sábado, 12 de marzo de 2016

JUNTO A CERVANTES EN MADRID

Por Eduardo García Aguilar
Así como como cuando uno va a Lisboa y se hospeda en el barrio donde deambulaba el fantasmagórico Fernando Pessoa, al llegar a Madrid y bajar de la estación de Atocha, el viajero literario sube la calle del mismo nombre en busca de un hostal barato donde descargar los bártulos y reposar un poco antes de lanzarse a vivir la noche de la capital española.
Como guiado por una fuerza indescriptible, el viajero llega al metro Antón Martín y percibe que allí cerca hay una fuerza extraña que lo empuja a virar a la derecha, después de subir la empinada calle por rumbos conocidos que ya comienza a identificar. En esa esquina hay una encrucijada que lleva a todas partes, a las Cortes, a la Plaza Mayor, a la Puerta del sol, o al Paseo del Prado o a la calle de Alcalá. Camina dos cuadras apenas y se encuentra en la vieja calle de León, esquina con calle Cervantes, donde está precisamente la casa donde vivio y murió el autor de El Quijote, no lejos del convento de monjas de la calle Lope de Vega, donde reposan para siempre los restos del narrador inolvidable, maestro de todos los maestros.
Este año se celebran ya 400 años de su muerte, ocurrida en 1616, e instituciones y lectores se preparan a realizar homenajes y recordatorios, desde la pompa de los actos oficiales con políticos encorbatados, hasta el humilde homenaje del lector solitario que se desvela leyendo las Novelas ejemplares o revisando alguna biografía donde rastrea los misterios del viejo novelista que soñó alguna vez con vivir en Cartagena de Indias.    
No dudo un solo instante en internarme en el edificio de la esquina y subir con lentitud y delicia las escalinatas viejas de los tiempos de Menéndez Pelayo y Valle Inclán para llegar a un modesto hostal Fernández donde me abren, hacen el registro y me llevan al piso siguiente a mi habitación número 16, remanso de paz desde cuya ventana se insinúa la casa donde vivió el novelista mayor.
Los hostales, a diferencia de los hoteles de marca, no solo son más baratos sino que lo hacen a uno sentirse a veces como si estuviese viviendo en su propia casa. Son viejísimos apartamentos centenarios adaptados para recibir huéspedes y conservan la sala con sus muebles de abuela, relojes de cucú, esculturas de  galgo, faisán o ángel rechoncho y alado y cuadros de ambientes bucólicos que los habitantes han dejado allí desde el siglo XIX, cuando aún vivían Leopoldo Alas Clarín, Gustavo Adolfo Bécquer o Benito Perez Galdós.
La habitación huele a esa limpieza total y rigurosa propiciada por las abuelas de otros tiempos, como si cortinas, colchas, frazadas, toallas, fundas de almohadas hubiesen sido lavadas y planchadas la misma mañana con jabones aromáticos de olores ancestrales y permanecido largas horas bajo el sol castellano en alguna colina bañada por vientos del sur.
He pensado que el propio Cervantes me ha premiado desde el más allá con este recodo de Madrid tan auténtico, por la fidelidad de venir a buscarlo 400 años después al mismo lugar donde murió, guiado por esa obsesión literaria que me lleva siempre en las ciudades a rastrear los pasos de sus escritores y a hospedarme cerca de donde vivieron. Todo eso pienso en la mullida cama donde reposo del viaje escuchando afuera el paso de los transeúntes e inclusive el sonido sobre la piedra de los cascos de algunos caballos que no sé sin son fantasmales o los de alguna pareja de carabineros montados que hacen ronda en la tarde madrileña, no lejos de las Cortes donde los políticos tratan de desenredar un lío inédito porque nadie tiene mayoría para formar gobierno.
El reloj de cucú suena su tic tac en la sala del piso y uno piensa que ya pronto aparecerá la mamá, la tía o la abuela ofreciéndonos una taza de chocolate con churros, pero eso son solo delirios de un ya viejo huérfano que carga sus huesos en la madre patria, lejos de la tierra natal situada en las lejanías de ultramar.
Ahí junto a Cervantes, en la calle de León, he estado una semana y ya no quería irme. Abajo del hostal hay un delicioso pub irlandés de paredes tapizadas y muebles antiguos, donde tocaban músicas ancestrales y se bebía cerveza y whisky hasta altas horas de la noche. Y en todas las calles aledañas se suceden restaurantes, cafeterías, bares, y tiendas de comestibles típicos o antiguallas y libros, que hacen las delicias de los habitantes del barrio de Cervantes en este siglo XXI.
He concurrido a esos lugares del barrio como si viviera ahí desde siempre y los fantasmas reales de Quevedo, Gustavo Adolfo Bécquer, Rubén Darío, Valle Inclán, Pío Baroja, Ramón Gómez de la Serna, García Lorca y tantos otros, levantaran el sombrero en cada esquina saludando al viajero que viene a inclinarse con lealtad ante Cervantes bajo un viento helado que presagia la primavera.  
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 * La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 13 de marzo de 2016

viernes, 11 de marzo de 2016

POESÍA EN GALLIMARD

Por Eduardo García Aguilar

Aunque los clásicos de la poesía universal y francesa desde Safo hasta Rimbaud tienen una presencia permanente en las librerías del país, gracias a los apasionados consumidores del género y a los estudiantes de escuelas y universidades que son obligados a adquirirlos por razones de pénsum, la verdad es que la presencia del arte del verso es casi secreta, cuando no clandestina.

