Por Eduardo García Aguilar
Logré escaparme del fútbol y las tontas noticias sobre políticos nacionales e internacionales que han invadido hasta la asfixia los medios en las semanas recientes, subiendo a los Alpes austriacos y alemanes, cerca de Salzburgo, en Berchtesgaden, donde cualquier persona nacida en Manizales como yo, junto a los volcanes, o en las regiones cercanas, se siente en su verdadera salsa ecológica.
Cuando uno está en cualquier cumbre de los Alpes o en los lagos, montes, vertientes, precipicios, riachuelos y ríos circundantes, siente con toda claridad la hermandad que tienen las cumbres volcánicas o tectónicas en todo el planeta y los hombres que han nacido y crecido allí o que las han adoptado después de fatigarse en las planicies monótonas.
El primer signo de familiaridad viene del sonido de las aguas que corren entre rocas, piedras y troncos desde sus lugares de nacimiento y que es variada y sorprendente en cada instante, según las pruebas que el líquido deba franquear para acariciar con su intangible presencia el paisaje. A veces el riachuelo se vuelve un salto con cascada, otras un estrecho recodo o remanso que propicia lagunas reducidas de agua transparente donde se mueven los renacuajos sobre una superficie de multicolor cascajo cambiante.
Esa música del agua es esencial al hombre y cura cualquiera de los males generados por los ajetreos de las urbes infames, cubiertas por el polumo de la contaminación y en cuyos vientres reina el ruido caótico de los vehículos, el estrés agitado de sus angustiados habitantes y el exagerado dominio de la publicidad comercial y política abusiva. Esa interminable sucesión de noticias visuales y acústicas efímeras, nos alejan de la verdadera autenticidad de la vida, conectada a un treno eterno de transformación de las materias.
Todo viene del agua y desde las cumbres nevadas o de las fuentes que surgen del vientre de la tierra, el elemento horada, abre, cambia la superficie, otorgándole todas las formas posibles a lo que encuentra a su paso.
En los Alpes, que fue un viejo océano emergido de los cataclismos tectónicos, el agua abunda en las épocas del deshielo, dando a montes y cumbres el verde vital donde crecen las criaturas reales y míticas que alimentan el arte. Un verde que es vida absoluta y se manifiesta en las fechas felices de la primavera y el verano en la vegetación tupida de los bosques llenos de historias y misterios, brujas, enanos, sabios, ogros, bellas durmientes, sirenas, aparecidos.
Al desprenderse desde las alturas, el agua abre la roca, sacando a relucir su variada realidad geológica y en los caudales viajan todas las piedras posibles, de distintos orígenes, muchas de ellas ricas en rastros de la vida fosilizada de hace cientos o miles de millones de décadas. En reducidas piedras salta la presencia de antiguos protozoarios, peces, corales o el brillo de distintos minerales coloridos que deben su sorpresiva identidad a ignotos componentes mezclados y petrificados a través del tiempo: zafir, ónix, ágata, cuarzo, malaquita.
Primero el agua, la piedra y la roca y la sinfonía orquestal de sus sonidos terrestres y después la familiar piel que cubre los montes, hecha de musgos y líquenes, pasto, helechos y todo tipo de plantas sobre las que crecen altos pinos y araucarias, altivos e improbables en su vida sobre los precipicios. Y allí, en ese intricado universo, hierve todo tipo de insectos, lombrices, microbios y animales vertebrados que llenan de sonidos cumbres, precipicios, valles y colinas.
A lo lejos las grandes cumbres con sus figuras cubiertas de nieve, los mares de piedra cubiertos de hielo y los senderos múltiples por donde viajan los amantes del monte y el ejercicio de caminar por sus laberintos, como lo hacían todos los poetas románticos que como Hölderlin, Novalis, Von Kleist, los hermanos Grimm y Goethe escribieron sobre ello.
En las alturas de los Andes ecuatoriales se encuentran los mismos espacios, vegetaciones y criaturas o piedras, por lo que no es raro que tantos viajeros alemanes como el barón Alejandro de Humboldt o botanistas como el gaditano sabio Mutis tuvieran la felicidad de reencontrarlos y explorarlos al otro lado del planeta, más allá del Atlántico, entre cumbres rocosas cortadas casi con un cuchillo universal, junto a lagos enormes y precipicios infinitos llenos de animales y presencias imaginarios.
Ese universo es muy parecido para todos los habitantes de cumbres y cordilleras en los puntos cardinales del mundo y por eso alpinos y andinos pertenecemos a la misma estirpe, la de los nacidos y criados como las águilas en las alturas terrestres, desde donde todo se escruta junto a las nubes y los precipicios.
Las fincas donde pastan las vacas y las ovejas, el olor de los excrementos, el aroma de los grandes árboles y las plantas que dan al viento sabores y especificidades olfativas personales, todo eso los une desde los tiempos prehistóricos hasta hoy. Y desde abajo, sobre la piel vegetal de la tierra, los alpinos y andinos gozamos juntos de nubes, bruma y lluvia que alternan con momentos soleados.
Y lo mejor de todo, en las noches despejadas, cerca de la luz fugaz de las luciérnagas, el andino y el alpino, o los sabios Humboldt y Caldas reunidos, gozan del privilegio de ver nítidas las estrellas y la Vía Láctea, o sea a las otras luciérnagas del cosmos, que al hacernos viajar hacia el inicio de todo, nos colocan a su vez con los pies y el corazón en la tierra, un planeta que algún día todos abonaremos con nuestros pobres y maravillosos elementos surgidos de ese mismo espectáculo sinfónico de la naturaleza.
