sábado, 26 de julio de 2014

EL BARRIO DE LA GOTA DE ORO



Por Eduardo García Aguilar
Este viernes, bajo la canícula, he pasado la tarde como lo hago con frecuencia en el barrio de la Gota de Oro, en el norte de París, donde se encuentra el más intrincado laberito de calles africanas y árabes, llenas de mercados, restaurantes típicos, barberías baratas y tiendas de pelucas femeninas, de ropa africana o productos alimenticios populares como plátanos verdes y maduros directamente llegados desde Colombia, o bananos, yuca, especias, chiles, pimientos y frutas exóticas de todos los orígenes, así como gusanos, crisálidas de mariposas que se venden como las hormigas culonas de manera clandestina junto a tamales y todo tipo de exotismos prohibidos.
Al salir de los metros Barbès o Chateau Rouge nos internamos por las calles Poulet, Myrrah, Suez, Panamá, entre otras, y pasamos en minutos directamente a Africa y más al fondo, por los lados del metro La Chapelle, al norte de Africa, a una calle de Argel, Túnez o Casablanca, entre el galimatías de las lenguas y dialectos locales.
En la parte africana se percibe el griterío de los vendedores clandestinos, en especial mujeres ataviadas con prendas de colores intensos que cargan a sus niños a la espalda. Los hombres africanos visten sus batas bubús de colores chillones estampados con figuras geométricas extravagantes. Son pequeños comerciantes que juegan al gato y al ratón con los policías que suelen hacer redadas, pero que se protegen porque cuentan con informadores circundantes que les informan de la llegada de la autoridad.
De un momento a otro colocan sus mercaderías prohibidas en bolsas y huyen por las calles o los callejones o puertas secretas entre risas, siempre con la alegría sabia y resignada del rebusque de los pobres y los clandestinos, un rebusque que reina en todo el planeta donde más de 5.000 millones humanos viven en la proverbial miseria. La policía pasa y ya no encuentra nada, corretea a los menos ágiles y luego desparece. En segundos el mercado se rehace en las callejuelas y la fiesta popular retorna bajo el sol de este verano.
En la parte árabe es aún más clandestino el asunto. En una calle escondida que hace encrucijada con otras para poder huir a tiempo, bajo los arcos del puente de un viejo metro metálico aéreo, centenares de argelinos comercian de todo: celulares robados, ropa, zapatos, comida, juguetes, y todo lo habido y por haber como en las viejas medinas de Fés o Casablanca.
Enormes cantidades de dulces árabes, exquisitos, bañados en miel, salidos de un cuento de las Mil y una noches, son expuestos por todas partes y en esta ocasión son atacados por miles de abejas que sobrevuelan sobre las delicias sin que se inmuten los comerciantes. Al principio pensé que eran moscardones negros, pero no, se trata de las abejas de un gran panal cercano que bajo más de 30 grados centígrados husmean entre tanta pastelería, dulcería y golosinas fabricadas para este tiempo del ramadán musulmán, que termina en estos últimos días de julio.
Los hombres llevan barbas de imames o religiosos, chilabas largas y frescas de algodón y hablan en su lengua en un murmullo que se escucha desde lejos. Las mujeres visten sus burkas, y otras variantes de los mantos con que cubren sus cabezas o todo su cuerpo, a veces con faldones totalmente negros que no se sabe como soportan en estos tiempos de insoportable y delicioso calor veraniego. Pero aquí hay en los rostros un gesto más angustioso, más severo, más duro que del lado de los gozones africanos.
Es larga la historia del sufrimiento del pueblo argelino, que fue colonizado por Francia durante siglos y que después una atroz guerra donde los franceses cometieron toda clase de crímenes contra ese pueblo, obtuvieron la independencia en 1962, como lo cuenta esa inolvidable película clásica ya, La batalla de Argel.
Así como los turcos son la población despreciada en Alemania, o los mexicanos y latinos los humillados de Estados Unidos, los argelinos son un infrapueblo para una importante parte de población francesa conservadora y de extrema derecha que los mira con odio y usa todo tipo de epítetos para calificarlos e incluso quisiera expulsarlos en masa.
No solo se independizaron, sino que practican otra religión y viven otras costumbres y usos. Debido a que fueron de Francia alguna vez, son muchos los que viven en este país, millones tal vez, y por lo regular en guetos cerrados. Como tienen menos oportunidades y es una población marginal en la pobreza y el semianalfabetismo, no les queda otro camino que este precario rebusque que hormiguea con angustia en estas calles ante mis ojos.
Entre las calles y los mercados hay muchos sitios notables. Por ejemplo, los restaurantes senegaleses donde se come por poco y a bajo precio la deliciosa culinaria de ese pueblo maravilloso. De Senegal salían los barcos negreros llenos de esclavos rumbo América y otras partes. He decidido almorzar en un restaurante senegalés de la calle Panamá, llamado Donde Mamá, pequeño y viejo lugar de diez mesas donde nostálgicos de ese país pasan la tarde después de comer, tomando grandes botellas de cerveza o refrescos y hablando entre amigos. Por diez euros he pedido un delicioso pescado tilapia bañado en una salsa original y acompañado con plátanos maduros fritos y arroz, una verdadadera delicia para resistir este largo paseo por decenas y decenas de calles exóticas, alguna vez descritas por el novelista español Juan Goytisolo en Paisajes después de la batalla.
No lejos de ahí he ingresado a un divertido café donde se reúnen los franceses y extranjeros curiosos de todos los orígenes que aman estos rumbos. Porque el barrio de la Gota de Oro es una zona que atrae a los amantes de la vida, a los viajeros que no miran y juzgan a los seres humanos por su origen o color de piel, sino por su corazón y su nobleza de espíritu.
Aquí se siente uno en otro mundo, lejos de la ciudad glamorosa y esnob que da la espalda a este abigarrado sitio informal y secreto, prohibido, ilegal, subterráneo, que las autoridades tratan de controlar con tacto, pues aquí por estos lugares se han presentado los violentos disturbios de estas últimas dos semanas surgidos durante las manifestaciones pro-palestinas y anti-israelíes y son una verdadera olla de presión a punto de estallar.

