Por Eduardo Garcia Aguilar
Muchas veces, cuando paseaba o me sentaba a
descansar en bellos parques de la capital francesa como el Jardín de
Luxemburgo o el Palacio Real, me dejaba arrullar por el sonido de las
fuentes de agua o las cascadas y cerraba los ojos. Hacía lo mismo en
otros parques más pequeños donde oía la algarabía provocada por los
niños que mostraba el paso ineluctable de las generaciones humanas. Y
percibía la alegría de los jóvenes felices que hacían pic nic y cantan
cada año para recibir el verano, lejos de las penas vividas por sus
abuelos.
Pero muchas veces, y eso desde hace ya mucho tiempo,
me invadía la idea de que toda esa tranquilidad y belleza en tiempos de
paz era muy frágil, ya que Europa, como todo el mundo, siempre ha
vivido enfrascada entre guerras. Pensaba que era una fortuna pertenecer a
una generación que no experimentó una guerra mundial, pero de repente
comprendía que a mediados del siglo pasado todo este continente estaba
en medio de una terrible conflagración con saldo de millones de muertos y
que millones de personas fueron desplazadas y quedaron impactadas para
siempre.
Imaginaba de repente que todos esos magníficos
edificios antiguos perfectamente conservados y restaurados, museos,
avenidas, plazas turísticas, podían algun día en el futuro ser
bombardeados por alguna nueva potencia. Por lo tanto pensaba que uno
mismo podía verse obligado como tantos otros a salir corriendo de aquí
con una maleta, buscando desesperadamente un boleto de tren o un puesto
en un barco en algún puerto Mediterráneo. Así le ocurrió al tímido
Walter Benjamin y a cientos de miles de personas que viajaban a Marsella
o a Casablanca con la esperanza de huir.
Porque la verdad es que por muchos avances que se
hayan logrado en el mundo, en medio del auge del pacifismo, la ciencia,
la educación y la tolerancia democrática, tarde o temprano las
rivalidades e intereses de las potencias conducían primero a angustiosas
tensiones diplomáticas y después a conflagraciones inevitables para
definir un nuevo orden mundial. Durante las últimas ocho décadas, salvo
el caso de la guerra en la ex Yugoslavia, las potencias dirimían sus
problemas en regiones lejanas donde sus fuerzas se enfrentaban
encarnizadamente devastando países enteros.
Tal es el caso de Vietnam, Afganistán, Irak, Libia,
Yemen y recientemente Siria, donde todos metieron la mano durante una
década dejando centenares de miles de muertos y un país destruido. En
Europa durante estas ocho décadas de relativa paz la gente ha dormido
tranquila, mientras lejos, en los países del llamado Tercer Mundo, Asia,
Medio Oriente, Africa y América Latina la población ha vivido las más
atroces experiencias.
Estados Unidos, Rusia y las potencias europeas han
apoyado o propiciado dictaduras o invadido países de su esfera de
influencia, e incluso se han aventurado a crear guerras a miles de
kilómetros de sus capitales y hasta hace poco muchos creían que la
Europa del siglo XXI estaba a salvo. Los occidentales han estado
interviniendo con frecuencia desde hace décadas en las fronteras del
imperio ruso, deseosos de ampliar hacia esos territorios su influencia
política y militar. El problema viene agitándose desde hace tiempo, pero
esta vez el nuevo Zar ruso ha decidido dar un paso escalofriante e
imprevisible, pues imagina que los occidentales no responderán y lo
dejarán actuar.
Lo cierto es que este tipo de situaciones son
extremadamente peligrosas y de ellas han surgido las grandes guerras que
muchos pensaban evitables y que los sorprendieron de un día para otro
como lo cuentan las películas y las novelas o las exposiciones
nostálgicas que muestran la vida cotidiana tranquila meses o días antes
de la tragedia.
Pensaba por ejemplo en la gran novela En busca del
tiempo perdido de Marcel Proust, que en su última parte relata la vida
de los capitalinos cuando Alemania lanzaba bombas hacia París
durante la Primera Guerra Mundial. Los personajes ricos y aristócratas
que pueblan esa novela vivían en la zozobra de igual manera que los
pobres de los suburbios.
Todas las novelas importantes del siglo XX escritas
por Thomas Mann, Herman Broch, Robert Musil o Joseph Roth relatan las
peripecias de las guerras que han desangrado sin cesar a su continente.
Y basta leer La Guerra y la paz de Leon Tolstoi o
ver la destrucción en Irak, Chechenia, Afganistán, Libia, Armenia y
Siria para comprender lo poco que ha cambiado el mundo. En los mismos
lugares conflictivos vuelven a reaparecer una y otra vez las guerras
milenios después como si nada hubiera pasado y la humanidad estuviera
condenada a vivir a merced de Alejandro Magno, Atila, Gengis Khan,
Napoleón, Hitler, entre otros.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 27 de febrero de 2022
* En la imagen Alejandro Magno.