Por Eduardo García Aguilar
Una
de las ceremonias rituales mexicanas que más me ha impresionado siempre es el
Grito de la Independencia que se celebra cada 15 de septiembre en todas las
localidades del país y es una fiesta donde el nacionalismo y el orgullo patrio,
pese a todos los fracasos, se manifiesta con la mayor intensidad, pero que a la
vez es una forma de control y manipulación sentimental del mexicano por parte
de la corrupta clase política.
En
la capital centenares de miles de personas acuden frente al Palacio Nacional,
en el famoso Zócalo, junto al Tempo Mayor Azteca y la Catedral, y el presidente
de la República sale al balcón para pronunciar unas palabras mántricas que
terminan con el grito Viva México, al que le siguen los juegos pirotécnicos y
la fiesta desbordada hasta altas horas de la madrugada.
El
mismo grito es pronunciado en cada una de las alcaldías de la inmensa metrópoili
y en cada uno de los miles y miles de pueblos y veredas de la enorme República
federal compuesta por una treintena de estados soberanos, cada uno de los cuales
se diferencia por cultura, historia y tradición.
El
grito también se celebra en todas aquellas ciudades de Estados Unidos donde viven
millones de oriundos de la tierra azteca y en otras ciudades del mundo donde hay concentración de mexicanos
emigrantes: cada una de esas celebraciones de la diáspora es motivo para
degustar exquisiteces gastronómicas autóctonas y beber tequila o mezcal o cervezas
típicas, para luego sumirse en una larga ordalía alcohólica que es como el
conjuro anual de todas las penas y desgracias de la vida.
En
los pequeños pueblos indígenas, hacia la madrugada, después de las fiestas y la
francachela, se puede ver a muchos indígenas tirados en aceras o parques
completamente ebrios y preparados para vivir la famosa cruda o resaca sin la
cual la fiesta no tiene sentido.
Ese
día los mexicanos sacan el niño que simpre llevan dentro y ondean banderines y banderas,
pitos, serpentinas y todo tipo de guirnaldas y adornos coloridos que son colocados
en fachadas, salones y lugares de esparcimiento público donde suenan los maricahis
hasta el amanecer.
El
primer grito lo viví unos días después de llegar a México, donde viví muchos años
y aun no olvido esa impresionante sensación que tuve de estar en medio de una
muchedmumbre popular cuyo treno era impresionante. Tampoco la sensación de ver
al presidente en ese entonces en pleno apogeo del partido de gobierno, el
Revolucionario Institucional, un mandatario megalómano que se sentía un
verdadero Quetzaltcóalt, dios azteca todopoderoso, alado e infalibe que nadie
se atrevía a tocar o retar y a quien todos temían.
La
masa ardiente de pueblo proveniente de todas los suburbios esperaba la salida
del mandatario y se silenciaba cuando tomaba la bandera y la hacía ondear ante
todos, tras lo cual pronunciaba las palabras nacionalistas a las que seguía el
griterío interminable que indicaba la hora de comenzar la fiesta.
La
plaza esta llena de capas históricas, porque en el subsuelo se encuentran las
ruinas de las pirámides aztecas y de las construcciones coloniales y además está
circundada por el Palacio Nacional, las ruinas de los tempos sacrificiales, la
inmensa Catedral Metropolitana, enorme reproducción de la de Sevilla y otros
edificios emblemáticos.
El grito
era transmitido en directo a todo el país por televisión como “especial”
dedicado a los fieles televidentes con la presentación de los cantantes de moda
de entonces, la inefable Lucerito, Luis Miguel o el recién fallecido Juan
Gabriel, que era ya una verdadero ídolo nacional, a los que se agregaban
Vicente Fernández, José José y tantas otras estrellas patrias.
En esa
plaza del Zócalo de la Ciudad de México el país ha vivido tragedias nacionales,
ida y venida de virreyes y emperadores malogrados, golpes de Estado,
fusilamientos, ahorcamientos, masacres, entrada y salida de las tropas
revolucionarias de Zapata y Villa, tiempos de auge, grandeza, mediocridad y cómica
decadencia.
Pero todo
eso con un común denominador indiscutible, consistente en el sincretismo
cultural donde ninguna de las fuerzas extrañas ha logrado devorar lo esencial
de la mexicanidad milenaria, la de las múltiples civilizaciones que se dieron
allí a lo largo del tiempo.
Los
mexicanos han sufrido las más atroces torturas y humillaciones aplicadas por
los mandamases de turno que los han saqueado y hambreado hasta la saciedad,
pero ahí siguen firmes como lo mostró el sepelio de Juan Gabriel, al que
asistieron en el Palacio de Bellas Artes más de 700.000 personas y superó en
magnitud a los ofrecidos en su momento a Cantinflas y a Gabriel García Marquez,
colombiano este último adoptado por ellos a lo largo de su residencia de 50
años en ese país.
La
muchedumbre se dispersa y las calles de la ciudad se llenan de ese pueblo que
compra en los puestos y toldos tacos, sopas y carnitas aderezadas con el
picante ancestral o se aleja hacia la Plaza Garibaldi a oir mariachis o a sus
vecindades, donde bailarán hasta al amanecer al ritmo de la cumbia o el danzón.
Cuando uno
se refiere a la fiesta nacional de los mexicanos, debe reconocer la fortaleza
de ese pueblo de estirpe matriarcal ante las desgracias. Porque como lo
muestran sus famosas diosas antiguas Coatlicue o Coyolxauhqui, entre otras, o la
Virgen de Guadalupe, inventada por los curas para resumir en ella a las
deidades matriarcales indígenas, este pueblo sobrevive gracias a la serenidad y
entereza de las mujeres, pilares de la patria mientras la mayoría de los
hombres siembran el caos y la violencia movidos por un extraño sino de fracaso
y tristeza, muy bien analizado por los filósofos de la mexicanidad, desde Paz a
Monsivaís.
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 18 de septiembre de 2016.
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