Cuando desembarqué por primera vez en México a fines de 1980 en el famoso avión Tecolote que venía de San Francisco, en California, cumplía el sueño de todo latinoamericano de conocer un país considerado hermano mayor del continente, potencia regional cultural y económica que a lo largo del siglo XX había marcado la pauta en el región y era considerado con respeto en todo el mundo por su fuerza milenaria y la situación estratégica junto a Estados Unidos.
Como prueba de ese liderazgo, miles de exiliados sudamericanos y centroamericanos habían sido recibidos tras huir de las violentísimas dictaduras de derecha que asolaban toda América Latina, por lo que el país era un querido crisol continental, aunque con zonas oscuras de violencia e injusticia que los extranjeros descubrían poco a poco. México no solo significaba para los latinoamericanos milenos de cultura y civilizaciones extinguidas cuyos rastros estaban en ciudades espléndidas de rango indio, chino, japonés, camboyano, egipcio, medioriental, sino una múltiple cultura que pervivía en colores, olores, comidas, músicas, danzas, vestimentas, lenguas y arte popular intactos, sin olvidar mares, volcanes, valles, lagos, ríos, sierras, montañas tropicales y pueblos de sueño donde se viajaba en el tiempo, dos mil años atrás.
Vivir en México era y es aprender todos los días muchas cosas y estar en una universidad activa y viviente que potencia la palabra de quien esté dispuesto a alimentarse de él como ocurrió con Gabriel García Márquez. La Revolución Méxicana había dejado huella y fue cantada y denostada a la vez por su extremada violencia, pero su impronta cultural no se negaba, porque a lo largo de las décadas, el país, estabilizado por un régimen autoritario, reivindicó su cultura autóctona y posibilitó la emergencia de poderosas instituciones culturales, periodísticas, universitarias y editoriales que aun hoy sorprenden. El Fondo de Cultura Económica, que acogió a exiliados españoles y sudamericanos fue faro cultural para generaciones de latinoamericanos, la Universidad Nacional Autónoma de México, el Colegio de México, el Museo de Antropología, los estudios de cine en Churubusco, los múltiples diarios que a lo largo del siglo abrieron sus páginas a la cultura y al pensamiento, todo eso nos sorprendía a quienes veníamos de los países del sur dominados por gobiernos que negaban la cultura propia, perseguían la inteligencia y se arrodillaban ante el imperio depredador.
En esos primeros meses de estadía se calibraba la grandeza del país, pero también se sentían las tensiones del debate político y se develaban muchos de los terribles secretos escondidos debajo de los tapices del lujo palaciego o las escenografías progresistas del régimen, que lo eran mucho más para afuera y poco para adentro. La matanza de Tlatelolco era una herida abierta, la represión y desaparición de opositores, el unaninismo, la corrupción generalizada en tiempos de bonanza, la violencia endémica en los estados, la falta de justicia y la arbitariedad policiaca eran fantasmas sueltos.
Cuando llegué emergía el Templo Mayor junto a la Catedral y pronto sería inaugurado por un presidente que se creía Quetzalcóatl. El gran Juan Rulfo fue regañado como un niño por él, después de un homenaje nacional y quedó deprimido. Los poderosos caciques culturales dominaban a sus huestes como rebaños. La televisión dominaba todo. Las luchas intelectuales eran violentas y los bandos se ignoraban y se ninguneaban con odio. José Revueltas hablaba al margen desde el más allá de su rebeldía.
Los mayores escritores o artistas del continente y del mundo habían vivido o pasado temporadas en México como Pedro Henríquez Ureña, Pablo Neruda, Grahan Greene, Einseinstein, Tamara de Lempicka, Leon Trotsky, Tina Modotti, Alvaro Mutis, Gabriel García Márquez, Alejando Rossi, Augusto Monterroso, Malcolm Lowry, D.H Lawrence, William Bourroughs, John Reed, Antonin Artaud, André Breton, Luis Cernuda, Yolanda Oreamuno, Leonora Carrington, y decenas de intelectuales, poetas, pintores o cineastas judíos, brasileños, uruguayos, chilenos, argentinos, bolivianos, peruanos, venezolanos, centroamericanos, cubanos, dejaron en México sus huellas o fueron marcados para siempre por él. Exiliados europeos de la Segunda guerra mundial también encontraron refugio y nueva patria en México.
Al desembarcar de ese Tecolote y recorrer las calles del centro histórico se comprendía la magnitud de esa cultura: las huellas del pasado estaban en esos palacios coloniales de cuyos vientres salían pirámides o dioses de piedra, así como los templos, el palacio de Bellas Artes, el castillo de Chapultepec, o las calles modernas que como Bucareli albergababn las sedes de los diarios de la era modernista o las avenidas como el Paseo de la Reforma y el Eje Lázaro Cárdenas, que eras huellas de una gran urbe, la misma que maravilló a Barba Jacob y a Henríquez Ureña y a otros viajeros en los primeros años del siglo y que en los cincuenta vio emerger la Torre Latinoamericana.
Pocos países tan propicios para ejercer la literatura y el arte, lleno de museos, editoriales, periódicos, suplementos culturales, revistas literarias, donde había un esfuerzo estatal nacional y regional para editar libros y abrir espacios a todos los escritores de todas las generaciones u orígenes, incluso a los afortunados extranjeros que llegábamos de otras tierras.
Tres décadas pasaron como sueño y muchas cosas se derrumbaron. El régimen de los tlatoanis cayó y lo sucedió una supuesta transición democrática de derecha que concluyó en años oscuros de guerra sangrienta contra el narco. Hubo auge de la izquierda, revolución zapatista en Chiapas, entramados surrealistas en palacio, un candidato muerto, esperanzas frustradas para la izquierda, y muchos libros escritos en medio del delirio que vivía el país a medida que perdía sus ídolos y los reemplazaba por narcos.
Las grandes figuras, Paz, Rulfo, Fuentes, se extinguieron y los grupos culturales piramidales se resquebrajaron. Las nuevas voces salen ahora del margen centrífugo y hablan de la tragedia reciente. Javier Sicilia ora por los muertos, Cristina Rivera Garza revisa la necropatías nacionales, autores nuevos del norte y del sur hablan desde la sangre y las muertas de Juárez. Los periodistas alzan la voz y mueren a veces. Ninguna reputación está a salvo ahora de la crítica en el Agora. Y México sigue ahí, insumergible como un barco milenario que es más grande que sus propias desgracias puntuales y sus Calígulas efímeros. Por eso sigue siendo una gran escuela necesaria para Europeos y latinoamericanos, porque es un extremo occidente sincrético y necesario que renace siempre de sus cenizas orientales.
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