El libro William Faulkner de Oxford, recopilación de testimonios sobre
el gran novelista realizada por James Webb y A. Wigfall Green y publicada en
1965, nos acerca a la vida del Premio Nobel 1949, uno
de los autores que más influyó en la literatura latinoamericana de la
segunda mitad del siglo XX. De este autor nos ha llegado la leyenda de
un individuo alcohólico y neurasténico que en medio de sus conflictos
interiores fue capaz de crear una vasta obra donde hace vivir a través
de un soberbio estilo el drama del pueblo norteamericano residente en
los valles y pueblos irrigados por las aguas del río Mississippi, la
arteria esencial de esa nación antes y después de la llegada de los
europeos.
Faulkner (1897-1962) no solo fue ese gran narrador esencial que conquistó la gloria en vida por medio de un trabajo desbordante, sino también el autor de guiones que quiso triunfar como tantos otros en el complejo mundo cinematográfico de Hollywood. Allí compartió con sus amigos alcohólicos como él, Dashiel Hammet, Howard Hawks y Francis Scott Fitzgerald y con ellos, al calor de los whiskies, dio a luz guiones de películas inolvidables de esa gran época de oro del cine marcada por el estrellato de Humphrey Bogart y Lauren Bacall y múltiples estrellas como Rita Hayworth, Bette Davis, Marlene Dietrich y tantas más.
Faulkner es esencialmente un escritor del sur popular y campesino. Nacido en New Albany, también en Mississippi, el autor compró ya famoso la casa de Oxford donde pasaría casi todo el resto de su vida y que da el título a este libro. Allí en el profundo mundo agrícola del sur le gustaba montar a caballo, recorrer los campos y escribir al lado de sus múltiples amadas. No le gustaba la fama y huía de todos los compromisos y mundanidades que tanto atraen a veces a otro tipo de escritores. Lector de Balzac, su saga busca contar la vida de su tierra natal y terminó por convertirse en un emblema de una nación, convirtiéndolo en uno de los grandes autores del siglo XX. Faulkner fue el creador del mundo imaginario de Yoknapatawpha, una especie de Macondo estadounidense donde se cuenta la vida compleja del sur del país, con sus conflictos raciales y la pobreza.
El volumen de portada azul con el rostro del narrador lo encontré y rescaté alguna vez de un bote basura en México a donde lo habían desechado, y después de hacer un lado cáscaras de banano y viscosos detritus, con huellas de huevos quebrados, lo saqué con mucho cuidado para que no se deshiciera en mis manos. Me acordé inmediatamente de la lectura de Luz de agosto, una de las novelas inolvidables donde las voces se cruzan, se pierden y se encuentran en un río de palabras desbocado y turbulento.
En el libro de James Webb y A. Wigfall Green hablan unas cuarenta personas, desde su más íntimo compañero Phil Stone hasta el farmaceuta y el hermano y nos reconstruyen la cotidianidad de su natal estado de Mississipi al que fue siempre fiel. Stone considera que “no hay nada más fatal para la creación de un arte vivo y pujante que la mano de la cultura”. Las grandes obras surgen por lo regular de la vida popular y cuando un autor se deja intoxicar por la pomposidad de la cultura y el retorcimiento impostado crea obras muertas, sin vida, sin sudor y sangre, como si fueran estatuas de frío mármol. Como un fiel mánager, el señor Stone dice haber cuidado siempre de que su amigo tuviera los pies en la tierra, por lo que Faulkner consideró que “la verdadera grandeza está en la creación de grandes cosas y no en pretender crearlas; que la única senda hacia el éxito literario es el trabajo seguro, paciente, arduo e inteligente; que uno alcanza el trono si lo merece y no de otra manera”.
