sábado, 26 de mayo de 2007

JUNTO A LA TUMBA DE CHATEAUBRIAND EN SAINT-MALO




Por Eduardo García Aguilar

En el puerto corsario de Saint-Malo, ante el viento y las olas del norte, en la isla del Gran Bé, está situada la tumba del gran escritor francés Chateaubriand (1768-1848), autor de Memorias de Ultratumba, El Genio del Cristianismo, Itinerario de París a Jerusalén y de las novelas Atala y René, entre otras obras. Antes de morir pobre, este aristócrata bretón que vivió el Antiguo Régimen, la Revolución, las restauraciones y alcanzó a vislumbrar ya anciano la modernidad, pidió que fuera sepultado en la pequeña isla de su tierra natal para "sólo escuchar el mar y el viento" desde ultratumba.
Cuando baja la marea hacia el atardecer, el viajero cruza un camino cubierto de algas y sube a la isla por un camino modesto, dejando atrás las imponentes murallas del milenario puerto, uno de los más bellos del país. Y poco después se está junto al sepulcro de este prosista considerado como uno de los más grandes de la lengua francesa. Ante el precipicio sólo resta el sonido de las olas, que en tiempos de tormenta pueden ser gigantescas y golpear con furia las murallas, y el silbido persistente del frío viento de los mares del norte. Las gaviotas danzan frente al visitante que a lo lejos vislumbra los faros y las islas lejanas. En el sitio funerario no figura su nombre: sólo se ve una placa en un viejo muro de piedras, la lápida, una fea cruz rústica de granito y sobre la superficie funeraria algunas ofrendas de viajeros y admiradores del vanidoso escritor que aspiraba a figurar en la historia al lado de Napoleón Bonaparte y colaboró con todos los gobiernos y ocupó las más altas dignidades, siempre sin decidirse entre el Rey y la República. Pero la sorpresa para el curioso es que a diez metros de la tumba se puede ver y tocar uno de los indestructibles búnkeres de concreto construidos por los invasores nazis, como prueba de que la historia siguió su camino después de la desaparición del hijo ilustre de Saint-Malo.
Chateaubriand nació en Saint-Malo y luego fue trasladado al castillo de Combourg donde pasó el resto de la infancia al lado de su familia, tal y como lo relata al inicio de sus Memorias, cuando describe con detalle a sus ancianas tías abuelas, sobrevivientes reliquias del siglo XVII. Llegó la Revolución y como joven aristócrata tuvo que huir al exilio hacia el Nuevo Mundo. A su regreso supo con dolor que familiares suyos fueron guillotinados. Tuvo entonces la fortuna y la desgracia de vivir un siglo de acontecimientos excepcionales en Europa que significaron el fin del Antiguo Régimen y el surgimiento de nuevas realidades geopolíticas y sociales. Ser testigo de tantos cambios radicales y sangrientos lo hizo flexible y lúcido y lo llevó a utilizar su excelente prosa para dar testimonio de hechos inolvidables. Memorias de Ultratumbra es una de las grandes obras modernas al lado de las Confesiones de Rousseau o las Memorias del Cardenal de Retz, entre otras que usan un tono intimista en primera persona, sin las tiesuras ceremoniales propias del pasado.
Visitar este viejo puerto de piratas y corsarios es una peregrinación obligada de los amantes de la literatura, pues además de ser tierra natal de este extraordinario escritor, hay tanta carga de ficción en esos muros medievales restaurados después de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, que entre sus callejuelas parecen deambular los fantasmas de mil aventureros y viajeros marinos. Aquí llegaron indígenas del Brasil y norteamérica, de aquí partió Jacques Cartier a descubrir lo que hoy es Quebec y estas murallas fueron testigo por siglos de la trata de esclavos y de todo tipo de comercios mundiales.
Cada año se celebra aquí el festival Impresionantes viajeros, que conovoca a un centenar de escritores y poetas provenientes de todo el mundo. Los actos se realizan en la Casa Internacional de Poetas y Escritores, la casa natal de Chateaubriand, el Teatro del mismo nombre, el castillo medieval, mientras sigue en el puerto el ajetreo de los transbordadores que viajan a las islas de Jersey, Gernesey y Gran Bretaña. En calles, plazas y restaurantes se ven hombres disfrazados como en tiempos de los corsarios y los turistas vienen a ver caer el sol y el fenómeno de las mareas. Viejos y jóvenes sueñan con piratas y aventureros sin saber que el romántico Chateaubriand los mira desde el más allá viajando en el lomo de una fugaz gaviota o en el destello de un buque fantasma. Gracias a este mentor de lujo la literatura, que es arte de insensatos, rebeldes y utópicos, sigue muy viva aquí en Saint-Malo, como si fuera el mejor tesoro extraído de ciertos galeones hundidos.

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lunes, 21 de mayo de 2007

GRECIA, ROMA Y LOS HITLERCITOS TROPICALES


Por Eduardo García Aguilar

Hitler no es una caricatura sino un personaje muy real y muy reciente que sedujo con sus gritos histéricos y sus desplantes de neurasténico a muchas personas del pueblo y a muchos intelectuales.


En las salas griegas o romanas del museo del Louvre suele uno toparse con frecuencia con los bustos de grandes filósofos y escritores de la antigüedad como Homero, Sócrates, Platón, Aristóteles y otros muchos que fueron inmortalizados por sus contemporáneos en mármol. Y con ellos se deambula por un bosque de obras maestras como el sátiro Marsyas colgado, que espera la muerte, sediento, en medio del suplicio.

Otras obras de una perfección sideral vienen a nuestro encuentro en las amplias salas silenciosas que nos muestran los instantes de una civilización antigua que en muchos aspectos jamás igualaremos los contemporáneos. En la sala etrusca uno puede ver objetos cotidianos y ataúdes gozosos donde los difuntos ríen o duermen o se abrazan para la eternidad. Basta visitar esas salas para recuperar un poco de confianza en el hombre, empecinado siempre en seguir el camino de la guerra, el odio y la avaricia. Después de caminar horas en medio de esos vestigios, de observar a través de las vidrieras el trabajo minucioso de los restauradores sobre obras inmensas y milenarias, el observador sale un poco reconciliado con el arte, el saber, el talento, el desinterés de aquellos viejos hombres que caminaban por el pueblo haciendo preguntas aparentemente idiotas como quiénes somos, de dónde venimos y para dónde vamos. Lo mismo ocurre cuando uno pasa delante del circo romano o el pequeño templo llamado la Casa cuadrada de Nîmes, en el sur de Francia, que por razones extrañas permanecieron indemnes después del derrumbe del Imperio Romano, para que podamos intuir la grandeza de aquellos tiempos, la riqueza, el orden y el talento de los lejanos ancestros que también conocieron el dolor, la guerra y el exterminio.

No hace medio siglo los europeos, que son descendientes directos de aquel esplendor, se trenzaron en una guerra espantosa que aún humea sobre las frágiles instituciones actuales. Sus aviones y ejércitos destruyeron ciudades enteras y convirtieron en ruinas millones de edificios y obras y, lo peor, condenaron a la muerte y al éxodo a millones de seres humanos por obra y gracia de un iluminado llamado Hitler, que sedujo a las masas de su país con su palabra agresiva y primaria llena de odio y mentira. A todo mundo calificaba de bandido, pero el bandido era él. A Hitler nada lo detuvo en su locura y en su desequilibrio para llevar a su pueblo a la derrota y a la destrucción, empecinado como estaba en purificar supuestamente a su raza y a limpiarla de toda escoria étnica y de toda disidencia. Este hombre desequilibrado de pocos estudios y una ignorancia notable condujo a su pueblo a la deflagración y al final, después de suicidarse en un búnker, dejó sólo ruinas a su alrededor, allí donde hubo antes trabajo, cultura, riqueza, arte y cabaret. Quería a toda costa el unanimismo delirante y sembró el odio entre los suyos por ese maravilloso pueblo judío que creció por siglos allí aportando riqueza, inteligencia y obras maestras y al que condujo a los campos de concentración y al éxodo. Y al opositor de izquierda, al defensor del trabajador y del obrero, al defensor del débil, lo persiguió con su agentes de inteligencia y sus SS y los hizo desaparecer uno por uno o por grupo en atroces vendettas de exterminio. Las fosas comunes se fueron llenando de opositores y supuestos agentes del extranjero.

Hitler no es una caricatura sino un personaje muy real y muy reciente que sedujo con sus gritos histéricos y sus desplantes de neurasténico a muchas personas del pueblo y a muchos intelectuales, escritores, políticos y pensadores, que recitaban con odio esos gritos de exclusión en toda América Latina y en otras partes del mundo. Para todos ellos era muy normal aniquilar y exterminar al adversario caricaturizándolo de judío, de comunista o de bandido e incitar a la «infame turba» al genocidio, la masacre, el asesinato, el descuartizamiento del otro, del que piensa distinto a nosotros y alza su voz a favor de los débiles y en contra de los delincuentes de cuello blanco que se hacen millonarios con transacciones ilícitas y por otro lado chillan odas a la moralidad, al orden y al trabajo que no practican.

Cada generación está condenada a la disidencia y a la crítica: si nuestros abuelos y padres tuvieron que enfrentar con dolor a la chulavita armada e intelectual de hace apenas medio siglo, a nosotros nos toca ahora presenciar con espanto la vitalidad de una neo-chulavita tecnológica asuzada por nuestros hitlercitos tropicales. A medida que salen los cadáveres de entre 10.000 y 31.000 colombianos asesinados y desaparecidos por una de las fuerzas más genocidas de la historia de nuestro país, no nos queda otra cosa que refugiarnos entre esas estatuas y esos rostros de sabios de la antigüedad y preguntar con ellos cosas tan idiotas como quiénes somos, de dónde venimos y para dónde vamos.


