En los primeros años de mi estadía en México fui
invitado el 19 de agosto de 1984 a un encuentro de dos días en homenaje a
José Agustín (1944), una leyenda con rango de estrella de rock, quien
desde antes de cumplir veinte años se había había convertido en ídolo de
la juventud. Con piel broncínea, delgado, bajo de estatura,
irreverente, hiperactivo, luciendo gafas y mechón adolescente, este
joven de clase media lideraba el movimiento de la literatura de la Onda,
con influencias de los beatniks, el rock y el espíritu de las
juventudes occidentales que hicieron estallar las tradiciones
culturales, sociales y literarias.
Varias decenas de escritores de diversas
generaciones, algunos de los cuales ya eran mis amigos, fueron
convocados a permanecer un fin de semana en la ciudad de Cuautla, en el
estado de Morelos, tierra natal del legendario Emiliano Zapata, para
celebrar los cuarenta años del autor de La tumba, a quien se consideraba
el máximo exponente del famoso Movimiento de la Onda, al que
pertenecieron entre
otros Gustavo Sáinz y Parménides García Saldaña. En ese tiempo la
generosidad proverbial de la instituciones universitarias y del
Instituto Nacional de Bellas Artes propiciaban aquellas reuniones donde
compartían los más jovenes autores con otros más experimentados y se
debatía con entusiasmo sobre la actualidad y el futuro de la literatura.
Y por supuesto, al terminar los debates comenzaba la fiesta.
Tal vez porque era uno de los pocos extranjeros
presentes me pusieron a la hora del almuerzo en la mesa central frente a
José Agustín y su esposa Margarita Bermúdez, con quien ha vivido casi
toda la vida, y al lado de varios autores alternativos y tímidos que
seguían el camino del ídolo desde posiciones marginales y rebeldes. En
un hotel campestre de los tiempos de Malcolm Lowry, hermano del mítico
Hotel Casino de la Selva que aparece en Bajo el volcán, transcurrieron
aquellos felices dos días en compañía de los más promisorios autores de
las nuevas generaciones y algunos jóvenes clásicos que ya se nos han
anticipado al viajar al más allá como los narradores y amigos Guillermo
Samperio y Daniel Sada.
Entre vagos recuerdos percibo al ensayista y poeta
Evodio Escalante a mitad de la noche tocando el piano y dándonos un
execelente concierto de jazz, mientras pasaban de mano en mano las copas
de tequila. Entre las jóvenes autoras presentes estaban las escritoras
Carmen Boullosa y Silvia Molina y otras muchas más que se difuminan en
el recuerdo. Aquel encuentro hace ya parte de la arqueología de una
generación y algún día aparecerán las crónicas y las fotos de ese feliz
ágape en torno al cual todos fuimos felices con José Agustín.
Él hablaba rápido, era amigable como pocos, vestía
de manera informal a diferencia de otros intelectuales encorbatados,
reía siempre poseído por una alegría natural y a sus textos imprimía la
velocidad del habla coloquial utilizada en las clases medias
estudiantiles y de izquierda de la Ciudad de México. Sus libros se
agotaban rápido en ediciones de decenas de miles de ejemplares y cuando
se presentaba en público era rodeado por centenares y miles de
estudiantes y colegialas que se iniciaban en la lectura con libros que
les contaban las penas y las esperanzas de aquella idílica primera edad
en que todo parece luminoso aunque sea terrible.
Su fama llegó a lo máximo en los años 60 cuando fue
encarcelado por un lío de cannabis en el Palacio de Lecumberri, donde
estuvieron también presos figuras como David Alfaro Siqueiros, José
Revueltas y otras grandes personalidades de la disidencia mexicana que
luchaba desde la izquierda contra la hegemonía del Partido
Revolucionario Institucional (PRI), acusado de la mataza de Tlatelolco
antes de los Juegos Olímpicos de 1968 y de actos represivos violentos en la siguiente década a manos de los tenebrosos Halcones.
También su romance mediático con la cantante
Angélica Maria, otro ídolo de la juventud mexicana, contribuyó a
convertir al veinteañero en una estrella cuya luz nunca declinó a lo
largo de las siguientes décadas, en las que escribió muchos libros,
guiones, artículos, participó en programas de radio y televisión y
recorrió sin cesar el país, además de vivir temporadas en Estados Unidos
invitado por varias universidades donde daba clases de creación
literaria. Obtuvo a fines de los años 70 las becas del International
Writing Program de Iowa, Fullbright y Guggenheim.
En esos primeros años mexicanos compartíamos espacio
en la páginas culturales de Excélsior dirigidas por el maestro Edmundo
Valadés, y el mismo año 1986 publicamos en la editorial Plaza y Valdés
sendas novelas, él la magnífica Cerca del fuego, una de las que más me
gusta entre todas sus obras, y yo Bulevar de los héroes, que acaba de
quedar finalista en el premio Plaza y Janés de España. Era un honor
coincidir en su momento en la misma editorial con el mito más vivo de la
nueva literatura mexicana del momento, una persona que parecía encarnar
la juventud eterna.
En sus inicios obtuvo la beca del Centro mexicano de
escritores y participó en un taller literario dirigido por Juan José
Arreola y pronto, con buen olfato de editor, lo lazó el español Joaquín
Díaz Canedo en la editorial Joaquín Mortiz. También estudió cine y
participó en decenas de proyectos cinematográficos, en algunos de los
cuales trabajó con Gabriel García Márquez. Entre sus libros figura La tumba (1964), De perfil (1966), Inventando
que sueño (1968), Ciudades desiertas (1982), Cerca del fuego (1986) y la
serie Tragicomedia mexicana.
Todo parecía pues sonreírle a este
amable y talentoso autor, llamado a recibir todos los honores y
homenajes en una larga y feliz ancianidad, como es tradición en México
para los escritores de éxito, hasta el día en que la propia fama y la
gloria en vida le hicieron una curiosa jugada que es a la vez una
metáfora y un mensaje a todos los escribidores del mundo. En 2009 le
realizan un homenaje en un teatro y la muchedumbre juvenil sube al
escenario para abrazarlo, besarlo y pedirle autógrafos con tal ímpetu
que el escritor pierde el equilibro y cae al fondo de la orquesta, dos
metros abajo. Por su generosidad, José Agustín era el que menos merecía
un accidente de esta índole.
La caída fue tan brutal que le causó
graves lesiones cerebrales por las cuales ha perdido segementos de la
memoria, aunque no toda por fortuna, según relata su hijo menor Jose
Agustín Ramírez Bermúdez en una serie de magníficos, amorosos y
conmovedores relatos sobre la vida y obra de su padre, publicados
periódicamente en el suplemento Laberinto del diario capitalino Milenio.
José Agustín reside en la misma casa de Cuautla rodeada de naturaleza
que compró a su padre y donde ha residido durante medio siglo al lado de
su esposa e hijos. Disfruta ahí de su pasión por el rock y con
frecuencia parece recuperar la agilidad mental que electrizó a
generaciones de jóvenes mexicanos. José Agustín está vivo y vive en su
efervescente obra. Desde ese lugar de México sus poderosas ondas
literarias irrigan el continente latinoamericano.
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Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 16 de agosto de 2010.
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