El texto “Espléndidas mañanas de nuestra juventud”, de su hermano Murry, nos comenta la llegada del tren a Oxford, idéntica a esas extrañas llegadas literarias que el novelista describe en el viaje interminable de su literatura. En ese texto nos habla de la pasión de Bill -como lo llamaban familiarmente- por las locomotoras a vapor: “Bill, nuestro hermano John y yo, nos levantábamos temprano y trotábamos por las polvorientas calles hacia el elevado terraplén desde el que se veía el ferrocarril en un punto que ahora estaría en el fondo, o cerca, de la casa de los antiguos alumnos de la universidad. Bill iba diciendo no solo el número de la locomotora, sino también el nombre del maquinista cuya mano tiraba de la cuerda del pito que oíamos...”.
Sus amigos y contemporáneos lo describen como un hombre introvertido que detestaba aparecer en público, dictar conferencias o asistir a coloquios. Prefería estar en su granja, atendiendo sus caballos, o caminar por las calles de ese pueblo que en principio nunca le creyó capaz de ser algo más que un papanatas. Faulkner era el más opaco de la familia. Los pueblos del Mississippi lo vieron crecer y morir. Necesitaba la seguridad de la tierra firme, la misma ventana, idéntico árbol, sendero, farmacia y lugares de la infancia.
Cazador de pura cepa, adorador de locomotoras y aviones, Faulkner hizo todo lo posible para no tener leyenda, aunque después la leyenda suya fuera precisamente el deliberado deseo de no tenerla. Todos coinciden en anotar la lejanía de su mirada, como si estuviera viviendo en otro mundo. Observaba los seres, los saludaba, hacia cosas con ellos, pero era casi autista. Le bastaban sus fantasmas.
Los diversos testimonios nos introducen a su vida privada y como en una de sus novelas, reconstruimos a Oxford, Mississipi. Al pueblo lo asumimos poco a poco y se nos vuelve una novela con un personaje central: Faulkner. Las fotografías, coleccionadas por el fotógrafo del pueblo, Coldfield, contribuyen aun más a mostrar las hendiduras de su vida.
El farmaceuta, el fotógrafo, los viejos coches estacionados al lado de una carretera polvorienta, las fiestas, los caballos, Phil Stone, Ed Meek, los negros marginados por la segregación racial, una casa flotante construida por él y sus amigos, Rowan Oak y su mesa, se nos aparecen nítidamente en esta recopilación de testimonios que nos muestra que las grandes obras por lo regular surgen y son inspiradas por la tierra natal y la infancia transcurrida en ella.
Faulkner (1897-1962) no solo fue ese gran narrador esencial que conquistó la gloria en vida por medio de un trabajo desbordante, sino también el autor de guiones que quiso triunfar como tantos otros en el complejo mundo cinematográfico de Hollywood. Allí compartió con sus amigos alcohólicos como él, Dashiel Hammet, Howard Hawks y Francis Scott Fitzgerald y con ellos, al calor de los whiskies, dio a luz guiones de películas inolvidables de esa gran época de oro del cine marcada por el estrellato de Humphrey Bogart y Lauren Bacall y múltiples estrellas como Rita Hayworth, Bette Davis, Marlene Dietrich y tantas más.
Faulkner es esencialmente un escritor del sur popular y campesino. Nacido en New Albany, también en Mississippi, el autor compró ya famoso la casa de Oxford donde pasaría casi todo el resto de su vida y que da el título a este libro. Allí en el profundo mundo agrícola del sur le gustaba montar a caballo, recorrer los campos y escribir al lado de sus múltiples amadas. No le gustaba la fama y huía de todos los compromisos y mundanidades que tanto atraen a veces a otro tipo de escritores. Lector de Balzac, su saga busca contar la vida de su tierra natal y terminó por convertirse en un emblema de una nación, convirtiéndolo en uno de los grandes autores del siglo XX. Faulkner fue el creador del mundo imaginario de Yoknapatawpha, una especie de Macondo estadounidense donde se cuenta la vida compleja del sur del país, con sus conflictos raciales y la pobreza.
