La primera vez que visité Casablanca, en la Costa Atlántica de Marruecos, me pareció muy parecida a la ciudad colombiana de Barranquilla. Había entrado a un café en una calle polvorienta de un barrio popular bajo el sol ardiente y la gente que deambulaba por las calles o estaba sentada frente a las mesas parecía salida de un barrio de la ciudad costera colombiana situada cerca de donde desemboca el río Magdalena.
Tomé la cerveza y estuve en la tarde refugiándome del sol y después fui a los ajetreos de la Feria del libro, que es una de las más importantes de África desde hace tiempo. La primera visita fue corta, porque había que viajar más al sur, a Essaouira, la antes mítica Mogador, pero luego tuve la fortuna de regresar a la misma feria en dos ocasiones y así estar en periodos más largos, recorriendo el centro histórico de estilo art déco o la medina antigua, o tomar el moderno tranvía de fabricación francesa que atraviesa la capital industrial, portuaria y comercial del reino para visitar la inmensa y lujosa mezquita Hassan II o a su rival, un gigantesco centro comercial moderno y cosmopolita recién inaugurado.
La feria del libro de Casablanca es muy animada y siempre cuenta con presencia de amplias delegaciones francesas y de los países del África del Oeste, que pertenecen a la zona de influencia cada vez más fuerte del poderoso reino gobernado por el riquísimo Mohamed VI, hijo del rey Hassan II, quien con frecuencia realiza giras por la región haciendo inversiones y abogando por una visión más moderada del islam.
Marruecos, que en su mayor parte fue protectorado francés de 1912 a 1956, es un país francófono y en tiempos de auge de esa influencia la urbe moderna fue construida en estilo Art Deco, como otras muchas ciudades que recibieron influencia de esa corriente arquitectónica en todos los rincones del mundo, desde Australia y Camboya, hasta México, Río de Janeiro o Nueva York. En Francia hay una gran presencia de escritores descendientes o hijos de exfuncionarios de la metrópoli que guardan ataduras familiares en el soleado país, al que aman y relatan en sus novelas y poemas, así como notables autores marroquíes francófonos que viven y publican en París, como Tahar ben Jelloun y Abdelatif Laabi y otros muchos más. También otra parte del país estuvo bajo protectorado hispano, y los ritmos de la música andaluza se dejan sentir hoy en todos los rincones de fiesta y diversión.
Por su clima, la Costa Atlántica, las montañas nevadas, los desiertos, las medinas, Marruecos atrajo en el siglo XIX y XX a artistas y turistas europeos y norteamericanos fascinados que decidieron vivir allí, como los estadounidenses Allen Ginsberg, William Borroughs y Paul Bowles, el francés Jean Genet y el español Juan Goytisolo, y en Tánger y otras ciudades se han instalado muchos aventureros para huir de las inclemencias de los inviernos y vivir en un mundo exótico y sensual, que también fue durante mucho tiempo un paraíso sexual y tema predilecto de fotógrafos, acuarelistas y pintores orientalistas.
Por su posición estratégica el país siempre fue codiciado a lo largo del tiempo por las potencias, en especial portugueses, españoles, alemanes y franceses, por lo que se pueden ver rastros de murallas hispanas en los diferentes puertos, como en Mogador, donde la pesca y la artesanía han sido y son los centros de actividad y que fue en los años 60 y 70 refugio de centenares de hippies y estrellas de rock occidentales, que acudían allí después de visitar Marrakesh.
Pero ya hace milenios esta tierra extrema que era el confin del universo conocido fue poblada por fenicios, griegos y romanos, que dejaron sus huellas en ruinas tan hermosas como las de Volubilis en Meknés o Chellah en la capital Rabat, que son visitas obligadas y fascinantes. Ya más tarde los árabes y los sultanatos inspirados por Mahoma tomaron posición en el lugar, desplazando a los habitantes originales berberes y desde entonces impusieron la religión islámica, que se extendió hasta la mitad sur de España bajo el nombre de Al Andalus y terminó allí cuando fueron expulsados definitivamente hacia 1492 por los reyes católicos Fernando e Isabel, con la derrota del "último rey moro de Granada", tal y como cuenta la leyenda.
Al recorrer la inmensa medina de Fés, otra ciudad imprescindible del reino, situada al norte, un viajero hispanoamericano se siente en terreno conocido cuando los campesinos o comerciantes de ascendiente árabe o judío gritan "arre, arre" a sus fatigadas mulas por las callejuelas de la ciudad medieval o al atestiguar la actividad artesanal que también fue practicada en las colonias hispanoamericanas por parientes indianos de estos expulsados que se aventuraron en las naos españolas ya transmutados en conversos con apellidos sefardíes o hispanos.
Todos esos elementos sincréticos y milenarios dan una carga simbólica especial a cada uno de los rincones de este país: los vigorosos juegos y justas de los jinetes sobre caballos adornados y ataviados en las costas de Essaouira o Casablanca, las danzas de los posesos gnaouas de origen negro en las barriadas de las ciudades, la actividad de las medinas secretas y laberínticas o las caravanas de camellos en los desiertos interminables del Sahara.
Y en siglo XX el mito de Hollywood tocó a la próspera e industrial Casablanca con la famosa película del mismo nombre dirigida por Michael Curtiz y protagonizada en 1942 por Humphrey Bogart e Ingrid Bergman, convertida desde entonces en símbolo de la Segunda Guerra Mundial y en una de las historias de amor más admiradas por los cinéfilos del mundo entero. Hasta esa ciudad llegaban quienes huían de la guerra y esperaban allí la oportunidad de partir hacia América. Volver a Casablanca, caminar por sus calles, ver en casi todos los bares imágenes de esa película inolvidable, nos confirma la carga simbólica de esta tierra que nutre desde siempre las artes y las letras.