lunes, 29 de julio de 2013

SEIS DÉCADAS DEL HOTEL TEQUENDAMA

Por Eduardo García Aguilar
El hotel Tequendama es una verdadera institución de Bogotá y del país y uno de los pocos lugares que la modernidad no ha arrasado todavía y guarda en sus amplios corredores y habitaciones la patina de 60 años bien vividos y bien conservados como protagonista de la historia contemporánea del país y de América Latina.
Allí se han celebrado convenciones políticas trascendentales, encuentros culturales, empresariales o de moda y en sus suites se han hospedado las más grandes figuras de la farándula o el poder que durante décadas visitaron al país en tiempos ya tan lejanos que parecen de siglos idos: cantantes, actrices, toreros, escritores, prelados, diplomáticos, espías, mafiosos, humoristas, ciclistas, futbolistas, bandidos, estafadores, personalidades del jet set, políticos nacionales e internacionales.
Bogotá en esos años 50 dejaba de manera acelerada atrás el pueblo que fue y aunque ya desde los años 30 y 40 habían surgido muchas edificaciones contemporáneas de tipo Art Deco como la Biblioteca Nacional y muchas residencias y edificios del centro bogotano no colonial, el Tequendama irrumpió como una conexión de la ciudad con el lujo hotelero de las grandes capitales.
Todo allí es sólido y eso se siente en muros, elevadores, el lustre de sus bronces y lampadarios, los pesados uniformes de los botones, el confort de sus habitaciones, el discreto esplendor de sus restaurantes, tiendas de lujo o salones donde los llamados prohombres de la patria, presidentes de levita y frac nuestros pronunciaban discursos acalorados en convenciones de los partidos del Frente Nacional.
En su enorme lobby de amplios sillones se han congregado los periodistas en espera de la salida de algún hombre de actualidad y como me lo contó una vez el embolador con título del sitio, un señor que ha trabajado allí desde siempre con su pulcro uniforme y educó a sus hijos con su labor, la figura más importante que pidió sus servicios allí en medio siglo fue el cómico mexicano Mario Moreno Cantinflas.
He tenido la fortuna de hospedarme allí muchas veces con motivo de participaciones mías en ferias del libro, coloquios, encuentros u otras actividades a lo largo de más de 30 años y cada vez tengo la sensación de ingresar a un aspecto muy especial de Bogotá, ante los cerros y las edificaciones cercanas como la Plaza de Toros, las Torres de Salmona y el Planetario.
Las veces que he estado allí he coincidido con otros invitados como Alfredo di Stéfano, Quino, Carlos Monsivais, Sergio Pitol, Jose Emilio Pacheco, Óscar Collazos, Carlos Germán Belli, Ida Vitale, y decenas y decenas de poetas, escritores y editores extranjeros y colombianos que han recalado ahí con motivo de esas fiestas del libro o encuentros universitarios.
En las habitaciones amplias uno se siente a salvo del caos citadino y con mucha mayor razón en aquellos años terribles de dominio del narcotráfico o cuando las fuerzas extremas asesinaban a diestra y siniestra opositores con sus escuadrones de la muerte. En ese hotel estaba hospedado cuando mataron al director de El Espectador Guillermo Cano y en muchas estadías regresaba a la habitación como si fuera un sobreviviente, después de temblar en el taxi por un posible atraco o la probable coincidencia con el estallido de una bomba puesta por Pablo Escobar.
El hotel posee la patina del tiempo y un olor peculiar que solo tienen aquellos sitios hoteleros de leyenda como el Hotel Crillon de París o el Hotel Ancira de Monterrey, la capital del rico estado mexicano de Nuevo León, donde me hospedé por fortuna durante la visita a México del papa Juan Pablo II hace dos décadas.
Pero para mí el hotel Tequendama es aun más íntimo porque me trae los recuerdos de algunas visitas a Bogotá de niño con mi padre y los tiempos de estudiante en la Universidad Nacional, cuando nos la pasábamos en las exposiciones o los festivales de cine del Planetario o en fiestas en las famosas torres del Parque de Salmona.
Y desde diversos ángulos, en silencio, en la soledad de las habitaciones, en esos momentos de espera, uno mira con ojo de águila la Bogotá profunda, las avenidas que van hacia el norte y el sur, y la bruma, las nubes y la lluvia que surgen de los cerros de la capital colombiana que son una de sus mejores marcas. Y por supuesto los puentes de la 26, la carrera 13 donde estaba el inicial Goce Pagano y las carrera Décima y la Avenida Caracas, que en otros tiempos fueron arterias vivas del país, sin olvidar el Cementerio mayor, la Biblioteca Nacional y las torres del Centro Internacional. O la luminosidad nocturna de la urbe vista desde los insomnios provocados por el jet lag.
Ahí está por fortuna vivo ese edificio sólido de ladrillos rojos en un punto estratégico de la ciudad, como milagroso sobreviviente de seis décadas de guerras y conflictos sin fin. Y con su simbólico nombre El hotel Tequendama es al lado del aeropuerto Eldorado, emblema internacional y cosmopolita del país, allí donde entran, duermen y salen los viajeros afortunados a salvo de los suplicios infernales de Colombia.



lunes, 15 de julio de 2013

GABO, EL CARIBE, CASTRO Y LOS COMUNISTAS


Por Eduardo García Aguilar


El primer contacto de García Márquez con el futuro régimen cubano se dio por casualidad y por azar el famoso 9 de abril, día del "bogotazo" cuando la ciudad fue devastada luego de la muerte del líder popular Jorge Eliécer Gaitán, pues allí estuvo cerca sin saberlo de quien sería el eterno comandante de la revolución de los barbudos. Se celebraba entonces la Conferencia Panamericana, reunión continental a la que asistían personalidades del hemisferio de todos los rangos y tendencias y que como ministro de Relaciones exteriores coordinaba Laureano Gómez, el brillante conservador de la ultraderecha colombiana.

Según la leyenda, Fidel Castro tenía cita ese mismo 9 de abril con Jorge Eliécer Gaitán a las 2 de la tarde, pero se dio cuenta al llegar a la oficina del abogado que tendría que esperar más, pues el caudillo de la "Oración por la paz" se había ido a almorzar con unos amigos. Grande fue la sorpresa cuando ocurrió el crimen poco después y Fidel Castro, como líder estudiantil invitado a la cumbre, se vio inmerso sin quererlo en el conflicto e incluso habría arengado ese día y el siguiente a los líderes radicales liberales para que no se acuartelaran como lo hicieron, sino que salieran a coordinar la lucha en las calles. Eso lo cuenta el comandante en una larga entrevista con Arturo Alape.

Durante los 18 meses que trabajó como reportero del diario liberal El Espectador, Gabriel García Márquez tuvo contactos muy cercanos con miembros del Partido Comunista colombiano, sin llegar a ser miembro del mismo. Llego a entrevistar en la clandestinidad al famoso secretario general del PC, Gilberto Vieira, en un apartamento bogotano secreto donde el flemático político mecía la cuna de su hijo mientras respondía las preguntas y conversaba con el joven periodista costeño, según nos cuenta don Gabriel en sus memorias.

Más tarde, durante su viaje a Europa, donde vivió varios años, García Márquez tuvo la oportunidad de conocer algunos países de la cortina de hierro, donde estuvo tres meses, según relata en su famoso reportaje "Noventa días en la cortina de hierro". Allí viajó con su amigo Plinio Apuleyo Mendoza, haciéndose pasar como músico del grupo folclórico nacional dirigido por Delia Zapata Olivella, hermana del escritor Manuel Zapata Olivella, quien siempre se encontraba con el joven escritor y futuro Nobel para sacarlo de apuros, primero en Bogotá y después en Cartagena, donde le consiguió trabajo en el periódico local para que realizara allí sus primeras armas reporteriles.

Cuando más tarde regresó de Londres a América Latina, García Márquez estuvo en Caracas, donde trabajó junto a Plinio en varios medios periodísticos. Allí les tomó la Revolución Cubana del 1 de enero de 1959 e incluso fueron invitados a viajar a ese país para asistir a la "Operación Verdad", unos juicios sumarios revolucionarios que Castro deseaba fueran cubiertos por la prensa internacional. Pero la visión de los condenados a muerte en un estadio ante el público enardecido, y el juicio sin piedad, en especial ver el rostro del acusado de criminal de guerra Sosa Blanco, no gustaron al periodista de Aracataca y lo impresionaron, pues vio ello como si se tratara de un circo romano.

Luego del golpe de estado en Venezuela y el rompimiento de su amigo Plinio con el director del medio, se presentó la oportunidad para ambos de iniciar la oficina de la agencia cubana Prensa Latina en Bogotá, invitados por el argentino Jorge Masetti, quien llegó a Bogotá para ese fin, lo que les pareció bien a ambos pues admiraban de todas maneras el romántico Movimiento 26 de julio.

