lunes, 29 de marzo de 2021

EUROPA Y LOS ESCRITORES LATINOAMERICANOS


Por Eduardo Garcia Aguilar

El París metálico visitado por los poetas modernistas Rubén Dario y José Asunción Silva, que era el París de Verlaine y Mallarmé, impresionaba a los viajeros que llegaban por tren desde Le Havre tras cruzar el Atlántico. Todos esos avances quedaban grabados en la memoria de los latinoamericanos que habían cruzado el mar y ahora se disponian a regresar para siempre a sus pagos, cargados de ideas y ritmos nuevos.
     Porfirio Díaz, el dictador mexicano afrancesado, reposa en un cementerio de París después de hacer de su capital una copia de aquélla, aún visible en recodos ruinosos de la Colonia Roma y Santa María la Ribera. Rufino J. Cuervo, el colombiano del gran diccionario filológico murió en París. El sabio Ezequiel Uricochea enseñaba árabe y culturas levantinas en Europa y Ruben Darío, el líder modernista, era el más europeo de los europeos, él, quien se decía « muy antiguo y muy moderno » y a la vez muy indio.
  Además de Miranda y de Bolívar, la lista de personalidades latinoamericanas devoradas por Europa sería interminable, pero habría que destacar en especial ese maridaje literario total de los decimonónicos latinoamericanos con las principales corrientes europeas. La novela es romántica, realista y naturalista como la europea. La poesía es romántica, parnasiana y simbolista como la europea. Se sigue a Atala y René y a Pablo y Virginia al pie de la letra; el héroe de la María de Jorge Isaacs regresa desde el Viejo Mundo a los valles cálidos del Cauca; los soldados invasores franceses de Louis Napoleon Bonaparte se enamoran de las mexicanas de Ignacio Manuel Altamirano, y Fernández, el protagonista finisecular de la novela De sobremesa de José Asunción Silva, toma éter y absenta en París y regresa a fracasar en la fría Bogotá de las alturas andinas.
   Llegan luego los tiempos de los modernistas Enrique Gómez Carrillo y José Maria Vargas Vila, grandes best-sellers latinoamericanos que fueron leídos en todos los rincones del continente y cuyos libros llenaban las alforjas de los jinetes. Escribían desde el mundo inaccesible, desde Venecia, París y Florencia, desde la Isla de Rodas, El Cairo o Calcutta y vendían exotismos de Viejo Mundo y Tierra Santa a poblaciones autodidactas ávidas de saber, democracia y civilidad.
         Gómez Carrillo y Vargas Vila fueron los García Márquez y los Vargas Llosa del modernismo. Triunfaban y viajaban de capital en capital hospedados en grandes hoteles. Superficial el primero, pero buen cronista; insoportable y pomposo el segundo, ambos hoy olvidados, representaron el arquetipo de latinoamericano europeizado y globalizado de entregueras que reinó hasta el « boom ».
     Mientras esos dos viajeros triunfantes miraban Venecia y París desde sus balcones, el látigo de los numerosos tiranos latinoamericanos surgidos de la Independencia caía desde el Río Grande hasta la Patagonia sobre las espaldas de los siervos encargados de extraer las riquezas de esa tierra que volvió a encontrar defensores en los grandes telúricos Jose Eustasio Rivera, con La Vorágine, Rómulo Gallegos con Doña Bárbara y Canaima y Ricardo Guiraldes y Horacio Quiroga, entre muchos otros.
    Más tarde, hacia mediados del siglo XX, esas élites literarias europeizadas estarán compuestas por Miguel Angel Asturias, quien fascinó antes en los años 30 con sus Leyendas de Guatemala y por otros como César Vallejo, Alfonso Reyes, Vicente Huidobro, César Moro, Alejo Carpentier y Jorge Luis Borges. En los años 60 tocará el turno a los reyes del « boom » Julio Cortázar, Juan Rulfo, Mario Vargas Llosa, Guillermo Cabrera Infante, Carlos Fuentes y Gabriel García Márquez, figuras emblemáticas de esa nueva América Latina a la vez próspera y ávida de revoluciones, que duda entre la tentación democrática y el delirio totalitario de los iluminados marxista-leninistas. Y de lado de los escritores europeos no hispánicos ávidos de contar este lado recordemos a Michaux, Artaud, Breton, Roger Caillois, Levi-Strauss, Malcolm Lowry, D. H Lawrence, Graham Greene y Witold Gombrowicz.  
     Dos grandes corrientes de ese americano de Europa se deslindan a mediados del siglo XX: a un lado, por supuesto con matices, los exaltados del « boom » aupados en el mesianismo revolucionario azuzado por la guerra fría y, al otro, los ancianos precursores de la generación de humanistas polígrafos encabezada por el mexicano Alfonso Reyes, en la que figuran Pedro Henríquez Ureña, Arturo Uslar Pietri, Germán Arciniegas, y por supuesto, Jorge Luis Borges.
     Los primeros agenciaron cierto neotelurismo exacerbado con sus discursos latinoamericanistas llenos de héroes, flores, cacatúas, tucanes y cocodrilos, y los otros, ya declinantes y aparentemente pasados de moda, ejercieron la reflexión, el ensayo, el fragmento, en la pausada y modesta madurez del diálogo y la tolerancia civilista y democrática, abierta a los saberes milenarios del Viejo mundo.
     Pasado todo este delirio neotelúrico de la segunda mitad del siglo XX, con sus revolucionarios barbudos y los iluminados mesiánicos salvadores del mundo, que gritaban la hueca consigna « patria o muerte, venceremos », habría que volver a tender puentes con esos pensadores polígrafos que preferían el análisis al discurso encendido, la tolerancia al anatema, el cosmopolitismo y los vasos comunicantes mundiales al falso nacionalismo proteccionista cargado de banderas y consignas. O sea volver a las revistas literarias latinoamericanas Orígenes, Mito, Eco y Sur.
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Publicado en La Patria el domingo 28 de marzo de 2021. Manizales. Colombia.

