Por Eduardo García Aguilar
Jose
María de la Concepción Apolinar Vargas Bonilla (1860-1933) salió
rabiando de su tumba barcelonesa y viajó a la tierra que lo vio nacer
para descansar eternamente. Ministro plenipotenciario de dos países
distintos al suyo, este enjuto y diminuto personaje de antiparras
quevedianas, triste mirada de hipotético célibe, labios estrechos,
grandes orejas y escaso cabello, considerado por Anatole France como el
Victor Hugo de las Américas, fue incorruptible y terco liberal de
prolífica pluma envenenada, iconoclasta y provocador profesional
impugnador de la débil y mediocre burguesía colombiana, enemigo
declarado del imperialismo yanqui (“estoy solo, casi solo
en mi campaña contra el imperialismo yanqui”) y del teatro, pues decía
que Bernard Shaw era un “ejemplo de insanidad”: “Desprecio tanto al
teatro que confundo en él al autor y a los auditores”.
El
presidente Eloy Alfaro lo nombró representante diplomático de Ecuador
en Roma, y Nicaragua, para protegerlo de los gringos, cónsul general en
Madrid. De Colombia dijo que “nada tiene que darme y yo nada tengo que
pedirle”. En una una de sus últimas entrevistas expresó
que “hace como diez años no leo un periódico del terruño. Es que no me
queda tiempo sino para leer cosas grandes”. Admirado por liberales
radicales y anticlericales, leído en muchos países de América Latina y
en España, el panfletario logró instituir uno de los fenómenos
editoriales más impresionantes de la época. Sus obras completas editadas
por Sopena le posibilitaron vivir holgadamente de sus derechos de autor
y al morir dejó una fortuna de setenta millones de pesetas.
Fue
leído y lo es áun en capas populares, admiradas por una prosa que
parecía contactarlas con profundos problemas filosóficos, enrevesados
tejemanejes eróticos, además del misterio de un malditismo prohibido.
Hasta hace unas décadas se decía en las escuelas a los niños que quien
lo leyera vería su lengua convertida en sapo. Si bien es meritoria su
actitud rebelde contra dictadores e injusticias y necesario reconocer su
imagen de iconoclasta en medio de una cultura de agachadores de cerviz,
Vargas Vila llevó a ultranza el tradicionalismo retórico,
grandilocuente, retorcido y cornetudo que caracteriza a muchos prosistas
colombianos (bastaría leer, con todo el perdón de sus admiradores, a
Jorge Zalamea, por ejemplo), aplicándolo afortunadamete a fines más
desinteresados que sus contemporáneos.
Construyó
así un castillo de palabras seudofilosóficas, manidos conceptos
dulzones y rimbombantes; mañosos, caprichosos, rabiosos y ligeros
fraseos como “son los epiciclos del Silencio y no los de la Soledad del
pensador, los que causan la aflicción de los espíritus, habituados al
reflejo misericordioso de esa constelación de su Palabra, iluminado
hasta las esferas más ciegas de la más remota contemplación” (Elogio de
los pensadores), logrando así deslumbrar a amplias capas de la sociedad,
deseosa de leer en su “salsa” conceptos más elaborados por otros
pensadores.
Sus
ataques contra Dios, las mujeres, su idea de la muerte, la vida, lo
eterno, la infinitud o la noche rayan a veces con la ingenuidad y el
sentido común (Ars verba). Si en lo que respecta a la literatura sólo
tuvo, según Borges, un contacto en una frase afortunada sobre un
fatigador de infamias, que el patíbulo no quiso admitir, sobreviría tal
vez su obra panfletaria: Los Césares de la decadencia (París, 1907), sobre déspotas colombianos y venezolanos de diversa calaña o Ante los bárbaros
(París, 1902), visionario texto sobre el futuro y sanguinario poder
americano. “Es necesario abrir los ojos del mundo, sobre esta gran noche
profunda, que es la tiranía de América” -decía-.
Al
final de sus días el fogoso anciano se encerró en una odiosa
melgalomanía y pensaba que cada una de sus frases y opiniones podían y
debían conmover al mundo. Se cubrió con los laureles del incorruptible y
es sabido de todos que los incorruptibles son hacedores de guillotinas y
patíbulos. Vargas Vila, trastornado por la gloria, deseaba incienso, se
solazaba en su soledad, en ese desprecio de los otros humanos, porque
él se consideraba el profeta, el sabio, el verdadero, el único, el
carente de pecado, el perfecto, inasible demiurgo.
Con
Vargas Vila los huevos fríos de la razón terca encontraron su nido y
sólo la insensibilidad (“todo amor y toda ambición han muerto en mi
corazón”) podía ser la partera de esa neurótica y abstracta defensa de
la libertad con mayúsculas. Un hombre que decía que “de todos los
animales, el más peligroso para ser dejado en libertad es la mujer. La
mujer podrá llegar a ser libertina, no llegará nunca a ser libre. La
mujer no debe tener derecho sino a un voto: el del macho con el cual va a
propagar la especie”, no puede arrogarse el derecho de la
incorruptibilidad.
Leyendo
a ese solitario engreído renacen las lengüetas suicidas de la nueva
inquisición. Un extraño halo de “intolerancia progresista” exhudan sus
textos: soberbia injusta, sus declaraciones. En el cementerio literario
colombiano reposan desde un 23 de mayo (fecha de su fallecimiento), los
huesos de un profesional de la rabia, las cenizas de un constructor
frustrado de guillotinas.
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Excélsior, Ciudad de México, 1981
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