Durante la actividad de corresponsal de Prensa Latina estuvo en contacto cada vez más estrecho con activistas y miembros del Partido comunista colombiano que se reunían en la sede de la agencia. Después Masetti le propuso viajar a Cuba para formarse como director de oficina antes de que viajara a Canadá, según los planes. Estuvo en La Habana con Masetti y el escritor Rodolfo Walsh en una actividad incesante a un ritmo infernal de trabajo y vio como poco a poco el aparato del Partido Comunista cubano comenzaba a tomar más poder en la medida que Cuba estrechaba sus lazos con la Unión Soviética en el contexto de la Guerra Fría.

Al final tuvo que quedarse en la oficina de la agencia en Nueva York, pues no obtuvo la visa para Canadá, pero el ambiente se fue enrareciendo allí cada vez más hasta que renunció por las amenazas contra los periodistas de Prensa Latina por parte de opositores a la Revolución y por los cambios obvios en la agencia, cada vez más controlada por el aparato del Partido Comunista. García Márquez decidiría entonces renunciar y partir hacia México, donde lo esperaba su amigo Álvaro Mutis y su gran destino.

Ya famoso mundialmente, García Márquez volvió a reencontrarse con Fidel Castro y se tejió una estrecha amistad a lo largo de las décadas, que ha causado polémicas porque los anticastristas consideran que su posición ha sido muy blanda ante los abusos del régimen.

Para García Márquez por el contrario esa amistad con Castro es un asunto de "conexión Caribe" más que de política. O sea una amistad entre caribeños, una empatía natural entre celebridades mundiales y nada más. En los momentos más difíciles del régimen cubano con la disidencia, García Márquez, según Plinio Apuleyo, contribuyó a sacar y liberar a muchos disidentes bloqueados o presos, e incluso cuando se hizo el juicio a los hermanos De la Guardia hubo gestiones infructuosas del hijo de Jorge Masetti ante el Nobel para tratar de impedir el fusilamiento de su ilustre suegro, Tony, al final caído como chivo expiatorio en el patíbulo.

O sea que el destino hizo que el hijo de su exjefe, gran amigo e iniciador en cubanismo castrista, el argentino Jorge Masetti, un muchacho privilegiado de la cerrada nomenclatura cubana y yerno adorado de hermano De la Guardia sacrificado, lo buscara sin suerte antes de convertirse en un acérrimo disidente cuyo libro sobre el tema es una joya sobre las peripecias secretas y las iniquidades del régimen cubano (1). A Masetti y a Gabo, mucho tiempo después, frente al pelotón de fusilamiento de Castro, les habría salido un incómodo hijo con cola de cerdo.

(1) Masetti Jorge. El Furor y el delirio. Tusquets. Barcelona. 2004.
* Publicado en La Patria: Manizales.Colombia. 14 de julio de 2013.

domingo, 7 de julio de 2013

MÉXICO Y LOS LATINOAMERICANOS

Por Eduardo García Aguilar
Cuando desembarqué por primera vez en México a fines de 1980 en el famoso avión Tecolote que venía de San Francisco, en California, cumplía el sueño de todo latinoamericano de conocer un país considerado hermano mayor del continente, potencia regional cultural y económica que a lo largo del siglo XX había marcado la pauta en el región y era considerado con respeto en todo el mundo por su fuerza milenaria y la situación estratégica junto a Estados Unidos.
Como prueba de ese liderazgo, miles de exiliados sudamericanos y centroamericanos habían sido recibidos tras huir de las violentísimas dictaduras de derecha que asolaban toda América Latina, por lo que el país era un querido crisol continental, aunque con zonas oscuras de violencia e injusticia que los extranjeros descubrían poco a poco. México no solo significaba para los latinoamericanos milenos de cultura y civilizaciones extinguidas cuyos rastros estaban en ciudades espléndidas de rango indio, chino, japonés, camboyano, egipcio, medioriental, sino una múltiple cultura que pervivía en colores, olores, comidas, músicas, danzas, vestimentas, lenguas y arte popular intactos, sin olvidar mares, volcanes, valles, lagos, ríos, sierras, montañas tropicales y pueblos de sueño donde se viajaba en el tiempo, dos mil años atrás.
Vivir en México era y es aprender todos los días muchas cosas y estar en una universidad activa y viviente que potencia la palabra de quien esté dispuesto a alimentarse de él como ocurrió con Gabriel García Márquez. La Revolución Méxicana había dejado huella y fue cantada y denostada a la vez por su extremada violencia, pero su impronta cultural no se negaba, porque a lo largo de las décadas, el país, estabilizado por un régimen autoritario, reivindicó su cultura autóctona y posibilitó la emergencia de poderosas instituciones culturales, periodísticas, universitarias y editoriales que aun hoy sorprenden. El Fondo de Cultura Económica, que acogió a exiliados españoles y sudamericanos fue faro cultural para generaciones de latinoamericanos, la Universidad Nacional Autónoma de México, el Colegio de México, el Museo de Antropología, los estudios de cine en Churubusco, los múltiples diarios que a lo largo del siglo abrieron sus páginas a la cultura y al pensamiento, todo eso nos sorprendía a quienes veníamos de los países del sur dominados por gobiernos que negaban la cultura propia, perseguían la inteligencia y se arrodillaban ante el imperio depredador.
En esos primeros meses de estadía se calibraba la grandeza del país, pero también se sentían las tensiones del debate político y se develaban muchos de los terribles secretos escondidos debajo de los tapices del lujo palaciego o las escenografías progresistas del régimen, que lo eran mucho más para afuera y poco para adentro. La matanza de Tlatelolco era una herida abierta, la represión y desaparición de opositores, el unaninismo, la corrupción generalizada en tiempos de bonanza, la violencia endémica en los estados, la falta de justicia y la arbitariedad policiaca eran fantasmas sueltos.
Cuando llegué emergía el Templo Mayor junto a la Catedral y pronto sería inaugurado por un presidente que se creía Quetzalcóatl. El gran Juan Rulfo fue regañado como un niño por él, después de un homenaje nacional y quedó deprimido. Los poderosos caciques culturales dominaban a sus huestes como rebaños. La televisión dominaba todo. Las luchas intelectuales eran violentas y los bandos se ignoraban y se ninguneaban con odio. José Revueltas hablaba al margen desde el más allá de su rebeldía.
Los mayores escritores o artistas del continente y del mundo habían vivido o pasado temporadas en México como Pedro Henríquez Ureña, Pablo Neruda, Grahan Greene, Einseinstein, Tamara de Lempicka, Leon Trotsky, Tina Modotti, Alvaro Mutis, Gabriel García Márquez, Alejando Rossi, Augusto Monterroso, Malcolm Lowry, D.H Lawrence, William Bourroughs, John Reed, Antonin Artaud, André Breton, Luis Cernuda, Yolanda Oreamuno, Leonora Carrington, y decenas de intelectuales, poetas, pintores o cineastas judíos, brasileños, uruguayos, chilenos, argentinos, bolivianos, peruanos, venezolanos, centroamericanos, cubanos, dejaron en México sus huellas o fueron marcados para siempre por él. Exiliados europeos de la Segunda guerra mundial también encontraron refugio y nueva patria en México.
Al desembarcar de ese Tecolote y recorrer las calles del centro histórico se comprendía la magnitud de esa cultura: las huellas del pasado estaban en esos palacios coloniales de cuyos vientres salían pirámides o dioses de piedra, así como los templos, el palacio de Bellas Artes, el castillo de Chapultepec, o las calles modernas que como Bucareli albergababn las sedes de los diarios de la era modernista o las avenidas como el Paseo de la Reforma y el Eje Lázaro Cárdenas, que eras huellas de una gran urbe, la misma que maravilló a Barba Jacob y a Henríquez Ureña y a otros viajeros en los primeros años del siglo y que en los cincuenta vio emerger la Torre Latinoamericana.
Pocos países tan propicios para ejercer la literatura y el arte, lleno de museos, editoriales, periódicos, suplementos culturales, revistas literarias, donde había un esfuerzo estatal nacional y regional para editar libros y abrir espacios a todos los escritores de todas las generaciones u orígenes, incluso a los afortunados extranjeros que llegábamos de otras tierras.
Tres décadas pasaron como sueño y muchas cosas se derrumbaron. El régimen de los tlatoanis cayó y lo sucedió una supuesta transición democrática de derecha que concluyó en años oscuros de guerra sangrienta contra el narco. Hubo auge de la izquierda, revolución zapatista en Chiapas, entramados surrealistas en palacio, un candidato muerto, esperanzas frustradas para la izquierda, y muchos libros escritos en medio del delirio que vivía el país a medida que perdía sus ídolos y los reemplazaba por narcos.
Las grandes figuras, Paz, Rulfo, Fuentes, se extinguieron y los grupos culturales piramidales se resquebrajaron. Las nuevas voces salen ahora del margen centrífugo y hablan de la tragedia reciente. Javier Sicilia ora por los muertos, Cristina Rivera Garza revisa la necropatías nacionales, autores nuevos del norte y del sur hablan desde la sangre y las muertas de Juárez. Los periodistas alzan la voz y mueren a veces. Ninguna reputación está a salvo ahora de la crítica en el Agora. Y México sigue ahí, insumergible como un barco milenario que es más grande que sus propias desgracias puntuales y sus Calígulas efímeros. Por eso sigue siendo una gran escuela necesaria para Europeos y latinoamericanos, porque es un extremo occidente sincrético y necesario que renace siempre de sus cenizas orientales.

