miércoles, 29 de julio de 2020

BITÁCORA DE LAS RUTAS DE IFIGENIA





















Por Eduardo García Aguilar
La editoral Uniediciones en su colección Ladrones del tiempo, dirigida por el escritor francés Stéphane Chaumet, publicó en el marco de la pasada Feria del libro de Bogotá la novela Las rutas de Ifigenia, quinta en la lista personal y sobre cuya escritura quisiera hacer una pequeña recapitulación, ahora que aparecerá en el otoño de 2020 en inglés, traducida por Jay Miskowiec y publicada por Aliform Publishing, pues cada libro tiene su propia historia accidentada desde que aparece el embrión de la historia, crece y se modifica con el tiempo hasta concretarse y nacer.
La historia de una Ifigenia colombiana ya había tenido vagos bocetos anteriores cuando emprendía en México la escritura de El viaje triunfal (1993), pero otros libros se atravesaron en el camino y la temática quedó engavetada hasta que la rescaté hace unos años.
Como suele ocurrir en la mayoría de los autores desde los tiempos de Sófocles y Esquilo, las historias surgen de la infancia y la adolescencia y del descubrimiento y el sufrimiento del mundo en campos, pueblos o ciudades donde transcurrieron los primeros años de la vida y que son el microcosmos de toda existencia cargada de alegrías, dramas, guerras, injusticias y tragedias sin fin. En cada lugar por enorme o pequeño que sea se encuentran estructuras esenciales como son familia, religión, escuela, manicomio, cárcel, poder, ejército, policía, oficios y artes, viaje, exilio, amistad, amor y muerte, entre otros muchos aspectos.
Todas las vidas de los habitantes de ese microcosmos esencial son atrapadas y trituradas por estructuras que son como un caleidoscopio centrífugo de existencias y cada vida sigue por caminos inescrutables e impredecibles, unos hacia el auge y la caída ineluctable, otros a la desaparición prematura o la lejana senectud. Padres e hijos, familiares, amigos siguen diversas rutas, que son la dinámica básica de la que se han nutrido las historias de los libros de ficción de todos los tiempos. Es lo que se cuenta en La montaña mágica de Thomas Mann, La marcha de Radetsky de Joseph Roth o en Los ríos profundos de José María Arguedas.
En esas canteras vitales los autores tratamos de reconstruir en un momento dado el pasado, escrutar los destinos de nuestros ancestros o los contemporáneos y las taras y miserias que marcan la historia de la región o el país de donde somos originarios. Unas veces los autores crean para tomar distancia países o ciudades imaginarias y otros por el contrario deciden nombrar todas las cosas por su nombre. El reto es tratar de enfocar la cámara a un segmento caracterizado por la unidad de lugar y de tiempo, donde podamos ver como en el microscopio la evolución de los microorganismos.
En este caso quería volver a contar a mi ciudad Manizales tal y como ha sido con sus calles, paisajes y edificios emblemáticos, casonas centenarias, sin olvidar la vegetación que la rodea, los aguaceros y las nieblas y la vida de unos adolescentes que despuntaron al mundo en una época muy especial, la de los últimos dos años de la década de los 60 del siglo pasado, cuando la humanidad llegó a la Luna en julio de 1969, hace medio siglo, un acontecimiento que sacudió al mundo y aun sigue vigente. Se abría entonces una nueva era que desquiciaba las sólidas tradiciones familiares del patriarcado y liberaba las fuerzas de los jóvenes en medio de una desbordada liberación sexual, despego de las religiones y poderes establecidos, y deseos de cambio radical en el marco de la Guerra fría, lo que llevó a muchos a lanzarse como mártires en aventuras armadas y subversivas, inspirados en figuras crísticas como el padre Camilo Torres y el Che Guevara.
