes y prisiones, una especie de evadido de las mazmorras de Cayena, divertido, ágil, irreverente, terrible, egoísta, mujeriego, asesino y bebedor. Y al parecer tenía negocios en esa calle, que también era su calle, porque era vecino y le gustaba el tango y era el rey del dancing club Balajó, en la rue de Lappe, por Bastille.
En la rue Montorgueuil, que por fortuna sobrevivió, y ahora está renovada y convertida en un rincón típico de ese París comercial, se escuchaba entonces con mayor intensidad el ruido matutino de la carga y descarga de verduras, quesos, vino y carnes, al mismo tiempo que caían los muros y se dejaban ver las paredes empapeladas de cuartos y cocinas, o sentir el olor inconfundible de la calefacción de mazut y la humareda de las chimeneas. Yo atestigüé con ella ese cambio lleno de estupor, sin nostalgia, recién cumplidos mis veinte años. Y con mis veinte años tenía que aguantarme que el viejo deseara a la morena, a mi negra. Y al final no compraba los colmillos y ella no ganaba la comisión. Ese viejo era pura farsa.
Ahora, tanto tiempo después, cuando vuelvo por la rue Montorgueuil a escuchar los conciertos de órgano de Saint Eustache, me paro a ver esas extrañas estructuras modernas de metal y veo que la historia siguió y que del foro romano y de los decimonónicos pabellones de hierro se pasó a un extraño planeta atractivo que teje sus propios anales. Ahora el hueco está ahí, pero es un hoyo diferente. Y no están ni la negra Ifigenia ni el viejo verde que se creía Voltaire, porque la cosa terminó muy rápido y ya van a saberlo.
El viejo que se parecía a Voltaire acrecentó poco a poco su influencia sobre mi Ifigenia y prácticamente la cercó hasta el punto de hacerme imposible acercármele durante los días de trabajo, cuando en la tienda del mercado de pulgas se dedicaban a sus extraños tráficos. Sufría largas horas de espera, percibía lentamente en la madrugada sus pasos sobre la madera de las escaleras de la casa de la rue Montorgueil. Pero cuando ella llegaba al fin nos trenzábamos, nos arrunchábamos en el amor. Ifigenia tenía de súbito más y más plata y a veces, cuando llegaba temprano, me invitaba a salir y a acompañarla a comer en un restaurante por Saint Michel o Montparnasse y a tomar armagnac o cognac, y del mejor. Y tomábamos ácido y delirábamos en la extraña película de nuestro París.
Y de todo podía hablarle menos de sus negocios recientes con el vejete y otros malevos de Saint Ouen. Un día le encontré una pistola en su cartera y no quise decirle nada. Era una bella y pesada pistola con una imagen de Lucifer en la cacha. Muchas veces me dijo que sus padres, tíos y hermanos eran pistoleros y matones y que si huyó de Colombia con un viejo francés fue para dejar ese ambiente podrido de donde provenía. Escapó porque -- decía ella -- su papá la iba a mandar matar como ofrenda a los dioses africanos para que le saliera un negocio de contrabando en la Guajira, tal y como le iba a ocurrir a Ifigenia en tiempos de guerras helénicas. Bueno, tal vez eso no era cierto, pero eso decía, mentirosa como era, poniendo cara de tragedia griega.
Me contó historias horribles de violaciones y balaceras y arreglos de cuentas entre primos y hermanos y bandas rivales en la costa, en el barrio de donde provenía y de como ese profesor viejo de la Alianza Francesa de Cartagena la persiguió enamorado y baboso y finalmente se acostó con él en un motel y se dejó invitar a restaurantes finos de Cartagena. Lo aceptó para venir a Francia en ese año lejano de 1974, cuando se abría el boquete de Les Halles sobre las ruinas de los pabellones Baltard. Desde entonces aprendió a enredarse con viejos. No le molestaban los viejos, ni le olían feo, siempre y cuando fueran inteligentes y no muy gordos. Y viajó con el francés. En ese entonces era excepcional que una mulata caribeña pobre llegara así como así a vivir a París, donde sólo vivían colombianos ricos, artistas aventureros o estudiantes becados.
