Suelen ser los más locos y torpes, los más tímidos y sensibles quienes alumbran con su genio a una época. Tal fue el caso de Yves Saint Laurent, extraño personaje que transformó la moda en los años sesenta del siglo pasado y dedicó su vida a la mujer, a sus curvas, belleza, caprichos y encantos.
Su nombre no sólo era una marca reproducida infinitamente en todos los lugares del mundo sobre prendas, perfumes y otros accesorios, sino la leyenda de la post-guerra arrasadora, con su derroche desbocado y el lujo de las llamadas Tres Décadas Gloriosas de crecimiento y progreso vividos bajo la Quinta República del patriarca y héroe nacional Charles de Gaulle.
Yves Saint Laurent nació en el puerto argelino mediterráneo de Orán y fue criado bajo el sol entre sus dos hermanas Brigitte y Michelle por una madre elegante y bella, Lucienne, a la que tuvo siempre como modelo y que ahora, a los 95 años, bebió el amargo trago de dispersar las cenizas de su famoso hijo.
Lanzado por Christian Dior en 1957, se convierte a los 21 años en su heredero a la muerte súbita de su viejo maestro y el mundo lo saluda como un talento desde el primer desfile realizado en 1958, desplegando los cortes sobrios de la línea Trapecio que liberó la nuca y las espaldas y realzó a la hembra con liviandad, sombreros estrafalarios y guantes de perverso armiño.
Su gran modelo básico fue Catherine Deneuve, otro monumento viviente de la historia contemporánea de la farándula y la moda, para quien hizo los trajes lucidos en la película Bella de Día de Luis Bunuel. Deneuve fue una de sus mejores amigas, tanto que ahora, conmovida y crepuscular, no acepta hablar del temperamental artista en pasado, una conjugación imposible para esta generación que comienza a desgranarse poco a poco.
Este modisto homosexual y en extremo amanerado, era tímido, torpe, maniaco-depresivo, hipocondriaco y, cual otras glorias de su generación como la escritora Françoise Sagan, fue presa de las drogas duras a lo largo de su vida y cayó muchas veces al fondo para resurgir de nuevo desde las cenizas.
Gracias a su amante Pierre Bergé, que era experto en finanzas y negocios, Saint Laurent pudo concretizar sus sueños y hacer de su marca una de las más importantes de la moda mundial o al menos la más glamorosa y respetada. Bergé estuvo siempre ahí para manejar las cuentas y apoyarlo cuando caía en alguna de sus terribles depresiones. Sin él, coinciden todos, Saint Laurent hubiera desaparecido hacía mucho tiempo o se habría hundido en el alcoholismo y la adicción a las drogas.
En tal sentido él representa el drama de una época capitalista de progreso marcada por la velocidad de las urbes y los estragos de la ambición, las apariencias y el arribismo. Y aunque sus trajes valían fortunas, la moda suya permeó hasta las capas más bajas de la sociedad en los talleres de las modistas de provincia, en los lejanos países de ultramar, que imitaban con torpeza sus prendas.
Desde el lujo y la frivolidad supo filtrar a sus obras el talento de los grandes pintores del siglo XX y bajo el efecto de las anfetaminas o la cocaína creó a raudales las imágenes que ahora nutrirán el museo de la fundación creada con su concubino y hechas en exclusiva para modelos tan bellas y extraordinarias como Laetitia Casta y Carla Bruni, ahora primera dama de Francia.
Al lado de esta diosa italiana de una belleza más que escalofriante aparece Saint Laurent sentado en 1998 en un soberbio sofá verde, mientras ella luce un ceñido traje blanco, que adelante muestra con versatilidad y finura dos aves en vuelo besándose. Si alguna vez la escultura griega mostró la belleza de la mujer, los encantos de la Venus, esta foto que publica París Match representa para la posteridad la belleza increíble de la mujer de esta época nuestra que reposa sobre los cuerpos famélicos de miles de millones de tercermundistas aquejados por enfermedades y guerras.
En lo que respecta a la excitante beldad Laetitia Casta, el modisto vistió su desnudez con rosas sobre sus senos y su pubis angelical, mientras cuelgan sus trenzas de dos enormes selvas de pétalos, como si esas rosas fueran testigo de “eso que si amor no fue, ningún otro amor sería”, como dijo el poeta León de Greiff.
Victoire, Catherine, Twiggy, Linda Evangelista, Claudia Shiffer, Naomi Campbell, Katoucha, Karen Moulder, son otros de los nombres inolvidables de las musas de los siglos XX y XXI sobre cuyos cuerpos trabajó con sus manos temblorosas de gay.
Cuando en 1992, a los 55 años y 30 de carrera, un centenar de bellas lucían en la Ópera Bastilla los trajes más significativos surgidos de talento, pudo verse por fin el cuadro colorido de una época lúdica que el resto del mundo veía en las pantallas de la televisión o las revistas de corazón. Figuraban allí desde smokings femeninos hasta vaporosas prendas sacadas de la estatuaria griega, con sus pliegues de mármol. Rubias, negras, orientales, latinas, eslavas, rindieron homenaje a este personaje que parecía colgar de sus enormes gafas de miope y caminar como pajarraco sobre piedras calientes.
En todas las salas de espera de las peluquerías y dentisterías del mundo las mujeres soñaron gracias a él. Con hambre y sin un peso en la cartera todas soñaron con ser alguna de esas modelos y lucir prendas inalcanzables. Con él se encarnó el arte en la moda y la moda se alzó de su banalidad por un momento antes de que la sociedad de consumo y de supermercado destruyera su legado, convirtiéndolo en producción serial de adefesios para la caja registradora.
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