En su vena más honda, Tequila
coxis(1) es un viaje a la raíz. No a la raíz étnica, cultural o política; un
viaje a la raíz antropológica, tejida por toda una red sanguínea que la nutre.
Este viaje empieza en una vieja y destartalada mansión de Ciudad de México; una
casa de las antiguas familias patricias convertida en ruinas. La voz, los ojos,
los sentimientos de Néstor Aldaz nos permiten visitar esas ruinas tanto humanas
como arquitectónicas e incluso sociales. Así descubrimos el estado de
decadencia en el que vive Porfirio Antúnez, representante de una antigua
aristocracia venida a menos. Así nos compenetramos con el estado de caos
social. Escombros de una lucha identitaria extraviada en la búsqueda de
fantasmas de la historia. Denuncia y fascinación de una situación frecuente en
la ficción y en la realidad latinoamericana.
El que llega a dicho espacio es un periodista que hurga en el pasado
de ese ser decrépito. Hurga en pos de la verdad sobre la muerte de una actriz. Y
como consecuencia de su inmersión, emerge la voz que rige la acción en Tequila coxis. Esa voz da cuenta de los
movimientos y manifestaciones de esos personajes, para terminar cuajando en una
novela poliédrica cuyo eje central, la búsqueda de los orígenes, vertebra todas
sus facetas.
En uno de sus aspectos más visibles, con la apariencia de un canto a
la ciudad multifacética, a la vez engendradora y devoradora de mitos y
leyendas, de pasiones extremas y de personajes extraños, la voz nos conduce
hacia la intrahistoria del cine mexicano en su época dorada. En paralelo,
imbricado con ese canto, asistimos a la debacle de uno de los sobrevivientes de
ese período de gloria reciclado por los azares de la vida en el líder máximo
de un movimiento de “renacimiento” de los valores más singulares de la
civilización mexicana pre-hispánica, en lucha a muerte con la cultura
cataclismática y moderna del México contemporáneo. Sexo, droga y alcohol. Pero
ya dije, en el fondo, el personaje central, se mueve a la búsqueda de saber
quién es, quienes fueron los suyos, por qué ahí y en ese contexto, él que no es
precisamente mexicano.
El descubrimiento de la verdad resulta un verdadero asombro para él y,
singularmente, para el lector. Tequila
Coxis resulta así un canto de amor y odio a la Ciudad de México, a la vida,
a los azares de la existencia. En sus diferentes escenarios los personajes se
cruzan, se tocan, se desean, se separan, se encuentran en habitaciones de paso
a donde acuden los amantes, las esposas aburridas, los maridos hastiados, todos
devorados por un deseo incontrolado.
Desde el dintel de la novela, después de haber visto el estado
imperante en esa antigua mansión colonial el lector asiste al encuentro con
otra de las constantes: el elemento a la vez cómico y misterioso de la
Coatlicue. “En el otro extremo de la sala, en la pared, estaba el enorme cuadro
de la Coatlicue, la diosa vestida de serpientes, la deidad que pretendía (Porfirio
Antúnez) convertir desde hace años en centro de culto entre la gente de las
barriadas... En medio de la decrepitud y cercano ya al fin, Porfirio Antúnez
tenía aún aliento para canalizar sus odios a través de la diosa pétrea de
espectral rostro ofídico, cubierta de mutilaciones y calaveras, y proyectar su
ciega venganza contra Hernán Cortés, el conquistador que cambió el rumbo de
estas tierras para siempre.” (pp: 15-16) Desde ese paradójico punto de partida,
poco a poco iremos descubriendo el período de gloria de ese extraño personaje
durante los años del esplendor del cine mexicano, autoconvertido en su
decrepitud en el animador del movimiento aztequista-zapatista-anticortesinano.
“-…¡Vamos a vengarnos de los españoles!- exclamó mientras engullía el último
resto de la suculenta papa.” Marcada por una voluntad de análisis del
extremismo identitario, Tequila Coxis
no por eso cae en el tono de la denuncia; por el contrario, el flujo narrativo
acarrea, por momentos, un fino sentido del humor y, en otros, un intenso
dramatismo. Así logra poner al desnudo una pasión capaz de llegar al asesinato
por amor.