Yo la conocí poco después de llegar, en un asado que organizó un uruguayo con exiliados latinoamericanos que en ese entonces comenzaban a llegar en cantidades, perseguidos por las dictaduras militares. Ifigenia fue con el profesor de la Alianza Francesa. Se aburría mucho con él. Salimos al patio, charlamos horas junto al fuego y entre el olor de las carnes y el bullicio hubo algo entre nosotros de inmediato, algo sospresivo. Nos besamos atrás, mientras los otros conversaban sobre Pinochet o sobre Allende o sobre el subdesarrollo y mientras unos jóvenes cantaban la canción San Francisco de Maxime Le Forestier o tarareaban a Inti Illimani y Quilapayún. Ella quería separarse del tipo y como pretexto se quedó aquella noche aduciendo que necesitaba conectarse con latinoamericanos, recordar las raíces, hablar un poco conmigo de su ex país. El viejo se fue muy triste y esa noche tiramos ella y yo por primera vez, arriba, en el cuarto de los niños, entre juguetes y cunas vacías, pues los chicos estaban en colonia de vacaciones en Lacanau, o no sé dónde. El asunto fue muy vertiginoso y nos enamoramos de inmediato en una relación fusional, pues nuestros cuerpos embonaban perfectamente.
Los años que pasé con ella, mi Ifigenia, se fueron rápido, son años ya muy lejanos, pero siguen vivos como en las novelas góticas, pues traen el mórbido vaho de la muerte, que es sensual, excitante. Así como el poeta mexicano Amado Nervo hablaba de la « amada inmóvil », yo hablaría del « móvil fantasma » de Ifigenia que se cruza día a día en mi vida y pasa como sombra o aire o brisa tibia por las estancias de mi soledad.
Hace poco visité la tumba de Ifigenia en el cementerio Père Lachaise, en el aniversario de su muerte, y paseé por sus avenidas, de sorpresa en sorpresa. Todo fue tan rápido entonces, su muerte, su fin prematuro. Y ella ahora está ahí, entre tumbas de generales o soldados napoleónicos, de burgueses balzacianos y sabios y músicos olvidados. Una flor sobre la tumba de Rossini. Letras carcomidas, indescifrables, sobre las piedras vencidas, mausoleos rotos por las raíces de árboles. Los tétricos portalones de hierro oxidados y adentro hojas secas y polvo. Al fondo, el enorme templo de la cremación con sus chimeneas implacables. Calzadas que suben la montaña desde donde Rastignac desafió a París en la novela de Balzac. Jóvenes que tocan guitarra, beben cerveza y fuman marihuana sobre alguna tumba sin rastros de su antiguo inquilino. Al final de la visita, vi una joven pareja con un bebé en la carriola, recogida ante una tumba semiescondida, muy modesta. En silencio parecían recogerse bajo la llovizna ante un familiar recién muerto. Estaban ahí, muy ceremoniosos. Traté de no interrumpir su aparente intimidad y salí por la izquierda. Parecían Ifigenia y yo con el niño que no tuvimos, visitando la tumba de un familiar. Pero no, no era un familiar al que visitaba esa pareja joven: era la tumba de Jim Morrison, la más querida y visitada en este cementerio, a ras de tierra. Esta tarde la tumba del rockero, como siempre, estaba llena de flores frescas, cigarrillos, cartas postales, mensajes, una copa. El Jim Morrison que escuchábamos entonces en la rue Montorgueuil cuando llegó el maldito viejo que se parecía a Voltaire.
Yo lo presentía. Una gitana nos lo había dicho. En los viejos pasajes donde trabajábamos, las sorpresas siempre esperan y esperaban en cada esquina: una gitana, por ejemplo, enferma, con el hinchado vientre canceroso, pero enhiesta y firme entre las mesas ofreciendo el futuro.
--- Cuídala que se te va a ir, cuídala --- me dijo la gitana esa vez con sus ojos sombríos, esquivos, inescrutables, mirando inquisitivamente a Ifigenia.
--- ¿Cómo, qué me está diciendo? --- le dije aterrado a la gitana, yo que desde niño acompañaba a mi madre a consultar las adivinas.
--- Se te va. Se te va ---dijo y se llevó las manos a su rostro, tapándoselo con gravedad y luego se tapó las orejas como si no quisiera escuchar un mensaje y se acarició nerviosa el velo florido que cubría sus cabellos.
Ahí empecé a temer que a Ifigenia le pasara lo que no debía ocurrir. Me acuerdo como si fuera ayer. El rostro de esa adivina. Sus ojos. La atmósfera reinante. La luz. Entre centenares de pequeños locales regentados por ancianos y ancianas tristes, fracasados, personajes de novela excéntrica o jóvenes locos y raros inventados por Joris Karl Huysmans, temía ya por mi mulata, allí en el desecho del tiempo rescatado de la basura nocturna de los jueves o de las ventas rápidas que suceden luego del fallecimiento del abuelo, la tía abuela, el tío perdido y solitario. Entre objetos tocados por la vida y la muerte.
