Por Eduardo García Aguilar
El 9 de noviembre de 1989, cuando cayó el Muro de Berlin, me encontraba en Nueva York cerca de Greenwich Village y el barrio universitario, al sur de Manhattan. Como todas las noches, solía pasear con los amigos hasta la madrugada por esas calles heladas donde uno podia encontrar restaurantes abiertos y puestos de periódicos que nunca cerraban a donde llegaban todos los diarios de Europa. Por eso, después de pasar la tarde viendo las imágenes televisivas de los noticieros nocturnos, amanecimos por esas calles tomando cerveza en espera de los diarios, en especial franceses como Liberation, que llegaban con la noticia fresca de la caída del famoso Muro de Berlín que marcó, como una extraña fantasía de cine gore, el imaginario de nuestra formación socio-política en los años 70.
La efervescencia en esas calles neoyorquinas era especial. Todos los jóvenes comentaban frente a la televisión o en los cafés las bellas imágenes de la juventud aupada al muro ante la mirada serena e impasible de los soldados de Alemania del Este, que por primera vez no dispararon a los fugitivos o a los curiosos. Una tras otro caían los segmentos del muro, coloreados con los tags del tiempo, en medio de la fiesta generalizada y por primera vez los estealemanes pudieron cruzar libremente hacia la Berlín capitalista y occidental de la que estaban cortados desde hacía décadas. Y los jóvenes de Berlín Oeste podían a su vez compartir con sus congéneres del otro lado, descubrirlos, y destapar botellas llenas de un licor que sabía a estupor y esperanza.
Como consecuencia de la política de la Perestroika y la Glasnost de Mijail Gorbachov, los países de la esfera soviética se vieron confrontados uno tras otro a asumir su destino, algunos en medio de la violencia como Rumania y otros por fortuna en una transición pacífica, mezcla de miedo y de fiesta. Puesto que para la declinante Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en bancarrota esos países antes dominados y avasallados eran más una carga que un beneficio, las fichas del dominó cayeron con seco estruendo sobre la mesa metálica de la historia, dejando inermes ante sus pueblos a los tiranuelos locales que durante décadas fueron las marionetas del Kremlim.
Y como la joya de la corona, ese 9 de noviembre de 1989 tocó el turno a la poderosa Alemania del Este, abandonada a su suerte por los rusos y los países amigos. Viejos jerarcas, agentes de la policía secreta Stasi, ideólogos y militares asistieron impasibles a la reanudación del contacto y a la fiesta de arte y júbilo. Atrás quedaron los jóvenes mártires que fueron acribillados por las autoridades por intentar pasar al otro lado. Y poco a poco se fue borrando ese extraño espacio de no man’s land entre ambas partes de la vieja ciudad cubierto por la maleza, donde no se escuchaba ni el canto de las cigarras. Tuve la fortuna de conocer esos espacios diez años antes de la caída del Muro y ahora trato de rememorar esos instantes salidos de la historia, con la certeza de que muchas de las opiniones actuales son lugares comunes que ocultan un problema más profundo lleno de ángulos y de claroscuros.
Con la caída del Muro y la reunificación alemana terminaba simbólicamente la guerra fría, se derrotaba para siempre al totalitarismo soviético, pero al mismo tiempo ganaba la avorazada sociedad de consumo, el capitalismo neoliberal encabezado entonces por George Bush padre y Margaret Thatcher. Amplios espacios al este de Europa fueron rápida presa de los consorcios occidentales y muchos dramas humanos se vivirían desde entonces entre los obreros y los campesinos rasos, mientras los nuevos oligarcas rusos reemplazaban a los jerarcas de la Numenklatura soviética.
En 1979 hice una visita a Berlin Oriental con mis amigos Carlos Augusto González y Ricardo Scoremblut. Recuerdo todavía las grises estaciones del metro por donde cruzábamos vigilados por guardias, y el ambiente de sobriedad, penuria y tensión que se vivia al otro lado, donde todos eran sospechosos de algo y eran vigilados por la Stasi. Caminamos por esas avenidas siempre escrutados por la policía, experimentamos la penuria en las tiendas, la falta de variedad en las librerías, la omnipresencia de Marx y Engels en la estatuaria y al final nos acercamos al muro, del otro lado, para tomarnos fotos y fingir que éramos fusilados contra esas paredes que tenían las huellas de los impactos de bala. Las fotos en blanco y negro las guarda todavía mi amigo Carlos.
