Amenecimos
el jueves 27 de marzo de 1974 cerca de la sede central de El Tiempo, en
un café de la Avenida Jiménez. Bogotá, la metrópoli, la urbe agitada,
se despertaba ya desde antes aun en la oscuridad y los diarios empezaban
a circular con el grito de los voceadores.
Había
muerto el ex presidente Eduardo Santos (1888-1974), dueño del periódico
y una figura que marcó todo el siglo XX como uno de esos personajes de
entonces que estuvieron desde el comienzo del siglo en las primeras
páginas de la actualidad, los negocios y los periódicos, uno de los
líderes de la élite inasible de los protagonistas, que vivió todas las
venturas y desventuras del país y a la vez lo ayudó a cambiar durante
los sucesivos gobiernos de la República liberal, vigentes hasta poco
antes del inicio de la trágica Violencia y el asesinato de Jorge Eliécer
Gaitán.
Esos
días eran intensos porque el 5 de abril me preparaba a viajar a Europa a
estudiar y dejar el país de mi infancia y adolescencia, lanzándome a
una aventura escalofriante que entonces era poco probable y significaba
casi como viajar a Marte, a otro planeta, o lanzarse sin alas hacia los
abismos.
Hay
momentos en que nos atropella la historia del país donde nacimos, al
mismo tiempo que experimentamos cambios cruciales y definitivos en
nuestras propias vidas, tal y como leíamos en las novelas clásicas. En
ese instante en que yo vivía el júbilo de la próxima partida y saboreaba
ya las aventuras futuras que se auguraban al otro lado del océano, no
solo se iba uno de esos padres de la patria de entonces casi
santificados, sino que el país se estremecía por el reciente robo de la
espada de Bolívar.
Hacía
poco los guerrilleros del M-19 habían hurtado la espada del Libertador
de la quinta del mismo nombre en las faldas de Monserrate y aun estaban
presentes las imágenes de los avisos publicitarios que salieron en
varios diarios anunciando la llegada de un misterioso producto con ese
nombre, que parecía un lombricida y resultó ser el movimiento que a la
larga, medio siglo después, llegaría al poder a través de uno de sus
militantes.
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