Tuve también mi fiesta a su ritmo entre colombianos
con el vino de la añoranza, la saudade, la nostalgia, que según nos dice
Milan Kundera en su libro « La ignorancia » proviene de las palabras
griegas « nostos », regreso, y « algos », sufrimiento ». Reuniones de
recapitulación vital en torno al largo periplo musical del cartagenero,
realizadas por supuesto al calor del vino y el sonido.
Miembro de
nuestra generación « Sin cuenta », nacido en 1955 en Cartagena, Joe
Arroyo es pues el representante máximo de la misma en todos los campos,
la política, la literatura, el pensamiento, el arte, la industria, la
ciencia, el deporte o la empresa. Hubo muchas reuniones de amigos
colombianos donde el largo historial musical de Joe Arroyo, desde el
tiempo de « Fruko y sus tesos », fue seguido con el estupor de comprobar
que nos acompañó con su voz de jilguero desde siempre, sin falta, desde
el principio, desde la adolescencia, pues decenas y decenas de melodías
bailables suyas se izaron a los primeros lugares de éxito y quedan en
la memoria, porque marcan de una u otra forma el ejercicio de nuestra
colombianidad en diversas épocas y momentos de nuestras vidas.
Cada
melodía inédita y algunas que ni siquiera sabíamos eran cantadas por él
cuando muchacho, se nos revelan profundamente impreganadas en nuestra
memoria, hacen parte especial de nuestra vida, amores, fiestas, cuerpos,
sudores y soledades y las redescubrimos a medida que las escuchamos y
revisamos la vida. ¿Quien no bailó hace tanto tiempo al ritmo de « Fruko
y sus tesos » y después con « La Verdad » ? ¿Qué colombiano no ha
escuchado « No le pegue a la negra» ?
La agonía de Joe Arroyo fue
seguida por todos en directo hasta el instante de la extrema unción,
algo que tiene los visos de ser profundamente colombiano y sacralizador.
Hacía tiempo no oía hablar de esa ceremonia a la que acceden los
héroes, como Simón Bolívar, quien en Santa Marta recibió la visita del
prelado antes de morir. Lo mismo le ocurrió a Joe Arroyo. Cuando los
diarios en primera plana hablaron de su extrema unción, supe que sólo
quedaban unas horas para que estallara la infausta noticia y cuando ya
fue inevitable y real, empezamos a llamarnos entre los amigos de la
diáspora colombiana.
Al primero que llamé fue a Julio Olaciregui
(1951), escritor, danzarín y filósofo barranquillero que lleva más de
tres décadas por aquí en la ciudad luz y es una de las más importantes
energías morales, bailables y literarias de Barranquilla, donde se
explayó con todas sus fuerzas el genio del cartagenero. Como muchos
colombianos del extranjero, Olaciregui hizo su propia fiesta personal de
duelo y escribió un largo texto sobre el personaje desde el profundo
sentir de su barranquillitud o carnavalidad.
En « Joe Arroyo, nunca
te olvidaremos », el autor de « Los domingos de Charito , dice : « Un
tal Joe Arroyo de Barranquilla, sí señores, con ustedes el mito de
nuestra generación, el hombre que ha realizado nuestro sueño, mami lo
que yo quiero es ser cantante de una orquesta ; con ustedes el hijo del
etíope, el negro bembón, mayombe, con sabor, el nieto del bisabuelo que
ayudó a fundarnos la patria, monsieur Mambo, cantando en vivo y en
directo en el cabaret del trasatlántico » :
La primera vez que lo vi
fue en Barranquilla, hace unos tres lustros, cuando Ariel Castillo me
lo mostró una noche ahí al lado del bar discoteca La Cien, cuando él
departía con unos amigos junto a una lujosa camioneta Ford Suburban y lo
volví a ver al otro día en Cartagena cuando le hacían un gran homenaje
en la plaza de toros, en el marco del Festival del Caribe, a donde me
invitó Gustavo Tatis Guerra. Estuvimos ahi detrás del escenario en la
zona de los periodistas e invitados especiales, donde había enormes
botellas de promoción de ron Tres Esquinas, licor que era libado
felizmente por todos. Al final del concierto salió Arroyo con su esposa e
hijas, vestidas como hadas, de blanco, y lo vi ahí en medio de la
deliciosa y excepcional ebriedad que produce ese ron blanco, entre la
luminosidad azulosa y múltiple de los rayos láser proyectados por los
luminotécnicos.
Al lado de Kid Pambelé, García Márquez y Héctor
Rojas Herazo, Joe Arroyo es hijo de una región que transformó a Colombia
desde su mirada al mar. Ese país cerrado, oligárquico, hispánico,
castizo, cardenalicio, blanco, santafereño, bogotano, antioqueño,
payanés, rolo, clasista, racista, excluyente, camandulero, beato,
reprimido, ha sido defendido por los marginales de la costa, por esos
costeños que llevan dentro de sí la fuerza africana de los esclavos.
García Márquez y Joe Arroyo salieron de ahí y son los más grandes
artistas del país porque concentraron en ellos la colombianitud, la
universalizaron. Ellos fabricaron en el crisol alquímico la mezcla de
ese pueblo variado y enérgico con sus leyendas y cuentos y sueños y
pesadillas.
En la fiesta mía, a medida que aumentaba el efecto de
los vinos, los concelebrantes mencionábamos a Úrsula o a Melaquíades o a
Remedios la Bella o al coronel Aureliano Buendía o a Eréndira, como si
fuesen de la familia. Y cada una de las melodías de Joe Arroyo se nos
aparecían también familiares. Con ellas amamos, bailamos, celebramos,
vivimos cuatro décadas. Por eso Joe Arroyo sigue vivo. Porque nos dio
vida y sólo vivió para cantar desde cuando cargaba agua en los
recipientes de la pobreza bajo el sol candente del trópico. Vivió para
vivir y darnos vida nada más.
La
muerte de Joe Arroyo de repente nos lleva a reflexionar sobre la
colombianitud o la colombianidad. Desde la lejanía de la diáspora en
donde transcurrimos tal vez cinco o seis millones de colombianos, las
reacciones fueron unánimes en Estados Unidos, Canadá, Francia, Nueva
Zelanda, Australia, Argentina, Estocolmo, Roma, México y Londres. En
muchas casas de colombianos del extranjero, y con cualquier motivo, esta
semana fue de encuentros celebratorios de su genio y su largo camino,
que deja una impronta imborrable en la historia popular colombiana
contemporánea.
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