Por Eduardo García Aguilar
La noticia anual del nuevo Premio Nobel
de literatura anunciado por la Academia Sueca en las primeras semanas de
octubre de cada año ha sido siempre una fiesta para los amantes de las letras,
a veces una deflagración personal cuando se trata de un conocido del ámbito
cultural al que pertenecemos, un autor admirado y leído, u otras cuando el
galardonado es una figura que sale de la sombra desde un país exótico, por lo
regular con nombre casi impronunciable.
Quienes fuimos infectados por la
literatura desde muy temprano hemos tenido una relación especial con esos autores
cubiertos por el aura del premio otorgado a lo largo de más un siglo, pues abundan
las ediciones y biografías de los afortunados y las leyendas en torno a sus
vidas, como es el caso del sorpresivo Nobel Albert Camus, nativo de Argelia,
hijo de española analfabeta, premiado muy joven, y quien murió poco después en
un accidente automovilístico.
La Academia premiaba entonces al
militante por la paz que tenía una posición ambigua y polémica en torno al
propio conflicto sangriento que encendía su tierra natal y terminaría en la
desgarradora independencia de Argelia y el éxodo de millones de colonos franceses
y nativos en barcos llenos que huían de la masacre segura y quienes se
enfrentarían luego a la hostilidad de los habitantes de la metrópoli, que
persiste aun bien entrado el siglo XXI.
El premio a Camus fue aun mas polémico,
pues un joven le ganaba la partida a las otras dos grandes figuras de las
letras francesas de ese momento, los cascarrabias André Malraux y Jean Paul
Sartre, subidos ambos en altos pedestales de gloria construidos por los fieles
de sus respectivas tendencias políticas: el gaullismo de derecha moderada en el
caso del primero y la extrema izquierda marxista en el caso del otro.
La muerte prematura del apuesto Camus,
con su figura de galán de cine, aumentó su leyenda y poco a poco el tiempo le
fue dando la razón. Muy temprano, los adolescentes infectados por la literatura
leyeron en esos tiempos El extranjero, La caída y otras de sus obras o se
aventuraron a leer las diversas colecciones de ensayo sobre los asuntos de su
época. Y nunca olvidarían a Mersault, personaje de su corta obra de ficción más
famosa.
Unos tres lustros después se le otorgó el
Premio Nobel a Alexandre Solyenitzin, oscuro escritor de provincia en la Unión
Soviética, pequeño profesor de ciencias genial cuyas obras estaban prohibidas
pero pasaban de mano en mano y constituían la más fenomenal crítica al sistema
totalitario soviético, por lo que había sido apresado y enviado a las cárceles
del famoso gulag.
Escritor dotado de una inteligencia y talento
extraordinarios y fuerza de carácter afin a lo que se ha dado en llamar el alma
rusa, Solyenitzin escribió obras notables, entre las que se destaca El primer
círculo, donde caricaturiza al propio tirano Stalin y describe, entre otras
cosas, los ambientes cerrados donde científicos y técnicos son obligados a
trabajar para el régimen en cárceles privilegiadas, perfeccionando los sistemas
de telefonía y de escucha que no le gustan a Stalin.
Las obras de ese autor, entre las que
figuran Un día en la vida de Iván Denisovich y El archipiélago de Gulag, son ya
enormes clásicos y su rango se encuentra al nivel de los más grandes escritores rusos, como Tolstoi y
Dostoievski, entre otros que han sabido contar la peculiaridad de esa gran
cultura de extremos, violenta, sentimental, cruel y festiva que hoy sigue dando
noticias y es el tema que le valió el sorpresivo premio a la nueva galardonada,
la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich, autora de Voces de Chernóbil y El
fin del hombre rojo.
Muchas décadas después la lucha contra
los sistemas totalitarios y sus derivas sigue dando tema a los escritores y
premios a los perseguidos. Un poco eurocentrista en las última década, la
Academia ha galardnado uno tras otro, a autores poco conocidos de los ex países
satélites de la Unión Soviética. Tal es el caso del húngaro Imre Kertez, la rumana
de lengua alemana Herta Müller, la polaca Wyslava Symborska.
La Europa central y del este parece ser
por ahora el centro de las preocupaciones de los académicos suecos al
galardonar figuras exóticas para el resto del mundo como la austríaca Elfriede
Jelinek, el sueco Thomas Trastörmer o
los franceses Jean Marie le Clezio y Patrick Modiano, tras lo cual de vez en
cuando se premia a algún outsider chino o africano o a viejos consagrados como
Doris Lessing o Günter Grass. Estados Unidos y América Latina le interesan menos
por ahora.
No es para menos. Europa es e la actualidad
un taller en plena ebullición y cambios, situada en el centro de un mundo en
guerra donde los polvorines son muchos y variados en Ucrania, los balcanes, Oriente
Medio, el sudeste asiático y casi todo Africa, cuyos problemas estallan también
al interior de estas naciones en pleno proceso de cambio, inmigración y
mestizajes múltiples.
Está todavía muy fresca la guerra en
Europa. Las cenizas de la gran conflagración de la Segunda Guerra Mundial están
todavía calientes y los escritores de todas las generaciones abordan los temas
de la violencia vivida por padres, abuelos y bisabuelos en el siglo XX. Las
fronteras aun son frágiles y los rencores persisten en España, donde las
cicatrices del franquismo aun no cierran, o en Francia, donde el dolor de la
Ocupación nazi sigue vivo, o en Italia, donde Mussollini y la falange sigue
latente, por lo que los fantasmas del fascismo y sus exterminios de extranjeros
tientan aun a grandes sectores de la poblacion local en los suburbios y los
campos.
Por eso la literatura europea sigue muy
viva, es abundante y variada, y está casi siempre relacionada con todos los
dolores de judíos, gitanos, rusos, polacos, alemanes, franceses, griegos,
serbios, húngaros, españoles, ucranianos, búlgaros, rumanos, checos, el de las
víctimas de los diversos totalitarismos en fin de cuentas.
Los peligros de que está rodeada Europa y
el miedo de que estalle una nueva guerra en los mismos lugares donde se
iniciaron las anteriores, convierte al Nobel en un galardón bastante eurocéntrico.
Pero aun así, no deja de abrir ventanas necesarias a los lectores y creadores ávidos
de nuevas literaturas, voces y temas.
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