Por Eduardo García Aguilar
Algunos escritores latinoamericanos suelen por estas fechas quejarse en foros hispánicos y universidades de que en América Latina se nos ha prohibido escribir sobre temas universales, en especial por culpa de Gabriel García Márquez y el boom latinoamericano y quieren convencer a sus auditorios de que acaban de revolucionar la literatura continental al escribir sobre asuntos europeos, medorientales o asiáticos que no tienen nada que ver con sus pobres y despreciables países de origen.
Estos autores se quejan de que los europeos le exigen a los latinoamericanos escribir únicamente sobre temas locales y folclóricos, cosa que ellos afirman estar remediando desde hace unos años con sus novelas, por lo que se posicionan ya como las nuevas Juana de Arco de la literatura hemisférica, aunque al final sólo serán clasificados como los grandes descubridores del agua tibia. Olvidan que autores "cosmopolitas" como Jorge Luis Borges y Octavio Paz ya fueron editados por los malvados europeos que supuestamente nos ignoran, en la prestigiosa colección de la Pléiade de la editorial Gallimard, en Francia.
Suelen las nuevas generaciones literarias de todos los tiempos tratar de desembarazarse de susancestros y proclamar con estruendo que van a cambiar el mundo y las letras gracias a sus desplantes y excentricidades. Eso está bien en autores adolescentes hijos de Rimbaud o impetuosos jóvenes de 25 años que miran el mundo con la novedad romántica de quienes acaban de acceder a la adultez. Pero estos "noveles" autores latinoamericanos ya calvos y barrigones que se posicionan ahora como los estoqueadores en el coso tauromáquico de las letras del pobre Gabriel García Márquez y el boom hacen más bien el ridículo o, a lo máximo, dan ternura.
Además, antes que ellos, dos o tres generaciones de brillantes autores latinoamericanos se proclamaron demoledores de sus ancestros, pero con mucha mayor precocidad que ellos, pues al menos en Colombia, además de Andrés Caicedo, los autores anteriores a éste se destacaron desde muy jóvenes con obras notables y acciones mucho más rebeldes y sólidas, de las que pronto avanzaron hacia vastas obras en el campo del ensayo, la novela o la poesía.
Cualquier estudioso atento de la literatura latinoamericana sabrá que desde siempre los autores de este continente han hablado de tú a tú con todas las literaturas del orbe y, para mejor ejemplo, recordemos a la generación modernista, encabezada por Rubén Darío, un autor que no sólo recorrió todos los países del continente escribiendo en sus principales diarios y tuvo como centro a la gran Buenos Aires, sino que posteriormente viajó a Europa y allí desarrolló una obra universal con temáticas universales.
Y como el gran Rubén Darío, puede decirse que tal fue el caso de todos sus compañeros de generación, como José Enrique Rodó, Amado Nervo, José Juan Tablada, Leopoldo Lugones, Julio Herrera y Reissig y Enrique Gómez Carrillo, el guatemalteco que escribió toda su obra en el viejo continente abordando temas mundiales hasta el día de su muerte prematura a los 54 años y que cubrió la primera guerra mundial y estuvo presente en deflagraciones asiáticas y mediorientales dejando una vasta obra que está por descubrir.
Casi todos esos autores exploraron las culturas universales y tanto en la poesía como en la prosa escribieron sobre Grecia, Japón, India, Oriente Medio, Rusia, Inglaterra, África y todos los puntos cardinales posibles o viajaron en sus obras por las leyendas y los mitos universales. Sus discípulos de la generación posterior, afincados por lo regular en París o Madrid, siguieron su ejemplo, por lo que sería interminable la lista de obras en que los grandes autores latinoamericanos del siglo XX abordaron temas universales en sus novelas, ensayos y poesías: Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges, Jorge Zalamea, Baldomero Sanín Cano, Arturo Uslar Pietri, Octavio Paz, Julio Cortázar, Álvaro Mutis, Gonzalo Rojas, son apenas algunos de esos nombres y eso sin mencionar a decenas y decenas de autores menos conocidos del siglo XX que hicieron lo mismo que nosotros: viajar, leer y tratar de comerse el mundo con sus palabras.
Resulta pues incomprensible que estos autores de best-sellers traten ahora de vender gato por libre haciendo creer a los desinformados que antes de ellos sólo hubo en la literatura latinoamericana autores terrígenos, naturalistas, folclóricos o telúricos. Hubo por supuesto episodios cíclicos de literatura terrígena, lo que de paso nada tiene de malo cuando releemos obras tan extraordinarias como La Vorágine de José Eustasio Rivera, Los Ríos profundos de José María Argüedas, o Pedro Páramo y El llano en llamas de Juan Rulfo, pero en términos generales los autores del continente han sido cosmopolitas incluso si en momentos de su trayectoria quisieron contar lo que sucedía en el terruño. Quienes conocieron a Rulfo saben que no sólo fue un gran fotógrafo moderno sino un lector insaciable de literatura universal, que estaba informado de todo.
El ejercicio de la novela es un espacio de libertad. Por eso un autor libre no debe limitarse ni a lo uno ni lo otro ni exigirle a otros que se limite: es tan legítimo hablar de las ciudades donde uno creció y amó, como explorar en la fantasía o contar sucesos de otras partes del planeta entre personas o ámbitos distintos a los que nos vieron nacer.
Incluso es válido ser literario hasta la indecencia o libresco si tal es la pulsión del autor. Un autor que se encierre en su biblioteca y sólo escribe de los mundos que lee, es tan válido como el gran Arguedas, que relató su infancia peruana marcada por los imaginarios y mundos milenarios indígenas.
Estos autores ingenuos y engolados que ahora se dan de cosmopolitas y van de Instituto Cervantes en Instituto Cervantes dando sermones sobre el horror del boom y García Márquez y sobre el martirio que sufren y supuestamente padecemos los autores latinoamericanos al ser obligados a hablar de lo que somos y vivimos, deberían mejor ponerse a estudiar la literatura latinoamericana para descubrir que el agua tibia que ahora dicen descubrir, ya está descubierta hace tiempos.