¿Cómo ocurrió la desgracia? Un día le pregunté que hacían con los colmillos de marfil y con los penes incas, pues la veía manipulándolos en secreto, atrás de la tienda, con el viejo que se parecía a Voltaire, salido de Cayena, como Papillon, que hubiera podido ser su abuelo.
--- Usted cálmese, no pregunte mucho --- me dijo por primera vez de esa forma, callándome. Y yo, tierno, le besé las mejillas, dócil como un venadito, encoñado, pobre, pensando en su coño siempre, en nuestros arrunchamientos vespertinos y noctámbulos.
Todo fue tan rápido, es cierto. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? Les dije que ese día llegó el viejo que se parecía a Voltaire. Discutieron en el rellano, frente a la puerta. Yo dormía y me despertaron las voces del hombre y los gritos de ella. El tipo le reclamaba dinero y ella se negaba a dárselo.
--- Yo te consigo los clientes y me pagas -- gritó el tipo.
--- Es mi plata, es a mí a la que me tiran -- contestó ella furiosa.
--- Puta -- le dijo él, sacó un cuchillo y se lo enterró ahí varias veces. Estaba borracho. Por donde andaba dejaba rancio olor a alcohol.
Cuando salí ella se estaba desangrando. Yacía tirada en un reguero de sangre que rodaba por las viejas y empolvadas escaleras. Fue todo tan rápido. ¿Cómo pudo ocurrir algo así? Eso fue hace más de un cuarto de siglo. Esa fue la verdadera historia de la muerte de mi negra Ifigenia y del hombre que se parecía a Voltaire, su proxeneta y su maldito asesino, que se pudrió después en la cárcel.
Casi tres décadas después salgo del Pere Lachaise y me quedo en el café Saint Amour, en la esquina, frente al metro, leyendo Nadja de Breton, mientras mi Ifigenia colombiana sigue enterrada allí, al lado del mito, ella que ahora es una leyenda inasible para mí.
¿Habrá un día una placa para Ifigenia y yo? ¿Como Abelardo y Heloísa? Merecemos una placa como Abelardo y Heloísa, no importa que ella trabajara para la mafia del viejo y vendiera su cuerpo para invitarme a beber y a comer en las noches de París.
Siempre que iba a visitarla al cementerio salía de último, desolado, triste y viejo, cuando los policías pasaban anunciando el cierre del cementerio y sacando a los fans de Jim Morrison, a gente perdida, a clochards malolientes, turistas extranjeros, londinenses góticos, japoneses, gringos, chinos, argentinos, gays, lesbianas, heterosexuales, onanistas, necrófilos.
Eso fue así de triste siempre hasta el día en que conocí a la ninfa gótica Camila Moraes, que me escucha y entiende y viaja conmigo por los laberintos necrófilos. Ella me salvó. Me estaba volviendo loco de soledad. Por fin tengo a quien soporte mis recuerdos persistentes de la « negra » Ifigenia sin asustarse, sin temer a los muertos, sin sentir celos de los muertos, de la muerta. Esta pequeña gótica, como la llamo, tiene 24 años, es muy paciente, anda siempre en bicicleta, dice que es gerontófila y me frecuenta así con mi medio siglo a cuestas, mi pelo largo pasado de moda y mi patético deseo de parecerme a un rocker de los setenta.
¿Qué cómo conocí a la fotógrafa Camila Moraes? Pues apareció una mañana para traerme unos libros de Fernando Pessoa y Al Berto que me mandaban desde Lisboa y estaba tan apresurado que sólo pude verla unos minutos y sentir su perfume un instante. Le dije que le mandaría en dos horas un email confirmándole si nos veíamos más tarde u otro día. Pero fue esa misma tarde en el Jardin de Plantes; ella llegó con su bicicleta holandesa y caminamos mientras se oían los búhos del zoológico. Luego la llevé a donde estaban los canguros whalabí y los más jóvenes dieron saltos hacia nosotros, mirándonos a los ojos, directo, y se detuvieron a mirarnos con curiosidad. Dos madres cargaban a sus respectivos críos en las bolsas y desde lejos observaban la escena. Luego bebimos en un bistró frente a la Mezquita, y seguimos por la rue des Ecoles hasta el Sena y nos besamos frente a a la librería Shakespeare and Company, como si fuéramos unos enamorados de película y nos estuvieran filmando. Y no le importa que la lleve al mercado de pulgas de Saint-Ouen, cerca del metro Clignancourt a contarle las historias de quien era dulce y terrible como un bombón de veneno marca Colombina.