Tequila coxis es, asimismo, una incursión en el mundo de las exageraciones
libertinas y la usura de los cuerpos, con un entramado de novela negra en lo
que ello conlleva penetrar en los lados más oscuros de una sociedad para
indagar el pasado de una generación que se extravió en el mundillo del cine, la
droga y el alcohol. El hijo de la frustrada estrella del cine, indaga por las
circunstancias de la muerte de su madre y en su averiguación va descubriendo la
ciudad y vive él mismo la pasión y se enreda en la trama del deseo con una
serie de “libertarias”, cuyos comportamientos las convierte en seres
caricaturescos.
Así, Ciudad de México en Tequila
coxis es presentada como una fiera dispuesta siempre a dar el gran zarpazo,
como una urbe llena de lugares asombrosos o siniestros. No por nada la
presencia de roedores nocturnos y de mamíferos voladores entre los techos de la
ciudad es una de las imágenes recurrentes a lo largo de la historia de la
ciudad y de los personajes.
Las incursiones de Néstor Aldaz en pos de recrear el pasado de su
madre le lleva a comprender que ninguna ciudad puede palpitar ni entenderse sin
su historia negra, sin sus tragedias cotidianas y pasiones turbulentas. La
historia de la delincuencia y de sus movimientos de “resistencia autoctonista”
es también una historia de la ciudad y sus habitantes.
En muchas ocasiones, esta historia tiene más lustre que la oficial, la
de los próceres y las gestas heroicas. Recordemos que las ciudades legendarias
de la modernidad están marcadas por sus hechos delictivos y sus personajes
criminales: Chicago, Los Ángeles, Nueva York, París, Londres. Tal también es el
caso de Ciudad de México en la versión de Tequila
coxis cuya mirada socarrona se burla de muchos militantes folklóricos de la
identidad nacional e individual.
En medio de eso submundo Néstor Aldaz llega a descubrimiento de su
verdadera identidad. “Y entonces supe, con horror, que era hijo del asesino de
mi madre, una historia digna del griego Sófocles, y como un sueño, supe también
que mi verdadero nombre no era Néstor Aldaz, sino Néstor Antúnez. Yo era pues
la rencarnación del monstruoso y repudiable Porfirio Antúnez.” (p. 203)
Un abismal y fascinante relato en pos de la “identidad”.
* Jorge Nájar. Poeta, ensayista y narrador peruano residente en Francia. (Pucallpa-Perú,
1946). Estudió en Lima Educación y Ciencias Humanas en la Universidad
Nacional «Federico Villarreal». Trabajó de profesor en su ciudad natal.
Ejerció en Lima el periodismo hasta 1976, cuando viajó a Francia donde
prosiguió sus estudios de antropología en el Institut de Hautes Etudes
de l’Amerique Latine, París III. En 1972 publicó su primer poemario
Malas maneras. Obtuvo el Primer premio de la Bienal del Poesía del Perú
(1984), Premio Copé de Oro; y el Premio Juan Rulfo de Poesía (Radio
France Internationale, 2001). En 2002, la Editorial de la Unesco publicó
su antología Poesía contemporánea de expresión francesa y, en 2003, la
U. Católica de Lima lo reeditó. Toda su obra poética ha sido reunida en
Formas del delirio (Ediciones San Marcos, Lima, 1999). Gran parte de su
obra narrativa y poética ha sido traducida al francés: Le dire du
malappris (Correcaminos, 1988); Pérou, contes populaires
(Syros-Alternatives, 1989); Le diables rient (Syros-Alternatives, 1990);
Toile Écrite (La Différence, 1992); Gravures sur maté (Folle Avoine,
1999); Figure de proue (Folle Avoine, 2006). Vive en París desde 1977
donde enseña y traduce poesía.
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