sábado, 19 de julio de 2014

AMARULA CON NADINE GORDIMER

Por Eduardo García Aguilar
La Premio Nobel de Literatura sudafricana Nadine Gordimer (1923-2014) acaba de morir a los 90 años y ahora entra a compartir la leyenda con su compatriota Nelson Mandela, Premio Nobel de la Paz, al lado del cual luchó contra el apartheid a lo largo del siglo XX.
Baja de estura, menuda, ágil, con una penetrante mirada de inteligencia y férreo carácter forjado en sus luchas contra la injusticia y el racismo, Gordimer comenzó muy  temprano su carrera como narradora y deja 15 novelas y centenares de cuentos, así  como muchos ensayos sobre diversos temas.
En 2003, cuando cumplía en México sus 80 años, Gordimer reflejaba en su rostro y cabellera el paso de los años, aunque en sus movimientos y su mirada se percibía un decidido aire juvenil, como si nada la detuviera
y la fatiga fuera una palabra desconocida para ella. Nada de lo que sucediese a su lado en la selva urbana le era indiferente y durante las jornadas del 69º Congreso del Pen Internacional, celebrado del 21 al 28  de noviembre de ese año en la metrópoli mexicana, y uno de los más notables de todos los tiempos, se veía a Gordimer a la vez atenta y esquiva a sus  admiradores o curiosos, alerta siempre, como si tuviera varias antenas imaginarias de inteligencia ancestral.
Cruzaba rauda los amplios vestíbulos del hotel seguida por su séquito, se tomaba fotos con miembros de alguna de las 83 delegaciones, ataviada con un saco negro bordado con flores rojas, desaparecía al interior de un salón y luego surgía como por encanto en otro, con su mirada nerviosa, alerta, o al menos así la vi siempre en las dos reuniones en que coincidí con ella en México, primero en el  Congreso mundial y la otra en la Feria del libro de Guadalajara en 2006, donde se llevó a cabo una reunión regional de la misma organización literaria a la que pertencía.
Vestía también de manera informal, con esa elegancia casual de los viajeros en los safaris o los corresponsales extranjeros que van de país en país y de guerra en guerra sin tener mucho tiempo para acicalarse. Si pudiera resumir su actitud, diría que era una guerrera, amazona feminista de la primera hora, una de esas mujeres que están en todos los frentes, iluminadas por su ideario y convencidas de su inmenso talento, fama y gloria en vida y de la necesidad de su  compromiso con su pueblo.
Podía ser seca y tajante con entrevistadores o impertinentes admiradores o curiosos, como calurosa e informal cuando se presentaban las felices ocasiones lejos de los reflectores, cosa que no tardaría en ocurrirme por fortuna.
Varias veces me había cruzado con ella en los ascensores del altísimo y lujoso hotel en la avenida Reforma frente al monumento a Colón, donde nos encontrábamos hospedados todos los asistentes del 69º congreso internacional del PEN, entre ellos delegados y figuras momo Michel Ondaatje y Mario Vargas Llosa. Bajar desde el piso 18 con ella hasta el lobby era intimidante, y salvo un corto saludo de inclinación de cabeza, prefería que los segundos pasaran en silencio durante ese extraño paseo casual con la diva literaria.
Pero llegó la ocasión de compartir con ella la mesa y la conversación hacia el fin de semana, en una cena en casa del embajador de Sudáfrica en la ciudad de México en ese entonces, a la que asistieron apenas unos 15 convivios, entre ellos el presidente en esos años del Pen Internacional, Homero Aridjis, y la presidenta del PEN México y organizadora del Congreso, Maria Elena Ruiz.
El embajador, también informal y de manga corta, se encargaba él mismo de las tareas que en otros casos los diplomáticos delegan a hombres de librea y corbatín. E iba de la mesa a la cocina atento a lo que se sirviera como si estuviera en su finca sudafricana, lo que mostraba una vez más la sencillez proverbial de estos sudafricanos que vivieron años de guerra, peligro y turbulencias,  una sencillez de la que no escapó nunca el gran Nelson Madela, guerrillero  y subversivo que pasó décadas en la cárcel por luchar contra el Apartheid, pero que una vez en el poder perdonó al enemigo y pidió siempre a sus seguidores ejercer el perdón.
La cena transcurrió deliciosa e informal entre vinos y al pasar de la mesa a la sala nos ofrecieron una crema de licor, llamada Amarula, de color blancuzco, que se toma con hielos y me encantó. A mi lado estaba  Gordimer y ante mi pregunta sobre los orígenes de ese exótico bebedizo de su país, me explicó con todos los detalles que era sacado de la fruta de un árbol sudafricano que los elefantes comían en sus francachelas para emborracharse y volverse casi locos. Se trata del árbol Marula (Sclerocarya birrea), también llamado árbol del elefante.
No puedo olvidar su sonrisa, la amabilidad, la claridad con la que me explicó los méritos del elíxir en la suave penumbra de la sala donde el destino nos reunió aquella noche. Como ella volvía a pedir que le llenaran el vaso y expresaba en sus brillantes ojos que no solo había tomado Amarula, yo repetí varias veces la dosis, autorizado por  ella, descubriendo los efectos maravillosos de que aquel licor que hace embriagar a los enormes paquidermos.
Desde entonces, cuando encuentro el licor Amarula en alguna tienda de productos exóticos, no pierdo la oportunidad de comprar una botella para beberla lentamente en recuerdo de la feliz clase etílica que  recibí de la gran escritora, Premio Nobel 1991, durante una primera velada inolvidable con ella al calor de la literatura.

sábado, 12 de julio de 2014

LA MAESTRÍA ABSOLUTA DE MARCEL PROUST

Por Eduardo García Aguilar
El 10 de julio, día de su nacimiento en 1871, es otra de las fechas que celebran cada año los lectores de Marcel Proust, autor al parecer insuperable que todos los narradores deberían leer y releer para sentirse humildes y saber que la tarea de escribir es una quimera, como todas, imposible.
En una librería de viejo frente al jardín de Luxemburgo, en el bulevar Saint Michel, encontré los dos volúmenes de la primera edición en francés de la biografía de Pinter y después de adquirirla, el encargado me dijo que, respecto a Marcel Proust  (1871-1922), todos los libros de él o sobre él que se exponen allí o se guardan en las estanterías se venden tarde o temprano como si fueran chocolates, panecillos o croissants.
Un siglo después de publicado el primer volumen de En busca del tiempo perdido, la actualidad de Proust sigue intacta y como por arte de magia parece aun más viva que entonces, pues surgen nuevas biografías, estudios, reediciones, comentarios, iconografías y ensayos que no agotan nunca el acercamiento a ese monumento literario, verdadera comedia humana de la Belle Epoque, cuando un mundo terminaba y otro emergía entre el fuego de la terrible Primera Guerra Mundial, tras lo cual todo sería distinto para siempre.
Proust es para muchos un Balzac del fin del siglo y su obra, decandente y esteticista, esnob, se convirtió en la más contundente demolición de las aristocracias y las burguesías decimonónicas que dominaban entonces con sus códigos de clase y de casta.
El enfermizo narrador, un "pequeño burgués" arribista como lo denominaba el Baron de Charlus, crece en varios ambientes, el pueblo de los abuelos cercano a Chartres, los balnearios de la costa normanda y los barrios adinerados de París, donde conviven la aristocracia aun remanente del Antiguo Régimen, la nueva aristocracia napoleónica y la poderosa burguesía extranjera o local que se mezcla con la nobleza para presumir de títulos nobiliarios, algunos de ellos ficticios o comprados.
Proust se convirtió en su juventud en periodista mundano de Le Figaro que recorría todos los salones regentados por damas de alcurnia, donde alternaban jóvenes artistas arribistas de talento con lo más granado de la alta sociedad exquisita, amante de las artes y el pensamiento, que accedía a conversar con ellos para alegrar sus vidas vacías e inútiles.
Entre esos invitados figuraban filósofos, historiadores, pintores, poetas, novelistas, cantantes, músicos, actrices y actores que conformaban un mundillo de chismografías, amores contrariados, historias libertinas, secretos incontables y desgracias y triunfos sin fin. Se veían en los salones de París, pero también se encontraban en los burdeles de lujo homosexuales y heterosexuales que pululaban en la ciudad, o en los balnearios cercanos donde transcurría el ocio de todos en los tiempos de verano.
Todo ese mundo es descrito de manera magistral por Proust, quien teje un entramado de historias y un intrincando entrevere de personajes de múltiples estratos, desde príncipes, duques, marqueses y barones a domésticos y rufianes de bajo y alto pelo. Con una inteligencia psicológica sinigual capaz de desvelar todos los sentimientos y traiciones humanas y una pluma dotada gracias a la cual la realidad y la irrealidad, lo objetivo y lo subjetivo emergían por medio de palabras y frases largas flexibles y cinceladas, Proust retrató su época infame y  triunfó ante el descreimiento de sus contemporáneos.
Así como Propercio en Roma hizo eterna a la infiel Cyntia que lo despreció, Proust pasó a la gloria y todos esos pelagatos falsos que observó en los salones pasaron con él a la historia por medio de la más exquisita venganza de asmático.
En busca del tiempo perdido es un tratado sociológico, una reflexión histórica sobre los acontecimientos del momento como el caso Dreyfus o la guerra, un compendio de medicina y de naciente psicoanálisis, al mismo tiempo que una disertación sobre las diversas expresiones del arte.
Pero en especial un tratado de amor y erotismo, pasión y celos, un estudio profundo de lo que antes se llamó el alma humana. Ese frágil hombre que murió a los 50 años y fue atendido en su última década por su fiel ama de llaves Celeste Albaret, se irguió de su modesto papel de mundano escribidor de crónicas sociales intonsas hacia la gloria literaria, puliendo como un loco cada una de sus frases, pero antes que todo analizando como entomólogo lo que vio a lo largo de una vida  acosada por la enfermedad, el amor y el deseo.
Podría uno llevarse a la isla desierta En busca del tiempo perdido y ser feliz, pues hay de todo allí: una soberbia poesía y una prosa que como pocas supo devorar el mundo circundante para convertirlo en la seda magistral de la palabra.
Nada se le escapó a su ironía y lucidez: el homo sapiens quedó desnudo allí en su grandeza y mezquindad, en su frágil aliento y su maldad infinita. Por eso cada 10 de julio deberíamos releerlo para saber que la literatura es un grito solitario  ante el precipicio para nada y para nadie, el testimonio de lo que nunca fuimos ni seremos.

