Por Eduardo García Aguilar
Al fondo se escucha el piano, alguien toca jazz y la música inunda este templo irreverente dedicado a los libros y a los escritores del mundo, lleno siempre de anglosajones o cosmopolitas excéntricos de todos los puntos cardinales del planeta, y situado en el histórico número 37 de la rue de la Boucherie. Arriba, en el segundo piso, en el mínimo y macarrónico Hotel Tumbleweed, las muchachas viajeras hablan y ríen, mientras el sol afuera cae sobre árboles y aceras para que los turistas tomen fotos frente a Notre Dame y vean pasar barcos por uno de los estrechos brazos del Sena.
Es Shakespeare and Company, legendaria librería fundada en 1951 por George Whitman, quien guarda frente al río la memoria de la otra librería inolvidable del mismo nombre, corazón entonces de la literatura en el barrio del Odeon bajo la animación de Sylvia Beach, en tiempos de Ernst Heminguay, Henry Miller, James Joyce, Lawrence Durrel y Gertrude Stein. En aquel tiempo, en ese pequeño santuario de la verdadera literatura, la pareja de dueñas publicó en ediciones confidenciales el Ulysses de Joyce y otros libros claves de la explosión narrativa experimental de los años de entre guerras, cuya fuerza sigue vigente para los entendidos.
Al desaparecer aquella librería de entreguerras, el viajero norteamericano Whitman decidió fundar la nueva del mismo nombre en este rincón de París, en complicidad con su amigo el beatnik Lawrence Ferlinghetti, fundador al mismo tiempo en San Francisco de la librería City Lights, otro de los faros de la literatura marginal y rebelde en las orillas del Océano Pacífico.
La idea de Whitman, que ahora casi centenario está retirado, pero viene con frecuencia a sentarse como siempre junto a la caja registradora, era crear una especie de falansterio para los escritores, un lugar donde pudieran llegar de todo el mundo y pasar una o dos noches sobre las históricas almohadas y sofás del irónicamente llamado Hotel Tumbleweed. Su consigna ha sido la hospitalidad, palabra sagrada de los viajeros y errantes del mundo desde antes de los griegos. Se dice que Whitman aprendió a ser hospitalario cuando viajó por Suramérica estando muy joven y fue recibido indistintamente por los pobres indígenas en sus casas de múltiples pueblos de su ruta beatnik.
Frente a las puertas o junto a la caja registradora de Shakespeare and Company se agrupan desde hace medio siglo los jóvenes poetas y autores marginales desconocidos, pero que después se convertirán en referencias literarias de la insurrección estética, como en su tiempo lo fueron Ezra Pound y Samuel Beckett en esta ciudad de las letras. Pero también hay espacio en la “writer room” para los viajeros escritores crepusculares, pobres, calvos, canosos, viejos y perdidos que necesitan estar ahí unas horas en ese pupitre frente a la página en blanco viendo desde la ventana la vieja catedral de Quasimodo y Esmeralda.
Shakespeare and Company se quedó para siempre en este muelle del Sena, al lado de la rue Saint Jacques y desde entonces ha estado animada por su propietario, recién condecorado con la medalla de las Artes y las letras de Francia. Afuera están las butacas de madera donde se besan los enamorados en un escenario cinematográfico lleno de cajas de libros viejos baratos en inglés y estaterías de madera con libros de bolsillo usados y animados por el espíritu de los viajeros. Un hombre de unos cincuenta años, de jeans y chaqueta de cuero negra, besa apasionadamente a una bella chica morena de ojos de oblicuos de almendra, sentada en sus piernas, en la escalera que da a la acera y a un pequeño jardín.
Bajo un fondo amarillo se ve el nombre Shakespeare and Company en letras negras a la manera de las viejas tiendas del siglo XIX balzaciano y una emoción hace vibrar a los lectores que no amamos los supermercados de libros llenos de absurdos bestsellers para anancefálicos, sino que preferimos los rincones donde reinan Lawrence Sterne, Joseph Conrad y John Dos Passos, donde vibran Malcolm Lowry, T. E. Lawrence de Arabia y Virginia Woolf, o E. E. Cummings, Marianne Morre y Denise Levertov.
El lugar siempre está lleno de pasantes fugitivos mientras alguien atrás, cualquiera, el cliente anónimo, la mujer solitaria, se sienta a tocar el piano que inunda este ámbito de vigas aparentes y estanterías añejas. Al interior una pequeña fuente abandonada recibe las monedas de la suerte que lanzan los visitantes y allí se acumulan las piezas amarillas de todos los tamaños y procedencias.
En las estanterías hay novedades de casas editoriales desconocidas, al lado de los libros de Penguin Books o Harper Collins y los best sellers franceses que tienen ahora éxito en el mundo anglosajón tales como Anne Gavalda, Amélie Nothomb o Michel Houellebecq. Un adolescente vestido como Pete Doherty, el novio de la modelo Kate Moss, con el sombrero irlandés, se abraza con su padre y una pareja de nórdicos va cargada de libros de Charles Bukowski para leer en el hotel esta noche de fines de junio, cuando después de la fiesta de la música la ciudad ha entrado de lleno en la libertad del verano, en la alegría de la vagancia, en el delirio de la canícula, los árboles, las flores y los pájaros, lejos del las guerras sanguinolentas del tercer mundo, pero muy cerca de la hecatombe nazi.
Una bella inglesa feliz de 20 años, hospedada por Whitman, toma fotos desde la ventana de arriba. Los flashes de los visitantes sesuceden unos tras otros, japoneses, chinos, gringos, europeos, africanos. Este lugar ya es leyenda y es amor literario. Algo excepcional en estos tiempos. Shakespeare and Company siempre ha estado ahí desde hace décadas y si desapareciera habría duelo entre los escritores y lectores del mundo. He venido aquí centenares de veces en mi vida y volver hoy es regresar a mi casa, la choza de la vida, el iglú de la poesía, el castillo gótico imaginario de la literatura.