domingo, 21 de marzo de 2021

ESCRITORES SIN PASAPORTES

 Por Eduardo García Aguilar

Uno de los escritores del mundo moderno que mejor ejemplifica la literatura errante es Joseph Conrad, por dos razones: no sólo porque abandona su tierra original para adoptar los mares y después radicarse en la  capital del Imperio británico globalizador, sino porque también deja su lengua para adoptar otra, el inglés, tal como lo hiciera después el genial Vladimir Nabokov o, en nuestro ámbito latinoamericano, Héctor Biancciotti, quien cansado de ser ignorado por su pares de América, decidió adoptar el francés y lograr así llegar a la proeza de ingresar a la Academia Francesa.
    Conrad recorre el mundo como capitán de navío, en un mundo que ya nada tiene que ver con los mares de Ulises o de Eneas, de Colón o Magallanes ni con las rutas de seda o los caravansarys del desierto. Estamos ya en el mundo agitado de la industrialización y del libre cambio mundial de mercancías, en la era de las factorías, los trenes y los gigantescos barcos de carga. Su obra vasta es una mirada lúcida de los países y culturas lejanas, en las que se incluye los parajes costeros del caribe colombiano que, al parecer, inspira Nostromo.
     Victoria, Lord Jim, El corazón de las tinieblas, La locura de Almayer, Bajo la mirada de Occidente son novelas extraordinarias de un conocedor profundo del hombre, analizado y descrito por encima de las fronteras, sin pasaportes, banderas o cruzadas nacionalistas. Cada uno de esos capitanes o marineros perdidos que aparecen en su tensas y telúricas narraciones habla desde la angustia de no tener por más patria el barco sacudido por los tifones y acechado por bandidos o fuerzas enemigas. Mueren y son lanzados para siempre a las olas de los océanos o son enterrados en parajes que ninguno de los suyos conocerá. Conrad se aplicó a contar todas esas historias en una aventura creativa sin par que representa uno de los máximos logros de esa actitud de franca extranjería alrededor del globo.
    Nos dice Paul Morand que el «verdadero estatuto que nos hace vivir es el de extranjero». En efecto, llega un momento en que el individuo viajero, el trotamundos, adquiere la certeza de que sólo desde el ángulo escalofriante puede sentirse libre en el camino hacia el ineluctable fin. No tiene que representar obligatoriamente a una patria ni debe sentirse culpable porque no se entusiasma únicamente por las músicas, comidas, ropas de su terruño, sino por todas las que alguna vez encontró y con las que compartió a lo largo de su periplo. Toda persona atada patológicamente a su patria o bandera es un lisiado de la sensibilidad, un parapléjico de la percepción y esto es aún más grave cuando se trata de un escritor. El que escribe tiene, con mucha mayor razón, que estar abierto a esas extrañezas y por ende estar capacitado para contarlas y sentirlas desde el ángulo oblicuo de su extranjería.


   Chateaubriand en las Memorias de Ultratumba, elaboradas a lo largo de la vida, de manera minuciosa, a través de innumerables palimpsestos a los que aplicó la más refinada tortura de la corrección, relata su existencia con esa prosa moderna que dos siglos después es absolutamente eficaz y cristalina. Su éxodo es múltiple: él alcanza a presenciar el fin del antiguo régimen y a partir del retrato de sus
tías abuelas dieciochescas hace un recorrido vital, político y amoroso tan nutrido como los de Magallanes y Bougainville.
    Su prosa es una bruma áurea, flexible, que ingresa a todos los rincones posibles de su tiempo y retrata los avatares de una época donde como pocas veces se concentraron cambios trascendentales, básicos para el ingreso de la actual modernidad.
    Su éxodo es de clase, de régimen, de edad, de tiempo y al final ejerce de escalofriante y acertado profeta cuasi bíblico. Sólo un observador apasionado e inteligente como él puede construir poco a poco y terminar esa pirámide de palabras, ideas y emociones cuando, de ochenta años, alcanza a mirar desde la atalaya terminal dos de los siglos más agitados de la historia. Como Conrad en los océanos, cruza y sobrevive a los más tenebrosos tifones.


---Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 21 de marzo de 2021

 

lunes, 8 de marzo de 2021

VIVIR EN EL PARQUE CALDAS

Por Eduardo García Aguilar

Me pidieron hace poco una dirección para tomar la foto de la casa donde nací y pasé mi infancia en Manizales y de repente retrocedí en el tiempo de manera vertiginosa e inquietante. La casa donde vi la luz en la carrera 24 cerca del Parque Fundadores y las dos principales donde viví hasta mi partida, fueron demolidas para construir o ampliar avenidas y solo una sigue en pie, la situada en la esquina de la carrera 23 y calle 29, en el Parque Caldas, desde donde vimos llegar en familia el cortejo triunfal de la Miss Universo Luz Marina Zuluaga en 1958, desde una de las ventanas del primer piso.

Por lo regular uno no suele remover a fondo esas profundas capas concéntricas de la arqueología familiar, pero al ver las fotos tomadas por el generoso amigo, esos momentos se desbocaron y tocaron de repente el corazón. Por lo visto, a mis jóvenes padres les gustaba la zona que se encontraba entre el parque Fundadores y el Parque Caldas, porque nací a las 5 y media de la mañana del 7 de septiembre de 1953 en la carrera 24 con calle 30 en una casa demolida hoy y que es un estacionamiento, no lejos de la llegada del Cable y donde debimos residir uno o dos años.

De ahí, acercándose al Parque Caldas, nos pasamos a la parte alta de de esa casa sólida de varios pisos situada en una esquina, diagonal de la antigua y bella Iglesia de la Inmaculada, donde fui bautizado y que es un templo que visito cuando puedo, pues es una de las remanencias más antiguas de la ciudad, salvada de las llamas de los dos terribles incendios que la devastaron en los años 20 y que obligó a la reomodelación de la parte central, hoy considerada centro histórico. Maruja Viera, que también vivió en el Parque Caldas,  fue infante testigo del segundo incendio y recuerda muy bien los ajetreos de su padre y familiares durante la tragedia, en dos textos claves de la literatura nuestra.

En esa casa en la que viví hasta los cinco años pasaron tantas cosas no tanto porque sucedieran, sino porque el habitante niño experimenta una especie de big bang de conocimiento y todos sus sentidos comienzan a captar el exterior y a descubrir el mundo con un estupor que se mezcla a la fascinación, al terror y el misterio. Los primeros accidentes vividos, las visitas de familiares y amigos, los primeros decesos de abuelos o parientes, quedan grabados en la memoria.

No solo sucedió allí la llegada de Miss Universo, que aun suscita entre los nativos de la ciudad tantos recuerdos y admiraciones, sino las de un pariente importante que moriría pronto, o la de un primo loco, el hijo de mi tía y madrina Blanca, que me comunicaría de inmediato con la excentricidad, la locura y las descabelladas acciones de los surrealistas que viven en el seno de todas las familias.

También vemos las primeras lágrimas del padre que recibe la noticia de la muerte del suyo, mi abuelo Marco Aurelio, y el ajetreo que inunda la casa antes de que deba partir a su sepelio, el llanto de la prima Cecilia, que estuvo en casa unos días tal vez por un parto en la familia de mi tía Amanda y lloraba inconsolable por la ausencia de los suyos y revive al ver a su padre, que viene por ella para llevarla a casa.

También son los años del complejo de Edipo, cuando uno es la extensión del cuerpo de la madre, cuya presencia permanente nos guía y excita los sentidos y las más esenciales sensaciones. El nacimiento de la hermana menor, la caída del dictador Rojas Pinilla y la elección del liberal Alberto Lleras Camargo, primero del Frente Nacional, son acontecimientos que permanecen en el recuerdo. Mi hermano mayor Humberto llega con un diario y muestra la foto del nuevo mandatario, liberal como mi padre. Y en la casa, ya presente y en coexistencia pacífica con él, mi abuela Mercedes Ramírez Cardona, gran goda que me hizo conocer curas e iglesias.

El Parque Caldas sería unos cuantos años después lugar de peregrinación frecuente, de encuentro con otros niños para intercambiar las estampas de los álbumes o para vivir instantes junto a los guaduales y la estatua del sabio mártir que, según la leyenda, perdió la vida en su lucha por la independiencia, pero imploró en vano la clemencia de los españoles. Y también para descubrir el cine y los filmes con Sofía Loren y Raquel Welch.