viernes, 11 de julio de 2014

LOS ALPES Y LAS CUMBRES ANDINAS

Por Eduardo García Aguilar
Logré escaparme del fútbol y las tontas noticias sobre políticos nacionales e internacionales que han invadido hasta la asfixia los medios en las semanas recientes, subiendo a los Alpes austriacos y alemanes, cerca de Salzburgo, en Berchtesgaden, donde cualquier persona nacida en Manizales como yo, junto a los volcanes, o en las regiones cercanas, se siente en su verdadera salsa ecológica.
Cuando uno está en cualquier cumbre de los Alpes o en los lagos, montes, vertientes, precipicios, riachuelos y ríos circundantes, siente con toda claridad la hermandad que tienen las cumbres volcánicas o tectónicas en todo el planeta y los hombres que han nacido y crecido allí o que las han adoptado después de fatigarse en las planicies monótonas.
El primer signo de familiaridad viene del sonido de las aguas que corren entre rocas, piedras y troncos desde sus lugares de nacimiento y que es variada y sorprendente en cada instante, según las pruebas que el líquido deba franquear para acariciar con su intangible presencia el paisaje. A veces el riachuelo se vuelve un salto con cascada, otras un estrecho recodo o remanso que propicia lagunas reducidas de agua transparente donde se mueven los renacuajos sobre una superficie de multicolor cascajo cambiante.
Esa música del agua es esencial al hombre y cura cualquiera de los males generados por los ajetreos de las urbes infames, cubiertas por el polumo de la contaminación y en cuyos vientres reina el ruido caótico de los vehículos, el estrés agitado de sus angustiados habitantes y el exagerado dominio de la publicidad comercial y política abusiva. Esa interminable sucesión de noticias visuales y acústicas efímeras, nos alejan de la verdadera autenticidad de la vida, conectada a un treno eterno de transformación de las materias.
Todo viene del agua y desde las cumbres nevadas o de las fuentes que surgen del vientre de la tierra, el elemento horada, abre, cambia la superficie, otorgándole todas las formas posibles a lo que encuentra a su paso.
En los Alpes, que fue un viejo océano emergido de los cataclismos tectónicos, el agua abunda en las épocas del deshielo, dando a montes y cumbres el verde vital donde crecen las criaturas reales y míticas que alimentan el arte. Un verde que es vida absoluta y se manifiesta en las fechas felices de la primavera y el verano en la vegetación tupida de los bosques llenos de historias y misterios, brujas, enanos, sabios, ogros, bellas durmientes, sirenas, aparecidos.
Al desprenderse desde las alturas, el agua abre la roca, sacando a relucir su variada realidad geológica y en los caudales viajan todas las piedras posibles, de distintos orígenes, muchas de ellas ricas en rastros de la vida fosilizada de hace cientos o miles de millones de décadas. En reducidas piedras salta la presencia de antiguos protozoarios, peces, corales o el brillo de distintos minerales coloridos que deben su sorpresiva identidad a ignotos componentes mezclados y petrificados a través del tiempo: zafir, ónix, ágata, cuarzo, malaquita.
Primero el agua, la piedra y la roca y la sinfonía orquestal de sus sonidos terrestres y después la familiar piel que cubre los montes, hecha de musgos y líquenes, pasto, helechos y todo tipo de plantas sobre las que crecen altos pinos y araucarias, altivos e improbables en su vida sobre los precipicios. Y allí, en ese intricado universo, hierve todo tipo de insectos, lombrices, microbios y animales vertebrados que llenan de sonidos cumbres, precipicios, valles y colinas.
A lo lejos las grandes cumbres con sus figuras cubiertas de nieve, los mares de piedra cubiertos de hielo y los senderos múltiples por donde viajan los amantes del monte y el ejercicio de caminar por sus laberintos, como lo hacían todos los poetas románticos que como Hölderlin, Novalis, Von Kleist, los hermanos Grimm y Goethe escribieron sobre ello.
En las alturas de los Andes ecuatoriales se encuentran los mismos espacios, vegetaciones y criaturas o piedras, por lo que no es raro que tantos viajeros alemanes como el barón Alejandro de Humboldt o botanistas como el gaditano sabio Mutis tuvieran la felicidad de reencontrarlos y explorarlos al otro lado del planeta, más allá del Atlántico, entre cumbres rocosas cortadas casi con un cuchillo universal, junto a lagos enormes y precipicios infinitos llenos de animales y presencias imaginarios.
Ese universo es muy parecido para todos los habitantes de cumbres y cordilleras en los puntos cardinales del mundo y por eso alpinos y andinos pertenecemos a la misma estirpe, la de los nacidos y criados como las águilas en las alturas terrestres, desde donde todo se escruta junto a las nubes y los precipicios.
Las fincas donde pastan las vacas y las ovejas, el olor de los excrementos, el aroma de los grandes árboles y las plantas que dan al viento sabores y especificidades olfativas personales, todo eso los une desde los tiempos prehistóricos hasta hoy. Y desde abajo, sobre la piel vegetal de la tierra, los alpinos y andinos gozamos juntos de nubes, bruma y lluvia que alternan con momentos soleados.
Y lo mejor de todo, en las noches despejadas, cerca de la luz fugaz de las luciérnagas, el andino y el alpino, o los sabios Humboldt y Caldas reunidos, gozan del privilegio de ver nítidas las estrellas y la Vía Láctea, o sea a las otras luciérnagas del cosmos, que al hacernos viajar hacia el inicio de todo, nos colocan a su vez con los pies y el corazón en la tierra, un planeta que algún día todos abonaremos con nuestros pobres y maravillosos elementos surgidos de ese mismo espectáculo sinfónico de la naturaleza.
 

domingo, 29 de junio de 2014

TREINTA AÑOS SIN MICHEL FOUCAULT

Por Eduardo García Aguilar
Tuve la fortuna de estudiar en la Universidad de Vincennes en uno de los tiempos más creativos de la cultura francesa contemporánea, cuando estaban todavía vivos André Malraux, Jean Paul Sartre y Louis Aragón, entre otras figuras mayores, y enseñaban en las universidades jóvenes profesores que, como Michel Foucault (1926-1984), han pasado a la gloria.
En plena actividad estaban entonces Roland Barthes, Louis Althusser, Jacques Lacan, Claude Levi-Strauss y Gilles Deleuze, entre otros muchos que defendieron a esa universidad libertaria creada después de la revolución de mayo de 1968.
La Universidad de Vincennes, o París VIII, que después fue trasladada del lugar original en el bosque del mismo nombre del este de la ciudad, para instalarse al norte de la misma, en Saint Denis, donde hoy se encuentra, fue uno de los centros de pensamiento más vivos de la segunda mitad del siglo XX.
Como era un experimento antiautoritario, en sus aulas se recibía a obreros que quisieran estudiar, así como a un porcentaje mucho mayor de estudiantes extranjeros provenientes de todos los continentes. Casi todos los grandes pensadores del momento acudían felices a vivir ese gran experimento de pensamiento libre y no era extraño recibir en sus aulas a grandes figuras, como Herbert Marcuse.
Debido a que Michel Foucault ya no era profesor en Vincennes, muchos de los estudiantes de ciencias humanas acudíamos a sus clases en el Colegio de Francia. Madrugábamos a hacer cola para poder escuchar sus conferencias multitudinarias, que dictaba rodeado de centenares de grabadoras arcaicas colocadas por los alumnos en la mesa rectangular donde oficiaba y que emitían un extraño murmullo, interrumpido por los clicks sucesivos que hacían los aparatos al terminarse la cinta del magnetófono.
Las personas que no lograban entrar a la sala se colocaban en otro salón para escuchar la voz del sabio transmitida por altavoces. Foucault era un hombre aun joven de 50 años y su rostro, sus orejas tipo Mr. Spock y su cráneo rapado, le daban un aire de extraterrestre.
A esa edad era ya una eminencia que abría nuevas ventanas a las ciencias humanas y 30 años después de su muerte es considerado el filósofo más citado en las academias del mundo en este inicio del siglo XXI.
Muchos de los grandes problemas actuales en la era de Internet, fueron vislumbrados en algunos de sus escritos, donde escudriñó de manera minuciosa los problemas de los poderes carcelario y psiquiátrico a lo largo de la historia, y percibió y reveló los peligros de la nueva era de control orweliano en que vivimos.
Su inteligencia arrasaba y al releerlo hoy, al sentir la música de sus palabras e ideas, sabemos que además de un gran pensador e investigador, era un escritor de la mejor estirpe. Vivía de lleno entre los archivos y trabajaba sin cesar en la relectura de los textos clásicos de todos los tiempos. Y toda esa erudición vibraba a través de una prosa viva y flexible.
Lo mismo ocurría con Roland Barthes, a algunos de cuyos cursos también tuve entonces la fortuna y la osadía de asistir con la misma pasión que nos animaba a todos los estudiantes de la época. Tiempo después, cuando ambos desaparecieron de manera prematura, Foucault, a causa del sida, y Barthes, por un accidente absurdo, quienes acudimos a escucharlos sabemos que estuvimos cerca de dos leyendas.
Toda una generación de jóvenes de cabellera larga y ropas coloridas típicas de aquellos tiempos del peace and love, bebíamos las palabras rebeldes de Foucault, hipnotizados por su cálida elocuencia.
El Colegio de Francia donde enseñó de 1970 a 1984 es una institución abierta donde los más prestigiosos pensadores y científicos de todas las disciplinas dictan cátedras sobre los temas más diversos, desde la física, la astronomía y la biología hasta la literatura, la lingüística, la historia y la ciencia política, pasando por la paleontología y la arqueología, entre otras muchas disciplinas.
Allí no se dispensan diplomas y la gente va solo por el interés de saber, aprender y poner en movimiento sus cerebros, porque como dice Francis Picabia, "la cabeza es redonda para que las ideas circulen". Las aulas del Colegio de Francia siempre están llenas y es curioso ver que la mayoría de los asistentes en la actualidad son personas mayores que peinan canas, cuando en aquellos tiempos de Foucault y Barthes eran en su mayoría jóvenes menores de 30 años. O sea que los muchachos de ayer siguen siendo los alumnos jubilados de hoy.
Hace unos años asistí a una serie de conferencias de paleontología dictadas por Michel Brunet, el descubridor de Tumái, el homínido más antiguo, quien dicta sus clases en una mesa amplia como la que usaba Foucault, pero en vez de grabadoras, junto a él se ven en fila todos los cráneos de los diferentes primates bípedos descubiertos, o sea los ancestros mas antiguos de la humanidad.
Asistí a esos cursos de paleontología en el Colegio de Francia con la nostalgia de aquellos inolvidables momentos vividos en los años 70, y los fantasmas de Foucault y Barthes, seguían allí presentes y sus energías flotaban sobre los cráneos de los homínidos expuestos por Brunet.
Toda la prensa celebró con gran despliegue los 30 años de la muerte de Foucault el 25 de junio de 1984 y un diario, Liberation, tuvo inclusive la maravillosa ocurrencia de dedicarle la portada del diario y varias páginas interiores. Además de sus libros más conocidos, cada año salen nuevos volúmenes de sus cursos y anotaciones, así como biografías y estudios sobre su obra.
El estudiante de Poitiers, muy malo en matemáticas, que estuvo cerca de la locura en su juventud y fue una de las primeras víctimas del sida, ha terminado por ser profeta en su tierra, pese a que durante varias décadas la universidad francesa fue reticente con él. Releer ahora Las palabras y las cosas, degustar esa prosa marcada por Jorge Luis Borges es el mejor homenaje que podemos hacerle sus lectores.