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lunes, 14 de mayo de 2007

ANTONIN ARTAUD: EXCENTRICIDAD, LOCURA Y POESIA


Por Eduardo García Aguilar

En la futurista Biblioteca Nacional de Francia, situada al lado del río Sena, en uno de los sectores más modernos e inquietantes de París, no lejos del último manicomio donde estuvo internado, se presenta una amplia exposición sobre la vida y obra de Antonin Artaud (1986-1948), uno de los escritores malditos más excéntricos y atormentados del siglo XX.
Perseguido por la locura a lo largo de su vida, con varios internamientos en hospitales psiquiátricos, este hijo de la mediterránea Marsella representa una variante muy atractiva del ejercicio artístico por su cercanía con el martirologio y la inmolación en aras de la creación. Artaud es uno de los representantes típicos del "genio loco", arquetipo romántico que ha sido abordado con fascinación por muchos autores, al lado de los casos de Nietzsche, Nerval y Maupassant. En Francia, el ya fallecido Jacques Derrida, autor de De la Gramatología, escribió notables páginas sobre este autor que descubrió en la adolescencia en Argelia y a quien considera un caso básico para explorar a fondo en los arcanos de la escritura. Artaud no tiene nada que ver con los grandes santones de las letras francesas como André Maurois, André Malraux y François Mauriac y tantos otros que siguieron una carrera convencional entre la sociedad, cerca del poder y de los salones literarios, pero sí con marginales rebeldes tan notables como Louis Ferdinand Céline, Blaise Cendrars, Jean Genet o Jean Paul Sartre. Mientras los primeros engordaban perfumados, sentados como Panatgruel frente a jugosos perniles, Artaud enflaquecía y perdía los dientes al mismo tiempo que lo invadían las voces de la demencia.
Este poeta maldito fue la concreción de la belleza pura y del talento a ultranza y como Juana de Arco fue devorado por las llamas, convirtiéndose en mito. La exposición nos ingresa al mundo delirante de Artaud utilizando todos los instrumentos del multimedia: lo vemos en grandes pantallas en escenas de sus películas, como cuando representa a Savonarola antes de ser inmolado, escuchamos su voz de imprecación permanente, lo vemos actuar en películas del cine mudo, entramos en contacto con su letra atormentada escrita en las hojas de los cuadernos sin fin que podemos ver con las manchas de la cotidianidad, palpamos sus retratos de personas cercanas o médicos o enfermeras, viajamos a las tierras mexicanas donde vivió momentos de felicidad y tormento y seguimos las imágernes de esos indios cuyos rituales vivió con devoción iniciática.
En México, país de entrañable locura, lo recibieron los artistas como a uno de los suyos y dejó huella en artículos publicados en el diario El Nacional, luego recopilados con un prólogo del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón. En el legendario Café París del Centro histórico de la capital mexicana los miembros de la generación de Los Contemporáneos y probablemente el joven Octavio Paz lo escucharon con atención cuando contaba su experiencia iniciática entre los Tarahumaras. Tal vez allí en ese México surrealista de Diego Rivera y Frida Kahlo, donde la colorida realidad es a veces más delirante que los delirios, Aratud fue feliz porque su locura francesa se volvía allí normalidad y porque los rituales prehispánicos embonaban con su mal. En la exposición las paredes están llenas de frases suyas extraídas de su desesperada correspondencia, cuando desde las celdas pedía a gritos y escritos su libertad. Se reproduce allí esa grafía mural por donde suelen expresarse los presos y los locos y en medio de imágenes, fragmentos de películas, cuadros, videos, el espectador se vuelve un poco demente a su vez para entrar en comunión con el mártir de la palabra. Y de manera paulatina vemos como de la belleza inicial, de ese rostro de galán cinematográfico, su figura va convirtiéndose en la ruina humana desdentada y demacrada que terminó por legar a la historia. Y nada más útil que ese rostro martirizado para suscitar la culpa de una sociedad que lava sus pecados glorificando a sus malditos, perseguidos, enfermos, leprosos, sifilíticos, mutilados.
Creador del teatro de la crueldad, poeta delirante inspirado por los paraísos artificiales y en especial por los efectos del peyote mexicano que consumió durante su visita a los indios tarahumaras, cercano a los surrealistas y dotado de un gran talento como actor y dibujante, Artaud pasó de los manicomios a la gloria como representante máximo en el siglo XX de la relación entre la locura y el arte. En un momento fue director irónico y onírico de la Oficina de investigaciones surrealistas, luego de que en 1924 ingresara al movimiento dirigido por su autoritario Papa André Breton, se orientó después hacia la teoría teatral en obras como en El teatro y su doble, donde busca sacudir al espectador y tras dejar huellas de su apostura en varias películas y obras teatrales, dejó via libre a su grafomanía en centenares de cuadernos que llenó en los años de internado en los hospitales de Rodez y Villejuif, entre otros.
Pero lo más increíble es que al final los médicos sabían que a través de su paciente pasarían a la historia y se tomaban fotografías con él durante las sesiones de electrochoques. Artaud era la estrella del hospital y se le otorgaban todas las facilidades para que escribiera o dibujara sin límites. Gracias a esa admiración del poder médico por el "genio loco" podemos hoy viajar por su cartas y libros. Cuando salió libre antes de morir y fue invitado por las autoridades literarias a hablar en conferencias, llevó aún más a fondo su rebelión: se levantaba de la mesa en mitad de una lectura y abandonaba a ese público que lo miraba con curiosidad, desenmascarando así la farsa de la escritura y la figuración. Todo escritor cuerdo en esta sociedad es ya de por sí un loco, pero mucho más cuerdo es y seguirá siendo el verdadero "genio demente", que como Artaud rompe todas las ataduras con la gloria y la difícil e infame tarea de obtenerla.
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sábado, 12 de mayo de 2007

SIMPATIAS Y DIFERENCIAS CON GERMAN ARCINIEGAS

Por Eduardo García Aguilar

Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental.
En tiempos de recrudecimiento de la intolerancia en América Latina es refrescante celebrar a un longevo colombiano que estuvo caracterizado por el ejercicio del diálogo y la polémica y que murió como un personaje de realismo mágico antes de cumplir los cien años (1900-1999). Este patriarca viajero, que tuvo la edad del siglo XX, perteneció a una amplia generación de latinoamericanistas que, desde diversos matices y temperamentos, lucharon por la implantación de la democracia en un continente que vivía y vive desde siempre anegado en pobreza, violencia atroz, luchas fratricidas y caudillismo.
Marcados en el norte por el entusiasmo generado por la Revolución Mexicana y las acciones culturales del ministro José Vasconcelos, y en el sur por la rebelión estudiantil de Córdoba o el ideario de Víctor Raúl Haya de la Torre, se caracterizaron por una creatividad desbordada al servicio del continentalismo: Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri en Venezuela; José Vasconcelos y Alfonso Reyes en México; Pedro Henríquez Ureña en República Dominicana; José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez en Perú; Baldomero Sanín Cano y Jorge Zalamea en Colombia, y Aníbal Ponce y Enrique Anderson Imbert en Argentina, fueron algunos de esos nombres que inundaron las páginas de diarios y revistas con esa fe latinoamericanista que ahora se cambió por el canto uniformizador de la sirena tecnocrática o el caudillismo unanimista. Al mismo tiempo, y sin necesidad de afirmarse, Jorge Luis Borges, más excéntrico y escéptico, se comía al mundo sin bandera.
Creían entonces que era posible conducir al conjunto de naciones del área hacia la convivencia pacífica, en el marco del renacimiento cultural y el diálogo abierto entre opiniones diversas sobre los rumbos a seguir. Surgidos al calor del auge periodístico, algunos de esos hombres trataban de seguir las huellas de antecesores modernistas como el colombiano José María Vargas Villa y el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, los más grandes best-sellers idolatrados de la época y de quienes hoy pocos se acuerdan. Arciniegas tuvo del primero, que era espantoso escritor, el gusto por el escándalo, y del segundo una redacción más pulida y llena de color, aunque comparten ambos la ligereza y la imaginación desbordada.
Estos buenos hombres íntegros y discretos que eran civilistas, universitarios, funcionarios, diplomáticos, editores, capitalinos de sombrero Stetson, bastón, chaleco, corbata negra y cuello duro, florecieron en la primera mitad del siglo XX en todo el continente y hoy por hoy nos parecen extraños animales en vías de extinción. Después de muchas décadas hombres como estos constituyeron el primer esfuerzo latinoamericano por pensar desde las universidades sin complejos frente al Viejo Mundo. La mayoría de ellos como el derrotado Vasconcelos, uno de los prosistas más notables del siglo y cuyas memorias son lectura fundacional para todo latinoamericano, terminaría vencido, en el exilio, apedreado, pateado, salvo Arciniegas, que siguió fiel a su entusiasmo, cercano al poder y a las dignidades que le encantaban.
A través de los libros de Arciniegas, muchos entraron al mundo ficticio del pasado continental lleno de Coatlicues y príncipes de taparrabos y plumas, virreyes de peluca y zapatillas, bucaneros tuertos y con pie de palo, reyes lejanos, mercaderes, esclavos negros y bellas cortesanas, inquisidores, fantasmas, vírgenes, monjes y libertadores, en lo que constituía el catálogo barroco de los abalorios históricos del continente a lo largo de 500 años de colisión con el Viejo Mundo. Él supo captar con sus relatos la atención de varias generaciones de estudiantes y autodidactas de los tiempos de antes de la televisión, convirtiéndose en documentalista de las tragedias y hazañas de los héroes.
Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental. Cosa extraña de la historia, tanto él como esa generación de intelectuales civilistas que trabajaban en la primera mitad del siglo para sus gobiernos y peregrinaban cada año a París, en ese entonces capital cultural latinoamericana, fueron arrasados por el renacimiento de un neotelurismo literario que desplazó el interés por esa reflexión tolerante.
Arciniegas y otros intelectuales pasados de moda en tiempos de revoluciones, vivieron décadas de ostracismo hasta que las nuevas generaciones académicas empezaron a restablecer un puente con ellos, para volver a "pensar" con calma y civilismo, y no con las llamas y la atractiva exuberancia ideológica de las últimas décadas. Es posible que la obra de Arciniegas haya sacrificado el rigor en aras de la difusión, alejado la prueba documental en vez de cotejar archivos, y dado voz especial a la anécdota para sentarse en la amenidad periodística, pero es innegable que sus libros y miles de artículos encendieron y animaron a muchos.
Este prosista y sus afines polígrafos, que nadaron entre el ensayo, la ficción y el discurso, pueden contribuir en estos momentos a una revisión más amable de las discrepancias continentales, cuando grados indecibles de pobreza, enfermedad y analfabetismo vuelven a la región ante la mirada egoísta e indiferente de la mayoría de sus castas, hipnotizadas por el progreso y el camino hacia la quimera del Primer Mundo.
En sus mejores libros Arciniegas reivindicó el derecho de los millones de aventureros pobres que, según él, poblaron América a través de los siglos, y predica la solidificación de esa mezcla de razas en busca de una nueva tierra. No deja por supuesto de ser difícil a veces la lectura de muchos de sus textos de ocasión, pero el mérito mayor es que no se dejó devorar por ellos y emprendió obras más ambiciosas, para romper con la tradición devoradora del diarismo. El periodismo y la política fueron y son los cementerios más terribles del talento latinoamericano, pero Arciniegas, que fue ministro y diplomático, logró sacarle el cuerpo a ambos con la alegre irreverencia del "estudiante" eterno que reivindicó en su primer libro famoso.
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jueves, 10 de mayo de 2007

EN COMUN, SOLAMENTE EL ACENTO

El Día de Colombia congregó a autores tan diversos como Santiago Gamboa, Efraim Medina Reyes, Juan Gabriel Vásquez o Eduardo García Aguilar