Apenas unos lustros antes Colombia había salido de otro terrible episodio de la Violencia entre liberales y conservadores, pero de nuevo los tambores de la guerra volvían a sonar. Ante el estupor de los viejos progenitores involucrados en la guerra reciente, la trituradora de la historia llevó entonces a la tragedia a miles de jóvenes de las clases medias o bajas, unos en el remolino del rock, la salsa, las drogas y la liberación desenfrenada de los cuerpos, otros en la búsqueda del arte, el teatro y la poesía o en la delincuencia, y otros a morir o perderse en el deseo del martirio por una causa imposible, manipulados por fuerzas mundiales que los sobrepasaban y que no comprendían.
Muchos jóvenes se perdieron, se sacrificaron, se malograron, enloquecieron, suicidaron, murieron, fueron ejecutados y triturados causando el llanto de los progenitores como en las tragedias griegas. El choque fue frontal entre padres e hijos, entre autoridades e instituciones y las nuevas generaciones, como siempre ocurre en los intersticios de las épocas conflictivas que surgen tras relativos tiempos de estabilidad. La guerra vivida y sufrida por los mayores en los años 40 y 50, cuyo punto crucial fue el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán y el Bogotazo de 1948, aplastaba simbólicamente los destinos de los jóvenes y la historia volvía a repetirse. Los viejos líderes políticos que polarizaron el país con sus discursos incendiarios y causaron esa guerra seguían como fantasmas o vampiros chupando desde ultratumba el alma de las nuevas generaciones.
En Las rutas de Ifigenia orienté el microscopio de la escritura a esas vidas en flor de ambos sexos que surgían al mundo en medio de esas máquinas trituradoras de culturas, costumbres e instituciones, cuando unos querían el rock, salsa, droga y fiesta y otros la revolución y cuando llegaban a la ciudad todas las tentaciones en el marco del los primeros Festivales de teatro universitario, a los que asistieron figuras como Pablo Neruda, Miguel Angel Asturias y Ernesto Sábato, entre otras vacas sagradas de la literatura latinoamericana y el teatro mundial.
Uno siempre vuelve a la adolescencia y a la ciudad natal como los insectos que vuelan en torno al foco de luz a riesgo de quemarse. Antes había escrito Tierra de leones (1983), sobre el periplo imaginario de Leonardo Quijano, loco esencial de Manizales, malogrado en otros tiempos de conflicto, a la que siguió Bulevar de los héroes (1986), inspirada en parte en la vida imaginaria de otro destino malogrado, el pantagruélico médico Tulio Bayer, quien murió en el exilio en París, y luego El viaje triunfal (1993), sobre el periplo de un poeta imaginario modernista y vanguardista, Arnaldo Faría Utrillo, quien después de dar la vuelta al mundo en la primera mitad del siglo XX regresaba a morir en la ciudad en los tiempos del nadaísmo.
Con Tequila coxis (2003) me sumergí para variar en el vientre de la Ciudad de México, donde viví mas de tres lustros, a través de la búsqueda de un joven que va tras los rastros de su madre, una malograda actriz colombiana de los tiempos del cine de oro mexicano, pero con Las rutas de Ifigenia vuelvo a mi ciudad natal nombrándola con su propio nombre y con sus cines, cafés, calles, parques, patios, lluvias, nieblas, montes, flores, monumentos, personajes y figuras de su tiempo.
Como decía Julio Cortazar sobre el arte del cuento, escribir una historia es como lanzar una liebre en un estadio y con los ojos vendados tratar después de rescatarla. Cuando uno llega al final y al fin atrapa al animal éste ya no es la misma liebre del comienzo, es otra cosa. Por eso la escritura de una novela es un reto terrible y destructor, desestabilizador, pero al fin de cuentas maravilloso si algun día uno logra liberarse de ella, dejándola atrás para siempre como un objeto desconocido.
ura de El viaje triunfal (1993), pero otros libros se atravesaron en el camino y la temática quedó engavetada hasta que la rescaté hace unos años.

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