lunes, 12 de octubre de 2015

LAS OBSESIONES DEL PREMIO NOBEL


Por Eduardo García Aguilar

La noticia anual del nuevo Premio Nobel de literatura anunciado por la Academia Sueca en las primeras semanas de octubre de cada año ha sido siempre una fiesta para los amantes de las letras, a veces una deflagración personal cuando se trata de un conocido del ámbito cultural al que pertenecemos, un autor admirado y leído, u otras cuando el galardonado es una figura que sale de la sombra desde un país exótico, por lo regular con nombre casi impronunciable.

Quienes fuimos infectados por la literatura desde muy temprano hemos tenido una relación especial con esos autores cubiertos por el aura del premio otorgado a lo largo de más un siglo, pues abundan las ediciones y biografías de los afortunados y las leyendas en torno a sus vidas, como es el caso del sorpresivo Nobel Albert Camus, nativo de Argelia, hijo de española analfabeta, premiado muy joven, y quien murió poco después en un accidente automovilístico.

La Academia premiaba entonces al militante por la paz que tenía una posición ambigua y polémica en torno al propio conflicto sangriento que encendía su tierra natal y terminaría en la desgarradora independencia de Argelia y el éxodo de millones de colonos franceses y nativos en barcos llenos que huían de la masacre segura y quienes se enfrentarían luego a la hostilidad de los habitantes de la metrópoli, que persiste aun bien entrado el siglo XXI.

El premio a Camus fue aun mas polémico, pues un joven le ganaba la partida a las otras dos grandes figuras de las letras francesas de ese momento, los cascarrabias André Malraux y Jean Paul Sartre, subidos ambos en altos pedestales de gloria construidos por los fieles de sus respectivas tendencias políticas: el gaullismo de derecha moderada en el caso del primero y la extrema izquierda marxista en el caso del otro.

La muerte prematura del apuesto Camus, con su figura de galán de cine, aumentó su leyenda y poco a poco el tiempo le fue dando la razón. Muy temprano, los adolescentes infectados por la literatura leyeron en esos tiempos El extranjero, La caída y otras de sus obras o se aventuraron a leer las diversas colecciones de ensayo sobre los asuntos de su época. Y nunca olvidarían a Mersault, personaje de su corta obra de ficción más famosa.

Unos tres lustros después se le otorgó el Premio Nobel a Alexandre Solyenitzin, oscuro escritor de provincia en la Unión Soviética, pequeño profesor de ciencias genial cuyas obras estaban prohibidas pero pasaban de mano en mano y constituían la más fenomenal crítica al sistema totalitario soviético, por lo que había sido apresado y enviado a las cárceles del famoso gulag.

Escritor dotado de una inteligencia y talento extraordinarios y fuerza de carácter afin a lo que se ha dado en llamar el alma rusa, Solyenitzin escribió obras notables, entre las que se destaca El primer círculo, donde caricaturiza al propio tirano Stalin y describe, entre otras cosas, los ambientes cerrados donde científicos y técnicos son obligados a trabajar para el régimen en cárceles privilegiadas, perfeccionando los sistemas de telefonía y de escucha que no le gustan a Stalin.

Las obras de ese autor, entre las que figuran Un día en la vida de Iván Denisovich y El archipiélago de Gulag, son ya enormes clásicos y su rango se encuentra al nivel de los más  grandes escritores rusos, como Tolstoi y Dostoievski, entre otros que han sabido contar la peculiaridad de esa gran cultura de extremos, violenta, sentimental, cruel y festiva que hoy sigue dando noticias y es el tema que le valió el sorpresivo premio a la nueva galardonada, la periodista bielorrusa Svetlana Alexiévich, autora de Voces de Chernóbil y El fin del hombre rojo.

Muchas décadas después la lucha contra los sistemas totalitarios y sus derivas sigue dando tema a los escritores y premios a los perseguidos. Un poco eurocentrista en las última década, la Academia ha galardnado uno tras otro, a autores poco conocidos de los ex países satélites de la Unión Soviética. Tal es el caso del húngaro Imre Kertez, la rumana de lengua alemana Herta Müller, la polaca Wyslava Symborska.

La Europa central y del este parece ser por ahora el centro de las preocupaciones de los académicos suecos al galardonar figuras exóticas para el resto del mundo como la austríaca Elfriede Jelinek, el sueco Thomas Trastörmer  o los franceses Jean Marie le Clezio y Patrick Modiano, tras lo cual de vez en cuando se premia a algún outsider chino o africano o a viejos consagrados como Doris Lessing o Günter Grass. Estados Unidos y América Latina le interesan menos por ahora.

No es para menos. Europa es e la actualidad un taller en plena ebullición y cambios, situada en el centro de un mundo en guerra donde los polvorines son muchos y variados en Ucrania, los balcanes, Oriente Medio, el sudeste asiático y casi todo Africa, cuyos problemas estallan también al interior de estas naciones en pleno proceso de cambio, inmigración y mestizajes múltiples.

Está todavía muy fresca la guerra en Europa. Las cenizas de la gran conflagración de la Segunda Guerra Mundial están todavía calientes y los escritores de todas las generaciones abordan los temas de la violencia vivida por padres, abuelos y bisabuelos en el siglo XX. Las fronteras aun son frágiles y los rencores persisten en España, donde las cicatrices del franquismo aun no cierran, o en Francia, donde el dolor de la Ocupación nazi sigue vivo, o en Italia, donde Mussollini y la falange sigue latente, por lo que los fantasmas del fascismo y sus exterminios de extranjeros tientan aun a grandes sectores de la poblacion local en los suburbios y los campos.

Por eso la literatura europea sigue muy viva, es abundante y variada, y está casi siempre relacionada con todos los dolores de judíos, gitanos, rusos, polacos, alemanes, franceses, griegos, serbios, húngaros, españoles, ucranianos, búlgaros, rumanos, checos, el de las víctimas de los diversos totalitarismos en fin de cuentas.

Los peligros de que está rodeada Europa y el miedo de que estalle una nueva guerra en los mismos lugares donde se iniciaron las anteriores, convierte al Nobel en un galardón bastante eurocéntrico. Pero aun así, no deja de abrir ventanas necesarias a los lectores y creadores ávidos de nuevas literaturas, voces y temas.      




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