Sin duda no había punto de comparación entre la Berlín Occidental, especie de oasis juvenil donde al llegar la primavera o el verano las chicas tomaban semidesnudas el sol a la orilla de los lagos y en los parques y la Oriental, donde la sospecha, la delación y el moralismo soviético reinaban con su larga impronta congelada de estalinismo. Claro que no todo era terrible en una Alemania del Este, región germana que desde hacía siglos era siempre más agrícola y pobre que la occidental, más rica e industrial, con ciudades prósperas y universitarias como Frankfurt y Munich.
Incluso ahora, veinte años después, amplios sectores de la Alemania del Este tienen dificultades para competir con el avasallador ímpetu del capitalismo occidental, y eso pese a que la actual canciller alemana Angela Merkel es originaria de la RDA. Hay temor en mucha gente por el fin de las subvenciones y las ayudas que en estas dos décadas hicieron posible sobrevivir a amplios sectores de la población afectados por la súbita reunificación y la bancarrota de la atrasada industria y el arcaico agro estealemanes. Se espera que en una década la economía de Alemania de Este sea totalmente autónoma y despegue por medio de una industria aplicada a nichos novedosos. La larga transición no habrá sido en vano.
Han pasado 20 años desde el día en que en Nueva York veíamos con estupor la agitación provocada por un acontecimiento histórico que figurará en los libros de texto y 30 desde nuestra visita a una Berlin del Este, que nos pareció gris y asfixiante. Desde entonces Europa se ha ampliado y extendido a muchos de los países que antes estaban tras la cortina de hierro, cambiando radicalmente la forma de vivir de millones de habitantes. Nuevos problemas surgen cada día y muchos faltan por resolver, pero es probable que el proceso sea a la larga más positivo que negativo.
Después de la crisis espectacular del neoliberalismo occidental con la catástrofe financiera de los últimos años en el mundo, que fue otra especie de caída de Muro, es probable que el capitalismo salvaje que triunfó con el derrumbe de la esfera soviética sea ahora más moderado y viva bajo mayores controles, al menos Europa. Este 9 de noviembre se celebra la caída en Occidente de dos muros: el Muro del totalitarismo soviético y el Muro del capitalismo a ultranza que sólo piensa ciegamente en la ganancia y en las cifras. Pero ambas hidras siguen vivas en otras regiones del mundo, como Asia, amenazando con su codicia y frialdad a la humanidad entera. Sin duda en el futuro se construirán otros muros y llegará después la hora de derribarlos.
El 9 de noviembre de 1989, cuando cayó el Muro de Berlin, me encontraba en Nueva York cerca de Greenwich Village y el barrio universitario, al sur de Manhattan. Como todas las noches, solía pasear con los amigos hasta la madrugada por esas calles heladas donde uno podia encontrar restaurantes abiertos y puestos de periódicos que nunca cerraban a donde llegaban todos los diarios de Europa. Por eso, después de pasar la tarde viendo las imágenes televisivas de los noticieros nocturnos, amanecimos por esas calles tomando cerveza en espera de los diarios, en especial franceses como Liberation, que llegaban con la noticia fresca de la caída del famoso Muro de Berlín que marcó, como una extraña fantasía de cine gore, el imaginario de nuestra formación socio-política en los años 70.
La efervescencia en esas calles neoyorquinas era especial. Todos los jóvenes comentaban frente a la televisión o en los cafés las bellas imágenes de la juventud aupada al muro ante la mirada serena e impasible de los soldados de Alemania del Este, que por primera vez no dispararon a los fugitivos o a los curiosos. Una tras otro caían los segmentos del muro, coloreados con los tags del tiempo, en medio de la fiesta generalizada y por primera vez los estealemanes pudieron cruzar libremente hacia la Berlín capitalista y occidental de la que estaban cortados desde hacía décadas. Y los jóvenes de Berlín Oeste podían a su vez compartir con sus congéneres del otro lado, descubrirlos, y destapar botellas llenas de un licor que sabía a estupor y esperanza.
Como consecuencia de la política de la Perestroika y la Glasnost de Mijail Gorbachov, los países de la esfera soviética se vieron confrontados uno tras otro a asumir su destino, algunos en medio de la violencia como Rumania y otros por fortuna en una transición pacífica, mezcla de miedo y de fiesta. Puesto que para la declinante Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas en bancarrota esos países antes dominados y avasallados eran más una carga que un beneficio, las fichas del dominó cayeron con seco estruendo sobre la mesa metálica de la historia, dejando inermes ante sus pueblos a los tiranuelos locales que durante décadas fueron las marionetas del Kremlim.