sábado, 21 de junio de 2014

EL NUEVO REY DE ESPAÑA FELIPE VI

Por Eduardo García Aguilar
En una ceremonia sobria, constitucional y laica, el nuevo rey de España Felipe VI asumió las riendas simbólicas de una España multicultural que enfrenta no solo una severa crisis económica con casi un cuarto de la población desempleada, sino la amenaza de la desintegración por el auge del separatismo en Cataluña, la persistencia del nacionalismo vasco y gallego y el aumento de movimientos disidentes que piden la instauración de la República.
Después de varios años de desprestigio de la corona por los escándalos de corrupción del yerno del rey Undargarín, en los que está involucrada su esposa la Infanta Cristina, así como por los deslices crepusculares del propio rey saliente Juan Carlos II, amante de la caza africana y de la buena vida mientras los españoles comunes y corrientes se sumían en la ruina y la desesperación, la abdicación de viejo monarca y la  llegada de Felipe VI se consideraban necesarios para dar un nuevo impulso al país.
Felipe VI se convierte así en el primer monarca español que jura ante la Constitución y no ante el crucifijo, al lado de una bella esposa de la clase media cuyo abuelo fue taxista. Tanto el nuevo monarca como la reina tienen sólidas formaciones. El hasta el jueves Príncipe de Asturias, graduado en la prestigiosa universidad norteamericana de  Georgetown, ha desempeñado desde hace décadas funciones diplomáticas al asistir a centenares de ceremonias internacionales donde en contacto con jefes de Estado aprendió poco a poco lo que significa llevar las riendas de un estado, enfrentar crisis y plantear estrategias a futuro en un mundo cambiante.
Lejos ya de los terribles tiempos del franquismo, al que su padre Juan Carlos II traicionó por fortuna para instaurar hace cuatro décadas la democracia española y abrir el camino al poder a los socialistas y comunistas que fueron torturados y perseguidos por el régimen del tirano, Felipe VI accede al poder simbólico con el apoyo mayoritario de los partidos tradicionales, entre ellos el del Partido Socialista, quienes tenían como mira garantizar la estabilidad en estos momentos de tormenta tras la abdicación.
La mayoría de los analistas españoles coincidieron en plantear que el problema en esta coyuntura no es la oposición entre Monarquía y República, pues el sistema imperante a partir de ahora sería el de una "República coronada" donde el monarca, sin ningún poder ejecutivo, cumple solo funciones de mediador en los múltiples conflictos y tensiones del país y representante de España a nivel internacional, tal y como ocurre con la reina Isabel II en Inglaterra.
En su primer acto el sábado, al día siguiente de su ascenso al trono, los nuevos monarcas españoles participaron en una ceremonia en honor de las víctimas del terrorismo que ha afectado a España en las últimas décadas, desde los independentistas vascos de ETA causantes de 829 muertes en 40 años y los izquierdistas españoles del desaparecido GRAPO, hasta los islamistas fanáticos que mataron a 191 personas e hirieron a 1.900 en el sangriento atentado en Madrid el 11 de marzo de 2004, un verdadero trauma nacional.
Comienza pues una nueva era en España, pero la tarea no será fácil para Felipe VI, aunque esté bien formado y tenga talante democrático, sereno y conciliador. Signo de su vocación humanista, citó en su discurso inaugural a cuatro poetas representantes de las cuatro lenguas habladas en el mosaico español: Antonio Machado, Salvador Espriú, Gabriel Aresti y Alfonso Castelao.
La espantosa bancarrota económica que hundió al país hace unos años tras el estalllido de la burbuja inmobiliaria y de la cual aun no sale, dejó a millones de españoles en la miseria, obligados a entregar los apartamentos y casas que compraron ilusionados en los tiempos de bonanza artificial. Un cuarto de la población está en el desempleo total. Familias enteras no tienen nada para vivir y vegetan en la incertidumbre. Pueblos enteros han sido abandonados.
Construcciones faraónicas y delirantes, fruto de la corrupción, quedaron en obra negra por quiebra y son cientos de miles los edificios y urbanizaciones desoladas que no encuentran adquirientes. El derroche descarado de los politicastros españoles en los años de gloria dejó con deudas colosales a las comunidades autónomas, y muchas veces ni siquiera hay para pagar salarios a pequeños funcionarios. La prensa y otros grupos famosos están en crisis y venden activos para hallar liquidez. Si no fuera por los turistas alemanes, ingleses, franceses, rusos y nórdicos que vienen al país en busca de sol, no habría casi ingresos viables.
Cientos de miles de jóvenes y adultos, muchos de ellos titulado, han tenido que emigrar a otros países europeos como Inglaterra y Alemania en busca de trabajo y, como en losviejos tiempos, otros tantos han emprendido la ruta de América Latina en busca de mejores oportunidades.
Todo ese malestar se concreta en el espejismo independentista catalán, muchos de cuyos ciudadanos creen que separándose de España podrán solucionar la crisis, lo que está lejos de ser cierto. Crecen movimientos de indignados que incrementaron la votación del movimiento Podemos frente a los desprestigiados partidos tradicionales.
Esos son los retos enormes de Felipe VI. Por eso las ceremonias de su ascenso fueron tan discretas, sin invitados internacionales ni despliegue de realeza y lujo, lo que hubiera sido una bofetada al pueblo español. Su discurso moderado y la convicción de que puede ser útil, así como el apoyo de las instituciones, son elementos que dan cierta solidez a su llegada.
Pero el camino será largo e incierto para él. La vieja Madre patria, que tan bien conocemos porque de ahí provienen los ancestros que emigraron desde hace siglos a la América hispana y cuya lengua hablamos, emprende una nueva ruta de peligros, como la practicada en su tiempo por el Quijote por los caminos de la Mancha junto a su fiel escudero Sancho Panza, quien de paso gobernó muy bien en la Ínsula Barataria.
Esperemos que el país no se fragmente y conserve con prosperidad futura las conquistas democráticas logradas después de siglos de guerras, muerte, intolerancia y dictaduras de diversos pelambres, tan bien contados por sus espléndidos novelistas, ensayistas y poetas que siempre nos iluminan y asombran cuando los leemos.

