Eduardo García Aguilar
Durante su exilio parisino Joseph Roth, el gran autor austriaco de La Marcha de Radetzky, era un cliente habitual del café Le Tournon, cerca del Jardín de Luxemburgo, donde se ve hoy una pequeña placa junto a la mesa donde pasaba horas tomando vino, escribiendo o recibiendo a los amigos.
Con frecuencia voy ahí con los amigos a rendirle homenaje a este escritor tan admirado cuya propia vida parece salida de una de sus novelas y desde la barra, con una copa de vino en la mano, observamos la amplia calle donde hace mucho tiempo vivió también otro viajero, el libertino Giacomo Casanova. La calle Tournon da al viejo palacio de Catalina de Médicis, sede del Senado francés donde en 1789 se dieron los debates que condujeron a la Revolución Francesa.
Como está cerca al viejo Teatro del Odeon y del barrio latino y sus universidades, librerías, bibliotecas y liceos, estos rumbos están cargados de historia intelectual y vieron cruzar a Voltaire, D’Alembert, Diderot, Robespierre, Napoleón, Simón Bolívar, Fouché, Chateaubriand y Víctor Hugo, Baudelaire, Rimbaud, Óscar Wilde, André Breton, James Joyce, Ernest Hemingway, Henry Miller, Simone de Beauvoir, Walter Benjamin, César Vallejo, Julio Cortázar, Marguerite Duras, y a todo el prontuario interminable de escritores, poetas, artistas y hombres de pensamiento producidos en esta tierra en diversos siglos o que pasaron necesariamente por aquí provenientes de todos los puntos cardinales del mundo.
Hay algo de fetichismo para quienes gozamos y padecemos el amor por las letras en visitar esta calle y rendir homenaje con una copa a Roth, en quien se concentran las energías profundas de lo que significa ser escritor en este mundo: ser una especie de antena y guardar una posición firme y ética de rebelión frente a las injusticias del mundo y sus poderes. Y ese homenaje es mucho más conmovedor cuando sabemos que los seis años que vivió en hoteles de esta calle y en este último Hotel de la Poste, donde murió alcohólico, significaron la caída de un autor todavía joven, asediado, atribulado por las deudas, que ve hundirse en la locura y la desesperación a muchos de los suyos, en medio del sonido incesante de las botas militares.
Como tantos otros escritores judíos de su generación Roth tuvo que escapar en 1933 de Alemania, cuando llegó Hitler al poder y el auge nazi avanzó a pasos agigantados arrasando con las vidas y las obras del talentoso pueblo judío. El odio racial, la inquina ciega, la locura del Führer y sus seguidores se inventaron ese enemigo imaginario para cimentar un patriotismo ridículo basado en el odio que llevó a la guerra y a la casi destrucción de Europa. Las tiranías de corte fascista o falangista tienen que inventarse siempre enemigos interiores y exteriores para conducir a sus pueblos a la guerra y justificar la carrera armamentista y el levantamiento de los muros para el fusilamiento y las fosas comunes para los cuerpos de sus falsos positivos en la persecución de las supuestas fuerzas del mal, como judíos, comunistas, poetas, homosexuales, dramaturgos, artistas, gitanos, bohemios, sociólogos, antropólogos, filósofos. Hitler y Mussolini eran expertos en ese tipo de falsos positivos, o sea matar miles de inocentes para mostrarlos como elementos del mal y llenar así la tierra de anónimos ajusticiados por el delirio del jefe, del Führer.
Roth (1894-1939) es uno de los símbolos más entrañables de lo que significa un escritor en su transparencia máxima, que se iza desde la desgracia y el olvido marginales del origen hasta la gloria y luego vuelve a caer y hundirse poco a poco en la tragedia. Los éxitos literarios que propicia en algunos casos precoces el vigor juvenil no pone salvo de la caída ni al más grande de los autores. Con La Marcha de Radetzky, el Cien años de soledad del imperio austro-húngaro y obra que lo llevó desde 1932 a la fama, no impidió que el terror nazi lo obligara a huir de Berlín a París, una ciudad que ya había visitado y por la cual tenía predilección.