* Publicado el domingo 8 de julio de 2013 en Excélsior. México. D.F.

sábado, 29 de junio de 2013

ÚLTIMA RAYUELA CON JULIO CORTÁZAR

Por Eduardo García Aguilar

Eduardo García Aguilar es un escritor colombiano y periodista en la Agencia France-Presse (fue corresponsal en México y está actualmente basado en la sede de París). Estudió en Francia en los años 70. Su obra literaria ha sido traducida a varios idiomas. Entre sus principales libros figuran El bulevar de los héroes (novela), El viaje triunfal (novela), Tequila coxis (novela) y Urbes luminosas (relatos). Este es su testimonio de cuándo conoció a Julio Cortázar, con motivo de los 50 años de la publicación de su novela Rayuela, exclusivo para AFP.

Ahora que se celebran los 50 años de Rayuela, publicada el 28 de junio de 1963, recuerdo que tuve la fortuna de conocer y hablar brevemente con Julio Cortázar en el verano de 1978 en la Universidad de Toulouse Le Mirail, durante un congreso de literatura hispanoamericana donde participaron el paraguayo Augusta Roa Bastos, quien residía ahí entonces, el ecuatoriano Jorge Enrique Adoum y el argentino Juan José Saer, entre otros autores, académicos, cineastas y críticos.
Nosotros fuimos invitados como estudiantes de la Universidad Paris VIII y estuvimos ahí esa semana en una verdadera fiesta ganada con nuestra exposición de revistas latinoamericanas, que coleccionábamos en el Centro de Información para América Latina (CIAL).
Es necesario ubicarse en ese momento, o sea un lustro antes de la muerte de Cortázar en 1984, para calibrar la magnitud simbólica de esa cercanía en el campus de la universidad tolosana, en una región cercana a España, permeada por las luchas y sufrimientos de los españoles que se refugiaron allí desde la guerra civil. América Latina era el continente de moda en Europa y ser latinoamericano en París o en cualquier capital europea nos revestía en los años 60 o 70 de un aura mágica y bohemia y todo nos era permitido, hasta el delirio.
Cortázar era un viejo alto y enorme que desde lejos parecía un adolescente eterno, pero de cerca mostraba las profundas arrugas de sus casi 65 años bien vividos. Cruzarse con él todos los días durante el congreso, sentarse cerca a él, abordarlo al concluir los debates, era nuestra tarea más feliz y de inmediato nos cubría con un halo de gloria. Y nos considerábamos los más legítimos, pues en esos años su novela Rayuela era nuestro libro de cabecera, que leíamos en las interminables veladas de las buhardillas parisinas como estudiantes adolescentes pobres y felices.
Los latinoamericanos éramos los mártires del odioso imperio estadounidense y bajo la imagen crística del Che Guevara y la popular del rebelde Gabriel García Márquez, quien era la más grande estrella mundial de la literatura entonces, representábamos un ejemplo para los europeos. Casi todos los países latinoamericanos eran dominados por dictaduras de ultraderecha que cometían crímenes sin nombre y estaba fresca la sangre de los chilenos, que lloraban el primer lustro de la dictadura de Augusto Pinochet. Por nuestras desgracias los europeos nos amaban de corazón y de cuerpo.
La solidaridad era la palabra mágica y miles de exiliados uruguayos, brasileños, argentinos, paraguayos, chilenos, peruanos, bolivianos recalaban en las urbes europeas donde eran recibidos por el amor de una vasta izquierda humanista. En toda Europa las fiestas de solidaridad eran motivo de reunión y abrazo, aún bajo las banderas frescas de mayo del 68 y las protestas contra la guerra de Vietnam.
Cortázar estaba también en su apogeo. Él, que había sido en sus inicios un intelectual exquisito, cercano a las ideas de su contemporáneo mexicano Octavio Paz, y posaba casi de imberbe, se fue transformando en una bandera del izquierdismo procastrista y pronicaragüense y brincó de escuálido intelectual a viejo barbado y marxista, como lo describe en un genial retrato su sorprendido amigo Mario Vargas Llosa. Ahora era un “intelectual comprometido”, miembro del Tribunal Russell, y solía andar en sandalias, al lado de alguna muchacha, en este caso, en Toulouse, de una novelista colombiana.
Rayuela nos representaba y era la versión moderna de la surrealista Nadja de André Breton. Es un libro portátil, rompecabezas armable, collage de citas y emociones, donde viven personajes artísticos y poéticos que no tienen más que sueños y agotan el tiempo en la vagancia bohemia que se practicaba en París desde inicios del siglo XIX. El escritor libre e indómito, estructurado para el fracaso, preparado siempre para las peores pobrezas, el poeta o pintor feliz en la buhardilla, incapaz de pensar en carreras literarias o dinero o en honores, entregado al vivir, al ser y al acontecer en un París que ya pronto dejaría de ser la Meca de los escritores latinoamericanos.
Por eso cuando lo veíamos tan cerca como uno de nosotros, enfundado en un largo poncho para los fríos vespertinos de Toulouse, nos embargaba una emoción inolvidable, sin saber que los latinoamericanos pasarían de moda en París, que la Revolución, el Che y García Márquez cruzarían a los baúles de la nostalgia y que la ciudad Luz que recorrían Horacio Oliveira con La Maga y sus amigos bajo el sonido del jazz, se convertiría solo en una jaula de oro amada y caricaturizada por Woody Allen por donde la sangre del arte, el jazz y la poesía ya no corre sino como eco de fantasmas ahogados en una escenografía urbana sin alma para millones de turistas







sábado, 22 de junio de 2013

LA BÚSQUEDA INSACIABLE DE EDUARDO GÓMEZ


                    * Eduardo Gómez

Por Eduardo García Aguilar
Eduardo Gómez acaba de anunciar que publicó su primera novela La Búsqueda insaciable en la colección Los Conjurados de Común Presencia, considerada por quienes han tenido acceso a ella como una obra a contracorriente de las tendencias actuales de la novelística colombiana, por ser un ejemplo del Bildungsroman o novela de formación intelectual, que abarcaría todo el siglo XX colombiano.
Debido a su temática y al rigor con el que Gómez (1932) ha trabajado sus obras poéticas y ensayísticas, no encontró cabida en ninguna editorial comercial, por lo que con verdadera valentía quijotesca ha tenido que encargarse en parte de la distribución de los ejemplares y utilizado las vías de internet para ponerlos en la mano de muchos de quienes estiman y han seguido su obra. Tal fuerza y entusiasmo expresa el espíritu joven que lo ha caracterizado y que sin duda forjó en sus luchas políticas estudiantiles durante la dictadura de Rojas Pinilla y sus periplos por la vieja Alemania, donde estudió literatura y filosofía.
Conocí a Eduardo Gómez cuando yo era estudiante de primer semestre de Sociologia en la Universidad Nacional y desde entonces me ha impresionado que sigue siendo la misma figura del gabán negro, como si tuviera un pacto fáustico con el tiempo, lo que no es extraño, dado su amor por la literatura alemana. Lo vi por primera vez en la oficina de Jaime Mejía Duque en el Ministerio del Trabajo, donde el crítico literario recibía a sus amigos antes de salir a dar una vuelta por la séptima.
Sus libros de poesía tienen piezas de gran factura y sus ensayos son rigurosos, como suele ocurrir en los escritores de su generación y la posterior, al lado de "raros" como Germán Espinosa, R. H. Moreno Durán, Hugo Ruiz, Ricardo Cano Gaviria, Francisco Sánchez y Fernando Cruz Kronfly y otros más jóvenes que se inspiran en la gran literatura del este europeo de Broch, Musil y Mann. Hoy esos autores de enormes volúmenes o vastas trilogías serían rechazados por profundos y complejos. La nueva obra de Gómez, al parecer se inspira en esas novelas-río admirables pero condenadas hoy al silencio.
Mientras pueda acceder a la obra, que sin duda nos sorprenderá, quisiera destacar en esta actitud contra el descreimiento actual algo importante: que no solo si se publica en las grandes editoras multinacionales se tiene garantizado entrar a los cánones y que en estos tiempos volvemos por fortuna al ejercicio de la literatura en editoriales privadas pequeñas manejadas por verdaderos amantes del arte, como es el caso de Común Presencia, que aumenta cada día su catálogo con notables obras de poesía, ensayo y narrativa. En su sello y en otros que proliferan en el país, como Sílaba, se están refugiando por fortuna muchos notables autores colombianos.
La gran literatura latinoamericana, incluso la de Borges, fue publicada en editoriales pequeñas como Sur de Buenos Aires o Era de México y ahora por Corregidor de Buenos Aires. Muchos de los clásicos de la poesía dels siglo XX editaron sus obras a cuenta de autor, colaborando afectuosamente para su ilustración con artistas del momento. Ediciones confidenciales ayer son ahora joyas bibliográficas.
Sorprende también que después de publicar a lo largo de su vida una decena de libros de poesía y de ensayos en especial germanísticos, Gómez tuviera la osadía y fortaleza de arriesgarse en 2013 a publicar su novela total a una edad en que muchos ya se se dan por vencidos o hastiados y no quieren sacar fuerzas para lanzar al viento las palabras que con furia creativa han sacado del silencio.
Antes de publicar esta novela única, Gómez publicó Restauración de la palabra, El continente de los muertos, Movimientos sinfónicos, El viajero innumerable, Historia baladesca de un poeta, Las claves secretas, Faro de luna y sol y La noche casi aurora y en el campo del ensayo, Ensayos de crítica interpretativa, Función estética y social de la poesía, entre otros. La editorial Libros de la frontera de Barcelona, publicó en al año 2000 una antología de su poesía, y la editorial Trafo de Berlín editó dos antologías suyas en 2007, una en español, La ciudad delirante, y otra bilingüe: Stadt im Fieber.
El acto mefistofélico de Gómez y de Común Presencia es un ejemplo para todos los escritores del país, porque es el grito literario de un intelectual sólido del siglo XX colombiano. La literatura es vida y ejercerla es un asunto independiente del éxito, la fama, el ruido, la vanidad y las prebendas oficiales en vida. Su gesto es emancipador y nos anima a todos a seguir escribiendo novelas y libros improbables y a publicarlos contra viento y marea.

