Por Eduardo García Aguilar
Cuando
viví en México experimenté de cerca varias elecciones presidenciales
que reflejaban la milenaria cultura de ese país, que tiene mucho de
asiático y oriental y está anclado en profundas tradiciones caciquiles.
La primera de ellas fue la que llevó al poder a un funcionario opaco
llamado Miguel de la Madrid, quien inició los cambios hacia una visión
neoliberal de la economía, teoría que entonces estaba en pleno apogeo
mundial.
Rodeado de jóvenes tecnócratas recién graduados en Estados Unidos,
abogaba por la reducción del Estado, la privatización generalizada de
las empresas estatales y la disminución de los subsidios a los pobres y
de la intervención gubernamental, pues se consideraba que el capitalismo
por sí solo y sin controles, de manera mágica, generaba riqueza como el
rey Midas y disminuía automáticamente la pobreza o la eliminaba del
todo, haciendo de cada ciudadano un empresario.
El candidato, elegido por medio del sistema del “destape” y el “dedazo”,
se convertía de un día para otro en el nuevo tlatoani y el presidente
crepuscular que era entonces el poderoso José López Portillo, quien se
consideraba el dios azteca Quetzalcóatl, perdió de súbito el aura de
monarca absoluto y vivió una larga agonía que se extendía hasta la
posesión del nuevo mandatario, muchos meses después.
En ese plazo el país cayó en la más absoluta bancarrota, pues la banca
privada sacó todo el dinero del país y tuvo que imponerse un control de
cambios, mientras se vivía una inflación gigantesca que arruinó a todos
los mexicanos por igual. En un lugar de la ciudad, un producto
electrodoméstico podía costar mil veces más que en otro y los precios
subían de hora en hora de manera descontrolada. Furioso, López Portillo
decidió en contra del pensamiento de su futuro sucesor nacionalizar la
banca y en un discurso airado a todo el país gritó que “no nos volverán a
saquear”.
López Portillo, quien había sucedido a Luis Echeverría por el mismo
método del “dedazo”, era un economista e intelectual ilustrado
descendiente de una familia aristocrática que tuvo entre sus ancestros a
grandes prohombres de la política y las finanzas. Alto, de rasgos
hispanos, elocuente, elegante y vanidoso, el presidente había sido una
fuerza durante su mandato que podía con sus iras hundir o con su
alegrías ascender a las personas de su corte o a los líderes de
sindicatos o instituciones. Al gran escritor Juan Rulfo lo regañó como a
un niño por haber sugerido en el marco de un homenaje nacional que se
le hacía, que los militares mexicanos eran corruptos y aceptaban
“cañonazos” de dinero. Miguel de la Madrid era bajito y rechoncho,
pésimo orador, un tipo de funcionario tecnócrata aburrido de tercer
rango, carente de brillo o capacidad de reacción, como se pudo
atestiguar cuando el terrible terremoto de noviembre de 1985 que
semidestruyó la capital y otras ciudades, causó decenas de miles de
muertos y dejó el país incomunicado. El Estado casi estuvo ausente y
paralizado y fue la sociedad civil la que tomó el toro por los cuernos
ante la tragedia. Pero en el vacío de poder tras su designación como
candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), este personaje
que también era algo bonachón y amante de los libros, empezó a recibir
todos los honores y genuflexiones, opacando al saliente presidente, como
vi durante la inauguración precipitada de las ruinas Templo Mayor junto
a la Catedral y el Zócalo, sacadas a la luz tras su descubrimiento
reciente bajo la dirección del arqueólogo Ernesto Matos Moctezuma. Se
veía en medio de piedras, calaveras y pirámides aztecas como todos
ignoraban ya al monarca que recién acababa de nacionalizar la banca en
contra de la opinión del sucesor.
Miguel de la Madrid nombró también por dedazo seis años después a un
poco agraciado candidato, bajito, calvo, flaco, con rostro algo cómico,
pero muy inteligente, Carlos Salinas de Gortari, quien fue uno de los
ideólogos y cerebros, junto con José Ángel Gurría, de ese brusco cambio
económico neoliberal operado por su gobierno y que debía continuar el
elegido, quien subió a la presidencia por medio de un fraude realizado a
la vista de todo el país y cuyos efectos a la larga terminaron llevando
al poder en 2018 al izquierdista Andrés Manuel López Obrador, su más
encarnizado opositor y a quien trataron de destruir sin éxito por todos
los medios.
México, después de la Revolución triunfante que derrocó al dictador
Porfirio Díaz, ha sido un régimen sexenal autoritario de corte asiático y
sacrificial que nombra a un monarca absoluto por un periodo durante el
cual es todopoderoso y después cae y es castigado por el sucesor, quien
por lo regular encarcela a figuras de su séquito o su familia para
impedir toda veleidad de “maximato” o de seguir teniendo influencia tras
el trono. Eso les ocurrió a Plutarco Elías Calles en la primera mitad
del siglo XX y a Salinas de Gortari al final, cuyo poderoso y
multimillonario hermano Raúl fue apresado y condenado, tras lo cual el
rico expresidente, que hizo huelga de hambre en Monterrey, prefirió el
exilio dorado en Cuba y otros países.
Después vinieron varios presidentes sexenales mediocres que gobernaron
en medio de escándalos y caos y sus sucesores castigaron siempre al
antecesor procesando y llevando a la cárcel a ciertas figuras
sacrificiales. Ahora de nuevo los mexicanos acuden a las urnas y la
novedad es que por primera vez la nueva presidenta será una mujer. Los
analistas y observadores escrutarán esta inédita ecuación, pues el mando
no será ya de un cacique o tatloani varón, sino de una nueva monarca
heredera de las diosas antiguas como la Coatlicue o la Coyolxauqui.
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Publicado en la Patria. Manizales. Colombia. Domingo 2 de junio de 2024
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