domingo, 15 de junio de 2014

INUTILIDAD DE LAS GUERRAS

Por Eduardo García Aguilar
Un personaje tan ignaro como George Bush hijo se empecinó a comienzos del siglo XXI en realizar una guerra inútil en Irak, aduciendo falsedades y alarmando al mundo con la supuesta existencia de "armas de destrucción masiva", lo que se revirtió desde entonces de manera dramática para el pueblo
de Estados Unidos, afectado por los miles de soldados muertos y las colosales deudas contraídas, así como para el propio pueblo iraquí que vive entre el Éufrates y el Tigris, zona donde surgieron hace miles de años joyas de la civilización humana como las míticas ciudades de Nínive y Babilonia o luego la multifacética Bagdad.
Pasando por encima del concepto de las Naciones Unidas, los halcones del gobierno de ese presidente pendenciero se lanzaron contra el tigre de papel de Saddan Hussein y devastaron el país y la región, desestabilizando los frágiles equilibrios y haciendo renacer las viejas querellas religiosas y étnicas que ahora llegan al extremo de que el ejército islamista del Estado Islámico del Islam y el Levante (EIIL), incluso más extremista que Al Qaida, está a las puertas de Bagdad.
Todos los más serios expertos y analistas del mundo coinciden hoy en que esa guerra de Irak, más que un crimen fue una estupidez de cerebros calientes, y los resultados están a la vista. Tal vez en el momento los grandes industriales del armanentismo cantaron victoria al lado de los inversionistas de las grandes empresas de seguridad, el petróleo y la construcción, pero ahora, después de que en río revuelto sacaran ganancia, el empantanamiento obliga al gran país del norte conducido por el moderado Barack Obama a contemplar una nueva intervención, aunque de diferente tipo.
Nunca aprenden las grandes potencias o los países menores gobernados por almas maníacas al iniciar las guerras y actuar como gendarmes del mundo o de las regiones. Napoleón fracasó en el intento de adueñarse de toda Europa e imponer sus ideas megalómanas de la misma forma que Hitler soñó con imponer las suyas a todo el continente dominado por los procónsules de la supuesta raza superior.
A lo largo de la historia esos locos de gloria y poder muy enérgicos e infatigables llevaron a sus pueblos a la muerte y la sangre y tarde o temprano fueron derrotados dejando a los suyos hundidos por siglos en el pantano de sus errores.
La Francia de Napoleón y la Alemania de Hitler quedaron arrodilladas por generaciones y con ellos son muchos los países grandes o pequeños que han sido llevados al precipicio por torvos líderes mesiánicos que creen poder imponer sus ideas e intolerancia a sus vecinos, haciendo derramar la sangre de los pobres, porque eso sí, esos cobardes envalentonados con alma de rufianes nunca mandarán a sus propios hijos al frente de batalla.
¿Cuántas han sido las guerras bobas realizadas por los países latinoamericanos, asiáticos y africanos, a veces por más papistas que el papa que se arrogan el estatuto de supuestos gendarmes ideológicos regionales? ¿Cuánta sangre ha sido derramada por los pueblos y cuántas las riquezas perdidas cuando son llevados al matadero por líderes irresponsables e iluminados que no saben lo que hacen y carecen de la menor lucidez estratégica?
Hace apenas tres años un presidente agitado de una Francia pobre y en crisis se empeñó en hacer una guerra sin sentido en Libia para sacar al dictador crepuscular Gadafi que lo desafiaba, rompiendo así un imperfecto statu quo regional por cuyas grietas se metieron otros ejércitos islámicos aún más sangrientos que el tirano empalado, como Al Qaida en el Mahgreb Islámico (AQMI) que siembran ahora el terror en los desiertos del África sahariana y subsahariana para aplicar la estricta ley o sharia profética, robar colegialas, decapitar infieles, colgar rebeldes, lapidar mujeres y mutilar infractores.
Los grandes capitales petroleros de los jeques fanáticos han servido para financiar y desestabilizar toda la región árabe medioriental por medio de la creación de conflictos artificiales con mercenarios multinacionales en Siria, Egipto y los países norafricanos y surafricanos, zonas donde sueñan con imponer un gran califato islámico que aplique las conservadoras leyes irrestrictas del pasado.
Las guerras y conflictos que pululan en el mundo no son tanto el fruto de la impericia o la estupidez de líderes irresponsables como la estrategia de quienes saben que la guerra y el terror generan beneficios a los potentados del mal y a los codiciosos de tierra y riquezas sin fin. Los grandes plutócratas del mundo y sus marionetas locales ganan con la guerra y cuando en algún continente hay relativa paz, buscan a toda costa volver a atizar las guerras.
Eso es lo que pasó en Irak y lo que pasa ahora en África, Asia, el Este de Europa o en América Latina, continente este último donde los fanáticos de la extrema derecha nostálgica de los halcones republicanos de Estados Unidos sueñan con tumbar a gobiernos que el pueblo eligió y que no son de su gusto, como en Venezuela, Ecuador, Brasil, Uruguay, Argentina, Chile, entre otros países.
Quisieran que Colombia se convierta en el nuevo gendarme regional, pero con la sangre de los soldados surgidos de las capas pobres de la sociedad a las que han explotado y explotan desde hace siglos. Sueñan esos halcones de la ultraderecha con una América Latina que vuelva a las horrendas dictaduras del siglo XX donde los tiranos imponían a sangre y fuego ideas tan sectarias como las que tratan de imponer los fanáticos islámicos del EIIL o el AQMI, financiados con dineros de la plutocracia petrolera de los jeques encabezados por Arabia Saudita.
Porque detrás de los halcones que encienden las guerras en el mundo están las colosales fuerzas del dinero que buscan reproducirse al infinito con beneficios cada vez mayores, están los oscuros barones de la mano negra, los capos de las mafias, los reyes del mambo de los paraísos fiscales, que desde sus yates juegan con la sangre ajena de los pobres.
Esperemos que las guerras reinantes en Afganistán, Irak, Oriente Medio y en algunas fronteras europeas o asiáticas no se contagien a América Latina, que desde hace un tiempo vive en medio de una relativa estabilidad muy imperfecta que puede mejorarse, pero también agravarse hasta el caos. Y soñemos con que Colombia siga siendo un factor diplomático y sereno de equilibrio regional latinoamericano y no un pequeño gendarme regional gobernado por fanáticos.