* Publicado en La Patria el domingo 23 de junio de 2013 

sábado, 15 de junio de 2013

EL BAÚL SECRETO DE MI PADRE

Por Eduardo García Aguilar
Nada más inquietante que enfrentarse a hurgar en los archivos dejados por el padre a su muerte, conservados dos décadas en un enorme baúl de los recuerdos que nadie se atrevía a abrir. Y mucho más cuando ese padre era un ser metódico, ordenado, amante de las leyes y la literatura, que iba dejando en cartapacios los avatares de su larga historia, cartas oficiales y familiares, escritos dispersos en la prensa o poemas escritos a mediados del siglo pasado, cuando tuvo que irse de su pueblo natal, Marquetalia, a causa de la violencia partidista.
Mi padre Alvaro, que murió a los 77 años en Bogotá y allí está sepultado al lado de mi madre, cumpliría cien años en este 2013 y con motivo de su centenarrio decidí abrir el baúl y observar los papeles donde está parte de la historia familiar y de la microhistoria del departamento de Caldas y el país en esos largos años. Ejemplo de esa microhistoria es que mi padre era primo hermano del gran músico caldense Ramón Cardona García, asesinado en 1959 en una atroz matanza en las alturas del Tolima.
Poco a poco se define en esos papeles la trayectoria de un hombre honrado de su generación a través de sus diversas edades y se observa cómo se va relacionando con la realidad y los problemas del país mientras trabaja sin descanso desde los 15 años, como el más responsable hijo de su numerosa familia.
Aquella generación excepcional fue de una valentía cívica indudable y como pertenecían a una época humanista donde aún la poesía, las letras, el pensamiento, los ideales, tenían algún sentido, pasaron como él mucho tiempo leyendo clásicos, explorando en los periódicos nacionales y anotando en cuadernos y libretas, en hojas dispersas, las ideas u obsesiones que los invadieron durante sus largas vidas como hijos de su época, marcada por dos guerras mundiales, la guerra fría, y los múltiples genocidios nacionales.
La vida de esos hombres fue de una permanente autoeducación. En la adolescencia y la juventud, desde 1928 y en los años 30 y 40, mi padre tuvo que trabajar mucho, pero en las diversas misiones que cumplió, sacó tiempo para dedicarse a lo que más le gustaba: leer, pensar, escribir artículos y poemas y discutir de literatura, historia y política con sus amigos, que en su mayoría eran liberales de izquierda.
Ni él ni sus amigos fueron gente de poder ni tuvieron grandes cargos, ni fueron senadores, representantes, embajadores o ministros, pero son el sustento de la historia real del país, a donde la luz de los historiadores casi nunca llega. Eran ciudadanos probos y por eso no se enriquecieron ni tuvieron éxito en sus empresas políticas, pues siempre optaron por las causas perdidas frente a la injusticia, el nepotismo y la corrupción colombianas.
Según veo al revisar sus archivos, sus amigos fueron humanistas liberales que se enfrentaron a la intolerancia
de los regímenes conservadores de Ospina y Laureano y por los tiempos iniciales del Frente Nacional, hombres de la línea dura del Movimiento Revolucionario Liberal, militantes del Frente Unido de Camilo Torres, sindicalistas, escritores como José Naranjo, que lo visitaban en su oficina del edificio Gonzalo Salazar, hoy Hotel Cumanday, al lado del café Osiris, diagonal con el Edificio El Escorial.
Era normal que en una ciudad tan conservadora como Manizales, dominada por una casta cerrada, ellos tuvieran todos un bajo perfil, por lo que los microhistoriadores deberían algún día estudiar esa parte secreta de la realidad, aplastada por los caudillos locales de la corrupción y la componenda política.
En los archivos descubrí los periódicos efímeros que publicaban los liberales y donde escribían y opinaban sobre política o literatura, pero lo más sorpresivo es la pequeña obra poética secreta, parte de la cual destruyó antes de morir, poemas que yo sabía había escrito y reencontré con su caligrafía inconfundible en diversas libretas.
Entre ellos se destaca el poema "A un terruño", que escribio en 1951, a los 37 años, después de abandonar Marquetalia a raíz de la persecución sufrida allí por los liberales. En ese bello poema canta a su tierra natal, a la que ya no podrá volver, desde el exilio en la fría Manizales.
En esta inicial exploración de los papeles descubrí sus años de telegrafista muy joven en su natal Marquetalia y en Marmato en los años 30, lugar estratégico por la minería, donde sin duda el telegrafista, conocedor de los códigos secretos del alfabeto Morse, debía saber muchas cosas secretas y riesgosas.
O sea que en ese baúl personal de mi padre arde un mundo lleno de historias, pues la vida es una novela donde, pasado el tiempo, encontramos que en cada historia modesta y trágica de un hombre se basa la historia de un país y sus regiones. A él le debo la literatura, y ahora él, minucioso heredero de los escribanos egipcios, me devuelve los detalles de su vida antes de la mía, como si fuera el gustoso contador de la Lámpara de Aladino.

