En fechas recientes fallecieron dos escritores amigos, uno mexicano y otro colombiano, cuya característica humana fue siempre la caballerosidad y la elegante modestia. Nada en Alonso Aristizábal (1945-2018) y en Miguel Ángel Flores (1948-2018) se relacionaba con esa carrera desbocada por el reconocimiento en la que caen tantos autores que padecen de un déficit de atención y son capaces de derribar a codazos o a patadas a sus semejantes con tal de aparecer en los primeros planos, obtener premios y buscar los efímeros y vanos aplausos del público infiel.
Antes que todo ambos fueron lectores, amantes de los libros y de las historias y mundos que hay dentro de ellos y su pasión era la conversación en torno a un café sobre la vida y los autores preferidos. Aunque no figuraban en los podios principales y vivían con una serenidad maravillosa el hecho de no ser estrellas, había en ambos una sabia distancia frente a los ajetreos en que incurren sus contemporáneos, por lo que se dedicaban en silencio a tejer una obra polígrafa, donde la creación era acompañada con la crítica, la docencia, y la reflexión literaria.
Con Alonso Aristizábal tenía una relación especial, pues nació en Pensilvania, ciudad del oriente de Caldas de donde provenían mi abuela materna y mi madre y al leer Un pueblo de niebla o Una y muchas guerras trataba de acercarme a esa historia desconocida de esa localidad que vivió hasta hace poco como tantas en Colombia episodios innombrables de violencia.
Tanto en Aristizábal como en mi abuela Mercedes Ramírez Cardona se percibía la melancolía, la secreta carga emocional de aquellos episodios oscuros que hacen parte del imaginario colectivo local, como la balacera de 1936 sobre la que escribe el novelista y los posteriores episodios de La Violencia anterior y posterior a la muerte de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, así como las nuevas oleadas de guerras sangrientas, que llegan hasta los recientes y tenebrosos tiempos del paramilitarismo. Aristizábal escribió además de sus novelas, el libro de cuentos Escritos en los muros, así como un volumen de poesía y varios libros sobre autores colombianos tales como Vida y obra de Pedro Gómez Valderrama y Mito y trascendencia en Maqroll el Gaviero. También ejerció la docencia y en varias oportunidades guió en sus primeros pasos a grupos de escritores que se refieren a él con agradecimiento por la forma en que analizaba sus textos y les prestaba libros que él consideraba necesarios para su formación. Será necesario ahora rastrear y publicar en un volumen los centenares de ensayos de crítica en los que se refirió con generosidad a los autores de sus generación y posteriores.
Como ocurre siempre cuando los amigos o los seres queridos se van, la noticia de su desaparición nos confronta con todos los diálogos y encuentros posibles que no se dieron por los ajetreos de la vida, viajes, ausencias, así como los temas y preguntas que uno no abordó ni hizo en su momento, dejándonos de repente frente al hielo ineluctable de un silencio que ya es irreversible. Lo vi por ultima vez en la pasada Feria del libro de Bogotá en abril de 2017. El momento más álgido de mi relacion con él fue en 1991 cuando lo llamé desesperado a contarle la muerte de mi padre, que él conocía, y me recomendó con sabiduría "la resignación". Palabra que no olvido. Ahora toca resignarnos a su partida.
Me hubiera gustado explorar con Alonso la vida profunda de Pensilvania, donde vivieron parte de mis ancestros, localidad a donde nunca he ido pese a que allí transcurrió parte importante de la vida de quienes me antecedieron y cuyo mundo describe Aristizábal en su obra principal. Se trata de ese extraño mundo del oriente del departamento de Caldas, poblado en varias oleadas sucesivas por colonizadores provenientes de los vecinos pueblos del sur de Antioquia, un mundo agrario marcado como toda la región por el cultivo del café y la belleza paisajística y boscosa de la naturaleza templada. Alonso murió de manera súbita en Medellín y se fue tan discretamente como vivió.
En lo que respecta al poeta y ensayista mexicano Miguel Ángel Flores, desaparecido como Aristizabal en el transcurso de este enero de 2018, tuve la fortuna de reunirme muchas veces con él a lo largo de los tres lustros que viví en la capital mexicana. Oriundo de la Ciudad de México, Flores estuvo ligado a la Universidad Autónoma Metropolitana, donde participó en incontables aventuras editoriales y académicas y también fue diplomático en París durante una temporada, por lo que compartíamos el amor por las letras francesas de todos los tiempos.
Obtuvo con el libro Contrasuberna el Premio Nacional de poesía de Aguascalientes en México en 1980 y publicó muchos libros de ensayos, entre ellos el reciente Horas y deshoras, donde recopila textos de periodismo cultural publicados en la revista Proceso y en otros medios, así como su antología de Poetas checos y sus evocaciones de Praga. Tradujo a los poetas portugueses Fernando Pessoa y Cesario Verde y a los checos Jaroslav Seifert y Vladimir Holan. Su poesía personal incluida en unos diez volumenes cortos es tersa, decantada y casi transparente como lo atestiguan las pinceladas de sus poemas Venecia, Nueva Amsterdam o Regreso a casa.
Con Miguel Ángel Flores, quien estudió economía como muchos poetas del mundo, entre ellos Wallace Stevens y T. S. Eliot, nos reuníamos con frecuencia en algún restaurante del centro histórico de la Ciudad de México, en esos sitios donde a lo largo del siglo XX se encontraban a charlar los funcionarios amantes de las letras de diversos ministerios o instituciones tradicionales como el Banco de México y, por supuesto, el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob en su tiempo.
A diferencia de muchos autores de su generación, gustaba vestir de manera impecable, con trajes muy bien cortados y recién extraídos del pressing, lucía corbata, a veces corbatín y camisas muy blancas de cuello almidonado. Era un capitalino esencial como tantos de esos intelectuales que a la vez trabajan en las oficinas gubernamentales y aman el arte y las letras y las tradicionales librerías de viejo de Donceles, a donde solíamos ir juntos en busca de sorpresas e incunables baratos.
Como fue un gran viajero y curioso de las letras mundiales y latinoamericanas, en nuestras conversaciones siempre estaban presentes los autores clásicos colombianos como José Asunción Silva, Guillermo Valencia, Aurelio Arturo, Álvaro Mutis o Fernado Charry Lara y por supuesto planeaba siempre la presencia intangible del Premio Nobel Gabriel García Márquez y de su amigo Carlos Fuentes, a quien Flores admiraba y sobre quien escribió.
Ahora que se ha ido este amigo mexicano celebro con él la alegría de compartir la mesa al calor de la literatura y el vino, con esa cortesía y generosidad de donde estaba excluida cualquier competencia, intriga o emulación literaria. La mesa y la conversación en la tarde y la despedida frente al palacio de Bellas Artes a la hora en que los ajetreos de la enorme metrópoli se hacían cada vez más irrespirables. Vivía en un barrio alejado, en una de esas colonias viejas de la capital donde compartía y tenía el cuidado de su familia. La enfermedad lo rondó mucho tiempo, pero él la encaró siempre con dignidad y entereza. Miguel Ángel Flores y Alonso Aristizábal sin duda eran santos e irán al cielo de los poetas a juntarse con Fernando Pessoa, Withman, Verlaine y Constantin Cavafis.
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* Publicado en La Patria. Manizales. Colombia. Domingo 21 de enero de 2018.