sábado, 7 de junio de 2014

EL DIA DECISIVO DE LOS ALIADOS

Por Eduardo García Aguilar 
La reina Isabel II, Barack Obama, Agela Merkel, François Hollande y Vladimir Putin, entre otros dignatarios mundiales, celebraron este viernes el Día D, cuando en 1944, hace siete décadas, las fuerzas aliadas desembarcaron en Normandía para acelerar la partida del invasor nazi de Francia. 
En una batalla cruenta que sembró miles de tumbas de soldados ingleses y estadounidenses en las colinas frente al mar de la Mancha, las fuerzas aliadas lograron la proeza de cruzar las líneas enemigas instaladas en las costas francesas e iniciar el proceso definitivo que condujo al rescate del continente de la bota hitleriana. 
La presencia de estos jefes de Estado, en su mayoría moderados, nos muestra lo muy cerca que ha estado la guerra en este continente que hoy goza de paz, pero que siempre vive amenazado por tensiones que pueden desembocar tarde o temprano en otra batalla sin fin. 
La anciana e impecable reina, la moderada y sabia canciller alemana que ha dado prosperidad a su país, el moderado presidente estadounidense que no se ha metido en guerras gigantes como los Bush, pese a las presiones, el impopular pero honrado y tolerante mandatario francés y otros representantes europeos democráticos homenajearon a los soldados aliados en jornadas de sol que a veces nos hacen creer a todos a salvo de otro apocalipsis. 
No olvidemos que hace tres lustros sonaban las bombas en la terrible guerra de los Balcanes, que llegó a niveles indecibles de violencia y odio en Sarajevo y dejó a la ex Yugoslavia devastada sobre un territorio lleno de fosas comunes y que ahora, en Ucrania, el conflicto amenaza de nuevo y cualquier chispa puede encender el polvorín en el mismo lugar donde hace un siglo estalló la Primera Guerra Mundial y donde se llevaron a cabo las batallas decisivas de Crimea y Stalingrado en la Segunda Guerra Mundial. 
Cuando uno camina feliz por las calles limpias de las ciudades europeas o viaja en tren de un lado para otro gozando una libertad y una seguridad al parecer sin límites, cuando disfruta del sol en parques, lagos, riberas fluviales, playas del Mediterráneo o mares nórdicos, o cuando observa las cumbres nevadas alpinas o recorre los valles del Danubio, el Rhin, el Duero, el Tajo o el Sena, olvida que este continente ha vivido en la guerra incesante y que en esos territorios hoy idílicos reposan decenas de millones de muertos provocados por conflictos endémicos. 
Me ocurre a veces, al pasearme por el Jardín de Luxemburgo o por las Tullerías en tardes soleadas, que despierto de repente de la placidez ambiente y siento angustia, pues no hace mucho, menos de un siglo apenas, reinaba el terror en todos estos lugares. 
Eso se ve en los miles de placas colocadas de manera discreta en muros y plazas de París, donde se conmemora a los resistentes muertos en combate o se ve en algunas escuelas actuales, que siguen funcionando en los mismos edificios sombríos desde donde los nazis se llevaron a miles de infantes y adolescentes hebreos o extranjeros para deportarlos a los campos de concentración nazis y asesinarlos con los métodos más atroces posibles inventados por Menguele, Goëbbels y Himmler. 
Hace apenas dos semanas las fuerzas del ultraderechista Frente Nacional --compuestas en gran parte por personas de ideas afines al neonazismo y al fascismo, sectores nacionalistas llenos de odio y con alma racista, muchos descendientes de colaboradores nazis o nostálgicos de la Guerra de Argelia---, se convirtieron en las elecciones europeas en el primer partido político de Francia, que obtuvo un triunfo profundo y devastador. Muchos de sus ingenuos votantes de hoy no saben lo que fue la guerra y la violencia de hace siete décadas apenas, en la cercana década del 40 del siglo pasado. 
A lo largo de todo el continente esos partidos de extrema derecha filofascista, agresivos, amantes de nuevos caudillos, crecieron de manera alarmante, haciéndonos recordar que algo parecido ocurrió en los años 20 y 30 del siglo XX, cuando desde Münich el joven caudillo Hitler inició su ascendente carrera para llegar al poder con el apoyo del pueblo, usando los métodos democráticos poco respetados por él, para conducir luego a su patria y a Europa toda a la mayor tragedia de su historia. 
Uno camina por esos parques, lagos y calles, uno siente y disfruta de esta paz milagrosa actual, pero no debe olvidar que en este momento esas fuerzas vuelven a crecer con lentitud segura y que es muy probable que un día no muy lejano retomen el poder e inicien desde las riendas del Estado la loca carrera del odio.
Así ocurrió en aquellos tiempos cuando la gente de bien tenía que huir de los chafarotes de Hitler y Mussolini, de las hordas airadas de los fachos en uniforme o de los pájaros de la intolerancia que solían hacer las famosas noches de los cristales rotos o de los cuchillos largos. Intelectuales judíos como el gran Walter Benjamin, quien en su huída hacia una Espana, también a punto de caer en manos de Franco, prefirió suicidarse antes que caer en las manos los chacales de la intolerancia. 
Esos caudillos gritones, vigorosos e infatigables que eran Hitler y Mussolini fueron adorados por el pueblo seducido por su discurso de odio y ese pueblo los eligió y los apoyó con entusiasmo mezclado al miedo, pero al final ese mismo pueblo seducido fue triturado por sus hordas y sus países se sumieron en una guerra que casi los borra del mapa. 
La frágil paz que vivimos está ahora amenazada. Pero hay quienes prefieren apostar al desastre de la débil democracia actual, como si fuera el único camino para una hipotética refundación de Europa, sin saber que cada día dan más poder a quienes ya fueron antes los heraldos del muerte.

sábado, 31 de mayo de 2014

DISNEYLANDIA EN VENECIA

Por Eduardo García Aguilar
Venecia sigue siendo la bella joya milenaria que nos recuerda el esplendor de un imperio comercial donde se originó el mundo moderno dominado por el capital mundial y la velocidad de la información y en cada uno de sus recovecos, laberintos, esquinas, puentes, pasajes, canales, se esconde el grito perdido de millones de fantasmas que vibraron desesperados tras el oro y la riqueza como objetivos últimos de la existencia.
En pleno siglo XXI, la ciudad de Giacomo Casanova y de La Muerte en Venecia de Thomas Mann se ha convertido en una agitada Disneylandia dominada por el ruido de las embarcaciones de motor que desplazaron a las góndolas y hacen vibrar los muros de los palacios en una incesante correría de histeria y agresividad por los canales sucios, donde solo importan el tintineo de la caja registradora y los flashes de los teléfonos portátiles.
Fue la primera urbe moderna desmesurada y si hoy impresiona recorrerla, si hoy nos golpea el alma y la mirada en medio de la romería humana, ya podrá uno imaginarse lo que sentía hace casi mil años el visitante casual, el diplomático, el marino, el militar o el inmigrante que llegaba a ese lugar en busca de trabajo y oportunidades.
Aquellos hombres de todos los orígenes esperaban en las antesalas del poder en el palacio de los Duques, junto a la plaza de San Marcos y la excéntrica Catedral construida con los mármoles, los caballos de bronce y las columnatas raptadas de países lejanos saqueados por su armada invencible, y mientras llegaba el ceremonioso funcionario enfundado en sus capas santinadas, tenían tiempo de sentirse aplastados y enmudecer ante los oros y las luces de los frescos, la diamantina luz de muros y portalones, la insaciable fuerza retorcida de muebles y estanterías, el lujo pertinaz de tapices orientales y vasijas y lámparas lagrimeantes de cristal de Murano.
París es un gran escenario reciente de pastelería decimonónica donde queda muy poco de la realidad medieval o renacentista. Allí lo más antiguo viene de los siglos XVII y XVIII y la mayor parte del siglo XIX, cuando el baron Haussman la arrasó para construir algo nuevo y uniforme surcado por avenidas y bulevares. Pero París, otra Disneylandia para turistas, es poco comparado con las huellas reales del esplendor veneciano, humedecido por las aguas y musgos que roen sus entrañas y cimientos.
Otras ciudades europeas comerciales postmediavales como Estrasburgo y Brujas sí conservan las viejas casas de vigas aparentes y los rincones que nos recuerdan los tiempos magníficos en que el pensamiento, el arte, la ciencia, la nueva filosofía de la era Gütemberg se iban fraguando en monasterios y gabinetes personales de sabios que desenterraban las ruinas del antiguo mundo grecorromano. Pero a su vez son pequeñas y escasas ante la grandeza de la ciudad de los canales.
Venecia lleva al máximo esplendor el testimonio de una Ciudad-Estado todopoderosa que enviaba sus naves a todos los puntos cardinales y recibía en sus muellles las mercaderías más lejanas para distribuirlas luego en el mundo occidental conocido. En sus astilleros se construían las naves más ágiles, complejas y veloces y se organizaban las más increíbles misiones comerciales financiadas por los ricos oligarcas que pululaban allí como hormigas atrayendo pintores, escritores, músicos, saltimbanquis, arlequines, aventureros, médicos, brujos, cortesanas, asesinos, marineros, militares, cardenales, espías e impostores.
En los lujosos gabinetes de los palacios, frente a las aguas del Gran Canal, se fundaron y se activaron los bancos y las aseguradoras más sólidas y longevas del momento, lo que garantizaba la seguridad de las misiones y la reproducción permanente del capital, ese fluido de riquezas registradas en papeles negociados en bolsas y cuya dinámica llega en nuestro tiempo a su máxima perfección y perversidad virtual.
Para que todo eso funcionara tenía que haber una escalofriante organización de gran relojería, donde los poderes eran expresión de fuerzas en pugna neutralizadas mutuamente.
Algunos duques fueron destituidos ipso facto o decapatidos, acusados de traición, y los centenares que se sucedieron a través de los siglos sabían que eran solo la punta de un iceberg donde su voz era la de una oligarquía colectiva, estratificada en diversas instancias de control, poseedora cada una de servicios de espionaje. Venecia fue la gran urbe de los espías y los policías: allí se perfeccionaron los métodos de control informativo que hoy dominan el mundo, convertido ya en una Venecia multipolar, una hidra de centros financieros que tiene decenas de cabezas poderosas en todos los continentes, cada cual más cruel y y devoradora que la otra.
Es probable que su esplendor arquitectónico, el despliegue obsceno de sus riquezas obnubilase a quien la viera por primera vez entre los siglos XIII y XVII, cuando comenzó su decandencia, pues su grandeza entonces era mucho más desmesurada de lo que pudo ser la de Nueva York en el siglo XX para los emigrantes que recalaban frente a la Estatua de la libertad, huyendo de la pobreza o las guerras.
Nueva York sería poco frente a esos palacios cubiertos de oro en filigrana y frescos y cuadros pintados por
los más grandes artistas plásticos del momento, Carpaccio, los Bellini, Bassano, Conigliano, Tiziano, Tintoretto, Veronese, Tiépolo o Canaletto, que siguen siendo hoy, medio milenio después, faros inevitables del arte de todos los tiempos.
Al lado de ese esplendor de élite también se escucha el grito de los muertos de la peste que llegó con las ratas en las naves provenientes desde Bizancio, capital del oriente cristiano tomada y perdida por los venecianos. Una peste implacable que devastó la ciudad y se extendió por toda Europa matando a millones y millones de seres humanos asfixiados por una neumonía universal y por las negras llagas pútridas.
De esa peste, de esa igualdad por la muerte, se desprende la frivolidad de los carnavales, donde los enmascarados rondan sin identidad alguna, salvo por la variedad retorcida de sus identidades secretas cubiertas de cínicas muecas de pesadilla. Ya en la decadencia de ese mundo surgió el gran Casanova, el hijo oscuro de la ciudad que nos relata sus aventuras en su relato de una vida picaresca iniciada desde abajo, en la ilegitimidad de nacer junto a los escenarios del vientre de una comediante callejera.
De todo ese murmullo milenario solo quedan los espectros en medio de una Disneylandia del siglo XXI para millones de turistas, muchos de ellos oligofrénicos; queda solo la velocidad de los barcos motorizados que desplazaron a las góndolas; las tiendas de lujo, los sitios de comida rápida, la música industrial para fugaces turistas japoneses o chinos y el griterío infinito de quienes cruzan en un abrir y cerrar de ojos este inmenso parque recreativo que se hunde bajo la velocidad del oro, el agua, el líquen y la nada.
Pero aun así, entre el asco de las callejuelas atestadas de gente como sardinas, el visitante lúcido que llega a ella temblando entiende que entre las ruinas escondidas sangra la historia y la noche de una humanidad que sigue su camino quién sabe hacia donde.
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*Publicado en Excélsior. Expresiones. México D. F. Domingo 1 de junio 2014.