ANGÉLICA TANARRO/VALLADOLID

«El escritor colombiano es cada uno de los escritores colombianos». La frase de Santiago Gamboa (Bogotá, 1965. Autor de 'Los impostores' y 'El síndrome Ulises') sirve para tomar el pulso a un estado de ánimo. Ayer era el Día de Colombia en la Feria del Libro de Valladolid y distintas voces literarias fueron congregadas en las dos mesas redondas de la tarde. Sin tema preestablecido, cada cual con su trayectoria a cuestas y sus vivencias particulares en el 'oficio de nombrar' que era como Octavio Paz se refería a la literatura. Unidos por el país de procedencia, por el acento y, en la mayoría de los casos, por vivir fuera de su país. Y rebeldes ante cualquier etiqueta, ya venga del exterior o se plantee desde sus mismas filas.
Eduardo García Aguilar (Manizales, 1953. Autor de 'Tequila coxis' y 'Una biografía intelectual de Álvaro Mutis') abrió la caja de los truenos cuando, refiriéndose a esa circunstancia común de estar fuera de Colombia, dijo «me voy, luego existo». «Me voy luego existo como escritor», añadió para extenderse después en los problemas de un país cuya historia ha estado marcada por la guerra, la violencia, las masacres. Denunció que en su país «se está cometiendo un genocidio a cargo de los paramilitares de extrema derecha, que apoyaron a Uribe en el poder, y puedo decirlo porque estoy fuera de Colombia. Dentro me asesinarían por decir esto».
Efraim Medina Reyes (Cartagena de Indias, 1971. Autor de 'Érase una vez el amor pero tuve que matarlo' ) dijo que a pesar de residir en Italia había vivido la mayor parte de su vida en Colombia y no se imaginaba la vida en otro lugar. Dibujó una experiencia completamente distinta. «Crecí en Cartagena y luego en Bogotá y jamás vi un guerrillero. Cuando me han disparado ha sido por una discusión a causa del alcohol, por pendejadas, no por causas políticas. Y esa realidad de guerra, que existe, yo no la he percibido. Nací en una familia muy humilde, con dificultades de todo tipo, pero feliz. En Colombia hay otras experiencias que no tienen que ver con la guerra o la violencia. Y yo amo a mi país con guerra o sin ella. Fuera me aburro muchísimo».
Medina Reyes, que carga con un cierto sambenito de 'enfant terrible' afirma no tener compromisos. «Me importa un pimiento si el mundo se acaba o se extinguen los delfines rosas. Me interesa la vida en un plano corto. Hay algo psicológico que me impulsa a escribir: las criaturas enfrentadas a su propio devenir. Nadie, ni siquiera en la experiencia de un campo de refugiados vive la guerra como una crisis cósmica. Vive su día a día».
Gamboa afirma rotundo: «Mi literatura no la define el problema político de Colombia. Es la mirada eurocéntrica sobre América Latina la que exige al escritor de América Latina una definición desde el punto de vista político. Es como si hubiera además una obligación de informar sobre la historia del país de origen. A ningún escritor belga se le exige que informe sobre Bélgica en sus novelas. A nuestra literatura se le exigen cosas como exotismo, evasión, revolución o compromiso. Pero esto es paternalismo europeo. Para que la literatura exista no es necesario ni irse ni quedarse. Este es un debate agotado».
Hubo además otras voces. La de Pedro Sorela (Bogotá, 1951. Autor de 'Ya verás') para quien las banderas y nacionalidades en literatura forman parte del negocio editorial o la de Consuelo Triviño (Bogotá, 1956. Autora de 'La casa imposible') quien se quedó sola defendiendo la postura de que sí existe una literatura colombiana. «Existe. Otra cosa es desde qué punto de vista empezamos a definirla. No sé si es cuestión de estilo o temática. Pero cómo no va a haber una literatura colombiana existiendo faros, autores tan importantes como García Márquez que nos han influido a todos, tanto para situarnos en su rastro y reconocer su enseñanza o para desmarcanos de ellos».

lunes, 30 de abril de 2007

SEGOLÈNE ROYAL EN BIKINI AZUL

Por Eduardo Garcia Aguilar
Pierda o gane, Segolène Royal ha pasado a la historia contemporánea de Francia. Nacida hace 53 años en Dakar, en Senegal, hija de un militar y crecida en una numerosa familia provinciana y modesta de clase media, esta mujer es ejemplo típico del ascenso por méritos propios a las altas esferas de la política francesa. De joven cuidó niños en Inglaterra y fue tan buena estudiante que escaló todos los puestos hasta graduarse en Ciencias Políticas e ingresar a la Escuela Nacional de Administración. Allí conoció a su cómplice y compañero de vida Francois Hollande, actual secretario general del Partido Socialista, con quien tuvo cuatro hijos.
Pero su estrella comenzó muy pronto cuando fueron cooptados como jóvenes promesas por importantes asesores del presidente François Mittterand, que gran donjuan y amante desbordado de faldas, sin duda quedó maravillado por la belleza y el sex appeal de esta joven y severa funcionaria. Primero fue joven ministra de Ecología y a medida que nacían sus hijos, tuvo cargos en educación y asuntos de la familia, que desempeñó a veces embarazada. Ya desde entonces abrió con tino político las puertas de la clínica de maternidad a las revistas del corazón para que vieran a su ministra amamantando a sus bebés o extendida después de dar a luz. En el verano pasado fue sorprendida en bikini azul nadando en las playas del sur, mostrando su bello cuerpo ante la sorpresa de todos. Para sus 53 abriles se observaba muy bien, coincidía toda la prensa. Segolène es todo un encanto, comparada al muy feo Sarkozy. Se comprende que el ya muy anciano presidente Mitterrand exigiera y ordenara, autoritario como era, que su bella asesora lo acompañara en algunas de sus giras, aunque no fuera necesario.
Claro que hace unos meses, cuando la vieron nadando como sirena con su bikini azul, nadie imaginaba ni podía siquiera calibrar en el sueño más delirante que algún día llegaría a ser la candidata presidencial de su partido, en un país muy machista donde los candidatos surgen después de décadas de dura batalla entre un vasto sanederín de hombres ambiciosos rodeados de mujeres de adorno. Como en los buenos tiempos del Antiguo Régimen monárquico, la Revolución, los años napoleónicos, la Restauración o las viejas repúblicas, para acceder a una candidatura con posibilidades habrá sido necesario descabezar antes a centenares de rivales. Los presidentes franceses fueron siempre viejos zorros de colmillos afilados como Pompidou o Chirac o leyendas como el general De Gaulle o Mitterrand, no menos astutos y expertos en las luchas palaciegas.
Segolène Royal logró pasar inadvertida como la mujer bonita de un poco agraciado líder del partido, algo chistoso y barrigón. Ninguno de los prohombres de ese movimiento lleno de talentos como Bernard Kouchner, Laurent Fabius o Dominique Strauss-Kahn, entre otros muchos, pudo pensar alguna vez que mientras impedían el ascenso del simpático François Hollande, éste preparara en secreto la carta de su mujer y en una jugada maestra, manipulando muy bien a la opinión, logró obtener para ella en 2006 la candidatura presidencial en los comicios internos del partido.
Pero incluso así, la campaña fue dura para ella: los compañeros socialistas se burlaban en secreto por sus supuestos errores e incompetencia, en lo que eran seguidos por los políticos de derecha, que no le perdonaron la más mínima inexactitud o torpe declaración. Se la consideraba autoritaria, dura, superficial, ambiciosa, altiva, desleal, oportunista. Hace poco se decía incluso que ni siquiera pasaría a la segunda vuelta y se preparaba en el partido la noche de los cuchillos largos.
Royal aprendió en la dura lucha y poco a poco fue luciéndose hasta lograr a su favor una votacion que redujo a migajas a los otros cinco candidatos de las izquierdas, desde el comunismo al ecologismo, y la acercó al candidato de la derecha Sarkozy. Esta semana, después de las elecciones del 22 de abril, en el lapso que la llevará a la segunda vuelta, ha resultado tan astuta que logró el sábado imponer un debate público con el derrotado centrista Bayrou, en el que ambos coquetearon prometiendo un cambio en la polarización estricta derecha-izquierda, hasta ahora reinante en la política francesa. Sarkozy, que siempre despreció a Bayrou, quiso impedir con sus poderosas relaciones con el alto poder mediático ese debate que se hizo contra viento y marea, abriendo a Royal la posibilidad de rescatar millones de votos hacia el centro.
A una semana de la vuelta definitiva el panorama opone a una derecha fuerte, imponente y severa en el poder, que cuenta con la enjundia desesperada de Sarkozy y los votos de la extrema derecha, contra un socialismo dulcificado con aires de centro, cobijado por los encantos de la bella cincuentona Segolène, la del bikini azul. Gane quien gane, Francia ha dado un gran ejemplo al llevar a las urnas a casi todo el pueblo y reducir a muy poco el abstencionismo. Sea Sarkozy o Segolène, el ganador entra al poder con toda la legitimidad de las urnas para aplicar sus programas, que son tan opuestos como la luz y las tinieblas.
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lunes, 23 de abril de 2007

EL LIBRO EN LOS TIEMPOS CAROLINGIOS

Por Eduardo García Aguilar
En los viejos tiempos de los reyes carolingios, que reinaron desde 750 de nuestra era hasta fines del siglo IX, conventos, abadías, catedrales y palacios reales en Europa se dedicaron a la transcripción minuciosa de miles de libros y documentos antiguos, gracias a lo cual hoy podemos gozar de las obras de filósofos, poetas, dramaturgos, científicos, historiadores y cronistas clásicos, que fueron luego redescubiertos por los humanistas del Renacimiento.
Todas esas joyas conservadas después de más un milenio y cuya calidad de factura es asombrosa, pueden observarse en la Biblioteca Nacional de Francia de la calle Richelieu, donde están expuestas por primera vez en mucho tiempo en la muestra denominada "Tesoros Carolingios", un verdadero regalo para los maniáticos de la escritura y los bibliópatas.
Los libros de todos los tamaños fueron copiados en los scriptorium sobre pergaminos y traen al interior las más bellas estampas de artistas, pintadas con todos los matices de colores, incluso de oro auténtico. Están además empastados con metal, madera, marfil y joyas preciosas. Las letras traen ornamentaciones trenzadas exquisitas de tipo geométrico o con animales y lugares fantásticos y pájaros exóticos, que expresaban el delirio artístico de los calígrafos, mientras afuera reinaba el hambre, la guerra y la peste.
Ahora que con la red internet y los blogs estamos viviendo otra revolución editorial y de comunicación tan importante como la realizada por Gutemberg con la creación de la imprenta, vale la pena recorrer estas vitrinas y ver de primera mano el trabajo de nuestros ancestros los monjes para darnos cuenta de que estamos a la vez muy cerca y muy lejos de aquellas proezas. Siempre es fascinante y saludable comprender que nuestros tiempos, tan bárbaros como aquellos, están asentados sobre siglos de actividad cultural de la humanidad. Que hace miles de años hubo ciudades enormes y bellas, ciencia, medicina, cultura y hombres sabios que reflexionaron e inventaron y se arriesgaron frente a los tiranos. Ahora que nuestros presidentes del siglo XXI son casi todos brutos, ignorantes, violentos y ladrones como George Bush y Osama Ben Laden y sus acólitos del mundo, da gusto recordar que hubo alguna vez reyes y cortesanos ilustrados.
El gran Carlomagno (747-814), que es para nosotros una figura de leyenda pero fue muy real, amplió y dio todas las facilidades a los centros educativos que formarían maestros, religiosos, funcionarios y copistas eclesiásticos y laicos encargados de plasmar para siempre los logros de ese lapso de extraño esplendor intelectual. Allí se enseñó la lectura y la escritura del latín, la teología y el cálculo y luego las artes liberales que debía conocer todo hombre libre, divididas en el trivium (gramática, retórica y la dialéctica) y el cuadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía).
Terencio, Cicerón, Virgilio, Séneca, Suetonio y otros más fueron redescubiertos y tomados como modelos de escritura latina, al mismo tiempo que se estudiaron todos los avances científicos en materia médica, arquitectónica, botánica y agrícola dejados en tratados y manuales por los antiguos y que poco a poco reaparecieron en los viejos rollos griegos y latinos perdidos. Esa actividad exige la uniformización de la escritura y el rigor en la corrección de los textos, lo que conduce a la creación de la letra carolina, mucho más clara y de fácil lectura, que deja atrás la retorcida caligrafía casi ilegible de los tiempos merovingios.
Esos activos lugares en Aquisgrán, Corbie, Saint Denis, Reims, Metz, Saint Amand, se convirtieron en centros culturales, donde bajo la orden de las más altas autoridades desde Pipino III el Breve hasta Carlomagno, lo escrito adquirió una importancia central, en una especie de extraordinario renacimiento que hoy nos maravilla y que floreció después de siglos de oscuridad, ruina y decadencia tras el fin del esplendor greco-romano. Las artes del imperio oriental bizantino y de Irlanda fueron importadas por el soberano para mejorar la calidad de los manuscritos y desde todos los puntos cardinales llegaron expertos maestros encargados de formar la nueva élite artística.
Esta dinastía casi logra la unidad total del Occidente con la aplicación de reformas religiosas, administrativas, legislativas y educativas en las que desempeñaron papel fundamental sabios y consejeros eruditos instalados en la corte. Pero después de Carlomagno, al dividirse el reino entre los celosos herederos, la decadencia y las invasiones normandas dieron la estocada final al auge de los copistas carolingios.
Tener casi en las manos esas joyas, verlas desde todos los ángulos, apreciar sus perlas y sus gemas, imaginar al calígrafo y al ilustrador inclinados sobre los pergaminos en los lejanos monasterios, es una sensación inolvidable y nos prueba que la humanidad no siempre fue violenta y estúpida como hoy.
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lunes, 16 de abril de 2007