Logré escaparme del fútbol y las tontas noticias sobre políticos nacionales e internacionales que han invadido hasta la asfixia los medios en las semanas recientes, subiendo a los Alpes austriacos y alemanes, cerca de Salzburgo, en Berchtesgaden, donde cualquier persona nacida en Manizales como yo, junto a los volcanes, o en las regiones cercanas, se siente en su verdadera salsa ecológica.
Cuando uno está en cualquier cumbre de los Alpes o en los lagos, montes, vertientes, precipicios, riachuelos y ríos circundantes, siente con toda claridad la hermandad que tienen las cumbres volcánicas o tectónicas en todo el planeta y los hombres que han nacido y crecido allí o que las han adoptado después de fatigarse en las planicies monótonas.
El primer signo de familiaridad viene del sonido de las aguas que corren entre rocas, piedras y troncos desde sus lugares de nacimiento y que es variada y sorprendente en cada instante, según las pruebas que el líquido deba franquear para acariciar con su intangible presencia el paisaje. A veces el riachuelo se vuelve un salto con cascada, otras un estrecho recodo o remanso que propicia lagunas reducidas de agua transparente donde se mueven los renacuajos sobre una superficie de multicolor cascajo cambiante.
Esa música del agua es esencial al hombre y cura cualquiera de los males generados por los ajetreos de las urbes infames, cubiertas por el polumo de la contaminación y en cuyos vientres reina el ruido caótico de los vehículos, el estrés agitado de sus angustiados habitantes y el exagerado dominio de la publicidad comercial y política abusiva. Esa interminable sucesión de noticias visuales y acústicas efímeras, nos alejan de la verdadera autenticidad de la vida, conectada a un treno eterno de transformación de las materias.
Todo viene del agua y desde las cumbres nevadas o de las fuentes que surgen del vientre de la tierra, el elemento horada, abre, cambia la superficie, otorgándole todas las formas posibles a lo que encuentra a su paso.
En los Alpes, que fue un viejo océano emergido de los cataclismos tectónicos, el agua abunda en las épocas del deshielo, dando a montes y cumbres el verde vital donde crecen las criaturas reales y míticas que alimentan el arte. Un verde que es vida absoluta y se manifiesta en las fechas felices de la primavera y el verano en la vegetación tupida de los bosques llenos de historias y misterios, brujas, enanos, sabios, ogros, bellas durmientes, sirenas, aparecidos.
Al desprenderse desde las alturas, el agua abre la roca, sacando a relucir su variada realidad geológica y en los caudales viajan todas las piedras posibles, de distintos orígenes, muchas de ellas ricas en rastros de la vida fosilizada de hace cientos o miles de millones de décadas. En reducidas piedras salta la presencia de antiguos protozoarios, peces, corales o el brillo de distintos minerales coloridos que deben su sorpresiva identidad a ignotos componentes mezclados y petrificados a través del tiempo: zafir, ónix, ágata, cuarzo, malaquita.
Primero el agua, la piedra y la roca y la sinfonía orquestal de sus sonidos terrestres y después la familiar piel que cubre los montes, hecha de musgos y líquenes, pasto, helechos y todo tipo de plantas sobre las que crecen altos pinos y araucarias, altivos e improbables en su vida sobre los precipicios. Y allí, en ese intricado universo, hierve todo tipo de insectos, lombrices, microbios y animales vertebrados que llenan de sonidos cumbres, precipicios, valles y colinas.
A lo lejos las grandes cumbres con sus figuras cubiertas de nieve, los mares de piedra cubiertos de hielo y los senderos múltiples por donde viajan los amantes del monte y el ejercicio de caminar por sus laberintos, como lo hacían todos los poetas románticos que como Hölderlin, Novalis, Von Kleist, los hermanos Grimm y Goethe escribieron sobre ello.
En las alturas de los Andes ecuatoriales se encuentran los mismos espacios, vegetaciones y criaturas o piedras, por lo que no es raro que tantos viajeros alemanes como el barón Alejandro de Humboldt o botanistas como el gaditano sabio Mutis tuvieran la felicidad de reencontrarlos y explorarlos al otro lado del planeta, más allá del Atlántico, entre cumbres rocosas cortadas casi con un cuchillo universal, junto a lagos enormes y precipicios infinitos llenos de animales y presencias imaginarios.
Ese universo es muy parecido para todos los habitantes de cumbres y cordilleras en los puntos cardinales del mundo y por eso alpinos y andinos pertenecemos a la misma estirpe, la de los nacidos y criados como las águilas en las alturas terrestres, desde donde todo se escruta junto a las nubes y los precipicios.
Las fincas donde pastan las vacas y las ovejas, el olor de los excrementos, el aroma de los grandes árboles y las plantas que dan al viento sabores y especificidades olfativas personales, todo eso los une desde los tiempos prehistóricos hasta hoy. Y desde abajo, sobre la piel vegetal de la tierra, los alpinos y andinos gozamos juntos de nubes, bruma y lluvia que alternan con momentos soleados.
Y lo mejor de todo, en las noches despejadas, cerca de la luz fugaz de las luciérnagas, el andino y el alpino, o los sabios Humboldt y Caldas reunidos, gozan del privilegio de ver nítidas las estrellas y la Vía Láctea, o sea a las otras luciérnagas del cosmos, que al hacernos viajar hacia el inicio de todo, nos colocan a su vez con los pies y el corazón en la tierra, un planeta que algún día todos abonaremos con nuestros pobres y maravillosos elementos surgidos de ese mismo espectáculo sinfónico de la naturaleza.
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