La Premio Nobel de Literatura sudafricana Nadine Gordimer (1923-2014) acaba de morir a los 90 años y ahora entra a compartir la leyenda con su compatriota Nelson Mandela, Premio Nobel de la Paz, al lado del cual luchó contra el apartheid a lo largo del siglo XX.
Baja de estura, menuda, ágil, con una penetrante mirada de inteligencia y férreo carácter forjado en sus luchas contra la injusticia y el racismo, Gordimer comenzó muy temprano su carrera como narradora y deja 15 novelas y centenares de cuentos, así como muchos ensayos sobre diversos temas.
En 2003, cuando cumplía en México sus 80 años, Gordimer reflejaba en su rostro y cabellera el paso de los años, aunque en sus movimientos y su mirada se percibía un decidido aire juvenil, como si nada la detuviera
y la fatiga fuera una palabra desconocida para ella. Nada de lo que sucediese a su lado en la selva urbana le era indiferente y durante las jornadas del 69º Congreso del Pen Internacional, celebrado del 21 al 28 de noviembre de ese año en la metrópoli mexicana, y uno de los más notables de todos los tiempos, se veía a Gordimer a la vez atenta y esquiva a sus admiradores o curiosos, alerta siempre, como si tuviera varias antenas imaginarias de inteligencia ancestral.
Cruzaba rauda los amplios vestíbulos del hotel seguida por su séquito, se tomaba fotos con miembros de alguna de las 83 delegaciones, ataviada con un saco negro bordado con flores rojas, desaparecía al interior de un salón y luego surgía como por encanto en otro, con su mirada nerviosa, alerta, o al menos así la vi siempre en las dos reuniones en que coincidí con ella en México, primero en el Congreso mundial y la otra en la Feria del libro de Guadalajara en 2006, donde se llevó a cabo una reunión regional de la misma organización literaria a la que pertencía.
Vestía también de manera informal, con esa elegancia casual de los viajeros en los safaris o los corresponsales extranjeros que van de país en país y de guerra en guerra sin tener mucho tiempo para acicalarse. Si pudiera resumir su actitud, diría que era una guerrera, amazona feminista de la primera hora, una de esas mujeres que están en todos los frentes, iluminadas por su ideario y convencidas de su inmenso talento, fama y gloria en vida y de la necesidad de su compromiso con su pueblo.
Podía ser seca y tajante con entrevistadores o impertinentes admiradores o curiosos, como calurosa e informal cuando se presentaban las felices ocasiones lejos de los reflectores, cosa que no tardaría en ocurrirme por fortuna.
Varias veces me había cruzado con ella en los ascensores del altísimo y lujoso hotel en la avenida Reforma frente al monumento a Colón, donde nos encontrábamos hospedados todos los asistentes del 69º congreso internacional del PEN, entre ellos delegados y figuras momo Michel Ondaatje y Mario Vargas Llosa. Bajar desde el piso 18 con ella hasta el lobby era intimidante, y salvo un corto saludo de inclinación de cabeza, prefería que los segundos pasaran en silencio durante ese extraño paseo casual con la diva literaria.
Pero llegó la ocasión de compartir con ella la mesa y la conversación hacia el fin de semana, en una cena en casa del embajador de Sudáfrica en la ciudad de México en ese entonces, a la que asistieron apenas unos 15 convivios, entre ellos el presidente en esos años del Pen Internacional, Homero Aridjis, y la presidenta del PEN México y organizadora del Congreso, Maria Elena Ruiz.
El embajador, también informal y de manga corta, se encargaba él mismo de las tareas que en otros casos los diplomáticos delegan a hombres de librea y corbatín. E iba de la mesa a la cocina atento a lo que se sirviera como si estuviera en su finca sudafricana, lo que mostraba una vez más la sencillez proverbial de estos sudafricanos que vivieron años de guerra, peligro y turbulencias, una sencillez de la que no escapó nunca el gran Nelson Madela, guerrillero y subversivo que pasó décadas en la cárcel por luchar contra el Apartheid, pero que una vez en el poder perdonó al enemigo y pidió siempre a sus seguidores ejercer el perdón.
La cena transcurrió deliciosa e informal entre vinos y al pasar de la mesa a la sala nos ofrecieron una crema de licor, llamada Amarula, de color blancuzco, que se toma con hielos y me encantó. A mi lado estaba Gordimer y ante mi pregunta sobre los orígenes de ese exótico bebedizo de su país, me explicó con todos los detalles que era sacado de la fruta de un árbol sudafricano que los elefantes comían en sus francachelas para emborracharse y volverse casi locos. Se trata del árbol Marula (Sclerocarya birrea), también llamado árbol del elefante.
No puedo olvidar su sonrisa, la amabilidad, la claridad con la que me explicó los méritos del elíxir en la suave penumbra de la sala donde el destino nos reunió aquella noche. Como ella volvía a pedir que le llenaran el vaso y expresaba en sus brillantes ojos que no solo había tomado Amarula, yo repetí varias veces la dosis, autorizado por ella, descubriendo los efectos maravillosos de que aquel licor que hace embriagar a los enormes paquidermos.
Desde entonces, cuando encuentro el licor Amarula en alguna tienda de productos exóticos, no pierdo la oportunidad de comprar una botella para beberla lentamente en recuerdo de la feliz clase etílica que recibí de la gran escritora, Premio Nobel 1991, durante una primera velada inolvidable con ella al calor de la literatura.
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