CANCIÓN

LA MUSA DE LOS EXISTENCIALISTAS

Por Eduardo García Aguilar

Tiene 80 años y su cuerpo altivo y delgado, bajo la luz circular de los proyectores, se insinúa bajo la tela del largo vestido negro ceñido que lleva desde hace 60 años por los escenarios del mundo. Pero ahora, en este febrero del suave invierno del año 2007, Juliette Greco está en el centro del escenario del Teatro de Chatelet al lado de otra leyenda, el pianista Gerard Jouannest, quien compuso la música para cuarenta canciones de Jacques Brel.
El teatro está a reventar y la electricidad se siente en el ambiente del lugar donde danzaron Nijinski y el ballet ruso en 1909. Cuando se presenta la llamada musa de los existencialistas la gente acude pensando que tal vez será el último concierto del ícono. Se imaginan que de entre bambalinas saldrá una anciana encorvada y temblorosa y por el contrario aparece esbelta, con inconfundible energía y luego caminará erguida hacia el micrófono, toda de negro vestida, mientras el público aplaude a la más grande leyenda viva de la canción francesa. A ese mundo llegó ella incitada por Jean Paul-Sartre, quien le ayudó a escoger las primeras letras de poetas y le consiguió una cita con el pianista Joseph Kosma para que le enseñara a cantar.
Eran los tiempos de la posguerra y El Tabú y La Rosa Roja, entre otras tabernas del barrio latino, se habían convertido en lugares de fama mundial, pues allí los nuevos hedonistas paganos se reunían a delirar luego de la Segunda Guerra Mundial y el genocidio nazi, todavía frescos en su horror mortífero. Las revistas estadounidenses Life y Times y otras publicaciones del mundo saludaban la emergencia de esa generación existencialista francesa que se vestía de negro y hablaba de filosofía entre la humareda nicotínica de los bares. Maurice Merleau-Ponty, Boris Vian, Albert Camus, Simone de Beauvoir y Sartre, al lado de Raymond Queneau, Jean Cocteau, Jean Marais, Marcel Marceau, Jacques Prevert, François Mauriac, Marguerite Duras, se daban cita allí donde circulaba el vino, la poesía y el amor. La filosofía, la poesía y la cultura en general habían conquistado los bares y aunque la explosión mediática falseaba la esencia del movimiento, Sartre aceptó que la Greco fuera considerada por la prensa como la musa y emblema del existencialismo.
En una hoja del 25 de julio de 1950 escribió el autor de El Ser y la Nada que él, compositor y autor lírico, se comprometía a entregarle a Juliette una canción escrita de su puño y letra antes del 10 de agosto de ese año. Los amigos de los bares El Tabú y La Rosa Roja la convencieron de pasar de la actuación a la canción para animar las noches de fiesta en esos lugares convertidos en tremendos éxitos comerciales. La guerra quedó atrás y los jóvenes sobrevivientes de los campos de concentración y de la Resistencia contra el invasor alemán y sus colaboradores volvían a la vida y querían beber y divertirse.
Existir ya era un milagro suficiente. Eran existencialistas. Y con ellos renacieron la literatura, el cine y el teatro, florecieron de nuevo las editoriales confiscadas, así como los diarios y las universidades. La menuda y gótica Juliette Greco sedujo a todo el mundo y pronto fue invitada a hacer cine en algunas producciones de Hollywood, bajo la protección de su amante, el anciano y poderoso productor Darryl Zanuck. María Callas, Orson Welles, Cary Grant, Tyrone Power, Marlon Brando, Trevor Howard, John Huston, Ava Gardner y otras estrellas la admiraron o la desearon. Fue la rompecorazones de la época y rechazó muchas ofertas que la invitaban a trivializarse en la danza millonaria del éxito para seguir fiel a su mito de cantante intelectual, amiga de poetas y filósofos, selectiva en la elección de las letras de sus canciones. Siempre escogió la calidad frente al fácil éxito masivo. Un piano y un acordeón y su voz: con esos tres instrumentos pasó de un siglo al otro. Durante 20 años la acompañó el pianista Henri Patterson, a quien ella rinde homenaje en sus memorias y ahora lo hace el inseparable Jouannest, no menos legendario que ella y a quien el público del Teatro de Chatelet le lanza ramos de rosas.
Esta noche, casi seis décadas después de su salto a la celebridad, la gente aplaude una tras otra las interpretaciones de esta mujer cuyo cuerpo de anciana sexy es arropado por las expertas luces de técnicos especializados que la aman desde hace décadas. A veces para una canción de amor o de pasión sexual la luz roja inunda el escenario, luego para otra sobre la inminencia de la muerte, aparece una luz blanca helada que inunda todo y la deja ver a ella ya casi convertida en la calavera que canta desde el más allá. Para hacer más intenso el contraste, sin duda ha pedido que los reflectores cubran claramente su rostro delgado e insinúen las oquedades sombrías del cráneo y el movimiento ágil de sus alargados dedos esqueléticos, mientras la mano acaricia el traje negro que la cubre. Se suceden las canciones de Leo Ferré, George Brassens, Jacques Brel, Serge Gainsbourg, Jean Cocteau, Charles Aznavour y la del genio popular que compuso la canción anarquista El tiempo de las cerezas, un himno al amor que según ella sólo puede ser revolucionario porque, nos dice, el amor es revolucionario.
Ha terminado el concierto. Todos de pie la aplaudimos una y otra vez y ella sale de nuevo a inclinarse ante respetable que la celebra, hasta que al fin el telón cae. ¿Será la última vez que la vemos? La también llamada en los años cincuenta flor venenosa del barrio Saint Germain o liana negra del desvelo, ha cumplido una vez más al público con su gruesa voz intacta y en el escenario queda la energía de su rebelde carácter y el halo de su sensual elegancia filosófica. Y sólo tiene 80 años, en el filo intermitente del ser y la nada.

