sábado, 14 de noviembre de 2009

LA REBELIÓN GROTESCA DE JAMES ENSOR

Por Eduardo García Aguilar
El Museo de Orsay de París, en colaboración con el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MOMA), está presentando la exposición de James Ensor (1860-1949), uno de los pintores que más me ha inquietado siempre, en especial por su cuadro grotesco "La intriga", que es uno de mis preferidos. Ensor, belga de Ostende, comenzó su vida pictórica por caminos convencionales como gran naturalista y pre-impresionista, situado entre Manet y Van Gogh, pero harto del rechazo de la crítica y la falta de reconocimiento en las exposiciones colectivas del momento, decidió romper con las tradiciones, realizando desde entonces una obra que espantó a las buenas conciencias y a quienes dominaban los cánones artísticos.
"La intriga", de 1890, es un cuadro arquetípico de su rebelión artística. Es un retrato grotesco de unos burgueses decimonónicos rodeados por figuras macabras, caricaturales, que se expresan con muecas y rictus de terror, en un mundo brumoso de locura, delirio y deformidad. La mujer de sombrero floreado y el hombre de bombín de copa negro, que se encuentran en el centro de la obra, expresan una burla extrema de su época, cuando el mundo europeo, en pleno auge de la técnica y la industrialización, esperaba días mejores y no imaginaba ni por equivocación que pronto vendrían dos conflagraciones espantosas que superarían en horror a todas las anteriores.
En las terribles tribulaciones de San Antonio, de 1887, Ensor se posiciona para los críticos de hoy en la vanguardia de la época, aunque por supuesto eso no se sabía entonces y es una lectura actual, a posteriori. Después sus figuras esqueléticas y sus máscaras casi mortuorias, con rostros y pieles de muñecos de cera, siguieron espantando en las galerías y provocando reacciones airadas de la sociedad.
Puesto que sobrevivió más de medio siglo a su rebelión, tuvo tiempo de ver después el éxito de impresionistas, cubistas, futuristas, expresionistas y modernos de todo tipo, a quienes saludó con la certeza de que él se había anticipado a todos ellos, aunque no lo supieran ni lo reconocieran. En las amplias salas del Museo de Orsay, una vieja estación de trenes decimonónica dedicada al arte de ese siglo, se puede ver paso a paso el proceso que lleva a Ensor de la convencionalidad a la ruptura.
"La comedora de ostras" (1882) muestra el talento de este artista anclado en lo más profundo del arte naturalista de ese siglo. La mujer se ve sentada junto a la mesa después de devorar el copioso almuerzo marino y reducir la botella de vino blanco, por lo que se siente un aire de sopor burgués en ese ámbito de tiempo detenido. Pero el personaje es sin duda la luz que inunda el comedor lleno de muebles, entre el silencio estable y vespertino de las grandes casas acomodadas de Bruselas y Ostende.
Luego, en lo que respecta a su trabajo de exploración de la luz, vemos en dos salas centrales varios de los cuadros más impresionantes de la muestra, entre ellos "Las aureolas de Cristo" (1887) y "La entrada de Cristo en Bruselas" (1888), entre otros donde la realidad es deformada por medio de un caos apocalíptico. En la primera serie crística vemos a Cristo en medio del mar con su aureola radiante en medio de las olas y el viento marino y en el segundo se trata de un Cristo recibido en Bruselas, pretexto de Ensor para caricaturizar una vez más esa sociedad que detestaba. En los cuadros marinos y apocalípticos, llenos de ángeles del juicio final o demonios, en horizontes ocres, naranjas y fucsias, entramos en pleno expresionismo, décadas antes del auge de ese arte y sus telas parecen anticipar la explosión artística de las primeras décadas del siglo XX.
Más adelante vemos sus 112 autorretratos por medio de los cuales el agrio y amargado artista se burla de sí mismo y de sus contemporáneos. Podemos ver su famoso "Autorretrato con sombrero de flores" (1888), donde el joven artista se pinta con su barba de fin de siglo y un sombrero de flores amarillas y plumas magenta. Su mirada severa nos ausculta y nos impreca. Después el juego pasará a mayores y se pintará en muchos cuadros como un esqueleto o un personaje grotesco que irrumpe en la escena para burlarse del hecho de crear.
En "Los baños de Ostende" (1890), Ensor pasa al otro lado del espejo al mostrar las playas de su tierra en verano, con un estilo que no tiene nada que ver con sus antecesores y bien podría ser de un artista contemporáneo. Hay humor, burla, alegría, felicidad. La playa está llena de bañistas y no hay un sólo espacio vacío en ese extraño aquelarre descrito con su aguda y disolvente mirada.Finalmente, vemos algunos de los objetos de su casa familiar y su estudio, como una sirena hecha con la cabeza de un mono y el cuerpo de un pez momificados, o una lámpara china con una calavera real, antes de pasar al amplio juego de máscaras que sin duda le sirvieron de modelos y por fortuna se conservan.
La obra de Ensor se inscribe dentro de esa tendencia decadente y simbolista de fin de siglo XIX que tuvo representantes excelentes en la literatura como Villiers de l'Isle Adam, Barbey D'Aurevilly y Joris Karl Huysmans y en la pintura el francés Gustave Moreau, maestro de esa escuela en París y quien inspiró el personaje de Des Esseintes de Huysmans y probablemente algunos ámbitos decadentes de la novela De Sobremesa del poeta colombiano José Asunción Silva, quien muy joven residió en ese tiempo en París.
En esa rebelión contra el auge industrial, financiero y burgués, que escondía a la vez la profunda infelicidad de la mayoría de la población, no sólo se destacaron pintores, músicos y escritores, sino también iluminados políticos como los anarquistas y los socialistas, que se difundieron por toda Europa con sus ideas antiautoritarias y pretendían disolver el Estado.
Contra esa sociedad de "progreso" a ultranza artistas como Paul Gauguin se escaparon hacia islas perdidas en busca de un mundo primitivo ideal gobernado por el deseo y el ocio. Por eso, ver a James Ensor de cerca en una tarde lluviosa de otoño, 110 años despues de su fracaso en los salones artísticos de Bruselas y París, es la prueba de que el arte rebelde termina tarde o temprano por llevar a la gloria a los artistas rechazados en vida y que, con carácter póstumo, son comprendidos por las generaciones venideras.
Ensor parece reirse a carcajadas mientras los habitantes del siglo XXI recorremos las salas y reímos y nos emocionamos ante esa obra contemporánea que nos dice mucho sobre nuestro tiempo de estafa, caos, violencia y mentira plutocrática. Sólo quedan las máscaras, la intriga y lo grotesco del mundo en que vivimos todos los humanos sin excepción y ese mundo lo intuyó un Ensor revolucionario.

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