* Texto publicado en La Patria. Manizales. 16 de junio 2013







sábado, 8 de junio de 2013

ENCUENTRO CON LOU DOILLON Y SU MÚSICA

Por Eduardo García Aguilar
Foto Kate Barry
Lou Doillon tal vez no sabe que en el lugar de la calle Vivienne donde la vi el miercoles vivió Isidore Ducasse, el Conde de Lautréamont, autor de los maravillosos y terribles Cantos de Maldoror, una de las obras más extrañas de la literatura de los dos últimos siglos.
Ahí donde ahora hay un edificio de cemento horrendo estuvo una de las viejas casas parisinas donde residió el poeta nacido en Uruguay de padres franceses y que de retorno a Francia escribió su obra en un francés estremecedor, que hoy nos asombra y asusta.
La calle Vivienne es histórica porque ahí vivió Simón Bolívar en su primera estadía en la ciudad y porque alberga a la Biblioteca Nacional de Francia, a donde vinieron a estudiar todos los sabios de Europa y América, y en los tiempos modernos, Walter Benjamin, Jean Paul Sartre o Michel Foucault.
Lou Doillon está en esa puerta porque acaba de dar un concierto privado de su primer disco de rock, cantado en inglés, en la azotea del edificio de marras, en la sede de la revista alternativa rockera Magic, donde abundan los amigos del gran músico, compositor y  arreglista Etienne Daho, a quien admiro desde hace tiempos.
La voz de Lou Doillon, quien es la hija menor de la diva pop inglesa Jane Birkin y nieta de quien hizo el papel de la mujer de Tarzán en la película histórica, inunda toda la calle Vivienne, mientras suena su pequeña orquesta, compuesta por los mejores rockeros de París  convocados por Daho.
Lou canta ante un selecto público de cien personas invitadas por la revista Magic este día de excepcional sol que corta con siete meses de grisalla y depresión citadinas. Las copas de vino van y vienen.
Doillon es actriz y ha actuado en unas 20 películas que le han dado notoriedad. Como su madre ---que saltó a la fama entre otras cosas a los 16 años en la película Blow Up de Antonioni, por su vida con el gran compositor alcohólico Serge Gainsbourg o por la  famosa canción de escándalo donde hacía el amor con su viejo marido en "Je t'aime moi  non plus", a fines de los años 60---, Lou se ha hecho querer por su sencillez, frescura, fragilidad y sensibilidad artística y por la forma discreta como busca sus propios yacimientos sin dejarse aplastar por la celebridad de sus familiares.
Hace ya mucho, desde su adolescencia, su medio hermana Charlotte Gainsbourg, hija de Serge, es famosa en medio del escándalo y figura en  todas las portadas de las revistas por sus filmes, discos de rock y premios como actriz en Cannes en cintas terribles de directores nórdicos desquiciados. Su otra hermana mayor es Kate Barry. Lou era menos conocida y la prensa del corazón se preocupaba por ella, porque no es tan rica como su hermana y es tan  discreta y lúdica como su padre el director de cine Jacques Doillon, el amor por el que Jane Birkin abandonó a inicios de los años 80 al borracho Serge Gainsbourg, ante la mirada de toda Francia e Inglaterra atónitas.
Pero ahora es ella la que ha sorprendido con su primer disco titulado Places, que ganó el premio Victoria de la música y mereció elogios generalizados de la crítica. Lou ha compuesto en la soledad un grupo  de melodías de un rock ceñido y original donde se destacan letras íntimas que son pura poesía y embonan  perfectamente con los ritmos y los trenos de su música.
Yo estaba en el avión Bogotá-Paris de Air France hace una semana, desesperado sin saber que hacer en esas diez horas en que el viajero está encerrado en una cápsula asifixiante. En la pantalla buscaba con desespero películas, noticieros o discos que me salvaran del tedio, pero todo era previsible hasta que vi entre lo propuesto el diminuto ícono de la obra Places de Lou Doillon.
Ahí estaba su rostro, con esa belleza lánguida que mezcla los atributos de su madre Jane Birkin y los de su abuela, quien actuó de mujer de Tarzán en la famosa película al lado de Johnny Westmüller. Quedé seducido de inmediato. Escuché varias veces el disco y me di cuenta que era de  verdad algo nuevo, una obra de arte de riesgo, de gran unidad y que la voz grave y ceñida de Lou Doillon y sus palabras poéticas rebeldes me decían muchas cosas, más allá de las propias palabras, pues constituían una atmósfera extraña en esta dureza contemporánea del siglo XXI. La musicalización me pareció excelente y el todo un verdadero logro estético, como si ella hubiese descubierto en una alejada cantera un yacimiento inédito. Lou Doillon, desde la soledad, se salió con las suyas y creó arte con dolor y soledad. Así de simple.
Estoy este miércoles en la azotea viéndola frente a mi y un público privado y reducido de cien personas. Su cabellera ágil ondea por el viento. Lleva un saco vaporoso negro que cubre sus largos brazos como si fuese un ave romántica descrita por Hölderlin, una falda de seda estampada con flores diminutas de muchos colores bajo un fondo amarillo desleído que va  hasta la mitad de sus muslos muy blancos. Sus piernas libres empotradas en botas cherokee negras y ella ahí, alta y flaca, con el micrófono en la mano repitiendo para nosotros, para mí, las mismas canciones de su disco que escuché en el aburrido vuelo Bogotá-París.
Más tarde, a medianoche, cuando salía cansado de la redacción internacional de la AFP, que está en el mismo edificio, horas después de terminado el concierto, me encontré a Etienne Daho y lo felicité entusiasmado por su arreglos sin darme cuenta de que la mujer que estaba con él fumando un cigarrillo era precisamente Lou Doillon.
Y él me dijo de inmediato: "a la que hay que felicitar es a ella". Entonces le conté mi experiencia de escucharla en ese vuelo y le reiteré la sorpresa que fue para mi descubrir una obra de arte conquistada al descreimiento de muchos. Y entonces sentí su mirada transparente sobre mí y sus risas jugetonas y cómplices estallaron y empezaron a recorrer esa calle Vivienne solitaria, a medianoche, la misma calle y la misma puerta donde vivió Isidore Ducasse, el conde de Lautréamont.
Ahí estaba al fin solo yo con Lou Doillon y Etienne Daho conversando, en la soledad  de la primera noche casi veraniega. La poesía y el azar me llevaron a decirle a ella en persona lo que pensaba en secreto: que los poetas vuelan y la vida los junta al azar porque son de aire y de viento.


miércoles, 5 de junio de 2013

EDUARDO CARRANZA O EL SÚBITO GALOPE DE LOS ALAZANES FUNERARIOS: HOMENAJE POR EL CENTENARIO

Por Eduardo García Aguilar*


Los amigos de periodizaciones históricas encontrarían gran dificultad para situar a Eduardo Carranza en el panorama de las letras colombianas y latinoamericanas. Si fuera exacta la idea de que un movimiento sigue a otro por obra y gracia de un proceso evolucionista, la poesía, que es tal vez la forma más profunda y luminosa del conocimiento humano, perdería el carácter intemporal que hace de ella un relámpago sobre los siglos. En un Olimpo secreto y deliciosamente anacrónico, se reúnen los poetas y no encuentran dificultad para entenderse, por una razón muy simple : conocen la esencia de las cosas, o al menos perciben la imposibilidad de conocerla. Siempre, a través de los siglos, por encima de las guerras y de las catástrofes, el género humano producirá esos extraños seres que buscan detener lo imposible con palabras. El día en que en este mundo ya no haya luz y todo semeje una enorme caverna, habrá un solitario que cantará a los musgos, a la humanidad, a la tiniebla. Y ese canto, aunque es único, tiene la misma fuerza e idéntica liviandad en los tiempos de Propercio, de Joachim du Bellay o del poeta futuro.
Eduardo Carranza, que nació en 1913 en los extensos llanos orientales de Colombia, habría tenido que cantar a los aviones o a las bombas atómicas, si fuera cierto que las minucias del tiempo debieran reflejarse en el poema. Tal poesía cataloga objetos que se acaban y desedeña al hombre, sin saber que las ideas pasan y los hombres quedan, con sus paisajes y nostalgias, sus desdichas y triunfos. La voz de un poeta, aún la de aquellos desconocidos y secretos, es siempre una ventana que se abre a ciudades lejanas cuyas cúpulas tienen un brillo proporcional a la entrega de quien la pronuncia. En un poema de Carranza, dedicado a un gran poeta místico de Colombia que murió loco y siempre viajó a contracorriente, « Cantata en honor de Antonio Llanos », el poeta nos dice :

El día como un rojo gavilán

Volaba entre palmeras y cruzaba

Una venada blanca con su cinta

Azul. La juventud con una brasa

O un lucero en la mano atravesaba

Entre doncellas como una floresta

O una isla de árboles frutales.

«Lo que una vez ha sido será siempre ! »

Somos memoria solamente, tiempo

Con pisadas de música, de lluvia,

Como en tu poesía, maestro mío.

A veces a las playas del insomnio,

Vuelvo a encontrar los ángeles de entonces,

Las voces por los tiempos sepultadas

Los besos por el tiempo apenumbrados,

Los pasos que llevan al amor

Cubiertos de silencio y de nostalgia.

Y oigo latir el corazón del tiempo

Y el rumor submarino del pasado.

Oigo los sueños que suspiran y oigo

La luna andando, entre palmeras, sola.


Carranza publicó en 1936 « Canciones para iniciar una fiesta », convirtiéndose en el portaestandarte del « piedracielismo », movimiento poético que se reclamaba del mundo de Juan Ramón Jiménez. Era entonces un muchacho de 23 o 24 años. En ediciones delgadas, fakirescas, los piedracielistas Carlos Martín, Arturo Camacho Ramírez, Tomás Vargas Osorio, Gerardo Valencia y Darío Samper provocaron un escándalo en Colombia, no porque se dedicaran a asustar señoras sino porque retornaban a la voz de Garcilaso, buscaban en un mundo ideal los ritmos de una poesía que la ciencia, el progreso y la academia habían convertido en un horroroso lánguido camello de papier maché para opereta. Carranza y los piedracielistas hicieron una pequeña revolución en Bogotá al desnudarse lentamente y caminar flotando por la altiva floresta de nísperos y guamos. Un señor, muy piernijunto él, don Juan Lozano y Lozano, llegó a decir de ese movimiento que « en todo aquel galimatías de confusión palabrera no hay nada de original, nada de estable, nada de duradero. Para quienes tenemos una visión fuerte y grande de esa patria, constituye deber ineludible salir al encuentro de todo síntoma débil, morboso, extraviado, disociador, decadente, erostrático, que aparezca en el horizonte de la nacionalidad ».
Esa patria, esa nacionalidad, es para Carranza a veces « un deseo de llorar y a veces un deseo de cantar ». En las primeras obras del poeta los poemas no pesan y pareciera que se vuelan de la página para dejarla en blanco. Su mundo son olores, perfumes, aromas, sueños, jardines. Por lo que espíritus pesados que llevan siempre un ancla herrumbrosa como corazón , no podían ni podrán comprender esta poesía hedónica.
En los poemas de « El olvidado » (1948-1954), por ejemplo, dice « La primavera con sus largas piernas, / huía riendo como una muchacha » o « la llama blanca de un jazmín ardía » o « crecen, a veces, cuando estás dormida/ a través de tus sueños los jardines » o « El silencio dobla la esquina de tu calle » o « Una barca desciende, paralela,/ llena de flores, rumbo a la mañana » o « Se abren las puertas de la lluvia,/ y en algo entramos tan hermoso/ como una casa de aire y flores ».
Estos versos sacudieron la poesía de ese país sudamericano. Hasta ellos y poco antes de aparecer el recatado y maravilloso Aurelio Arturo, autor de Morada al sur, la poesía era una inmensa réplica de basílicas de cartón sobre las que cada día los cultores seudo grecolatinos del país, como Guillermo Valencia y otros menores discípulos suyos, colocaban con énfasis cada vez más asfixiante estatuas de cemento, cruces de acero, madonas de plástico, camellos de elásticas cervices, hermafroditas dormidos. Los poetas de entonces, con la excepción de Silva, el extraterrestre, terminaban por tradición de politiqueros en el « honorable » Senado de la República. La poesía era para ellos una variante del discurso, una forma menor de la arenga. Enfundados en sus lustrosas levitas, con sus sombreros chaplinescos y sus cuellos almidonados, los que tuvieron la desgracia de vivir en esos años, se alumbraban con cirios para escribir poemas sobre ataúdes de cedro. Como una corbata de plomo, el incienso se colgó de los versos para ahogarlos. Los de la Gruta Simbólica, todos ellos malditos, surgieron a finales del XIX para convertirse en la otra cara, mucho más lúgubre aún, de ese ejercicio que los piedracielistas vinieron a airear. En el desván de la poesía colombiana encontraron los fémures tallados y las pelvis con telarañas de Julio Flórez. Después de limpiar, quedaron flores, jardines, muchachas, cabelleras al aire, jugadoras semidesnudas de tenis, observadas con deseo, y eso era, de verdad, un peligro mortal para la patria, según don Juan Lozano y Lozano.
Escuchemos « Cantando en la lejanía » :