lunes, 9 de abril de 2007

AMOR Y LITERATURA

LA AMADA SALVADOREÑA DE SAINT EXUPERY

Por Eduardo García Aguilar

Poco a poco crece el mito de la diva Consuelo Suncín, una pequeña salvadoreña que desde su humilde pueblo natal de El Salvador, en América Central, saltó de amante en amante y de esposo en esposo, hasta ser la tributaria de la obra de Antoine de Saint- Exupéry y la musa que lo llevó a crear El Principito, uno de los libros más famosos del siglo XX.
Según la leyenda, Consuelo salió de su tierra natal, un pueblo llamado Armenia, hacia a México, a donde llegó en los albores del siglo XX en busca de fortuna. Allí, después de unas aventuras poco felices, encantó al entonces Ministro de Educación, el escritor José Vasconcelos, quien dedicó a la mujer páginas inflamadas de sus Memorias, iniciadas con el famoso volumen Ulises Criollo. La mujer quedó plasmada para siempre en esa obra, que es una de las más bellas escritas en el siglo XX por un mexicano, ya que es un himno a su patria, escrito con una prosa llena de efectos, deslumbrante y auténtica como pocas, gracias al talento y la emoción con que describe su tiempo y los paisajes de su extenso y variado país. Cualquier diva quedaría feliz con ser sólo la inspiración de estas páginas memorables, pero ella nos guardaría aún mayores e increíbles sorpresas amorosas.
A lo largo de las páginas de Vasconcelos fluye la pasión secreta que suscitó en él esta diminuta mujer, que en apariencia no tenía gracia muy especial. Enloquecido de deseo por su nueva amada salvadoreña y lleno de culpas atroces por ser infiel a su esposa -una abnegada matrona de la bella tierra de Oaxaca-, la llevó de viaje a París, en un juego de laberintos, pues a su vez traicionaba a otra de sus amantes, la muy intelectual y muy aristocrática Antonieta Rivas Mercado, que despechada por la traición del tribuno, se suicidó lanzándose desde las alturas de la catedral de Notre Dame, en un melodrama de crónica roja que inundó los titulares de los periódicos amarillistas.
Consuelo Suncín voló de los brazos del gran Vasconcelos y llegó a los del escritor guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, considerado como el más exitoso escritor latinoamericano de su tiempo y para muchos el mejor prosista de la generación modernista. Vasconcelos, que era una verdadera leyenda del continente y un frustrado líder mexicano que mucho después moriría marcado por el fraude que le impidió llegar a la Presidencia de su país, recibió el golpe en silencio y sólo pudo exorcizarlo mucho después en las bellas páginas que le dedicó a la mujer, a quien puso el seudónimo de Amparo.
Gómez Carrillo, autor de casi un centenar de libros de crónicas que eran editados en París por la viuda de Ch. Bouret y en Barcelona por Sopena, tuvo tal éxito, que gozó de gran fortuna y su prosa amena y llena de sorpresas, sus páginas de viaje y descripciones de la primera guerra o la vida de la belle-époque europea eran leídos en todo el mundo hispanoamericano. Vargas Vila lo odiaba y lo envidiaba por su éxito y porque a fin de cuentas tuvo mayor penetración en los medios literarios europeos de aquel tiempo, cuando él y Rubén Darío acudían a la mesa etílica del gran Verlaine y vivían con intensidad la vida mundana y cosmopolita de los tiempos de entreguerras, dominados por el art-déco, el surrealismo, el cubismo, las nuevas técnicas de comunicación inalámbrica, el cine y los raudos autos de lujo. Pero pese a su éxito y a estar con la salvadoreña, Gómez Carrillo sucumbió en pleno esplendor de la vida, a los 54 años, cuando a su alrededor cundían los elogios y la admiración de sus contemporáneos. La fortuna del malogrado escritor Gómez Carrillo, el best-seller desbordado de su tiempo de quien pocos se acuerdan hoy, pasó de inmediato a Consuelo Suncín, quien no tuvo más remedio que sufrir luego los avances de otro grande, Gabriel D'Annunzio, el autor de Gog y Magog, y de otros hombres de letras de su tiempo. ¿Qué tenía? ¿Cuál era su misterio? ¿Por qué los escritores morían de amor por ella y le daban todo?
Pronto la conoció Antoine de Saint-Exupery, un piloto de leyenda y escritor aristócrata del sur de Francia, que hizo todo por seducirla, como invitarla a dar una vuelta en avión por las alturas argentinas y decirle que lo dejaba caer si no aceptaba estar con él y darle un beso en el instante. El bonachón Saint-Exupery la amó con locura, pese a la oposición de la familia francesa y se casó con ella, causando reacciones encontradas en la sociedad de su tiempo. Después viene el relato de este amor loco, los celos del autor de Piloto de Guerra y Tierra de Hombres, el exilio en Nueva York durante la guerra, la aparición de El Principito y el misterioso fin en un accidente de su avión en las costas mediterráneas, cerca de Marsella, tragedia en torno a la cual se tejen todo tipo de historias, como por ejemplo que el propio novelista cayó en el mar a propósito, desesperado por los celos.Muerto Saint-Exupéry, la Suncín, ya millonaria, afrancesada y heredera de los derechos y las propiedades del autor francés, pasó los últimos años de ancianidad en París convertida en centro de amistades y admiración, hasta que a su vez se enamoró de su jardinero y chofer, un español simple y joven que tras la muerte de la anciana heredó toda la fortuna del guatemalteco y los derechos editoriales del francés, cosa que jamás perdonaron ni la familia de este último ni los medios intelectuales de Francia.
Hace unos años, en una fiesta en el bulevar Saint-Germain con motivo del centenario de Saint-Exupéry y la aparición de varios libros autorizados por el heredero español, las botellas de champán se quedaban sin abrir en ausencia de invitados. El mundo editorial francés, los diplomáticos y con mayor razón la familia no acudieron al cóctel. El inmenso patio dieciochesco estaba semivacío bajo el sol de mayo. Pero unos cuantos curiosos estábamos allí admirados, hablando con el último amor de la diva, ese español simple que nos decía con afabilidad crepuscular: "!Beban, beban champán, muchachos, que invita Consuelo Suncín!". Cosa que hicimos con alegría; pero era tanto el champán y tan pocos los asistentes, que no pudimos agotar aquellas botellas gigantes que se quedaron allí en ese jardín como prueba de que aún pocos en Francia comprenden la leyenda de esta salvadoreña inolvidable, que de cenicienta pasó a las glorias de la fama.

JUNTO A NOTRE DAME

domingo, 8 de abril de 2007

SOBRE ANIMAL SIN TIEMPO

EDUARDO GARCIA AGUILAR: EL POETA COMO HABITANTE DE NINGUNA PARTE

Por Juan Carlos Acevedo Ramos* - Papel Salmón. La Patria, Manizales, domingo 7 de abril de 2007 .

La poesía de Eduardo García Aguilar es descriptiva y melancólica. Es el reflejo de un exilio vivido desde hace mucho tiempo. Animal sin tiempo está dividido en dos estaciones: la primera Fuego de Amazonas y la segunda lleva el mismo nombre del libro. Búsquedas.
Hablar de Eduardo García Aguilar es hablar del escritor más importante de Manizales de las últimas décadas. Radicado en París, García Aguilar se convierte además en nuestro escritor más internacional. Su obra avanza sin detenerse por los caminos de la narrativa, la crónica, el reportaje y la poesía.
Este escritor, que realizó estudios en la Universidad de Paris VIII-Vincennes en Economía Política, tras abandonar sus estudios de Sociología en la Universidad Nacional de Colombia, goza de un reconocimiento literario que le ha llevado a ver sus novelas, ensayos y reportajes traducidos a varios idiomas, entre ellos el inglés y al francés.

De su inacabable trabajo con las palabras ahora nos hace llegar su último libro de poemas Animal sin tiempo, pero debemos recordar que García Aguilar había publicado anteriormente Llanto de la Espada (1992) un libro lleno de nostalgias, de ciudades recorridas, de memorias revestidas de sueños y de viajes; es decir, un libro donde su vida nómada lo convirtió en un hombre fugitivo de sí mismo y de su historia.

En su nuevo libro Animal sin Tiempo, vuelve a la poesía como a ese lenguaje secreto y subversivo desde donde puede mitigar sus miedos, su rabia, sus soledades, sus ausencias. Un lenguaje simple, lleno de asombro (ante la vida, el hombre y la naturaleza) que atraviesa sus días, los días de un ser dueño de ninguna parte.

La poesía descriptiva y melancólica que hace presencia en estos poemas de García Aguilar, es el reflejo de un exilio vivido desde hace tanto tiempo que las heridas de las noches y del alma ya no pueden cicatrizar. El poema se convierte -entonces- en un de desahogo frente al vacío de las horas, en una especie de recámara donde el ser humano no hace otra cosa que desacralizar su soledad de fantasma o de río. Porque algo es claro, Eduardo García Aguilar, habitante de la Tierra de Nadie, se sabe un hombre solo y la escritura de ficción o poética es su refugio para los días sin sol.
El libro está dividido en dos estaciones, permítanme la imagen para seguir hablando del hombre nómada que es García Aguilar, la primera de ellas es Fuego de Amazonas , una recreación de lugares, viajes y situaciones que le atañen al hombre en sus búsquedas. La segunda es Animal sin Tiempo, que está compuesta por Viajes, una breve selección de poemas donde las ciudades y sus historias construyen los poemas a manera de bitácora, Tiempos no solicitados, poemas donde el caos y horror de estar en el mundo construyen los versos, Máscaras, un pequeño tributo a sus escritores tutelares y Papeles del loco, donde el poema se hace necesario para preguntar por el oficio.
Leamos algunos de éstos poemas.

VOLVER A ESTAR LEJOS
Volver a estar lejos
capas concéntricas de lejanía
lejos de donde estabas lejos
Un mar como foso o muralla
y desde una torre gritar contra la mar
Lejos siempre imperceptible
fantasma de viajero que huye
y huirá hasta el fin
¿Huir de quién? ¿De qué?
¿Quién eres? ¿Un espectro?
¿Una máscara? ¿Una ficción?
Árido como un cactus
resbaloso como un liquen
oculto cual musgo
de donde bebe el eremita
En el último lugar
lejos siempre lejos
lejos de donde estabas lejos
Lejanía concéntrica y laberíntica
Hasta no ser
(París, 1998)
DE TOUR/RETOUR
V
En la calle Belisario Domínguez
Junto a pequeñas editoriales
de tarjetas inútiles o invitaciones a bautizos
de niños recién asfixiados
otra vez corazones palpitando
cuerpos entrelazados manos atadas
risas bajo las cúpulas
y luego
el extraño recurso de volver a la llama
para probar allí la fortaleza
de esas tensas pieles condenadas
el eterno retorno como un enorme discurso de tuercas
invadidas por violetas
el sabor intacto de esas bocas
el aroma de esos cabellos
que ya no son los mismos cabellos
de esas células que que no son las mismas células
pero que se acomodan al molde de su única derrota
poblándose de vendas con la inyección fija y persistente
en las fatigadas camas de ruinosos hoteles citadinos
DE PAPELES DEL LOCO
VIII
¿Nada busca el poeta? ¿Nada lo llama a un delirio?
¿Ningún oráculo le avisa del peligro ante la hidra?
¿Alguien oculta la verdad cuando ve sus ojos poseídos
y se niega a la revelación junto a desiertos sin oasis?
¿Tan desamparado estará acaso ajeno a su caída?
¿Será el deseo tan espléndido que su codicia lo ciega?
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GARCÍA AGUILAR Eduardo. Animal sin Tiempo. Editorial Praxis. México. 2006. Pp.90
Noticias del autor
Eduardo García Aguilar. 1953. Trabaja en París para la Agence France Presse (AFP). Ha vivido en México, Estados Unidos y Francia. Ha publicado las novelas Tierra de Leones , Bulevar de los Héroes , El viaje Triunfal y Tequila Coxis . Los libros de cuentos y relatos Cuaderno de Sueños , Palpar la zona prohibida y Urbes luminosas . Los libros de ensayo Gabriel García Márquez, la tentación cinematográfica , Celebración y otros fantasmas, una biografía intelectual de Álvaro Mutis y Voltaire el festín de la inteligencia .

La imagen de la portada de Animal sin tiempo es una litografía sobre papel realizada por Pierre Alechinsky en 1970, llamada Vulcanologies I.