El Museo de Arte e Historia del Judaísmo del barrio Le Marais en la capital francesa hace una pequeña exposición dedicada a esos seis largos años de exilio final hasta su muerte, cuando sus amigos y colegas judíos se suicidaban o morían en la diáspora, al mismo tiempo que se abarrotaban los campos de concentración, y salía la humareda de los hornos crematorios y el aire mortífero de las cámaras de gas destinadas a exterminar en masa al pueblo judío y otras etnias marginales de Europa.
Originario de Brody, en Galicia, una lejana provincia marginal del imperio austro-húngaro donde los judíos compartían el espacio con polacos y ucranianos, no conoció a su padre desaparecido en la guerra y fue criado por su madre. Desde muy joven expresó su talento realizando brillantes estudios y escribiendo en periódicos locales austriacos de Viena como Der neue Tag y Arbeiter-Zeitug, antes de recalar en Berlín muy joven para convertirse en gran periodista de los principales diarios de la capital alemana como Vorwärts o Frankfurter Zeitung.
Amigo de Stefan Sweig, Heinrich Mann, Ludwig Marcuse, Egon Erwin Kish, Ernst Toller y rodeado por amistades parisinas muy leales como su traductora Blanche Guidon y Soma Morgenstern, Roth terminó perdido en las aguas del delirium tremens a medida que le llegaban las noticias del suicido o la locura de sus amigos y amores. El espectro de la ocupación y la sensación del fin lo llevaron a terminar hundido en este hotel desde donde fue llevado al Hospital Necker para su fin y posterior entierro en el cementerio de pobres de Thiais.
En la exposición podemos ver su pequeña y pulcra letra en cartas escritas en hojas de papel de hoteles, sus libros en las ediciones originales, manuscritos, fotos de sus distintas etapas, imágenes de video de la época y retratos de los momentos de felicidad compartida en el café con los amigos que venían a visitarlo. Y al final está la lista de todos los que tuvieron que irse y dispersarse por el mundo. Estar aquí junto a las cosas del admirado Joseph Roth es convivir en la literatura, ese espacio que nos salva al mismo tiempo que nos hunde en los pantanos de la verdad.
Durante su exilio parisino Joseph Roth, el gran autor austriaco de La Marcha de Radetzky, era un cliente habitual del café Le Tournon, cerca del Jardín de Luxemburgo, donde se ve hoy una pequeña placa junto a la mesa donde pasaba horas tomando vino, escribiendo o recibiendo a los amigos.
Con frecuencia voy ahí con los amigos a rendirle homenaje a este escritor tan admirado cuya propia vida parece salida de una de sus novelas y desde la barra, con una copa de vino en la mano, observamos la amplia calle donde hace mucho tiempo vivió también otro viajero, el libertino Giacomo Casanova. La calle Tournon da al viejo palacio de Catalina de Médicis, sede del Senado francés donde en 1789 se dieron los debates que condujeron a la Revolución Francesa.
Como está cerca al viejo Teatro del Odeon y del barrio latino y sus universidades, librerías, bibliotecas y liceos, estos rumbos están cargados de historia intelectual y vieron cruzar a Voltaire, D’Alembert, Diderot, Robespierre, Napoleón, Simón Bolívar, Fouché, Chateaubriand y Víctor Hugo, Baudelaire, Rimbaud, Óscar Wilde, André Breton, James Joyce, Ernest Hemingway, Henry Miller, Simone de Beauvoir, Walter Benjamin, César Vallejo, Julio Cortázar, Marguerite Duras, y a todo el prontuario interminable de escritores, poetas, artistas y hombres de pensamiento producidos en esta tierra en diversos siglos o que pasaron necesariamente por aquí provenientes de todos los puntos cardinales del mundo.
Hay algo de fetichismo para quienes gozamos y padecemos el amor por las letras en visitar esta calle y rendir homenaje con una copa a Roth, en quien se concentran las energías profundas de lo que significa ser escritor en este mundo: ser una especie de antena y guardar una posición firme y ética de rebelión frente a las injusticias del mundo y sus poderes. Y ese homenaje es mucho más conmovedor cuando sabemos que los seis años que vivió en hoteles de esta calle y en este último Hotel de la Poste, donde murió alcohólico, significaron la caída de un autor todavía joven, asediado, atribulado por las deudas, que ve hundirse en la locura y la desesperación a muchos de los suyos, en medio del sonido incesante de las botas militares.