Basta visitar grandes y pequeñas librerías para verse obligado a sacar la lupa y emprender una fuerte pesquisa en búsqueda de la modesta estantería donde aparecen novedades publicadas por casas editoriales que publican con amor obras de poetas clandestinos o desconocidos y cuyas sedes por lo regular se encuentran en provincias alejadas de la capital, donde alguien se aplica con pasión a editar un libro a mano, con viejos caracteres, en papeles finos y tirajes reducidos que encuentran, sin embargo, al reducido público de iluminados amantes de la poesía que los adquieren y los agotan con el corazón palpitante.

Nosotros los lectores apasionados de poesía, que consideramos ese género lo más alto e inasible de la literatura, adquirimos con el tiempo la capacidad casi mágica y chamánica para encontrar el lugar secreto, la mesa oculta o el rincón preciso donde destella algún libro de un poeta secreto editado por editoriales como Folle Avoine o Fata Morgana, e incluso los títulos de la más prestigiosa colección de bolsillo existente desde hace medio siglo en Francia, la de Gallimard.

Desde 1966 Gallimard ha publicado más de quinientos  volúmenes de poesía en libros pequeños de color blanco que se han vuelto ya clásicos y algunos de los cuales se buscan como joyas en las librerías de viejo. La colección fue inaugurada bajo el mando del poeta Alain Jouffroy con libros de Paul Eluard, Federico García Lorca, Stéphane Mallarmé, Guillaume Apollinaire, Paul Claudel, Paul Valéry, Louis Aragon, Jules Supervielle, Valery Larbaud, Saint John Perse y René Char, entre otros y a lo largo de medio siglo ha constituido una ventana abierta a todas las poesías del mundo en ediciones baratas, cuidadas y preparadas con amor y rigor.

Desde 1998 la colección es dirigida por el poeta y viajero André Velter, quien nació en Charleville, la ciudad de Arthur Rimbaud y le ha otorgado a la misma una velocidad de crucero, llevándola al puerto de su medio siglo en las mejores condiciones. Entre las últimas novedades preparadas con esmero figuran entre otras muchas la poesía de Ingeborg Bachman, Luis de Camoens, Luis de Góngora e incluso una voluminosa nueva edición de La divina comedia de Dante, que se pueden llevar en el bolsillo o para el viaje en el tren o el avión o disfrutar en el retiro del campo, la montaña alpina o la playa mediterránea.

En esta era de André Velter se destaca también la publicación de Alvaro Mutis, Marina Tsvetáieva, Ana Ajmátova, Francisco de Quevedo, Rafael Alberti, William Blake, Juan Gelman, Ted Hugues y muchos poetas contemporáneos como Philippe Jacottet, Michel Deguy, Yves Bonnefoy, Nuno Júdice, Zeno Bianu, Adbelatif Laabi, Jacques Roubaud y Venus Khoury-Gatha, entre otros.

Tengo un ejemplar de Capital del dolor, con prefacio de André Pieyre de Mandiargues, primer número de la serie y cuando lo veo y lo tengo entre mis manos siento una especial emoción. Porque todos los habitantes de esta casa única pertenecen a un reino secreto de grandes vitalistas y seres frágiles cruzados por las flechas del dolor como Hölderlin, Nerval, Trakl, Antonin Artaud, Cesare Pavese, Paul Celan, Ingeborg Bachman y otra larga lista de artistas que vivieron y murieron en carne viva.

Muchos de los autores de la colección en su mayoría vivieron vidas modestas, retirados en sus residencias dejando pasar el día al día según los ciclos de las horas y la naturaleza y por lo regular murieron pobres y en el anonimato, aunque siempre cerca de algunos congéneres que compartían esa visión tan profunda que se adquiere en el ejercicio poético como extensión del dominio de la vida y sus arcanos.

Salvo el caso aquellos que vivieron en la luz pública o política como Victor Hugo, Pablo Neruda u Octavio Paz y estaban dotados de una gran fuerza para enfrentar las batallas mundanas, además de lograr la gloria, los honores desmesurados y el éxito en sus vidas, los poetas viven siempre tierra a tierra en la contemplación estelar o sanguínea o en la percepción de las cosas mínimas del existir y del ser como la lluvia y el viento, el dolor o el deseo. Ellos saben desde que se descubren poetas, muy temparno en sus vidas por lo regular, que ese ejercicio les traerá muchos rigores, incomprensión y olvido en vida y que no tienen más esperanza por fortuna que la de vivir y estar siempre prestos como antenas o corolas a los mensajes de las dimensiones interiores.

La colección de poesía de Gallimard ha reunido ya en esa gran casa a medio millar de esos seres extraños, los poetas, extraterrestres anclados en la tierra y muy acorde con ella, personas tan raras como Hölderlin, Rilke, Trakl, Tzara, Clément Marot, Lautréamont, Fernando Pessoa o Constantin Cavafis, gracias a los cuales los lectores nos salvamos un poco en cada lectura. La poesía es la vanguardia de la literatura porque con menos palabras dice muchas mas cosas y en sus redes, espacios infinitos, vericuetos y laberintos estamos conectados en definitiva con las raíces y las venas de la existencia.