sábado, 7 de abril de 2007

PRAXITELES SIN PRAXITELES EN EL LOUVRE

EDUARDO GARCIA AGUILAR
Debido a que las autoridades griegas se negaron con toda razón al traslado del frágil Efebo de Maratón, obra de bronce del siglo IV que durante un tiempo se atribuyó al gran escultor griego Praxiteles, la exposición en su honor en el Louvre se inauguró sin la presencia de esta pieza magna del Museo Nacional de Atenas. Pero pese a esta ausencia, los amantes del arte tienen la posibilidad de caminar en medio de una vasta serie de obras de mármol y bronce inspiradas o copiadas a lo largo de los siglos directamente del maestro, que vivió en Atenas probablemente entre 400 y 330 antes de Cristo y sobre quien escribieron Pausanias, Plinio el viejo o Luciano, entre otros cronistas de la época maravillados por las obras de este hombre. En ese tiempo, en el marco de un amplia apertura civil, filosófica y de florecimiento de las individualidades, las figuras perdieron la rigidez heroica y aristocrática de antes y adquirieron un dinamismo y una realidad tales que se piensa a veces que en cualquier momento pueden despertar y caminar o saltar frente nosotros en las frías y empolvadas salas de los viejos museos.
Su Afrodita de Cnide, que se puede ver en las monedas de época, fue una de las primeras repesentaciones terrenales del desnudo femenino y su fama es tal que desde aquellos tiempos hasta el siglo XIX fue reproducida y utilizada por ricos y pobres, sacerdotes, dignatarios y reyes, para adornar sus viviendas. Dice la leyenda que la modelo fue su amante, la cortesana Friné, cuya figura inspiró esculturas hasta el siglo XIX. De la escultura griega clásica queda muy poco porque guerras, catástrofes y la incuria del hombre redujeron a cenizas todas esas maravillas que brillaban en las plazas de todos los pueblos y en mansiones, templos y edificios gubernamentales. Sólo siglos de estudio de las ruinas y la minuciosa tarea recolectora y restauradora de los museos logran darnos una idea de lo que fue aquello en esos tiempos. Y el esplendor y la estabilidad poderosa del Imperio Romano a través de los siglos salvó aquellas imágenes del olvido, gracias a la copia en serie de las obras perdidas hechas por artistas de igual mérito.
Despues del fin del Imperio Romano, esas copias que sin duda adornaron los patios de los palacios capitalinos de Nerón o Adriano, y de miles de notables de provincia en las más alejadas ciudades, fueron cubiertas por la maleza en las ruinas o terminaron sepultadas en fragmentos en canteras o lechos de mares y ríos, de donde poco a poco han sido sacadas a la luz por prelados o estetas poderosos, amantes del arte, que como el ministro Richelieu daban fortunas por poseer Afroditas, Sátiros, Apolos cazadores de lagartijas, Eros, Artemisas, Dianas, Venus, Hermes o Dionisios. Basta ver esas figuras hoy, dos milenios después de haber salido de las manos de anónimos artistas, para entender que el arte es en definitiva mucho más importate que el poder y la politica: los tiranuelos pasan y los artistas quedan. Caen ministros e imperios, mueren los poderosos y esas figuras quedan ahí como testimonio de la conexión milagrosa del hombre con el arte. Merced a un largo proceso el hombre llegó a la perfección en la factura de los cuerpos y en las técnicas para sacar del mármol o del bronce representaciones del hombre y la mujer.
Fue Praxiteles al parecer quien nos legó esas primeras imágenes soberbias de mujeres desnudas, la belleza de guerrreros o cazadores y de imponentes semidioses en posiciones ágiles, naturales, reposadas, donde vibraban músculos, tendones y venas. Pero de él, del artista, no nos queda más que la firma comprobada en la base de algunas de esas obras monumentales que adornaron la Acrópolis, templos o casas de notables en otras ciudades griegas. No queda más remedio que inclinarse entonces en esta exposición y leer con emoción cuando está escrito en griego sobre el mármol milenario: « Praxiteles lo hizo ».
Y sabemos que ahí estuvo él también inclinado como uno firmando con cincel la obra que acababa de terminar. Y que sin duda después celebró feliz con sus amigos el éxito, participó en una orgía o abrazó e hizo el amor a Friné, la amante cortesana e impúdica representada a lo largo de los siglos cuando fue obligada a desnudarse ante los jueces, sátiros maravillados por su cuerpo e inquietados por su osadía de hetaira meteca. Por eso el mito de Friné reinó entre poetas y escultores románticos del siglo XIX, que como James Pradier (1790-1852) quisieron ser aún más eternos y mejores que Praxiteles. La escultura suya de Friné como ninfa desnudándose ante los jueces, es una joya de esta exposición, prueba de que las labores de un artista de hace casi 2.500 años siguen tan vivas como los cuerpos humanos que lo inspiraron.

lunes, 2 de abril de 2007

GERMAN ARCINIEGAS: LA LONGEVIDAD DEL LADINO

Eduardo García Aguilar

En su muy larga vida, Germán Arciniegas ha transitado por los países y las literaturas de América Latina como un interlocutor privilegiado. Para presentarlo a nuestros lectores, acudimos a Eduardo García Aguilar, colombiano de México, autor de la novela El viaje triunfal y de Celebraciones y otros fantasmas. Una biografía intelectual de Álvaro Mutis. (Publicado en La Jornada Semanal. México, el 9 de junio de 1996)

En tiempos de recrudecimiento de la intolerancia en las diversas trincheras de la intelligentsia latinoamericana de la última década del siglo XX, es refrescante celebrar la longevidad de un viejo demócrata, marcado por el ejercicio generoso del diálogo y la polémica. Este patriarca viajero, que tiene la edad del siglo, pertenece a una amplia generación de latinoamericanistas liberales que, desde diversos matices y temperamentos, lucharon por la implantación de la democracia en un continente que vivía desde la independencia anegado en pobreza, luchas fratricidas y caudillismo.

Marcados en el norte por el entusiasmo generado por la Revolución Mexicana y las acciones culturales del ministro José Vasconcelos, y en el sur por la rebelión estudiantil de Córdoba o el ideario de Víctor Raúl Haya de la Torre, se caracterizaron por una creatividad desbordada al servicio del continentalismo bolivariano: Mariano Picón Salas y Arturo Uslar Pietri en Venezuela, José Vasconcelos y Alfonso Reyes en México, Pedro Henríquez Ureña en República Dominicana, José Carlos Mariátegui y Luis Alberto Sánchez en Perú, Baldomero Sanín Cano y Jorge Zalamea en Colombia, y Aníbal Ponce y Enrique Anderson Imbert en Argentina, fueron algunos de esos nombres que inundaronlas páginas de diarios y revistas con esa fe latinoamericanista que ahora se cambió por el canto uniformizador de la gorda sirena tecnocrática, rellena de hamburguesas McDonald's. Al mismo tiempo, y sin necesidad de afirmarse, Jorge Luis Borges, más excéntrico y escéptico, se comía al mundo sin bandera.

Creían entonces que era posible conducir al conjunto de naciones del área hacia la convivencia pacífica, en el marco del renacimiento cultural y el diálogo abierto entre opiniones diversas sobre los rumbos a seguir. Surgidos al calor del auge periodístico, algunos de esos hombres trataban de seguir las huellas de antecesores modernistas como el colombiano José María Vargas Villa y el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo, los más grandes bestsellers idolatrados de la época y de quienes hoy pocos se acuerdan. Arciniegas tiene del primero, que era espantoso escritor, el gusto por el escándalo, y del segundo una redacción más pulida y llena de color, aunque comparten ambos la ligereza y la imaginación desbordada. Pero aquellos entusiastas años veinte y treinta de entreguerras parecen ahora más lejanos aún que los de la Independencia, pues los cambios sucesivos en la región y el mundo a lo largo del siglo confinaron el ingenuo ideario latinoamericanista o ladinoamericanista, como diría Arciniegas, a un extraño limbo, o cuarentena, que exige revisiones dramáticas por parte de quienes ensayamos y pensamos en este momento. Ya Bolívar, en sus últimas cartas, entre la amargura del desprecio, expresó con lucidez escalofriante sus dudas sobre la posibilidad de redención del continente, convirtiéndose así en el primer decepcionado y único visionario apocalíptico. Estos buenos hombres íntegros y discretos que eran civilistas, universitarios, funcionarios, diplomáticos, editores, capitalinos de sombrero Stetson, bastón, chaleco, corbata negra y cuello duro, florecieron en la primera mitad del siglo en todo el continente y hoy por hoy nos parecen extraños animales en vías de extinción, porque para el mundo actual no hay hombre más bobo que uno íntegro. Después de muchas décadas de aventura romántica, signada por la angustia de vivir entre la civilización y la barbarie, hombres como éstos constituyeron el primer esfuerzo latinoamericano por pensar desde las universidades sin complejos frente al Viejo Mundo. Eran la contraparte absoluta del poeta maldito francés baudeleriano, imagen tuberculosa que por esas fechas languidecía en las cantinas a lo largo y ancho del continente, y del cacique ignaro que esgrimía su látigo en las plantaciones de banano o henequén. Jóvenes de bombín y cabello engominado, devoraban lo que venía del otro lado del mar sin caer postrados, como sus antecesores modernistas, en ciegas admiraciones de heliotropo, y trataban de poblar las aulas, cada vez más abiertas y modernas, con la búsqueda de una "identidad latinoamericana" que a veces condujo y aún conduce a tristes debates "bizantinos". La mayoría ­como el derrotado Vasconcelos, uno de los prosistas más notables del siglo y cuyas Memorias son lectura fundacional para todo latinoamericano­ terminaría vencida, en el exilio, apedreada, pateada, salvo Arciniegas, que siguió fiel a su entusiasmo.

Fue una derrota para ellos, pero por el lado de la creación los mismos años de caos se encargaron de unir el continente a través del delirio de la palabra narrativa, primero con la gran novela telúrica de los campos y las selvas, desde Rómulo Gallegos y Miguel Ángel Asturias hasta Arguedas y Guimaraes Rosa, más tarde con el barroco maravilloso de Alejo Carpentier, Lezama Lima y Severo Sarduy, y al final con el fresco de la pléyade del boom, con autores tan claves como Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Carlos Fuentes y Juan Rulfo, entre otros. La palabra, que siempre se anticipa a los gobiernos, hizo estallar las fronteras sin necesidad de ejércitos a través de la poesía, la más agresiva trituradora de tradiciones y viejos sentidos. Neruda, Huidobro y Pablo de Rokha, César Vallejo, César Moro, Oliverio Girondo, Jorge Luis Borges, Enrique Molina, Álvaro Mutis, Vicente Gerbasi, Octavio Paz y Gonzalo Rojas, entre otros, se encargaron de dinamitar esas paredes y dejaron a los políticos con sus discursos ajados.

A través de los libros de Arciniegas, muchos entraron al mundo ficticio del pasado continental lleno de Coatlicues y príncipes de taparrabos y plumas, virreyes de peluca y zapatillas, bucaneros tuertos y con pie de palo, reyes lejanos, mercaderes, esclavos negros y bellas cortesanas, inquisidores, fantasmas, vírgenes, monjes y libertadores, en lo que constituía el catálogo barroco de los abalorios históricos del continente a lo largode 500 años de colisión con el Viejo Mundo. Él supo captar con sus relatos la atención de varias generaciones de estudiantes y autodidactas de los tiempos de antes de la televisión, convirtiéndose en documentalista de las tragedias y hazañas de los héroes. Con él, los adolescentes descubrieron las maravillas de El Dorado, siguieron las gestas de Tupac Amaru y Los Comuneros, conocieron a fray Servando Teresa de Mier, a Bolívar, Flora Tristán y José Martí, y siguieron las proezas de película de los bucaneros del Caribe. Los más mórbidos supieron de la chiflada Gabriela Mistral en su delirio errante, o del maldito Porfirio Barba Jacob, cuyos huesos desenterró en Méxicohace 50 años y llevó a Colombia en un avión, acompañado por Carlos Pellicer y León de Greiff.