Le dije que ahí, en ese cafarnaún de Saint-Ouen solía ir a ver a Ifigenia a trabajar desde lejos en la tienda llamada « Las ruinas de Palmira », antes de que la matara el viejo que se parecía a Voltaire. A verla mientras atendía a algún curioso, o entregaba un paquete sospechoso o se dejaba mirar por los lascivos viejos verdes, ella siempre con el cabello fragante, vestida con bufandas hindúes de seda de diversos colores y ropa post-hippie de los años setenta, oliendo a pachulí.
« Todo mi cuerpo guardaba el olor a canela de Madagascar de su piel», le decía a Camila Moraes y ella me escuchaba y me incitaba a quedarnos en silencio extendidos sobre el piso empolvado de un enorme hangar decimonónico. En silencio, sin hablar. Ella ahí, a mi lado, en silencio. Yo a su lado en silencio. El silencio. El silencio. Qué bueno el silencio contigo, gótica, ladrona de la noche.
Ahora recorro con Camila esos laberintos de Saint-Ouen porque la recuerdo y me veo escuchando toda la noche a Bob Dylan y a Cat Stevens entre el aroma de los inciensos indios. La cosa es que yo me la paso recordándome a mí mismo y recordándola a ella. Paso a paso palpo los rastros del siglo a través de ropas viejas, vajillas y cubiertos centenarios, vestimentas antiguas para bebés, botones, prendedores, ribetes, condecoraciones, placas de viejas tiendas, espejos, escaparates, butacas, sillas, mesas, burós, pupitres manchados de tinta de la belle-époque o los años de entreguerras, periódicos y revistas viejas, kepis, uniformes, floreros, camas, nocheros, instrumentos, postales, afiches, xilófonos. Los palpo porque tal vez fueron palpados por ella.
El termómetro registra menos de cero grados. Como ven, sigo encaprichado del fantasma de Ifigenia, pero ahora lo comparto con Camila Moraes, la gótica viciosa y perversa a quien ahora la gitana, una nueva gitana, le lee su futuro como la otra vez se la leyó a la « negra » Ifigenia colombiana.
---Siga con este viejito nenita, siga con él, le conviene ---le dijo la gitana, descendiente de aquella, pero con gafas muy chic en carey oscuro de Armani, haciéndola ver como a una actriz de Antonioni o de la nouvelle vague.
Yo le pago a esa gitana para que se lo diga a ella y ella finge creerle a esa vieja errante a punto de morir. Y después se me pierde entre la gente. Y no la encuentro. ¿Dónde se ha metido mi amante de trenzas? ¿Sabe usted algo de Camila Moraes? Siempre se desaparece así cuando la llevo al mercado de Pulgas tras las huellas de Ifigenia. Diría que habla con ella a solas en alguna de esas tiendas de bibelots.
---Olvida ya tus fantasmas del pasado ---dice mi gótica cuando me vuelve a encontrar entre la muchedumbre.
Tal vez por eso mi amante Camila Moraes, mientras dispara su cámara y me toma fotos frente a tumbas de conocidos como Wilde o Rodenbach o Nerval o Rossini, insiste en escucharme y en explorar esa extraña persistencia en un amor sepultado por los lustros. Tal vez esa otra presencia la excita, pues sabe que la muerta estará presente en nuestros jadeos y nos ayudará a llegar a ciertos clímax aún más fuertes, cimas eróticos del más allá, perversos en su sepulcral delicia.
En Saint-Ouen, antiguo barrio obrero, sobreviven ahora en el año 2005 algunas casas de fin de siglo XIX y edificios de apartamentos de techos bajos y modestos para familias obreras. Algunas fábricas quedan ahí como muestras de ese tiempo ido. Y ahora, con la luna llena, enorme a lo lejos, entre la bruma, la gente tirita de frío y se frota las manos o luce guantes de todos los precios y estilos. Parejas de jóvenes cargan bolsas con los bibelots del día. Hermosas chicas van felices con el hallazgo de la tarde. Cincuentonas alegres y flacas ríen y exhiben la compra a sus alborozadas compinches. A pesar del frío han venido al ritual inevitable de rendir visita a una institución con pasado y mucho futuro. Alguien ha encontrado un cenicero con la publicidad de Dubonnet, otro un daguerrotipo, aquél una lámpara fascinante, éste un camafeo, ése un narguile verdadero, ella una retorcida tetera marroquí, el otro un incunable o un grabado de los tiempos napoleónicos.