martes, 27 de mayo de 2014

MEXICO 19 DE SEPTIEMBRE: UNA VARIEDAD DE LA MUERTE

El escritor colombiano Eduardo García Aguilar (1953, Manizales) vivió entre nosotros más de 15 años.  En esta crónica sui generis, García Aguilar mezcla magistralmente el mundo interior de la creación con el terror y el pasmo causados por el terremoto del 19 de septiembre de 1985. Todo el mundo tiene su historia de “El Temblor”, pero ésta es muy especial. En primer lugar porque se aprecia el amor con que “ojos extranjeros” pueden aprehender a México, y también porque fue escrita el mismo día de aquella primera sacudida del jueves. Además, apareció casi enseguida en el periódico Unomásuno, que estableció un precedente para la crónica moderna en México, gracias –sobre todo– a Huberto Batis. La novela más reciente de Eduardo García Aguilar se titula Tequila coxis, y gran parte se desarrolla en esta “Casa de las Brujas”, en el Centro Histórico y también en la colonia Santa María la Ribera. (Sandro Cohen)

                                                    
HACE MUCHOS AÑOS, cuando era niño y sólo veía películas mexicanas en los cines de una sísmica ciudad de los Andes, Manizales, me forjé una imagen de la Ciudad de México ligada a los edificios de la colonia Roma. Hace cinco años, cuando llegué a esta ciudad para vivir en ella, caminaba con mucha frecuencia por esas calles que, frente a la arrolladora modernización de la urbe, pervivían como recodos de un pasado de glorias y fracasos, de poesía y de muerte, de monumentalidad y de misterio. Solía sentarme en una de las bancas de la Plaza de Río de Janeiro a contemplar el castillo de ladrillo rojo, situado frente al antiguo Colegio de México, en la calle de Durango, en la intersección con Orizaba. Muchas veces, frente a la fuente del David de Miguel Ángel soñé con vivir en ese Castillo de Brujas, hecho de chocolate y cartón. Muchos amigos me consideraban loco: ése sería, según ellos, el primer edificio en derrumbarse durante un temblor fatídico.
Pasaron cuatro años y el azar y la amistad me condujeron a habitar uno de esos apartamentos, el que da a la esquina, y a donde el sol de los atardeceres llegaba silbante. Desde sus ventanas vi extrañas granizadas, aguaceros de sueño, ventarrones, tolvaneras, niños jugando con sus madres sobre el césped como salidos de una película legendaria, mil enamorados besándose y tocándose detrás de las bancas o junto a los árboles, el griterío de los estudiantes y de los boy scouts, el paso cotidiano de las niñas vestidas con uniforme azules y cofias rojas. Oí también el sonido de los camoteros, el ulular nocturno de una sirena, el diálogo de una pareja que se escapaba de la lluvia, la voz de los amigos.
El México de esas calles era el país soñado desde la infancia y no lo cambiaba por otra zona, pues en la Roma podía sentirme a comienzos de siglo: esta época me parece sin grandeza. Frente a los viejas edificaciones de ladrillo rojo y gris, pero adornadas con el encanto de una nostalgia parisiense, la colonia Roma me fue poseyendo: tomando café en la legendaria Bella Italia, comprando cotidianamente el periódico en la esquina de una iglesia, visitado los bazares, los anticuarios, los mercados sobre ruedas, o las extrañas tiendas escondidas al interior de una construcción que parecía un pastel de fantasía.
En poco tiempo me había vuelto un hijo de la colonia Roma. La de hoy y la de ayer que ya no existe, pero que yo percibía en mi interior y que soñaba despierto. Por eso las calles de Vasconcelos, de Novo, de Fuentes o Pacheco, me fueron aun más familiares que las lejanas de Bogotá o Manizales, ciudades de los Andes. Allí, viviendo lo que parecía el lustro más trágico de la historia mexicana, soportando los embates de una crisis terrible, no sabía que desde el fondo de la tierra hundiéndose entre las cavernas subterráneas, el viento oculto de guerreros temibles se preparaba a silbar la tramontana de la noche.
El 18 de septiembre escribí hasta muy tarde. Sentí algo extraño, un desosiego, un temor que plasmé allí hablando de abismos ocultos en donde un guerrero había caído. Sentí el viento nefasto de las concavidades geológicas, el líquido, el magma asesino de las rocas, la profunda oscuridad de los desiertos subterráneos cubiertos de musgo y de estalactitas y sobre la página blanca, misteriosamente, hablé de aves negras sin ojos que revoloteaban en el aire humedecido de la noche eterna. Sentía algo adentro, como un pulpo violeta. Fuerzas extrañas llegaban a mí y me anunciaban algo. Las aves negras tocaron mi corazón aquella noche.
Siete horas después me despertó el terrible terremoto. Tomé en brazos a mi hija de un año y salí hasta la sala. Los tres nos colocamos debajo de la arcada. Nos mecíamos. De repente sentí que el edificio se hundía, y que se iba para atrás, arrastrándome hacia las concavidades subterráneas. Luego vi una grieta formarse como la raya del diablo y oí el espantoso crujido de la tierra, el atronador sonido de vidrios y paredes vivas, el chillido de los trasformadores acompañados de las chispas de Luzbel. En ese momento, frente a mi mujer y con la hija entre los brazos, creí que todo había terminado. Traté de abrir la puerta: estaba atrancada entre los muros. Imposible abrirla. Al frente la calle lejana, imposible. Moríamos. Todo parecía gris. Afuera alcanzo a recordar el silencio de la muerte. Todo se detiene. Logramos escapar por la puerta de la cocina y somos los primeros en salir a esa Plaza Río de Janeiro.
El texto que escribí siete horas antes, el hombre que caía a los abismos subterráneos se refugiaba en esta plaza frente al David de Miguel Ángel y solitario veía llegar el tropel de unos alazanes blancos que llevaban a un continente lejano situado junto a una cordillera. Tal vez nadie me lo crea. Las hojas están ahí y harán parte de una novela. La literatura también puede ser premonitoria. A través de ella la pesadilla se me había revelado. Los caballos blancos que se detienen a beber en la fuente de David fueron los que nos salvaron de la muerte a mí y a los amigos, a mí y a los míos. Los edificios modernos de los alrededores están caídos o cuarteados; el Castillo de las Brujas sigue ahí incólume, con grietas, sí, pero como milagroso y absurdo testimonio del pasado de México. Cómo él, otros dos edificios de ladrillo rojo, construidos en 1910 y 1912, están de pie. Los condominios de la técnica moderna se vinieron abajo.
Hoy he vuelto a la colonia Roma devastada. Ya es mi colonia Roma. No es sólo de Pacheco o de Fuentes o de los vampiros. Yo nací aquí en estas calles por donde deambulo. Obregón, Zacatecas, San Luis Potosí, Orizaba, Durango, Tabasco, Córdova, Puebla. Mis calles. Mi México. Percibo el olor de los cadáveres. He visto las banquetas cuarteadas, la soledad de los damnificados, me he vacunado contra el tétanos, aunque sé que no importa. He visto al Castillo solitario.
Una anciana inquilina no quiere abandonar el edificio. “En 1939, me dice, mi viejo y yo pasábamos por aquí y nos pareció hermoso este castillo. Había mozos prestos a tomar las maletas, ascensor, una fuente de peces dorados. Fue nuestro primer apartamento y vivo aquí desde entonces, desde hace 45 años; aquí nacieron mis hijos”. Va por agua.
Subo las escaleras. Ya no es lo mismo: las losas, las plantas, las paredes están tristes, los objetos no mienten. Entro y recorro el apartamento. Lo veo más gris que nunca. Voy al estudio que da a la esquina del parque, y saludo a los amigos desde la ventana. Ya nada es ni será lo mismo. Ese pequeño idilio con el parque ha desaparecido. Las enfermeras cruzan lentamente junto al David ileso. Algunos ancianos de bastón miran los otros edificios, como el de la curia, que amenaza con desplomarse. Hay carpas y colchones. Automóviles que ofrecen comida o refrescos. Salgo con dos maletas y esta máquina de escribir verde. Camino dos cuadras y tomo un taxi. Siento que todo ha cambiado. Ni esta colonia ni yo seremos iguales. Estamos definitivamente desterrados. El 19 de septiembre, los que nos salvamos de milagro en la colonia Roma, volvimos nacer. Lo que en cierta forma es una variedad de la muerte.

