Por Eduardo García Aguilar
Como homenaje al gran novelista colombiano Roberto Burgos Cantor, finalista del Premio Rómulo Gallegos y ganador del Jose María Arguedas con La ceiba de la memoria en 2009, saco de mi gaveta un ensayo escrito hace un cuarto de siglo con motivo de la salida de su primera novela, e incluido en mi libro Atenas Express. Cien años de literatura colombiana, todavía inédito.
Una de las novelas más destacadas dentro del panorama de la nueva novela colombiana es El patio de los vientos perdidos de Roberto Burgos Cantor (1948). Novela de ciénagas y tierra húmeda, incrustada en el colorido ambiente del Caribe, la de Burgos es notoria porque es la primera en desembarazarse de la retórica macondina que casi todos los escritores de la costa colombiana no habían podido superar.
Durante los últimos años esos escritores luchaban sin resultados por expulsar el pulpo garciamarquino que los asfixiaba. Con esta novela, en la que campea un mundo mítico repleto de guiños a sus maestros, la guerra ha terminado con resultados favorables para el soldado de las letras. Como buen discípulo, Burgos ha logrado sintetizar los mejores logros de García Márquez con el mundo maravilloso de Alvaro Mutis, quien está presente en cada una de estas páginas. Más mutisiano que macondiano, Burgos produjo, sin embargo, una novela absolutamente burguiana.
La novela trascurre en dos tempos : el de un boxeador decadente que trata de justificar su derrota y el de una casa de putas regentada por Germania de la Concepción Cochero. Miguel Sarmiento, el músico, Beny el boxeador, Lácides, el aristócrata decadente, Olimpia y los músicos se entrecruzan en esa casa húméda rodeada de flores y de iguanas, especie de barco fantasma donde se concentra la maravilla de un mundo ajeno a la tierra fría de los Andes. Araucaíma de las ciénagas.
La literatura colombiana está marcada irremediablemente por sus signos geográficos. A un lado la tierra fría de la cordillera con sus mundos nublados con mitologías peculiares y al otro lado la tierra caliente de la costa con autores atrapados en la nieve como Germán Espinosa, Burgos Cantor, Jaime Manrique Ardila y Julio Olaciregui, para sólo mencionar algunos recientes, cuya obra es fiel a su tierra. De estas oposiciones, de estos ámbitos tan disímiles está surgiendo una nueva novela fogosa y variada que explota súbitamente después de un lento proceso de incubación.
Burgos vive en Bogotá y desde el « exilio » evoca un mundo que tiene mayores coincidencias con las islas y las costas del Caribe que con las tierras altas de Colombia. Otros escritores, esta vez andinos, como Eduardo Zalamea Borda, han escrito obras donde muestran el ansia de fundirse en la otra mitad del país. Cuatro años a bordo de mi mismo, publicada en 1934, es una Vorágine aguamarina. En sus páginas se ve claramente que quien escribe es un paramuno deseoso de comerse a la costa. Y al final de esta gran novela hay un sabor de inevitable fracaso.
A diferencia de Cuatro años a bordo de mi mismo, El patio de los vientos perdidos inunda de humedad el cuarto de un lector ajeno y lo sume en el letargo de ciertos atardeceres desde donde emergen ferrys abandonados, corredores y escalinatas rodeadas de enredaderas, techos lejanos de paja y músicas de harmonios encantados que huelen a colonia de Murray. El tiempo que une a los objetos es el del almanaque Bristol. Y su dirección loca es la de los cangrejos azules. El vehículo en que viaja, una victoria halada por corceles negros.
Antes había publicado en la colección del Instituto Colombiano de Cultura un libro de cuentos, Lo Amador, donde se vislumbraban los principales temas y ámbitos de El patio de los vientos perdidos. Desde entonces Burgos escogió para escribir una trompeta. Tomando partido por el lenguaje, por la música de las palabras y sus destellos, asestó un golpe certero a cierto manierismo, cuyo objetivo era la confusión estructuralista antes que la poesía o la música.
La novela comienza con el contrapunteo de dos tiempos : el del boxeador fracasado y el de la casa de Germania. Son fotografías donde se muestran los elementos fundamentales de la historia. Luego, en una larga sinfonía caribe, Burgos se remonta al pasado colonial, el de los ancestros de don Laci, para llegar de nuevo a la casa con su ambiente de farra mítica. Es un texto de más de cien paginas para ser cantado en voz alta. Después volvemos a la angustia del fracaso, con un texto para percusión, donde Beny, asiduo de la casa, cuenta los peligros del éxito. Al final viene el entierro de don Laci, personaje misterioso que llegó y se quedó como sombra, seguro de haber encontrado en Germania su otra parte. Es un entierro de opera, bajo el sol y la humedad, arrullado por el oleaje y los chapuceos de los cangrejos.
Para desentrañar El patio de los vientos perdidos debemos sumergirnos en él sin temores. Con la fogosidad de otros textos realistas, Burgos abre una brecha dentro de la nueva literatura colombiana. Su partido es la música antes que todo y a través de ella cuenta las historias. Los hechos y los protagonistas son el eco del combo. La novela es el sonido que ha dejado el combo junto al mar, cuando los borrachos se reúnen a tomar las cervezas frías del alba.
El delirio novelístico de la nueva generación de escritores de Colombia es sorprendente. Tal vez en pocos países de América Latina se están escribiendo tantas novelas, y esto se debe al deseo de emular al gran Patriarca. Hay un abanico que va desde el más descarnado realismo hasta las más abstrusas experimentaciones. Burgos Cantor, con El patio de los vientos perdidos, ha optado por dar a las palabras poderes musicales, visuales, olfativos y táctiles.
Otro cartagenero, Germán Espinosa (1938), escribió y publicó en Montevideo en 1970 una novela que puede considerarse precursora de El patio de los vientos perdidos en lo que respecta a la utilización de la palabra como nota musical : Los cortejos del diablo. En ambas se percibe el deseo de hacer de éstas el cuero de un tambor, la cuerda de un instrumento, el metal de la corneta. La de Espinosa se remonta, como en su momento también lo hace la de Burgos, a los tiempos virreinales. Y todo parece como si en el remoto pasado estuvieran escritas las tragedias y las dichas presentes, los signos de la suerte, las cartas de la baraja. Como si Cartagena de Indias, tierra de fundación, estuviera poblada de los más extraños fantasmas de la palabra, gnomos de la ficción.
De Lo Amador hasta El patio de los vientos perdidos (Planeta colombiana. Bogota, 1984) hay ya un camino recorrido que augura nuevas fiestas y delirios. Con su primera novela, Burgos Cantor coloca una de las más valiosas piedras del edificio novelístico del post-macondismo colombiano.
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