Por Eduardo García Aguilar
Por donde pasaba Borges
parecía ser la concreción en vida de una nueva deidad. En México, al salir de la sala Ollin Yoliztli, una noche de
los primeros años 80, vi como varios jóvenes admiradores se tiraron al suelo y
empezaron a seguirlo arrodillados, arrastrándose al grito de “¡gloria eterna
para usted maestro!” y lloraban y acoplaban sus manos en signo de adoración,
poseídos, locos, delirantes.
La escena impresionante que ahora rememoro
me parece similar a a esos actos histéricos en que los fanáticos de alguna
secta religiosa entran en trace como se ha visto en todas las épocas ante las milagrerías
de los iluminados. Lo mismo que vi en México ocurría en Quito, Bogotá, Medellín,
Santiago de Chile, Londres, Madrid, Tokio, y París, ciudad donde desde hacía ya
muchas décadas se le había consagrado como leyenda viviente. Se le veía junto a
un globo, al lado de las pirámides de Egipto, sabio e infinito junto a las de
Teotihuacán, ciego pero inquieto hasta el final, devorándose al mundo con su
novia Kodama.
Francia lo adoraba y las calles de París
lo vieron pasar muchas veces. En el hotel de la rue des Beaux Arts donde murió
Wilde, hay una placa en su nombre. Desde las traducciones de Roger Caillois,
Borges fue adoptado por la tierra de Montaigne y Voltaire. En 1964 L’Herne dedicó un número especial a su
obra, en los años 70 Michel Foucault lo hizo protagonista de Las palabras y las
cosas y Gallimard en la colección Pléiade
publicó sus obras completas en edición establecida, presentada y anotada
por el francés Jean Pierre-Bernès, uno de los últimos confidentes del maestro
autorizados entonces por María Kodama.
Para Borges la gloria era la mayor
incomprensión y aunque al principio sólo vendió en un año 37 ejemplares de uno
de sus libros, en las dos últimas décadas de su vida se volvió una especie de
fetiche hacedor de milagros. Pero a
diferencia de otros pavosrreales, Borges tomó la tragedia de su gloria con gran
sentido del humor y proverbial modestia. Siempre fue un escritor marginal, rebelde,
subversivo, anarquista, arbitrario. Argentino elitista y de derechas como su
amigo Bioy Casares, cometió la torpeza de elogiar y buscar al repugnante
dictador chileno Augusto Pinochet, lo que, según algunos conocedores, lo alejó
del Nobel de literatura que parecía llegarle en bandeja de plata
Contra la corriente no escribió novelas
porque su timidez lo hubiera incomodado entre tantos personajes, mezcló prosa y
poesía en volúmenes y fue un gozoso conversador antes que aprendiz de tribuno.
Su reino fue el estilo. De él dijo Emile Cioran que “la desgracia de ser
reconocido cayó sobre él. Merecía algo mejor. Merecía seguir en la sombra, en
lo imperceptible, seguir inasible e impopular”.
En un texto publicado en la revista Magazine littéraire,que le ha dedicado
varias ediciones, el hispanista Gérard de Cortanze, afirma que hay “volver de
nuevo a esta obra vasta y enigmática” y a un Borges “humanizado y más caluroso”
lejos de la leyenda aceptada de “un intelectual abstracto y gélido”. El último
exégeta Bernès trata de mostrarlo por su lado como “el viejo anarquista
tranquilo”, según la propia y final autodefinición del poeta, poco antes de
morir en Ginebra luego de casarse con María Kodama y participar con entusiasmo
en la preparación de su obras completas para La Pléiade.
Bernès cuenta los últimos días previos a
la muerte, en junio de 1986, y dice que tiene “la certeza de que preparaba su
muerte por una especie de imitación de las muertes literarias que lo
precedieron” y por eso le dijo, fiel a su gran preocupación, que “yo no se en
que lengua voy a morir”.
Borges fascinó en los 60 y 70 a toda la
juventud latinoamericana que aprendía de memoria sus enigmas e ironías y lo
tomó como modelo de escritor: el que deambula siempre por la biblioteca eterna
y pasa de un lado al otro del mundo y de un milenio al otro con la alegría de
un sabio modesto que está seguro de que todo conduce a la muerte y al olvido.
El reino y la maestría de Borges en aquellos años se mira hoy con nostalgia: en
todas las ciudades que visitó se vio rodeado por esa juventud entusiasta hoy
envejecida o muerta que lo quiso no como una estrella fugaz de opereta
literaria sino como el maestro que nos hace amar el milagro de la palabra, el
libro, la vida, la muerte, la gloria, la eternidad, el olvido, el polvo, el
desierto.
Nacido según la Fundación San Telmo el 23
de agosto de 1899 y para otros el 24 del mismo mes, Jorge Luis Borges sigue en
su nube de gloria en este siglo XXI de guerras religiosas, aunque es menos
leído y poco conocido por las nuevas generaciones latinoamericanas y menos aun
por los lectores internacionales, poco afines ya a ese tipo de autores desplazados
por una literatura concreta, útil, periodística, literatura fácil de divertimento
y sin estilo o matices, literatura para viajes, vacaciones o playas.
Pero Borges sigue vivo reproduciéndose
hasta el infinito para los curiosos en la red internet que él presagió en El
Aleph y se necesitarían muchos años para visitar todos esos sitios llenos de
sopresas, datos, referencias, juegos, enigmas y delirios y viajar por los
múltiples enlaces borgianos en la telaraña mundial, gobernada por una magnífica
inteligencia virtual y artificial donde el personaje que él fue para nosotros
es un ahora un punto imperceptible a punto de desaparecer.
En tiempos de Borges la Gran Biblioteca
estaba cerca de la gente, era una biblioteca amable, generosa, personal, llena
de gracia y alegría; ahora, por el contrario, ha sido vaciada y en su lugar
reina el hielo de los supermercados. Silvia Barón Superviele dice que para
Borges “la Enciclopedia y la Biblioteca son análogas porque son imágenes del
infinito” y esa búsqueda del infinito quiere ser desterrada de la literatura.
Aunque en la red virtual su palabra crece hasta el infinito, parece también desaparecer
reproduciénose, fluir escondiéndose ante la mirada ciega de un Borges que flota
en el espacio como un astronauta perdido.
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