-Arnaldo Faría Utrillo, personaje de El viaje triunfal, es un “extranjero profesional”, un hombre del mundo. ¿También es así Eduardo García Aguilar?
El apátrida siempre busca la tierra prometida o perdida. De niño y adolescente en Manizales me encantaba escuchar por onda larga las emisoras radiales lejanas que transmitían en otras lenguas o en español programas desde Holanda, Francia, Rusia, China, Inglaterra o Estados Unidos. En las noches de insomnio, cuando afuera sonaba la lluvia, pasaba horas explorando esos universos y deseando viajar. Soñé muchas veces en amplios espacios de nieve y ciudades imaginarias como París, a donde finalmente llegué a los 20 años.
Desde mi ventana veo esta ciudad tan entrañable que me acogió, me abrió sus universidades y me dio trabajo y la siento tan mía como la natal. Me gusta vivir entre gente de múltiples nacionalidades, saber que en el metro o en el bus se hablan decenas de lenguas distintas y que en los rostros se observan los orígenes más extraños y distintos.
Me encanta ser un ciudadano del mundo, un “cosmopolita” en el sentido más noble. Pero mi nacionalidad está bien definida y es la colombiana, pues de ahí vienen mis ancestros. El personaje Faria Utrillo se define como “extranjero profesional”, pero al final viene a morir a su tierra, en su casa de La Francia, y es devorado por el espejismo del retorno.
Es la Manizales de mi infancia y adolescencia, a la que retorno siempre y está fija en un mundo mítico y legendario situado en la esquina del Hotel Escorial, diagonal con el café Osiris, cerca de donde papá tenía su oficina en un edificio que después convirtieron en Hotel Cumanday. Es la Manizales de la Catedral omnipresente, el edifico de la Gobernación, la ciudad del centro, Hoyofrío, Chipre, el manicomio de San Cancio, La Francia y los parques Fundadores, Bolívar, Caldas y Olaya Herrera, el Puente de Olivares, el Carretero, el cementerio San Esteban.
Se dice que los novelistas siempre tratan de contar los mundos fantásticos de su infancia y retornan a ellos de manera cíclica. Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa, Joseph Roth, James Joyce, Thomas Mann, Marcel Proust, Virginia Woolf. Los grandes narradores exploran sin cesar esos mundos idos. Sin saberlo tal vez, guiado por la fuerza del relato, he hecho lo mismo, tratar de explorar y contar las calles de mi infancia a través de personajes como Leonardo Quijano en Tierra de Leones, Tulio Bayer en Bulevar de los héroes y Faria Utrillo en El viaje triunfal, que componen mi trilogía sobre la ciudad natal.
Ahí también trato de reconstruir la ciudad art decó de los años 50 y 60, algo idílica, anterior al progreso, los supermercados y las grandes avenidas. Una ciudad muy bella, llena de naturaleza por todas partes, en una biosfera poblada de árboles, montes, volcanes, riachuelos y casas de sueño. En El viaje triunfal hago énfasis en esa ciudad del centenario. Esas tres novelas son mi búsqueda del tiempo perdido, mientras mis libros de poesía Llanto de la espada y Animal sin tiempo abordan el viaje, el exilio, el destierro, la errancia, el paraíso perdido y la nada perpetua.
-Según el traductor Gregory Rabassa, El viaje triunfal es una novela sobre el modernismo. ¿Cómo lo definiría?
En América Latina el modernismo se refiere a la generación encabezada por Rubén Darío, que revolucionó el castellano, incluso en la metrópoli española. A esa generación pertenecieron Salvador Díaz Mirón, Amado Nervo, José Santos Chocano, Leopoldo Lugones, Julio Herrera y Reissig y José Asunción Silva, discípulos del simbolismo francés y la literatura decadente de fin de siglo XIX, encabezada por Baudelaire y Verlaine.
En el mundo de la crítica europea y anglosajona el modernismo está más relacionado con las vanguardias de entre guerras que revolucionaron el arte poético y pictórico. A ese mundo pertenecen el dadaísmo, el cubismo, el futurismo, el surrealismo, poetas como Apollinaire, Blaise Cendrars, César Moro o artistas polifacéticos como Francis Picabia y Marcel Duchamp.
El viaje triunfal abarca esas dos generaciones y Faría Utrillo nada entre ambas porque es hijo de la primera a través de su madre Ana Malo y testigo de la segunda en París y Nueva York. Asiste al mundo terrible que presagia la segunda guerra mundial y viene a morir a Colombia cuando se inician los terribles años de La violencia.
El personaje central es un Frankenstein de ambas generaciones y a través de él quería hacerles un homenaje de lector. El maestro Rabassa, que hizo también el prólogo a la edición en inglés de Bulevar de los héroes, subrayó en la presentación en Americas Society de El viaje triunfal el hecho de que la mejor forma de hacer literatura es viviéndola como tal, dentro de ella, y este libro para mí fue una forma feliz de vivirla desde adentro, desde su propia materia.