Y como la joya de la corona, ese 9 de noviembre de 1989 tocó el turno a la poderosa Alemania del Este, abandonada a su suerte por los rusos y los países amigos. Viejos jerarcas, agentes de la policía secreta Stasi, ideólogos y militares asistieron impasibles a la reanudación del contacto y a la fiesta de arte y júbilo. Atrás quedaron los jóvenes mártires que fueron acribillados por las autoridades por intentar pasar al otro lado. Y poco a poco se fue borrando ese extraño espacio de no man’s land entre ambas partes de la vieja ciudad cubierto por la maleza, donde no se escuchaba ni el canto de las cigarras. Tuve la fortuna de conocer esos espacios diez años antes de la caída del Muro y ahora trato de rememorar esos instantes salidos de la historia, con la certeza de que muchas de las opiniones actuales son lugares comunes que ocultan un problema más profundo lleno de ángulos y de claroscuros.
Con la caída del Muro y la reunificación alemana terminaba simbólicamente la guerra fría, se derrotaba para siempre al totalitarismo soviético, pero al mismo tiempo ganaba la avorazada sociedad de consumo, el capitalismo neoliberal encabezado entonces por George Bush padre y Margaret Thatcher. Amplios espacios al este de Europa fueron rápida presa de los consorcios occidentales y muchos dramas humanos se vivirían desde entonces entre los obreros y los campesinos rasos, mientras los nuevos oligarcas rusos reemplazaban a los jerarcas de la Numenklatura soviética.
En 1979 hice una visita a Berlin Oriental con mis amigos Carlos Augusto González y Ricardo Scoremblut. Recuerdo todavía las grises estaciones del metro por donde cruzábamos vigilados por guardias, y el ambiente de sobriedad, penuria y tensión que se vivia al otro lado, donde todos eran sospechosos de algo y eran vigilados por la Stasi. Caminamos por esas avenidas siempre escrutados por la policía, experimentamos la penuria en las tiendas, la falta de variedad en las librerías, la omnipresencia de Marx y Engels en la estatuaria y al final nos acercamos al muro, del otro lado, para tomarnos fotos y fingir que éramos fusilados contra esas paredes que tenían las huellas de los impactos de bala. Las fotos en blanco y negro las guarda todavía mi amigo Carlos.
Sin duda no había punto de comparación entre la Berlín Occidental, especie de oasis juvenil donde al llegar la primavera o el verano las chicas tomaban semidesnudas el sol a la orilla de los lagos y en los parques y la Oriental, donde la sospecha, la delación y el moralismo soviético reinaban con su larga impronta congelada de estalinismo. Claro que no todo era terrible en una Alemania del Este, región germana que desde hacía siglos era siempre más agrícola y pobre que la occidental, más rica e industrial, con ciudades prósperas y universitarias como Frankfurt y Munich.
Incluso ahora, veinte años después, amplios sectores de la Alemania del Este tienen dificultades para competir con el avasallador ímpetu del capitalismo occidental, y eso pese a que la actual canciller alemana Angela Merkel es originaria de la RDA. Hay temor en mucha gente por el fin de las subvenciones y las ayudas que en estas dos décadas hicieron posible sobrevivir a amplios sectores de la población afectados por la súbita reunificación y la bancarrota de la atrasada industria y el arcaico agro estealemanes. Se espera que en una década la economía de Alemania de Este sea totalmente autónoma y despegue por medio de una industria aplicada a nichos novedosos. La larga transición no habrá sido en vano.
Han pasado 20 años desde el día en que en Nueva York veíamos con estupor la agitación provocada por un acontecimiento histórico que figurará en los libros de texto y 30 desde nuestra visita a una Berlin del Este, que nos pareció gris y asfixiante. Desde entonces Europa se ha ampliado y extendido a muchos de los países que antes estaban tras la cortina de hierro, cambiando radicalmente la forma de vivir de millones de habitantes. Nuevos problemas surgen cada día y muchos faltan por resolver, pero es probable que el proceso sea a la larga más positivo que negativo.
Después de la crisis espectacular del neoliberalismo occidental con la catástrofe financiera de los últimos años en el mundo, que fue otra especie de caída de Muro, es probable que el capitalismo salvaje que triunfó con el derrumbe de la esfera soviética sea ahora más moderado y viva bajo mayores controles, al menos Europa. Este 9 de noviembre se celebra la caída en Occidente de dos muros: el Muro del totalitarismo soviético y el Muro del capitalismo a ultranza que sólo piensa ciegamente en la ganancia y en las cifras. Pero ambas hidras siguen vivas en otras regiones del mundo, como Asia, amenazando con su codicia y frialdad a la humanidad entera. Sin duda en el futuro se construirán otros muros y llegará después la hora de derribarlos.
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