Como tantos otros escritores judíos de su generación Roth tuvo que escapar en 1933 de Alemania, cuando llegó Hitler al poder y el auge nazi avanzó a pasos agigantados arrasando con las vidas y las obras del talentoso pueblo judío. El odio racial, la inquina ciega, la locura del Führer y sus seguidores se inventaron ese enemigo imaginario para cimentar un patriotismo ridículo basado en el odio que llevó a la guerra y a la casi destrucción de Europa. Las tiranías de corte fascista o falangista tienen que inventarse siempre enemigos interiores y exteriores para conducir a sus pueblos a la guerra y justificar la carrera armamentista y el levantamiento de los muros para el fusilamiento y las fosas comunes para los cuerpos de sus falsos positivos en la persecución de las supuestas fuerzas del mal, como judíos, comunistas, poetas, homosexuales, dramaturgos, artistas, gitanos, bohemios, sociólogos, antropólogos, filósofos. Hitler y Mussolini eran expertos en ese tipo de falsos positivos, o sea matar miles de inocentes para mostrarlos como elementos del mal y llenar así la tierra de anónimos ajusticiados por el delirio del jefe, del Führer.
Roth (1894-1939) es uno de los símbolos más entrañables de lo que significa un escritor en su transparencia máxima, que se iza desde la desgracia y el olvido marginales del origen hasta la gloria y luego vuelve a caer y hundirse poco a poco en la tragedia. Los éxitos literarios que propicia en algunos casos precoces el vigor juvenil no pone salvo de la caída ni al más grande de los autores. Con La Marcha de Radetzky, el Cien años de soledad del imperio austro-húngaro y obra que lo llevó desde 1932 a la fama, no impidió que el terror nazi lo obligara a huir de Berlín a París, una ciudad que ya había visitado y por la cual tenía predilección.
El Museo de Arte e Historia del Judaísmo del barrio Le Marais en la capital francesa hace una pequeña exposición dedicada a esos seis largos años de exilio final hasta su muerte, cuando sus amigos y colegas judíos se suicidaban o morían en la diáspora, al mismo tiempo que se abarrotaban los campos de concentración, y salía la humareda de los hornos crematorios y el aire mortífero de las cámaras de gas destinadas a exterminar en masa al pueblo judío y otras etnias marginales de Europa.
Originario de Brody, en Galicia, una lejana provincia marginal del imperio austro-húngaro donde los judíos compartían el espacio con polacos y ucranianos, no conoció a su padre desaparecido en la guerra y fue criado por su madre. Desde muy joven expresó su talento realizando brillantes estudios y escribiendo en periódicos locales austriacos de Viena como Der neue Tag y Arbeiter-Zeitug, antes de recalar en Berlín muy joven para convertirse en gran periodista de los principales diarios de la capital alemana como Vorwärts o Frankfurter Zeitung.
Amigo de Stefan Sweig, Heinrich Mann, Ludwig Marcuse, Egon Erwin Kish, Ernst Toller y rodeado por amistades parisinas muy leales como su traductora Blanche Guidon y Soma Morgenstern, Roth terminó perdido en las aguas del delirium tremens a medida que le llegaban las noticias del suicido o la locura de sus amigos y amores. El espectro de la ocupación y la sensación del fin lo llevaron a terminar hundido en este hotel desde donde fue llevado al Hospital Necker para su fin y posterior entierro en el cementerio de pobres de Thiais.
En la exposición podemos ver su pequeña y pulcra letra en cartas escritas en hojas de papel de hoteles, sus libros en las ediciones originales, manuscritos, fotos de sus distintas etapas, imágenes de video de la época y retratos de los momentos de felicidad compartida en el café con los amigos que venían a visitarlo. Y al final está la lista de todos los que tuvieron que irse y dispersarse por el mundo. Estar aquí junto a las cosas del admirado Joseph Roth es convivir en la literatura, ese espacio que nos salva al mismo tiempo que nos hunde en los pantanos de la verdad.
5 comentarios:
¿Joseph Roth es pariente de Philip Roth?
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