El escritor adolescente es el esencial
Me fui de Colombia a los 20 años y nunca volví a vivir allí. Salvo la parte adolescente de la escritura, el resto ha sido desde la lejanía, en otros países como Francia y México. Los intentos más fuertes y adultos por escribir una obra se han dado afuera. Sin embargo, creo que el escritor adolescente es el esencial y sigue dictando los rumbos. En el bachillerato, como poeta adolescente, visto así por compañeros y profesores, uno ya es lo que busca, ahí la vocación está químicamente pura. Es impresionante la lucidez con que uno en ese momento se identifica con los grandes autores que va descubriendo, clásicos griegos y latinos, Cervantes, Lope de Vega, Shakespeare, Goethe, Dostoievsky, Tolstoi, Proust, Kafka y los grandes clásicos nacionales como Jorge Isaacs, José Asunción Silva, Guillermo Valencia, Tomás Carrasquilla, José Eustasio Rivera y León de Greiff.
En mi caso, México es muy importante porque es la capital literaria de América Latina y por su sincretismo entre un fuerte mundo prehispánico, un poderoso mundo cultural colonial hispano y la vecindad con Estados Unidos, que da una espléndida perspectiva para situarse en el marco de las letras hispanoamericanas. Ahí crecí entre los colegas de mi generación mientras Juan Rulfo y Octavio Paz estaban todavía vivos, aprendiendo de Alfonso Reyes y Vasconcelos; ahí publiqué mis libros y devoré obras que encontraba en las grandes librerías del orbe hispanoamericano, que son las de la calle Donceles. México fue una universidad literaria y cambió mi rumbo definitivamente, hasta el punto que a veces creo tener el espejismo de ser un autor mexicano antes que colombiano.
-Usted lleva 20 años trabajando en la AFP, ¿qué le ha aportado el periodista al escritor y viceversa?
Trabajar en periodismo en una agencia mundial le pone a uno los pies en la tierra, lo conecta con la realidad y la necesidad de comunicarse con la gente y darse a entender. A nivel personal, me obligó a ir al grano, a ejercer el trabajo con gran voluntad y energía y a obtener a toda costa los objetivos, pasando la mayor cantidad de barreras y obstáculos posibles.
Esa profesión lo vuelve a uno recursivo en el mundo, perfecciona la mirada de águila y da una visión amplia sobre este ser humano tan complejo y vivo que domina el mundo y lo está destruyendo. En periodismo el escritor debe hacer mutis porque son dos lenguajes muy diferentes y tienen objetivos disímiles. De hecho los escritores, los poetas, no son bien vistos en el periodismo y mucho más ahora. Como en el caso de Juan Carlos Onetti, que fue agenciero como yo, la literatura es un jardín secreto, clandestino, que se debe conservar para uno y lo mejor es tenerlo escondido. Eso es como un político honrado en el Congreso. Es un ave rara muy mal vista.
Hacia el olvido
-¿Siente que se cumple en usted el refrán “no es profeta en su tierra”?
Bueno, para empezar habría que preguntarse si uno quiere ser “profeta” o convertirse en “escritor nacional, oficial”, de esos engolados que caminan orondos como el sapo de Pombo, con levita y corbatín, rodeados de corte e ilusos admiradores que aplauden y aplauden todo el día.
A mí eso me da mucha pereza. Es un modelo muy decimonónico y su ejemplo típico es Víctor Hugo, cuyo arquetipo se impuso en América Latina con los “maestros de juventudes” que parecían arzobispos de la literatura. De ahí salen esos escritores nacionales latinoamericanos del modernismo tipo Amado Nervo, o embajadores poetas y políticos a la vez como Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, a quienes les encanta andar entre presidentes, dictadores y políticos, reyes, millonarios y parecen caminar siempre con la mitra y el báculo bien puestos, dando lecciones a diestra y siniestra.
Digamos que el escritor “profeta nacional” fue el que se impuso hasta hace poco en nuestro continente, y en Europa reinó hasta los tiempos de André Malraux y Sartre. Pero creo que eso ya está cambiando. Digamos que el escritor se “privatizó” y ahora reinan los best sellers que son a la vez vedettes de la farándula. El escritor nacional ya es anacrónico con la globalización. A ese modelo, prefiero la vertiente marginal rebelde, a la que pertenecen poetas ladrones o presidiarios como François Villon y Jean Genet en Francia, o el barbudo Walt Withman y el borrachín degenerado Charles Bukowsky en Estados Unidos. O para volver a Francia, los malditos maravillosos Baudelaire, Verlaine, Rimbaud y Artaud, o los suicidas Nerval, Silva, Cesare Pavese o Paul Celan, entre otros. La mayoría de los escritores malditos y marginales fueron conocidos con carácter póstumo y por casualidad muchas veces, rescatados azarosamente del olvido. Estoy convencido de que los escritores juntos vamos de manera rauda hacia el olvido absoluto. Suficiente nuestro grito momentáneo como el trino anónimo del pajarito, el sonido del grillo entre la maleza o el croar de las ranas junto al riachuelo, antes de la tempestad.