Por Eduardo García Aguilar
La lectura
del Amadís de Gaula, obra de un anónimo ibérico, y de Cándido, farsa del filósofo socarrón francés Voltaire,
nos conduce a diferentes épocas de la humanidad, cuyo hábito sostenido es y ha
sido la guerra permanente.
La primera obra es una novela de
caballerías, escrita al parecer durante el siglo XIII. Esta obra es la inauguración
del género de las novelas de caballerías que concluye magistralmente con las
historias del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. Preciosa,
cautivadora, la novela no merece un simple análisis literario, pues nos lleva
de acción en acción a los conflictos que se dan entre príncipes y caballeros,
por peñascos, islas, valles poblados por preciosas doncellas.
Los dos personajes centrales son Amadís de
Gaula y Galaor, hermanos y brillantes caballeros andantes, desfacedores de
entuertos, enamorados, coquetos, idealistas y tan vigorosos en la guerra como
en el amor. El mundo mítico, lleno de castillos y florestas, amaneceres
turbios, firmamentos salpicados de estrellas, prados, valles y alcázares es un
orbe de muerte descrito con tal candor, que las cortadas de cabeza,
despellejamientos, decapitaciones y atravesamientos de abdomen con adarga,
hacen parte de un paisaje normal y corriente poblado de villanos y buenos.
Me sorprendí riendo al leer esas descripciones
de batallas. Dice por ejemplo que Galaor se enfrentó a fulano de tal caballero
cortándole su cabeza; a otro, la adarga le atraviesa los huesos de las
costillas dejando ver las tripas rojas regadas sobre el suelo; a otro lado le
descalabra; a aquél le corta la mano derecha y se ve al caballero derrotado que
con los muñones rojos aun de la sangre vertida se arrodilla y le pide perdón al
triunfante por el entuerto hecho.
Cándido es también una historia divertida
de muerte, escrita con tal ironía que nos hace reir de nuestra propia imbecilidad.
Es un hombre bueno este Cándido, que sin quererlo termina asesinando, matando y
guerreando con una inocencia inusitada. Es cándido, porque la muerte que él
encuentra en el camino y a la que se ve abocado, le parece algo normal y moral.
Paradójicamente sus primeros encuentros ocurren en tierras de la pampa
argentina y luego se extienden por nuestro atribulado continente, tan ducho en
guerras y conflictos de toda índole. Cuando Cándido quiere la paz, de nuevo hay
sucederes ineluctables que acrecientan su ingenua lista de muertos y
agresiones.
Cándido y el Amadís de Gaula se reúnen hoy
aquí por el capricho de la pluma, ya que la comparación podría hacerse con casi
todas las obras de la literatura universal o de la historia. Pocas son las
obras, por muy míticas o románticas que sean, que no traten de la guerra, ese
juego divertido e infantil de los hombres de todos los tiempos. El mérito de
los textos citados es precisamente que ahora, bombardeados por las noticias de
tantas guerras contemporáneas, tenemos la tendencia a olvidarnos de esa
carnicería incomprensible y por ende, de la muerte certera que la anima.
Para no llenarnos de horror y ponerle un
poco de picante a la historia, que es sangrienta, más vale leer a Voltaire y a
ese anónimo, que sentarnos frente a la televisión: leamos la guerra, pero a
través de la ficción y los libros, esa sería la nueva consigna.
La lectura de estas obras es ejemplar pues
olvidamos a veces que el “progreso” del que tanto hablaban liberales y
revolucionarios del siglo XVIII,
esperanzados en que nuevos mayores niveles de técnica y productividad
traerían consigo mejores niveles de vida de la humanidad y paz creciente, se
tradujo por el contrario en un avance de las codicias y el incremento y
perfeccionamiento de las armas, que de adargas y espadas pasaron a
ametralladoras, tanques, misiles, gases, bombarderos, portaviones, submarinos y
bombas atómicas convirtiendo al mundo en un polvorín infinito.
Si los trogloditas se peleaban con piedras
y lanzas, los medievales lo hacían con ballestas multicolores, adargas y
arcabuces, desuetos ya para tristeza de los hombres. Las nuevas armas conllevan
la muerte mucho más rápido que antes, pero sigue siendo muerte al fin al cabo,
muerte feliz que lleva a la ceniza enamorada de los cuerpos calcinados.
No olvidemos que la soberbia del hombre
contemporáneo, antropólatra, es tan vana como su propia inocencia. Nosotros los
pacifistas de hoy podemos cantar victoria por ver alejado uno de tantos
episodios humanos en los campos de batalla, pero la humanidad no se curará de
la enfermedad y otros conflictos surgirán en otros lugares de manera
ineluctable.
Más vale pues leer el Amadís y el Cándido
para comprender la fragilidad de toda paz y saber que en cualquier momento, por
decisión absurda de gobernantes, políticos, gamonales, magnates, bandidos y
poderosos guerreros de todo cuño, pueden volver a sonar los clarines de la
batalla.
Antes de que la ignominiosa guerra regrese
leámosla a través de los libros o el arte en general. La bibliografía sobre la
guerra en la ficción es inagotable y estas dos obras sugeridas hoy son apenas
un abrebocas insignificante para atestiguar las tareas de la parca.
Y más allá de los libros, podemos también
reconocer la guerra en las obras de grandes
artistas de todos los tiempos y seguirla en las imágenes de los templos
milenarios, asiáticos, europeos, africanos, americanos, mediorientales. Allí, a
lo largo de los milenios, los artesanos chinos, japoneses, camboyanos,
egipcios, persas, griegos, romanos, judíos, cristianos, islamistas, han
recreado siempre en frescos y bajorrelieves millones de batallas con una
minuciosidad que nos asombra, nos ilustra y por supuesto, nos aterra.
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* De la serie Textos nómadas.
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