domingo, 25 de mayo de 2014

EL CÓMICO BEPPE GRILLO EN VERONA


Por Eduardo García Aguilar

El cómico euroescéptico Beppe Grillo no logró el esperado primer lugar en las elecciones europeas italianas del domingo 25 de mayo, pero quedó posicionado como el primer partido de oposición detrás del Partido Demócrata (PD) de centro-izquierda del joven Primer ministro Matteo Renzzi -que lo dobló en votos-, y muy por encima del de Berlusconi (derecha) y la Liga del Norte (extrema derecha). Reproduzco esta crónica sobre la curiosa manifestación de Grillo el domingo 18 de mayo en Verona, junto al coliseo romano de esa ciudad, en la Plaza Bra.


Muchas cosas se pueden decir de Verona, ciudad del amor donde murieron Romeo y Julieta y cuyas calles son inolvidables por la belleza de sus monumentos, vericuetos y rincones milenarios. Se puede hablar del Coliseo de tiempos del Imperio Romano o de la puerta de Claudio, joya intacta desde hace dos milenios, que nos maravilla al cruzarla bajo el sol de mayo, con el sabor del vino nocturno en la boca.
Se puede hablar de los palacios y torres construidas por notables familias del alto medievo, como los De Stella o las casas conservadas de aquellos tiempos del amor, cuando los Capuletti se enfrentaban a la familia rival y cuyos hijos se murieron de amor por un malentendido de tragedia. Se puede hablar de sus calles, de las ramas flotantes, de cercanas cumbres y lagos desde donde mana un aire puro lleno de aromas inconfundibles a naranjo y magnolio, a pino y lavanda.
Se puede hablar de los cantantes en las plazoletas y de la deliciosa culinaria que humea en las mesas de los restaurantes donde se preparan todas las variantes exquisitas de la pasta italiana. Se puede hablar del Valpoliccela o el Bandolino, vinos que desde siempre alegran el paladar y el cerebro de los habitantes y los visitantes de todo el mundo que acudimos a sus brazos para maravillarnos con el arte insuperable y su grandeza, que a veces desentona con la mediocridad gubernamental y el caos reinante desde hace tiempo.
Pero no, no vamos a hablar de todo eso, pues el azar hace que me encuentre ahora en la Plaza Bra llena de gente en espera de la llegada del gran fenómeno de la política de este país que parece una bota flotando en el mediterráneo y cuyas tierras están siempre cerca del mar o de las montañas, de la vid o de la nieve perpetua.
Beppe Grillo es ahora el hombre más famoso de Italia, y desde hace poco se ha convertido en la sorpresa nacional: un payaso inteligente que fue capaz de sacar de facto al otro gran payaso Berlusconi, el llamado Cavalieri, que tuvo presa mucho tiempo a Italia con sus artimañas, sus escándalos e irresponsabilidad neroniana.
Grillo habla ahora desde el poder electoral con todos los sepulcros blanqueados, corruptos, tramposos, delincuentes, mafiosos, de quienes se burla y a quienes fustiga con asombrosa inteligencia, como el representante de la gente honesta del pueblo, del hombre o la mujer comunes y corrientes que trabajan y luchan por sobrevivir en medio de la crisis sin mentir y sin robar a nadie.
"Se ve, se siente, Beppe Grillo está presente" parecen gritar quienes preparan el terreno para su llegada a la plaza central de Verona. Todo Italia lo sigue: los diarios, la televisión, la radio, la calle, los restaurantes, los bares, porque otra vez el payaso puede sorprender en las elecciones europeas de este 25 de mayo, cuando logre llevar decenas de diputados al Congreso Europeo que legisla en Estrasburgo. "No voten por un bufón", exclama el joven Primer ministro italiano Mateo Renzzi. Los payasos no pueden ir a representar a Italia en el Congreso europeo, agrega este brillante político recién entronizado, a quien Beppe Grillo quiere tumbar en las urnas.
El cómico genovés es el gran fenómeno electoral italiano y su fuerza ha cambiado el panorama, convirtiendo al suyo en el principal movimiento disidente y amenaza concreta para los partidos tradicionales en las elecciones locales y europeas, en las que arrastra millones de votantes alegres y seducidos por su inteligencia antisolemne.
Surgido del pueblo decepcionado de sus representantes, el Movimiento Cinco Estrellas logra llenar ampliamente las plazas de gente rebelde que goza con las inteligentes ocurrencias del humorista, el payaso, el bufón, el arlequín, inscrito en la tradición italiana, pues el propio Berlusconi y mucho tiempo antes Mussolini o Nerón escandalizaron o fueron populares gracias a su histrionismo.
Mientras en el resto de Europa la indiferencia es creciente en materia electoral, la Plaza Bra de Verona se encuentra ya repleta de gente entusiasta, que espera la llegada del héroe del one man show, un intermitente de la escena que hace apenas poco trabajaba como loco para subsistir y ahora es tan importante, que estremece y tiene a sus pies a los poderes y hasta el Papa.
Grillo es un sesentón alto, de melena canosa, ágil, versátil, elegante y bohemio y sexy como son los italianos. Va de un lado para el otro del escenario sorprendiendo a cada instante con una ocurrencia, pero ahora en Verona, la ciudad del amor donde murieron Romeo y Julieta, la bella y antigua ciudad romana, medieval y renacentista, irrumpe en el escenario ante los aplausos de personas de todas las edades, gente que no tiene nada que ver con la extrema derecha sino que en apariencia lo sigue para darle una tunda a un sistema estancado que sume en la crisis permanente a esta Italia extraordinaria, tierra alegre donde la hermosura y el buen gusto brota en cada esquina, natural, como en una permanente comedia veneciana.
Lo vimos en el escenario y todos disfrutamos de su humor durante dos horas, admirados por la pertinencia de sus sarcasmos a todos los sectores del sistema, y el talento oratorio que lo hace sabio y claro al hablar de los problemas nacionales: economía, ecología, mafia, corrupción, viejos, jóvenes, mujeres, agro, industria, política exterior.
Beppe Grillo es una fuerza inagotable de gracia. Ese Beppe, el payaso hermano al que acusan de populista o irresponsable, pero que es un hecho imparable.
Su discurso ha terminado y la Plaza Bra recobra su fiesta dominical junto al follaje ondeante, los artistas de la calle y las tabernas alegres donde corre el vino como el agua del Adige, río local que viene de Los Alpes y junto al cual se besaron hace mucho Romeo y Julieta.