¿Alguien que viva en París no ha ido alguna vez al mercado de pulgas de Clignancourt? ¿Quién no se ha atrevido a entrar a la guinguette de Louisette, cada vez más decadente, con sus cantantes gordas de narices enrojecidas y cantantes de vieja canción francesa, destemplados y estrafalarios, aupados en el pequeño escenario? Allí se come y se bebe mal, pero entre la decadencia y la mediocridad de los payasos que se suceden y se pelean por pasar al estrado y por las propinas de la clientela, uno cree asistir al último destello de un París que sólo pervive en las películas de Renoir y Carné, en el París transeúnte de Leon Paul Fargue o en las memorias de Paul Léautaud. Chez Louisette es el centro de este cafarnaún del desperdicio y la basura, de la muerte y el tiempo clausurado. Allí Camila y yo pasamos tardes y noches enteras comiendo y bebiendo y besándonos y escuchando a esos cantantes decadentes, ebrios, a punto de la clochardización. Y ahora está igual, todo más desleído y pasado de moda, con más cucarachas y más ratas y más putas y más vagabundos a punto de entrar a la nueva categoría de los Sin Domicilio Fijo, o SDF, como se llama hoy a los clochards, pobres, lejos de las campanas. ¿Alguien ha visto a Camila Moraes? Estoy buscando a mi amiga la gótica de 24 años y su olor y su cuerpo aferrado a mi, le corps d’elle, elle et mon corps. La noche llegó demasiado rápido. ¿Estoy solo? ¿Dónde estará mi amante? ¿Con quién estará? ¿Sabe algo usted de mi chica? ¿Sabe usted algo de Camila Moraes?
Los viejos cierran sus tristes tienduchas. Libreros de otra época siguen entre miles y miles de libros y revistas, ocultos entre la humareda de la pipa. Chez Louisette cierra. Los cantantes borrachos salen tambaleándose por los laberintos. La tienda de objetos para bebé de los años 20 queda atrás como un escenario para una película de terror de Alfred Hitchcock. Un sicópata ha comprado una muñeca de 1901 o un oso de peluche deshilachado. El que recuerda a sus tías se lleva un sombrero de vampiresa. Y yo desaparezco con Camila y vuelo y duermo y bebo y pasan los días de invierno y las noches, crece mi pelo, me cobija la vieja chaqueta de cuero negro y tirito y amo y el viento golpea mi rostro y remueve mi cabellera irredenta de viejo lobo.
Camila llegó a la cita en el Saint Amour y me ha dado un beso, se ha aferrado a mi boca, nuestras lenguas se han extasiado un largo rato en su intríngulis; la bella y la bestia. Ella ha terminado su jornada y ha venido a verme toda vestida de negro, con una joya negra anudada al cuello con una cinta del mismo color.
--- ¿La visitaste? ¿Qué te dijo hoy? ---preguntó Camila.
--- Te saluda desde ultratumba y nos pide que nos emborrachemos hoy en su nombre, que caminemos en su honor por la ciudad, que tiremos cubiertos de látex en su nombre, que me azotes en su nombre. Que esta noche nos visitará en la cama. Que nos amemos, ese fue su mensaje.
Y entonces pensé para mis adentros, mientras saboreaba una cerveza Leff, que debíamos recorrer París en su nombre, rincón a rincón, tomándole fotos, captándola, captándonos y así poco a poco desaparecerá su fantasma, por fin seremos tú y yo, solos sin ella, sin el encantamiento de su presencia, de su hielo mortuorio proveniente de los años setenta, lejos de los tiempos de Jim Morrison, John Lennon y Pier Paolo Pasolini.
Camila me dice que nos metamos mejor a una amplia cripta de un millonario latinoamericano del siglo XIX, situada no lejos de las tumbas de Balzac y Nerval, que están frente a frente. Sacó una botella de gin y bebimos y nos besamos. Me dio a fumar hachís. Me dijo que le encantaban los viejos, que los viejos le excitaban, que no había nada mejor que los viejos como yo. Y además que le encantaban las criptas abandonadas del cementerio.
--- Estás viejo. Te adoro. Te estás transformando en Voltaire. Eres el hombre que se parecía a Voltaire -- me dijo Camila.
Y nos quedamos en silencio extendidos sobre el piso empolvado del enorme mausoleo decimonónico. En la cripta. En silencio, sin hablar. Bajo la hojarasca de otoño. Ella ahí, a mi lado, en silencio. Muerta. Yo a su lado en silencio. Muerto. El silencio. El silencio. Qué bueno el silencio contigo, gótica, ladrona de la noche. Convertidos en piedra helada. Para siempre. Para siempre.
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