Crecen las flores hacia tus pestañas.

Te rodea la música lo mismo

Que a las islas el canto de la espuma,

Tu frente pura se deshoja en nubes

De silencio, de gracia, de nostalgia.

Como esa estela de flotantes nubes

Que sigue el curso de los grandes ríos,

Alta, celeste, vas sobre mi sangre.

Y en sus márgenes eres como una

Blanca floresta de alas y de sueños.

La mañana se acerca de puntillas

Como una doncella de rocío

En tu ventana y en tu voz aprende.

La tarde apoya su dorada frente

En tus cristales. Tu piensas la tarde.

Los ríos llevan hacia el mar su imagen

Que ha de brillar en los futuros nácares.

Qué invisible Pompeya de ademanes

Y de imágenes tuyas en el aire :

Por ella va mi alma, ojos absortos !

Antes de que las sombras del fin vinieran a perturbarlo para producir la eterna Epístola mortal, Carranza siguió cultivando con rebeldía una llama de alegría y de conciliación con la naturaleza como en « Se Canta a los llanos de la patria en metáfora de muchacha » o los sonetos de « Azul de ti », cuyos solos nombres indican su materia : « Alazul », « Muchacha como isla », « Soneto atravesado por un río », « María con un jazmín de lágrimas », « Espacio de mi voz », « Soneto asomado a la ventana » o « El poeta se despide de las muchachas ».
El poeta todavía está en el medio del camino de la vida y nada lo turba como una piel o unas manos, un aliento o una cabellera, una seda, un seno, unos ojos, un perfume. Este conjunto de textos gratos, que parecieron contradecir el sino trágico del desdichado, están, sin embargo, cruzados por un río siniestro. Detrás de lo más bello y puro, junto a las azules ventanas de un mundo imaginario, los demonios acechan y se ríen. En la blancura angelical de los sonetos, ciertas caries fatídicas son apenas cubiertas por el marfil de una felicidad que siempre trae su carga de desgracia. En estos versos de Carranza, el lúcido lector descubre tras el paraíso, los túneles, las cavernas, el ruido incontenible del detritus, el galope súbito de ciertos alazanes funerarios. Tanta belleza semeja el rostro florecido de una doncella muerta.
En « Los pasos cantados », dice :

… Bueno es a veces detenerse un poco

en medio del camino de la vida,

y mirar, a lo lejos, como absortos.

Vamos desde el recuerdo a la esperanza

Por el puente instantáneo del presente ;

Del ayer al mañana caminamos,

Unidos por el aire y por las flores.

Vamos pisando como un tenue prado

Ese niño que fuimos, caminamos

Pisando como un suelo de jardín

Enardecido, ese adolescente

Con su traje sonámbulo de besos

que también fuimos cuando Dios quería.

Como tierra mezclada con el cielo

Vamos pisando al joven de los sueños,

De los sueños,

De los sueños, de los sueños, de los sueños…


De ahí para adelante Carranza tratará de rescatar al niño ; y toda su poesía, que se carga de soledades, extranjeros y violetas, cantará la nostalgia de su mundo. Mientras la terrible antropolatría atea, con su carroza de ciencias y de técnicas, trataba encontrar razones para la sinrazón, Carranza seguía cabalgando en un corcel de niño. No estaba equivocado. El poeta, el verdadero instrumento de la palabra, es un niño eterno que ve morir su cuerpo, y celebra como un emperador el incendio de la propia ciudad de sus ensueños. La poesía es la perversa voz de los niños, una voz hermosísima y terrible. Es el ángel de Rilke que dicta tras la puerta. La gran tragedia de Carranza y de todos los seres humanos, es tener conciencia de haber sido infantes. La nostalgia de su voz, el recuerdo punzante de su contacto con la tierra y con el bosque, la memoria de un nido de pájaros destruido al azar, el sueño de una carretera polvorienta, son sólo algunas de las punzadas que nos hieren día a día. La juventud, que debería ser dicha, carga la sombra inatajable de su fin y una lágrima del tamaño del mundo nos inunda y ahoga. En el poema « El nino del retrato », dice el poeta :

Entre cuantos he sido me perturba,

Más que ninguno otro aquel

De la barca : vestido marinero

La frente que ya todo lo soñaba

Y ojos desamparados.

Y a veces me desvelo imaginando

Como tocar podré esa mano mía ,

Como podré volver a esa mirada

Donde volaban visionarios ángeles

Hacia mi ahora :

Donde los días caminan en silencio

Hacia el secreto adolescente triste

Y el joven victorioso en su relámpago

Y el que su vida atravesó, jinete

En rojo potro.

Me hago el dormido a veces esperando

Despertar a ese niño del retrato

Que duerme por los siglos de los siglos

-y en el fondo del tiempo y de mi vida –

y que ya te miraba.


Después, en Epístola mortal, que es uno de los poemas más logrados de su obra, Carranza se rebela contra la muerte. El gran poeta Propercio, furioso hace dos milenios porque Cinthya lo engañaba y se negaba a ser suya, desdeñando su amor, la poseyó para siempre en la eternidad del poema. Usando el poder que le confiere este arte maravilloso, la hace prisionera suya para siempre. De igual forma Carranza conjuró su fin en esta Epístola, que comienza diciendo :


Miro un retrato : todos están muertos;

Poetas que adoró mi adolescencia

Ojeo un álbum familiar y pasan

Trajes y sombras y perfumes muertos.

(Desangrados de azul yacen mis sueños)


Carranza pasa revista a su vida e invoca a los amigos, a las novias, a los paisajes, para decirnos que « somos antepasados de otros muertos » y que sólo esperamos « el tiro de gracia ». Esa verdad terrible aparece en todo su esplendor, y Carranza no tiene compasión para hacer sonar las trompetas del juicio. Este largo poema es totalmente disitinto del tono de su obra. Parece un dictado texto de la noche. El fruto de una ebriedad sobrenatural, la prueba de que el poeta es un elegido, un ser dotado de ciertos sentidos secretos. Si la poesía es una terrible enfermedad, Epistola mortal es el síntoma más notorio de que el virus glorioso ya domina su genio. Es la hora del llamado y el poeta que ya habló con los abismos cóncavos nos dice la verdad. Cada uno de los versos de este poema está dotado de una fuerza devastadora y quien lo lee no puede evitar estremecerse. La vista del funesto alegórico pudo haberlo acodado a esa revelación :


Las niñas de Primera comunión

De cuyas manos vuela una paloma,

Las blancas novias que arden en su hoguera,

Días y bailes, reyes destinados

Y coronas caídas en el polvo,

La manzana y el cámbulo, el turpial,

El tigre, la venada, los pescados,

El rocío, mi sombra, estas palabras :

Todo muriò mañana ! Ya está muerto.

El polvo es nuestra cara verdadera


Eso nos indica que Eduardo Carranza
si está vivo y anda hoy entre nosotros.