Durante muchos años El estudiante de la mesa redonda (1932) y Biografía del Caribe (1945), desde sus sólidas ediciones argentinas, circularon por encima de las fronteras y fueron traducidos a varias lenguas, convirtiendo al bogotano en clásico continental. Cosa extraña de la historia, tanto él como esa generación de discretos intelectuales civilistas que trabajaban en la primera mitad del siglo para sus gobiernos y peregrinaban cada año a París, en ese entonces capital cultural latinoamericana, fueron arrasados por el renacimiento de un neotelurismo literario que desplazó el interés por esa reflexión liberal. Tanto la religión marxista leninista como el neoconservadurismo nutrido de falange española y nazismo mandaron a estos hombres a un desván de sospecha: eran demasiado burgueses para los comunistas, y algo comunistoides y diabólicos para los conservadores. Tras la Revolución cubana y la gran histeria latinoamericanista subsiguiente, su discurso recibió el tiro de gracia, dejó de tener el arrastre de antes y los lectores se volcaron, según el gusto, ya sea en brazos del "realismo mágico" o de los catecismos de la guerra fría. Arciniegas, y otros intelectuales pasados de moda, vivieron décadas de ostracismo hasta que ahora, por fin, las nuevas generaciones de ensayistas tratan de restablecer un puente con ellos, para volver a "pensar" con calma y civilismo, y no con las llamas y la atractiva exuberancia ideológica de las últimas décadas. Esos liberales de entonces, como Sanín Cano, Reyes, Henríquez Ureña, Picón Salas, Sánchez o Uslar Pietri, se verían incómodos en esta lucha fratricida de fin de siglo entre la intelligentsia del libre mercado pro neoliberal, nostálgica de la guerra fría, y los "idiotas" que no están de acuerdo con ellos, tal y como los define un reciente libro titulado Manual del perfecto idiota latinoamericano (1) , cuya contraparte, también absurda, bien podría titularse Manual del perfecto hideputa latinoamericano. ¿No es preferible entonces el discurrir de ese liberal generoso, poco dado a las descalificaciones y a veces pleno de humor y alegría, al discurso encendido, maniqueo, egoísta, lleno de odios y anatemas de quienes mandan al ostracismo a los que no piensan como ellos?

Es posible que la obra de Arciniegas haya sacrificado el rigor en aras de la difusión, alejado la prueba documental en vez de cotejar archivos, y dado voz especial a la anécdota para sentarse en los laureles de la amenidad periodística, pero es innegable que sus libros y miles de artículos encendieron y animaron a muchos. Así lo reconoció el joven Gabriel García Márquez en su columna del Heraldo de Barranquilla, en 1952, al decir que sólo un escritor como él, "que lo acostumbra a uno a tratar con familiaridad a los personajes más inaccesibles y remotos, podía ponernos en camino de hacer las paces con los viejos intrépidos bandoleros del mar". Es obvio que en la actualidad se cuenta en la región con una disciplina histórica y críticamás rigurosa, y que los episodios de nuestro santoral patriótico, literario y político, se revisan con mayor lucidez y exactitud, pero también es cierto que este viejo patriarca cometió un pecado maravilloso que bien puede perdonársele: lo devoró la ficción y la imaginación desbordada, tal vez el deseo secreto de unas novelas que no pudo escribir.

Este prosista y sus afines polígrafos, que nadaron entre el ensayo, la ficción y el discurso, pueden contribuir en estos momentos a una revisión más amable de las discrepancias continentales, cuando grados indecibles de pobreza, enfermedad y analfabetismo vuelven a la región ante la mirada egoísta e indiferente de la mayoría de sus castas intelectuales, hipnotizadas por el progreso y el camino hacia la quimera del Primer Mundo. El discurso de Arciniegas en todo momento estuvo marcado por la búsqueda de la democracia y la tolerancia, una "defensa constante de los valores democráticos, una prédica que puede resultar monótona si la miramos en la larga duración de sus 70 años de escritor público", según nos dice Juan Gustavo Cobo Borda en el prólogo de la reciente recopilación de sus principales páginas bajo el título de América Ladina (FCE, México, 1993). En sus mejores libros, América, tierra firme (1937), Los comuneros (1938), Este pueblo de América (1945), Biografía del Caribe (1945), Entre la libertad y el miedo (1952), Amérigo y el Nuevo Mundo (1955), El mundo de la bella Simonetta (1962), El continente de los siete colores (1965) y América Mágica (1959), Arciniegas reivindica el derecho de los millones de aventureros pobres que, según él, poblaron América a través de los siglos, y predica la solidificación de esa mezcla de razas en busca de una nueva tierra. Y aunque la realidad lo contradice a veces, exalta la vocación democrática de la región frente a los horrores coloniales del Viejo Mundo, y protesta a los 90 años de edad ante el gobierno colombiano porque éste aceptó que la celebración de los 500 años se hiciera con un emblema adornado por la Corona española. Sus textos son un homenajea los hombres humildes, a los labriegos, a las mujeres que abrieron con sudor los nuevos surcos, y una diatriba permanente contra los poderosos y los tiranos, llámense Juan Vicente Gómez o Fidel Castro.

No deja por supuesto de ser difícil una lectura en este fin de siglo de muchos de sus textos de ocasión, pero el mérito mayor de Arciniegas es que no se dejó devorar por ellos y emprendió obras más ambiciosas, para romper con la tradición devoradora del diarismo. El periodismo y la política fueron y son los cementerios más terribles del talento latinoamericano, pero Arciniegas, que fue ministro y diplomático, logró sacarle el cuerpo a ambos con esa alegre irreverencia que aún hoy no cesa, la alegría del "estudiante" eterno que reivindicó en su primer libro famoso.

Al lado del venezolano Uslar Pietri y otros muchos moderados, Arciniegas nos incita a pensar y a escribir sobre los rumbos de este ámbito hispanoamericano, a escrutar sus mitos y mentiras, sus fanfarronadas y cursilerías, sus tragedias y hazañas, porque sólo así se pueden conjurar los fantasmas del silencio y la intolerancia. Su preocupación por las injusticias de los viejos y los nuevos tiranos nos indica además que, por desgracia, la historia no concluye y se avecina para el continente un siglo aún más oscuro que éste. Los héroes y ejércitos rebeldes de hace siglos, que parecían caducos y que en sus obras figuraban como muñecos de guiñol o soldados de plomo, vuelven a surgir de las ruinas de una modernidad cuyos tiranos no tienen ya charreteras sino corbatas y en vez de carrozas, autos blindados.

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(1) Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa, Manual del perfecto idiota latinoamericano, Plaza & Janés, México, 1996.

sábado, 31 de marzo de 2007

ATGET: EL FOTÓGRAFO RESCATADO POR LOS SURREALISTAS



En la foto que le tomó la joven Berenice Abbot poco antes de su muerte, el fotógrafo Eugene Atget (1857-1927), que pasó gran parte de su vida en las calles de la ciudad trabajando con una explosiva vieja cámara de trípode, se ve como un desgarbado artesano pobre y viejo de mirada escéptica y leve guiño de cinismo. Atget parece tolerar a esa bella joven admiradora estadounidense, discípula del gran Man Ray y amiga de los surrealistas, que fotografió a los grandes artistas de su época antes de convertirse ella misma en ícono del siglo XX y a quien debe su fama posterior, pues compró a su muerte casi 2000 fotografias del viejo y las llevó a Nueva York para que fueran expuestas y publicadas con rigor académico, admiración y cuidado.
A lo largo de su vida vendió sus fotos y "documentos" a pintores, museos y oficinas de gobierno, que las utilizaban para sus propios fines, pero nunca se consideró un artista. De joven, Atget, después de pagar su servicio militar y viajar como marinero incluso hasta América del Sur y Oriente, soñó con ser actor y pintor y tras fracasar en ambos objetivos, se dedicó tardíamente, a los 32 años, a practicar la fotografia como una forma simple y algo divertida de ganarse la vida en aquellos años difíciles de precariedad, guerra y desempleo.
Sencillo, sin elegancia ni altivez, este artista al final de su vida fue objeto de admiración de los surrealistas, fascinados por sus fotografías de vitrinas, fachadas, calles, cabarets, burdeles y prostitutas desnudas y su minuciosa captación de los rincones más antiguos de la ciudad que estaban a punto de desaparecer. En algunas portadas de la revista "La Revolución Surrealista", los seguidores de Breton reprodujeron imágenes suyas y los artistas de Montparnasse comenzaron a comprar y a coleccionar algunas de sus impresiones. Como en un juego de sueños y pesadillas, el hombre rechazó fijarse en las grandes avenidas que abría la modernidad o fotografíar paisajes brumosos o castillos de sueño para concentrarse en fijar para siempre los rincones más sucios y perdidos de los barrios, allí donde pululaban miserables, marginales, borrachines, poetas y personajes pintorescos. Para un latinoamericano, estas imágenes impresionan además porque vemos con detalle la ciudad callejera que vivieron personajes nuestros como Rubén Darío o Jose María Vargas Vila o leyendas locales como los poetas Verlaine y Mallarmé.
Con Atget y su cámara uno pasa por los orinales públicos visibles en cada esquina de las plazas, mira las carretas de tracción animal afectadas por el surgimiento del auto, observa los afiches de licores que fueron prohibidos luego como la absenta o la Kola-Coca y aprecia fachadas de viejas tiendas que incluso sobrevivían desde los tiempos de la Revolución, con sus preciosas vitrinas llenas de muñecas, pefumes, sombreros, ropas de época, jabalíes, conejos, perdices, vinos, quesos y frutas. Se ven entradas de famosos bares y cabarets desaparecidos como el legendario Infierno, escaleras de casas a punto de ser derruidas, así como la miseria de los que recopilaban basura en los extramuros de la ciudad, colocaban el novedoso asfalto sobre las avenidas o vivían en las periferias hacinados en abandonadas caravanas de inmigrantes y gitanos. La ciudad en 1898 y 1899 estaba siendo abierta para instalar el metro subterráneo y crear nuevas vías aéreas y avenidas, por lo que Atget pudo captar en directo las ruinas del pasado que se iba, la vida antigua que se diluía. La ciudad se convierte así en un escenario desolado lleno de muros caídos, ropas destrozadas, ollas rotas, juguetes dañados y muebles abandonados. Mientras otros fotógrafos más famosos tomaban fotos de nobles, funcionarios o cortesanas en fiesta palaciega o se dedicaban a medrar en los sitios del poder y el dinero, él estaba del lado de los pobres y de la ciudad normal de la vida cotidiana.
Atget vendió baratas esas fotografías a la Biblioteca Nacional de Francia, que ahora, con motivo de los 150 años de su nacimiento las saca al fin de sus archivos y las expone en la primera gran retrospectiva hecha por sus compatriotas y compuesta por unas 350 piezas de un total de casi diez mil imágenes acumuladas a lo largo de su vida. Su modernidad radica precisamente en que utilizó la magia de este arte para ver la realidad en vez de esconderla o dulcificarla. La fotografía, inventada ya desde los años 30 del siglo XIX, se había convertido en una práctica de moda entre gentes adineradas que viajaban o captaban sus festines o en empresa aplicada al retrato, por lo que este loco que pasaba horas fotografiando calles y plazas sucias, clochards, vendedores y prostitutas fue un personaje algo risible y olvidado que nunca imaginó su fama futura. Lo que prueba una vez más que no son siempre los más famosos y triunfadores en vida los que pasan a la historia, sino los auténticos creadores que tienen otra mirada sobre las cosas ante la indiferencia de sus contemporáneos y los expertos del momento.