El volumen de portada azul con el rostro del narrador lo encontré y rescaté alguna vez de un bote basura en México a donde lo habían desechado, y después de hacer un lado cáscaras de banano y viscosos detritus, con huellas de huevos quebrados, lo saqué con mucho cuidado para que no se deshiciera en mis manos. Me acordé inmediatamente de la lectura de Luz de agosto, una de las novelas inolvidables donde las voces se cruzan, se pierden y se encuentran en un río de palabras desbocado y turbulento.
En el libro de James Webb y A. Wigfall Green hablan unas cuarenta personas, desde su más íntimo compañero Phil Stone hasta el farmaceuta y el hermano y nos reconstruyen la cotidianidad de su natal estado de Mississipi al que fue siempre fiel. Stone considera que “no hay nada más fatal para la creación de un arte vivo y pujante que la mano de la cultura”. Las grandes obras surgen por lo regular de la vida popular y cuando un autor se deja intoxicar por la pomposidad de la cultura y el retorcimiento impostado crea obras muertas, sin vida, sin sudor y sangre, como si fueran estatuas de frío mármol. Como un fiel mánager, el señor Stone dice haber cuidado siempre de que su amigo tuviera los pies en la tierra, por lo que Faulkner consideró que “la verdadera grandeza está en la creación de grandes cosas y no en pretender crearlas; que la única senda hacia el éxito literario es el trabajo seguro, paciente, arduo e inteligente; que uno alcanza el trono si lo merece y no de otra manera”.
El texto “Espléndidas mañanas de nuestra juventud”, de su hermano Murry, nos comenta la llegada del tren a Oxford, idéntica a esas extrañas llegadas literarias que el novelista describe en el viaje interminable de su literatura. En ese texto nos habla de la pasión de Bill -como lo llamaban familiarmente- por las locomotoras a vapor: “Bill, nuestro hermano John y yo, nos levantábamos temprano y trotábamos por las polvorientas calles hacia el elevado terraplén desde el que se veía el ferrocarril en un punto que ahora estaría en el fondo, o cerca, de la casa de los antiguos alumnos de la universidad. Bill iba diciendo no solo el número de la locomotora, sino también el nombre del maquinista cuya mano tiraba de la cuerda del pito que oíamos...”.
Sus amigos y contemporáneos lo describen como un hombre introvertido que detestaba aparecer en público, dictar conferencias o asistir a coloquios. Prefería estar en su granja, atendiendo sus caballos, o caminar por las calles de ese pueblo que en principio nunca le creyó capaz de ser algo más que un papanatas. Faulkner era el más opaco de la familia. Los pueblos del Mississippi lo vieron crecer y morir. Necesitaba la seguridad de la tierra firme, la misma ventana, idéntico árbol, sendero, farmacia y lugares de la infancia.
Cazador de pura cepa, adorador de locomotoras y aviones, Faulkner hizo todo lo posible para no tener leyenda, aunque después la leyenda suya fuera precisamente el deliberado deseo de no tenerla. Todos coinciden en anotar la lejanía de su mirada, como si estuviera viviendo en otro mundo. Observaba los seres, los saludaba, hacia cosas con ellos, pero era casi autista. Le bastaban sus fantasmas.
Los diversos testimonios nos introducen a su vida privada y como en una de sus novelas, reconstruimos a Oxford, Mississipi. Al pueblo lo asumimos poco a poco y se nos vuelve una novela con un personaje central: Faulkner. Las fotografías, coleccionadas por el fotógrafo del pueblo, Coldfield, contribuyen aun más a mostrar las hendiduras de su vida.
El farmaceuta, el fotógrafo, los viejos coches estacionados al lado de una carretera polvorienta, las fiestas, los caballos, Phil Stone, Ed Meek, los negros marginados por la segregación racial, una casa flotante construida por él y sus amigos, Rowan Oak y su mesa, se nos aparecen nítidamente en esta recopilación de testimonios que nos muestra que las grandes obras por lo regular surgen y son inspiradas por la tierra natal y la infancia transcurrida en ella.
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*Publicado en La Patria. Manizales.Colombia. Domingo 11 de septiembre de 2016.
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