Sería él quien escribiría antes del suplicio sobre su vida truncada: "O, larga y negra partida", según cuentan los libros de la historia patria, aunque para otros es un signo alquimista o masónico. 
 
Caldas, que dio nombre a la región, el mismo que conoció a Humboldt, observó el cosmos y subió hasta las cumbres par probar instrumentos y ver las maravillas de la naturaleza. Un honor y un privilegio haber vivido la primera infancia en ese Parque Caldas, donde mis jóvenes padres debían sentirse felices, a salvo de la Violencia.

domingo, 7 de marzo de 2021

LA ESCUELA ANEXA A LA NORMAL


Por Eduardo García Aguilar


En 2017, cuando asistí a la Feria del Libro de Manizales, estuve hospedado en un hotel desde donde veía el barrio La Estrella y la escuela donde cursé la primaria, además del Coliseo, el Estadio y la Universidad, que conformaban un universo completo. Desde el cuarto piso tenía una vista panorámica a esa zona de la ciudad tan importante durante mi infancia.
 
Allí en la iglesia implantada en el centro de la Estrella hice la Primera Comunión, como lo atestiguan las fotos de los álbumes familiares. Por esas calles pasaba todas las mañanas de niebla rumbo a la escuela, mirando plantas, árboles, insectos y flores. A veces chupaba el almíbar de unas flores rojas alargadas que pelechaban en los antejardines. O perdía el tiempo mirando mariposas incomprensibles, pájaros de cánticos insondables o escarabajos y libélulas de visos multicolores.      

Al fondo se veía el nuevo Estadio donde asistí por primera vez a un partido de fútbol en tiempos de Mirabelli y Olmos y a donde llegaban los ciclistas que disputaban una de las etapas más dificiles de la Vuelta a Colombia, en tiempos de leyendas como mi ídolo Martin Emilio Cochise Rodríguez, a quien le prendía velas, entre otros muchos pedalistas que iluminaban la infancia.

Tuve la fortuna de cursar la primaria en la Escuela Anexa a la Normal de Varones, que por milagro aun está en pie como una de las joyas más tradicionales de la ciudad y cuya permanencia al lado de la Universidad me impresiona cada vez que regreso, pues he temido que la locura de los gobernantes decida arrasarla para construir urbanizaciones, implantar estacionamientos o centros comerciales de cemento, algo que tal vez algún día sea ineluctable.

Desde la habitación veía con claridad la escuela intacta y añoraba salones, corredores, el enorme patio donde nos formábamos y los inmensos espacios abiertos que nos separaban del colegio San Luis Gonzaga, que era como un enorme baldío inaccesible lleno de vegetación, alimañas, precipicios y peligros. Había tanto espacio que cada alumno tenía una parcela para sembrar y ver crecer las plantas. Sentí del olor del grueso herbario de botánica, la textura del barro con que hacíamos mapas de Colombia, la alegría de las fiestas y la algarabía permanente de los niños. El vuelo de las cometas y los globos.  

Los maestros, además de grandes pedagogos de ambos sexos que aun no olvido como el profesor Cárdenas y la muy activa rectora que vivía por ahí, eran jóvenes que estudiaban en la Normal y venían de todos los rincones del país, como el atlético, alto y simpatiquísimo profesor Mancera, un llanero que nos enseñó el joropo.

Un día me acerqué a la reja y empecé a mirar el lugar donde actué en una representación del descubrimiento de América en el papel del marino que avistaba tierra. Llevaba mucho tiempo ahí mirando como hipnotizado, cuando un guardián fantasmagórico llegó desde adentro y me abrió la reja que me separaba del pasado porque intuyó que era un viejo exalumno que volvía cargado de nostalgias.

Me invitó a ingresar al templo educativo y a visitar uno a uno los salones de clase, el patio de los gritos, las ceremonias y las peleas y después me llevó a visitar con solemnidad la Normal de Varones, en cuyos corredores, pasillos, auditorio y salones de clase marcados por la madera añeja transcurrió durante un siglo la vida de muchas generaciones de educadores de todo el país, a quienes todos tanto debemos y que son los verdaderos padres y madres de la patria.

En las paredes se veían los tradicionales mosaicos de grado colgados desde comienzos de siglo XX y fotos enmarcadas de diversas efemérides. Adentro se sentía la historia de un lugar que ya podría ser museo, un laberinto de palabras. Ha sido una de las horas más emocionantes de mi vida. Nunca olvido a quien me ofreció con sabiduría anónima ese regalo tan preciado de retornar al lugar donde aprendí las primeras letras y empecé a fascinarme por la ciencia, el universo y el conocimiento.    
 
Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. 7 de marzo de 2021.