LA PRIMAVERA PERMANENTE DE JULIO CORTAZAR


En la casa de América Latina de París se presenta una exposición de fotografías, documentos y videos de Julio Cortázar, muchos de ellos desconocidos, que se muestran auspiciados por su primera esposa Aurora Bernárdez, albacea suya junto al recién fallecido crítico Saúl Yurkievich.
Fotos de infancia, documentos de viajero, objetos personales como una clepsidra o la pipa, fotografías de la vida íntima en todas las etapas de su vida adulta comparten el escenario con videos tomados por él, cuadros, música, cartas y libros protagonizados por París, ciudad que lo albergó gran parte de su vida.Nació en Bruselas (Bélgica) en 1914, creció desde 1918 en Argentina donde fue maestro en Chivilcoy, Cuyo y Buenos Aires y floreció en la capital francesa, adonde llegó en 1951 y falleció el 12 de febrero de 1984.
La primera vez que vi a Julio Cortázar fue en la primavera de 1978, cuando asistimos un grupo de jóvenes estudiantes a un congreso sobre narrativa latinoamericana en Toulouse, en el que participaban Augusto Roa Bastos, Jorge Enrique Adoum, Jacques Gilard y Juan José Saer, entre otros.Lo que más me impresionó cuando lo vi de cerca y hablé un momento con él, era que su rostro estaba marcado por profundísimas arrugas. Desde lejos el monstruo de la literatura latinoamericana e ídolo nuestro por su maravillosa novela Rayuela y el misterio de sus cuentos, se veía mucho más joven, como un gran adolescente envejecido, alto y enjuto, de cabellera y barba oscuras.Pero al estar junto a él saltaban de inmediato las huellas implacables del tiempo sobre el rostro inconfundible de quien en ese entonces debía estar en sus 63 años. Usaba pantalones informales, zapatos de gamuza, suéter de cuello tortuga y amplias chaquetas impermeables de paleontólogo en invierno.
Lo veíamos después de lejos caminar por el campus de Toulouse le Mirail, al lado de la novelista colombiana Alba Lucía Angel, que en el Congreso cantaba música rebelde para el público y además parecía tener las preferencias del maestro. Y en París uno podía jugar a encontrarlo en alguna librería, en un mítin de izquierda o caminando por las calles, elevado y desprevenido como uno de su personajes.París había quedado para siempre en Rayuela como la glauca ciudad fría y precaria de los años 50 que vio reinar a jazzistas y existencialistas en las cavas de Saint Germain des Pres y a los artistas latinoamericanos pobres que vivían a salto de mata en hoteles miserables o edificios semiderruidos que no habían sido renovados desde el siglo XIX, como fue el caso de Gabriel García Márquez, Nicolás Guillén o el venezolano Jesús Soto y otros miles que desaparecieron para siempre.
Habría que haber vivido en ese tiempo para entender lo que significaba para la juventud urbana de América Latina la figura de Julio Cortázar. Con él quedaba atrás la entrañable narrativa telúrica de dictadores, señores presidentes y campesinos mitológicos y se abrían las calles y avenidas de las ciudades, con sus enamorados literarios que disertaban de filosofía, oían jazz y vivían pobres entre la humareda de los bares y la calurosa precariedad de las buhardillas del exilio.La famosa Maga, que fue su novia fugaz y hoy cuenta ya anciana desde Inglaterra su aventura con ese hombre raro y torpe, se convirtió en una especie de modelo de muchacha moderna, un poco loca, impredecible, tal vez mucho más sexy en la ficción cortazariana que en la realidad.
En las buhardillas de los años 70 se daban cita los estudiantes o los vagos para leer párrafos o capítulos enteros de Rayuela con una devoción sólo comparable a la que debieron practicar los seguidores del surrealismo medio siglo antes, como si el arte y la ficción fueran la salvación.¿Quién no se sintió Cronopio o Fama o soñó con los personajes ultramodernos que surgían en sus cuentos o en obras tan extrañas como los Autonautas de la Cosmopista, escrita con una de sus últimas amadas, Carol Dunlop?Además, el viejo Cortázar se había transmutado súbitamente al calor de las revoluciones en boga de un intelectual argentino tímido, erudito, exquisito y muy acicalado, en un verdadero hippie polígamo, un izquierdista que creía en la Revolución cubana y participaba en las fiestas militantes de protesta contra Estados Unidos, la guerra de Vietnam y las genocidas dictaduras militares Latinoamericanas.Según Vargas Llosa, la transmutación espectacular del exquisito se dio a fines de los años 60, cuando empezó a vivir con la editora lituana Ugné Karvelis, en cuyos brazos la crisálida se habría metamorfoseado.Era un nuevo modelo: no correspondía ya para nada al viejo arquetipo de escritor latinoamericano encorbatado, manso y lento que lagarteaba embajadas y puestos diplomáticos en las antesalas del poder. Y sin ser maldito, permanecía al margen fustigando las injusticias y defendiendo a capa y espada la poesía, los libros y la creación lejos del mercantilismo.Era a los ojos de toda una generación un artista auténtico y fue tal su cristalinidad que lo admiraron por igual sus copartidarios y adversarios políticos como Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, situados al otro extremo ideológico. Hasta ese entonces había vivido con su primera esposa Aurora Bernárdez, con quien se casó en 1953 y compartió esos primeros años de París y viajes tan importantes como el que realizó a la India.
El Cortázar de primavera permanente con el que nos quedamos fue ese hermano mayor que abría y abre todavía las puertas a la verdadera literatura, que no es copia chata de la realidad, como ocurre hoy, sino que la transforma e ilumina.Ver sus cosas y su álbumes en la Casa de América Latina un febrero taciturno como el que lo vio morir hace 23 años, es un verdadero regalo para quienes lo vimos alguna vez en la vida y para los múltiples cómplices e íntimos suyos que sobreviven en este siglo XXI de aburridos best-sellers, nuevas guerras horribles y escritores mercantiles que no tienen nada de Cronopios ni de Magas.
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EL ESCÁNDALO GÜNTER GRASS

Eduardo García Aguilar

El gran novelista alemán Günter Grass ha vuelto a desencadenar una tormenta al revelar que en 1945, al final de la guerra, siendo un adolescente de 17 años, se enroló en las Waffen SS, donde permaneció varios meses, hasta que fue capturado por el ejército estadounidense tras la estruendosa debacle de los nazis.En su libro autobiográfico crepuscular Pelando la cebolla, extractos del cual se conocieron en la prensa europea, decide contar este oculto episodio de su vida y reflexiona sobre las razones que llevaron a todo un pueblo a enredarse en el unanimismo y a adorar a un caudillo salvador que los llevó al desastre y de paso exterminó millones de personas, entre las cuales buena parte del pueblo judío.
Se colige a través de los extractos del libro que Grass, como tantos otros adolescentes, quería salirse de la casa a los 15 años, escapar al dominio paterno y empezar una vida independiente igual a la de otros muchachos rebeldes del pueblo que desean abandonar para siempre la glauca atmósfera de sus hogares.Solicitó primero ingresar a la marina, pero rechazaron su solicitud por la edad, pero más tarde recibió una convocatoria de las Waffen SS, que estaban ya en crisis en la recta final de la guerra y reclutaban lo que podían entre los jóvenes para ir al frente.
El escritor alemán, nacido en 1927, no oculta que millones de jóvenes y viejos se dejaron seducir por el carismático caudillo y creyeron en la grandeza alemana y en la posibilidad de la victoria.Grass hace parte de los adolescentes de origen modesto seducidos en los últimos meses del régimen, cuando ya la derrota se avecinaba, pero antes que él, notables hombres adultos colaboraron y participaron desde 1933 en el inicio del ascenso del führer. Tal es el caso, por ejemplo, del gran filósofo Martin Heidegger, nacido en 1889, que siendo ya un hombre mayor, colaboró con el régimen como alto funcionario de la Universidad. Esa mancha marcó siempre su vida, pese a que su extraordinaria obra filosófica siguió viva y admirada por discípulos de todo el mundo. Heidegger envejeció con gran dignidad convertido en un gran maestro hasta su muerte en 1976, e incluso Hebert Marcuse, el gran ideólogo de la renovación de los años sesenta, deseó al anciano que pudiera " envejecer con lucidez y serenidad ". Antes que él otro gran escritor, Ernest Jünger, trabajó en el ejército y participó activamente en las fuerzas represivas del régimen. Y podrían así citarse otros nombres menos conocidos de políticos, científicos, filósofos, escritores, y decenas de millones de ciudadanos que colaboraron de una u otra forma, sin que fueran necesariamente capos de campos de concentración o torturadores manifiestos y genocidas como los que fueron juzgados y condenados en el Juicio de Nuremberg.
En pasajes conocidos de Pelando la cebolla, Grass toma el toro por los cuernos de una realidad ineludible: bajo los años locos del unanimismo hitleriano, la pasión nacionalista sedujo a la gran mayoría del pueblo alemán y viejos, jóvenes, mujeres, hombres, todos al unísono vibraron ante los discursos patrióticos de su caudillo sin saber que los llevaba al desastre. Más de siete millones de personas eran miembros con carta del partido nazi y eso sin contar a los simpatizantes. Toda Alemania vibró bajo los encantos de ese liderazgo, como ocurrió en Italia con el carismático Mussolini, en Francia con el régimen colaboracionista de Petain y en España con el general Francisco Franco.
Muchos intelectuales del mundo y en especial de América Latina simpatizaron también con ese horrendo movimiento y creyeron en la gran Germania dominante y en un mundo autoritario de orden, del que se eliminaran otras etnias para crear una raza aria superior y marcial. Nombres como José Vasconcelos, Leopoldo Lugones, Porfirio Barba Jacob, son algunos de los que vibraron entonces por esa ideología militar de héroes y águilas de bronce en latinoamérica. En Europa Louis Ferdinand Céline y muchos otros escritores a su vez creyeron en eso, pero no eran adolescentes maleables como Grass, sino ya hombres de edad, hechos y derechos. España todavía no ha hecho el mea culpa de la horrible represión totalitaria franquista y mueren en calma viejos notables que participaron en el genocidio y dispararon para eliminar sin compasión a los opositores.
Dice Grass que "tras la guerra quise callar con creciente vergüenza lo que había acatado con el estúpido orgullo de mis años jóvenes. Pero la carga se mantuvo y nadie podía aliviarla. Es cierto que mientras duró la instrucción como artillero de tanque que me embruteció durante el otoño y el invierno no supe nada de los crímenes de guerra salidos a la luz más tarde, pero esa ignorancia declarada no podía empañar el reconocimiento de haber sido pieza de un sistema que planeó, organizó y ejecutó el asesinato de millones de personas ".Cuando se calme la tormenta y calle la histeria de quienes se apresuran a lapidar al viejo maestro, comenzará la oportunidad de volver a reflexionar sobre esos lejanos y cercanos años de la guerra y a la luz de esos aconteciminetos pensar en lo que pasa hoy en el mundo, para prevenir los ciegos entusiasmos en ideologías y fanatismos de hoy que nos pueden conducir a una tragedia igual o peor que aquella provocada por los nazis.