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* Ensayo publicado en la Gaceta del Fondo de Cultura Económica en México D. F., en 1984, con motivo de la publicación de su obra en esa casa editora.



lunes, 3 de junio de 2013

MATRIMONIO GAY EN MONTPELLIER

Por Eduardo García Aguilar
Francia logró por fin esta semana, pese a la agitación provocada por las manifestaciones y disturbios organizados por la derecha y la ultraderecha, imponer la ley que autoriza el matrimonio de las personas del mismo sexo, en una ceremonia transmitida con toda pompa desde la ciudad de Montpellier, al sur del país.
Una entusiasta alcaldesa de edad madura, Hélène Mandroux, ofició la ceremonia en la que dos jóvenes hombres, Vinncent y Bruno, se dijeron el si frentre a la fotografía del mandatario francés François Hollande, una de cuyas promesas de campaña fue precisamente cumplirle a los homosexuales su reivindicación.
Se debe reconocer al presidente socialista francés el valor de cumplir las palabras de la campaña electoral, pese al largo y complejo proceso de adopción de la ley Taubira por el Congreso, en medio de multitudinarias manifestaciones, a veces violentas, organizadas por la Iglesia católica y una gran parte de los movimientos de derecha, aunque el sector más moderno y civilizado de ese bando optó por una posición más moderada.
Las manifestaciones multitudinarias abarrotaron varias veces las calles de París. Desde todos los pueblos, el campo, los suburbios, sacerdotes, obispos y arzobispos trajeron en buses a sus fieles, mayores y niños, familias enteras, que esgrimían pancartas donde se hablaba de la decadencia del país y se reiteraba la idea de que el matrimonio debe ser solo para un hombre y mujer dispuestos a reproducirse y a crear familia.
Más virulenta aun, la derecha católica se oponía a la posibilidad de que los homosexuales puedan adoptar hijos y crear familias, como ya ocurre en otros países del mundo. Las manifestaciones de mayo parecían ya el augurio de una especie de mayo de 1968 al revés, de derecha, y son impresionantes las imágenes de los grupos de choque enfrentándose ante la policía que vigilaba el recinto de la Asamblea Nacional.
La joven y bella portavoz del gobierno Najat Vallaud Belkacem, de origen marroquí, fue la enviada visible del gobierno a la ceremonia y con su radiante sonrisa y simpatía de sus treinta anos, elocuencia y  talento político, posó para las cámaras y declaró a quienes querían saberlo que no habrá marcha atrás y que el país de los Derechos Humanos se unía a la decena de países del mundo, entre ellos Argentina y España, que han optado por dar el derecho a los gays.
Los primeros en subir al altar de la República Francesa fueron dos apuestos y elegantes hombres, de 40 y 30 años respectivamente, quienes parecían preparados para la escena y a lo largo de la ceremonia, antes de la llegada de la oficiante y después ante el público y las tribunas, parecieron representar una especie de boda de familia real, equiparable a las recientes celebradas en Londres, Amsterdam o Mónaco.
En las afueras de la alcaldía la muchedumbre local celebró la boda con vítores y todo el país tuvo que ver el acto por el que se confirmaba que la ley triunfó y que la presión de la calle y de los políticos de derecha no impedirían dar el paso histórico que reconoce los derechos a una parte de la población marginada a lo largo de los siglos.
Las mismas manifestaciones opositoras se dieron en Francia hace más de tres décadas cuando la ministra Simone Veil y el gobierno de centro de Valéry Giscard d 'Estaing dieron el paso histórico de legalizar el aborto. Y la misma oposición suscitó en su momento la reivindicación de las mujeres sufragistas que reclamaban el derecho al voto primero y después la posibilidad del divorcio. Durante siglos la mujer fue considerada una menor de edad y solo después de muchas luchas ha logrado arrancar sus derechos a la intolerancia.
Por eso sin duda alguna el gobierno de Hollande pasará a la historia no solo por haberle cumplido la palabra a los homosexuales y lesbianas que votaron por él, sino por dar un nuevo impulso mundial a esta reivindicación necesaria. Hasta hace muy poco los homosexuales han sido perseguidos, estigmatizados, humib llados, discriminados en las escuelas y el trabajo. Y a lo largo de la historia han tenido que vivir su deseo y sus amores a contracorriente bajo el estigma pecaminoso, viviendo el atroz silencio al interior de su propias familias.
Reconocer sus derechos en público, en directo, ante todo el país, como ocurrió esta semana en Francia, es un triunfo para los sectores más progresistas de la humanidad que luchan contra la recrudescencia de la intolerancia en el mundo, pues en los países de dominio islamista los más arcaicos no solo persiguen a los homosexuales sino que cubren con la burka y confinan a las mujeres en casas o harems y crean tensiones en las sociedades democráticas donde quisieran imponer lo mismo.
La principal activista contra el matrimonio gay fue la Iglesia católica que paradójicamente ha vivido en los últimos años una crisis enorme al descubrirse que en su seno actuaron a lo largo del tiempo muchos sacerdotes pedófilos que abusaron de cientos de miles, tal vez millones de niños que debían cuidar en las escuelas.
No es ninguna sorpresa para nadie que la Iglesia ha servido en muchos casos de refugio para los homosexuales perseguidos que encontraron allí la paz que la sociedad intolerante de su tiempo nunca les dio. Razón por la cual el Vaticano, en vez de enfrentarse a esta realidad, debería legalizar en su seno la homosexualidad abiertamente y dar el derecho a los gays católicos de oficiar y ser sacerdotes como ocurre ya en otras iglesias protestantes, así como permitir que sacerdotes heterosexuales y homosexuales puedan vivir su vidas maritales ante el mundo sin miedo ni vergüenza.
Cuando la pareja de homosexuales se besaba ante el país entero, pensé en toda la tradición de literatura francesa y mundial donde los amores entre personas del mismo sexo son protagonistas. Por ejemplo en la histora de amor conflictiva entre los poetas Veraline y Rimbaud o en los poemas de Constantin Kavafis o en la gran novela  busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Antes de que la ley los legalizaran para siempre, las personas que aman a los de su mismo sexo vivían ya libreremente en la literatura y la ficción se ha hecho por fin realidad por el bien de la humanidad deseante y amante.
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* Publicado en Excélsior de México el 2 de junio de 2013.









martes, 28 de mayo de 2013

CAVILACIONES EXISTENCIALES EN EL SAINT MORITZ

Por Eduardo García Aguilar
Siempre que regreso a Bogotá celebro el ritual de visitar el Café Saint Moritz, situado en la callejuela entre las carreras séptima y octava que separa dos de las más viejas y bellas iglesias coloniales bogotanas, frente al parque Santander. Se entra allí por el zaguán de una casa antigua sobreviviente frente al viejo Gun Club, pintada de naranja con techos de teja y aleros añejos, hacia un interior que es una cápsula del tiempo de los años 30 y 40 bajo la mirada de Jorge Eliécer Gaitán, cuya foto amarillenta está pegada en la pared.
El sitio tiene mosaicos desleídos, una claraboya abierta a la lluvia y amplios espacios donde antes había billares y que ahora ocupan los clientes, gente modesta de la ciudad, cundinamarqueses, provincianos, loteros, comerciantes, estudiantes y personas que están de paso por ese centro donde aun se hacen trámites y se respira el aire de otros tiempos, los de una Colombia que poco a poco desaparece entre los ajetreos del siglo XXI.
Mi amigo Jaime Eduardo Jaramillo, con quien he ido esta vez al sitio, me confiesa que va allí desde los 18 años, cuando llegó a Bogotá a estudiar en la Universidad Nacional de Colombia y que desde entonces poco ha cambiado el sitio, donde suena todo el día la música popular latinoamericana de la primera mitad del siglo XX. A veces hay lapsos largos de tiempo en los que se escucha la vieja música ranchera mexicana de los clásicos Javier Solís y Miguel Aceves Mejía, otras las horas se detienen en los tangos de la era gardeliana o magaldiana o en las melodías para ebrios andinos y tristes de Olimpo Cárdenas y Oscar Agudelo. De repente suena la música cubana de antes de la Revolución, aquella de la que hablaba Guillermo Cabrera Infante en Tres tristes tigres.
Los clientes no se quitan los sombreros, lucen a veces bigotes negros teñidos a la mexicana, otros son viejos jubilados con la mirada perdida que reposan ahí en la tarde para luego dirigirse a buscar el transporte colectivo hacia los lejanos barrios de la enorme urbe donde los esperan largas noches lluviosas, a veces son parejas de amantes de mediana edad detenidas entre los ajetreos de la dura vida para tomarse la mano y reir con desenfado junto a mesas metálicas que permanecen ahí desde hace medio siglo.
No hay allí glamour alguno ni "doctores" perfumados y arribistas, o "gomelos" de mocasín y camisa Lacoste o Polo, ni mujeres elegantes de tacón y trajes ceñidos, o de look estilo Gina Parody, sino gente auténtica del pueblo, encargados de modestos negocios, desempleados, trabajadores precarios, vendedores callejeros, sindicalistas, dependientes de las librerías de viejo que proliferan en la octava y con frecuencia hombres golpeados con su largas cabelleras canas descuidadas o rostros de fatiga existencial en los que se lee la historia contemporánea de la patria.
En las paredes hay fotos grandes y pequeñas en blanco y negro de la vieja Bogotá de antes del 9 de abril, cuando aun por esos pagos, junto al Gun Club, entre las grandes iglesias y hoteles, vivía en casas y apartamentos art deco la gente acomodada de Bogotá, como la familia de Nicolás Gómez Dávila, cuya mansión alberga hoy la Librería Torre de Babel o el edificio de fachada arruinada donde perviven los soberbios espacios que utiliza la librería Merlín.
Hace ya más de 60 o 70 años la gente bien de Bogotá abandonó esa zona por sus residencias del norte, dejando que el tiempo se ensañara sobre todas las edificaciones de un centro marcado por la Avenida Jiménez, el Hotel Continental, las sedes de El Tiempo y El Espectador y el edificio donde estaba la vieja Librería Buchholz. Tiempos lejanos de modernidad de entreguerras que uno imagina bajo la impronta de Enrique Olaya Herrera, Eduardo Santos, Alfonso López Pumarejo y Alberto Lleras Camargo, antes del desastre del 9 de abril y el inicio de la Violencia que hoy todavía nos signa.
El visitante del Saint Moritz se asombra de que aun sobreviva el lugar para proceder a una inmersión en aquellos años y evocar las figuras que recorrían el centro de café en café para hablar de política y literatura como Jorge Zalamea, Luis Vidales, Alfonso Romero Aguirre, Ignacio Torres Giraldo, Gerardo Molina, entre los liberales de izquierda, o entre los conservadores o moderados los piedracelistas de Eduardo Carranza y Jorge Rojas, sin olvidar los renovadores de la generación de la revista Mito de Jorge Gaitán Durán.
Uno se imagina por ahí a Alvaro Mutis de veinte años agotando el tiempo entre los billares o la poesía o a un crepuscular Jose Antonio Osorio Lizarazo, autor de la magnífica trilogía bogotana donde están descritos esos tiempos burocráticos y tristes o a Eduardo Zalamea Borda y a los jóvenes Gabriel García Márquez y Manuel Zapata Olivella cargados de nostalgia costeña.
En el Saint Moritz uno puede palpar aun la primera mitad del siglo XX y sentir la respiración de una generación que por estas fechas estaría cumpliendo cien años y que como habitantes de una era humanista y polígrafa amaban los libros, la poesía, los diccionarios, el buen decir y la discusión sin insultos e imprecaciones. Ellos vivieron el auge del nazismo y el fascismo, siguieron la Segunda Guerra Mundial a través de diarios y emisoras radiales antes de la televisión y reflexionaron sobre el destino de un país joven equidistante entre la Patria Boba y la sorpresas que depara el siglo XXI.
Aquí al Saint Moritz vuelvo cada año hasta que algún día ya no lo encuentre más. Sus clientela pasará entonces a los terrenos de la ficción como ocurrió con aquellos cafés que se esfumaron para siempre con el fin del Imperio Austro Húngaro o los similares de la Belle Epoque antes de la devastadora Primer Guerra Mundial y de Los años locos de entreguerras.
Colombia a principios del siglo XXI, en este 2013, es otra, emergente, veloz, caldera ardiente de dinero, llena de turbinas en acción, adaptándose a otro contexto continental y mundial inédito, es una Colombia que parece dejar por fin el caótico siglo XX marcado por las distintas violencias y el lenguaje de la guerra fría y que mira tal vez por fin hacia el futuro como nunca, dispuesta a curar sus taras decimonónicas y a dejar atrás los fantasmas infernales que perviven en esta cápsula del tiempo del saint Moritz, lugar apto para todo tipo de cavilaciones de novela, porque a veces la novela es más real que la propia realidad.
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Publicado en La Patria. Colombia, 26 de mayo de 2013.

A PROPÓSITO DEL CAUCA

Por Eduardo García Aguilar

El río Cauca baña el Occidente de Colombia y está en todas partes a ese lado cordial del país, serpenteando entre las montañas por cañones bañados de sol y de niebla. Alguna vez lo descubrí en palabras en el poema de León de Greiff que dice " En el alto de Otramina, pasando ya para el Cauca, me encontré con Toño Vélez en qué semejante rasca". Es un río de poesía y prosa porque es además protagonista de varios grandes libros como la novelas La María de Jorge Isaacs y Risaralda, de Bernardo Arias Tujillo, entre otros.
Pero además, mucho antes, lo descubrí de niño en viajes con mis padres por las tierras del Occidente de Caldas o el valle del Cauca. Es un río muy generoso, porque a pesar de que se le atribuye un papel secundario de afluente frente la gran río Magdalena, no se inmuta y sigue siendo feliz, como si no le importara competir o entrar en pugilatos típicamente colombianos.
Cada país, cada mundo tiene sus ríos. El Ganges en la India, el Indus milenario donde las primeras civilizaciones amanecieron en lo que hoy es Pakistán, el Nilo egipcio, el Rhin alemán, el Sena, el Tajo, el Mississipí, el río de la Plata, el Danubio y muchísimos otros.
El Cauca ha existido siempre, rico y verdadero, manso e impetuoso, potente, lleno de troncos y de animales muertos, de pedazos de tierra y hojas inmensas, y en las montañas aledañas los indígenas quimbayas y otras muchos hijos de tribus o de etnias diferentes lo observaban desde lejos como una deidad y a veces desde la lejanía solían vestirse de oro para que el sol irradiara de sus torsos y se reflejara sobre la cinta plateada de ese río metálico y vegetal.
En Arauca, joven aún, cruza los espacios contados por Bernardo Arias Trujillo en Risaralda, su novela de tierra caliente, cinematográfica según su joven fuerza de escritor malogrado, muerto en los fríos de Manizales. En el mundo de Sopinga, el Cauca es fundamental y múltiples remansos pueden llamarse paraísos de un mundo prediluviano, lleno de aves y bestias maravillosas y músicas de indios.
Allí por Arauca se siente el Cauca cerca, hermano, familiar, incluso desde los viejos tiempos de la infancia y hoy, entre la algarabía del semipuerto fluvial pleno de todos los peligros y todas las emociones, canta desde lejos aunque lleve la memoria de los muertos de las violencias sucesivas. Porque el Cauca ha llevado muchos muertos de la Violencia, muertos contados por muchos autores desde todos los tiempos, como en La María, Viento Seco o Cóndores no entierran todos los días.
El río Cauca tiene historia pues está presente en La María de Jorge Isaacs, canto a los valles que irrigaba e irriga con su primer ímpetu. En aquellos y estos tiempos el río ha dado vida y riqueza a los vallunos y la serpiente plateada de su viaje tiene allí los ímpetus de la adolescencia.
Los viajeros extranjeros, como el francés Saffray, escribían sobre esas tierras vallunas donde se mezclaban las razas y la vida era más libre para todos, en las orillas de ese generoso afluente del Magdalena que no tiene complejos y desemboca arriba con el orgullo de haber soñado en su viaje las cordilleras y los valles lejanos del extremo occidente.
En Arauca ya comienza a tomar otra fuerza aún mayor y en ese cañón el sol canicular lo deja percibir como un decidido poema de agua, que desde otras alturas neblinosas se ve desde la extraña Belalcázar. Allí lo vi desde lejos por primera vez en la primera infancia, tal vez a los tres años, cuando mi madre viajó allí a visitar a una amiga y desde un balcón vi el Cristo enorme de cemento erigido en tiempos de la Violencia.
Mucho tiempo después, una querida amiga me llevó allí para que resolviera el recuerdo vago que me hacía imaginar un Corcovado imaginario en pleno Caldas, cosa que me parecía imposible. Y era cierto, ese cristo de brazos abiertos estaba allí desde 1946 mirando pasar los muertros que dejaban los armados de todos los bandos.
He viajado hacia el alto de de Greiff luego de volverlo a ver en Irra, en la noche cálida colombiana, llena de camiones ruidoso e iluminados como altares intermitentes y llenos de músicas, y mujeres flotantes salidas de la savia del país, espigadas, espectrales, ancestrales, campesinas cocinando allí el bagre para los viajeros que toman cerveza y aguardiente y no saben que ocurrirá mañana con ellos al otro lado del país.
Y lo he vuelto a ver cerca de la bella Santa Fé de Antioquia, la Mompox antioqueña, cruzando un viejo puente amarillo, ya listo para su largo camino hacia la desembocadura lejana con el Magdalena, donde chocará y creará una fuerza nutritiva que terminará en las Bocas de Ceniza, unida, consustancial, feliz.
El Cauca nutre otra vez con sus aromas esta tierra hacia el atardecer y se llena de sus humedades esenciales. Aquí estoy. Hay algo más que vida en su cauce. Es prehispánico, verdadero, actual, y las tierras que visita son las más bellas y generosas para muchos. Los de antes de la Conquista y los colonizadores después, han dejado sus rastros en su espejo. Los violentos lo han hecho Ganges de difuntos. Pero el Cauca es un ofidio de espejos y a veces un tigre sereno que mira y rasca con sus felinas garras el humus de la tierra nativa.
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Publicado en La Patria, Colombia, el 19 de mayo de 2013.